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El protagonista, que es traductor simultáneo, va evocando en un relato, que
es como un rompecabezas en el que todas las piezas acaban por encajar, la
vida en el pueblo andaluz de Mágina, donde nació. Su bisabuelo Pedro, que
era expósito y estuvo en Cuba, el abuelo, guardia de asalto que en 1939
acabó en un campo de concentración, sus padres campesinos que llevaban
una vida resignada y oscura, él mismo en su niñez y adolescencia. Testigo
de la gran transformación que sufre el lugar con el paso de los años. Van
apareciendo también otros muchos habitantes de Mágina, como el jefe de
policía, poeta vergonzante, el fotógrafo, un periodista, un periodista, el
comandante Galaz que en 1936 reprimió la sublevación militar, y el anciano
médico, extrañamente relacionado con el descubrimiento de la momia de
una mujer joven emparedada.
En el curso de un largo periodo de tiempo, entre el asesinato de Prim en
1870 y la guerra del Golfo, estos personajes forman un apasionante mosaico
de vidas a través de las cuales se recrea un pasado que ilumina y explica la
personalidad del narrador.
Antonio Muñoz Molina, en una historia admirablemente bien trabada y
escrita con una seguridad y brillantez de estilo y de lenguaje excepcionales,
nos da en
El jinete polaco
, Premio Planeta 1991, una obra única en el
panorama de la literatura española contemporánea.
Antonio Muñoz Molina
El jinete polaco
Esta novela obtuvo el Premio Planeta 1991, concedido por el siguiente jurado:
Alberto Blecua, Ricardo Fernández de la Reguera, José Manuel Lara, Antonio
Prieto, Carlos Pujol, Martín de Riquer y José María Valverde.
Para Antonia Molina Expósito
y Francisco Muñoz Valenzuela
Para Leonor Expósito Medina,
in memoriam
I
El reino de las voces
S
IN QUE SE DIERAN CUENTA
se les hizo de noche en la habitación de donde
no habían salido en muchas horas, donde habían estado abrazándose y
conversando en una voz cada vez más baja, como si la penumbra y luego la
oscuridad que no notaban hubieran ido apaciguando el tono de sus voces pero no
la avidez mutua de palabras, igual que se había apaciguado el modo al principio
perentorio en que satisfacían y simultáneamente alimentaban su deseo, cuando
regresaban caminando bajo la nieve y el frío de la taberna irlandesa donde
habían almorzado, el pie descalzo de ella buscándolo con desvergüenza y sigilo
bajo el amparo insuficiente del mantel, la casi persecución en el ascensor, ante la
puerta, en el pasillo, en el cuarto de baño, la ropa arrancada con una delicada
furia de impaciencia y las bocas mordiéndose mientras su doble respiración
crecía en el calor de la habitación a media tarde, en la luz listada de las persianas
que dejaban entrever al otro lado de la calle una hilera de árboles con las ramas
peladas cuyo nombre ella no supo decirle y una fila de casas de ladrillo rojo con
dinteles de piedra, con llamadores dorados y puertas pintadas de un negro
brillante que a él le daban la tranquilizadora sensación de estar en Londres o en
cualquier otra ciudad anglosajona y silenciosa, a pesar del ruido del tráfico que
llegaba desde las avenidas, de las sirenas de los coches de la policía y de los
camiones de bomberos, un pesado rumor que envolvía el núcleo de silencio en
que los dos respiraban igual que la ciudad ilimitada y temible envolvía el espacio
breve del apartamento, la cámara segura como un submarino en la que si se
paraban a pensarlo era casi imposible que se hubieran encontrado, entre tantos
millones de hombres y mujeres, de caras, de nombres, de gritos, de idiomas, de
conversaciones telefónicas.
Vivían con naturalidad en el interior de una especie de milagro que ni siquiera
habían solicitado ni esperado, casi desconocidos hasta unos días antes y ahora
reconociéndose cada uno en la mirada, en la voz y en el cuerpo del otro,
vinculados no sólo por la costumbre tranquila y candente del amor sino también
por las voces y los testimonios de un mundo que irrumpía en ellos viniendo del
pasado tan tumultuosamente como vuelve la savia a una rama que pareció
muerta y seca durante todo el invierno, por la figura del jinete que cabalga a
través de un paisaje nocturno, por las pupilas fijas en la oscuridad y en el vacío
de una mujer emparedada que permaneció incorrupta durante setenta años, por
el baúl de las fotografías de Ramiro Retratista y una Biblia protestante escrita en
un inconcebible español del
siglo
XVI
cuyas páginas recorrían ahora sus manos
igual que las habían recorrido desde hacía más de cien años las manos de los
muertos extraviados en la distancia y en el tiempo, sepultados al otro lado del
mar, en una ciudad cuyo nombre les resultaba tan extraño decirse en aquel
apartamento que les parecía situado en ninguna parte, Mágina, sus vocales
rotundas como una luz de mediodía, sus duras consonantes tan cortadas en
ángulos como las piedras en las esquinas de los palacios de piedra color arena,
amarilla en el sol de la mañana, cobriza en los atardeceres, casi gris en los días
de lluvia, en aquel invierno de su adolescencia que compartieron sin saberlo hasta
el final, ella medio extranjera y recién llegada de América, con su pelo rojizo y
su barbilla irlandesa, él hosco y callado y deseando marcharse a cualquier parte
del mundo a condición de que no fuera Mágina, Madrid, París, Nueva York, San
Francisco, la isla de Wight, cualquiera de las ciudades o países cuyos nombres
leía de niño en el sintonizador iluminado de la radio y donde se oyeran esos
idiomas que lo fascinaron mucho antes de que empezara a distinguir y a
comprender el sonido de sus palabras, desvelado y solo en medio de la noche,
buscando las emisoras extranjeras de onda corta, manejando el dial con la
misma cautela que su padre cuando buscaba el himno de Riego en la Pirenaica,
imaginando que su destino y la mujer de su vida estaban esperándolo en una
ciudad a la que tal vez no iría nunca: ella nacida en un suburbio con casas de
ladrillo rojo o de madera pintada de blanco a donde llegaban a veces las gaviotas
y el viento húmedo de la bahía y el olor a muelle y a limo y educada en un
inglés con acento de Irlanda y en el límpido español que se hablaba en Madrid
antes de la guerra y le fue transmitido tan involuntariamente por su padre como
la expresión obstinada y atenta de los ojos: él venido al mundo en una noche
tempestuosa de invierno y a la luz de una vela, crecido en las huertas y en los
olivares de Mágina, destinado a dejar la escuela a los catorce o a los quince años
y a trabajar en la tierra al lado de su padre y de sus abuelos y llegada una cierta
edad a buscarse una novia a quien sin duda habría conocido desde la infancia y a
llevarla al altar vestida de blanco después de un noviazgo extenuador de siete u
ocho años, él torpe, enconado, silencioso, rebelde, escribiendo diarios de furiosa
desdicha en cuadernos de apuntes y odiando la ciudad donde vivía y la única
clase de vida que había conocido y que legítimamente tenía derecho a esperar en
nombre de otras vidas que le fueron anunciadas por las canciones, los libros y las
películas, y mucho antes, cuando era niño, por las voces de la radio y los
nombres de ciudades que veía en los mapamundis, alto ahora, cuando tuvo a
Nadia delante de sí y no la supo recordar, a punto de cumplir diecisiete años y
mortificado por la impaciencia de convertirse en un adulto, vestido siempre de
oscuro, con un mechón de pelo negro sobre la frente que le ensombrecía la
mirada, con pantalones vaqueros que para escándalo de sus padres no se quitaba
ni siquiera los domingos y con un chaquetón azul marino abrochado hasta el
cuello que tenía algo de uniforme maoísta, aunque era la guerrera de guardia de
asalto que había estado guardada durante más de treinta años en el armario de su
abuelo Manuel, escondida en el fondo, junto a los correajes y el canuto de estaño
con el diploma de su nombramiento, junto a una caja de lata llena de billetes de
banco que él mostraba con orgullo a sus amigos diciéndoles que eran dinero de la
República: buscando siempre voces y canciones extranjeras en la radio,
imaginando que se iba con una bolsa al hombro y que la carretera de Madrid se
prolongaba infinitamente hacia el norte, hacia lugares donde él vivía de cualquier
modo y se cambiaba de nombre y hablaba sólo en inglés y se dejaba crecer el
pelo hasta los hombros, como cualquiera de los héroes a quienes reverenciaba,
Edgar Allan Poe, Jim Morrison, Eric Burdon, tan desesperado por marcharse y
no volver que no le importaría no ver nunca más ni a sus amigos ni a la
muchacha de la que estaba enamorado entonces, con un amor hecho más de
cobardía y literatura que de entusiasmo y deseo, tan legendario, doloroso y
ridículo, como su propia vida y sus sueños de huida y los versos y las confesiones
que escribía en los cuadernos de apuntes, en las horas muertas de clase en aquel
instituto donde daba clases de literatura con una pesadumbre de vejación y
destierro un profesor de Madrid al que rápidamente apodó el Praxis el más
réprobo de todos los alumnos, un futuro teniente de la Guardia Civil que ya
entonces fumaba grifa, aspiraba a decorarse los brazos con tatuajes legionarios y
se llamaba Patricio Pavón Pacheco. Desconocidos, cruzándose en las calles de
Mágina y tan extraños como si hubieran vivido a una distancia de siglos,
habitados hasta la médula de su conciencia por las voces de sus mayores,
herederos de un valor fracasado mucho antes de que ellos nacieran y modelados
sin saberlo por hechos memorables o atroces de los que nada sabían, herederos
involuntarios de la soledad, del sufrimiento y del amor de quienes los habían
engendrado.
Se incorporó para buscar un cigarrillo en la mesa de noche y sólo entonces se
dio cuenta de lo tarde que era al ver la hora en el despertador, y calculó
instintivamente la hora que sería en Mágina. Ya habría amanecido, su padre
estaría en el mercado ordenando la hortaliza húmeda y brillante sobre el
mostrador de mármol, y tal vez se preguntaría de vez en cuando dónde estaba él,
a cuál de esas ciudades a las que quería irse en la adolescencia lo habría llevado
su oficio errabundo de intérprete. Miró el teléfono y se acordó con
remordimiento de todo el tiempo que había pasado desde la última vez que habló
con sus padres, encendió un cigarrillo y se lo puso a Nadia en los labios,
acariciándole fugazmente la cara y el pelo, no quiso dar todavía la luz, aunque ya
era medianoche, no tenía la sensación del paso de las horas ni la premura de
hacer algo o de llegar a alguna parte. Por qué no nos encontramos entonces, le
dijo, inclinándose sobre ella casi en la oscuridad, no hace unos meses sino
dieciocho años, por qué nos faltó coraje, inteligencia, ironía y astucia, o al menos
me faltaron a mí, qué niebla había en mis ojos que no me dejaba verte cuando te
tenía delante media vida más joven pero no más deseable que ahora, idéntica a sí
misma, la imaginó queriendo imposiblemente recordarla, su cara irlandesa y sus
ojos españoles y su melena castaña que se volvía roja cuando la deslumbraba el
sol, su manera tan desahogada y vagabunda de andar, no sólo entonces, cuando
sólo vestía zapatillas deportivas y pantalones vaqueros, sino también ahora,
cuando se pone vestidos cortos y ceñidos y zapatos de tacón para que él la mire y
la desee buscándola en el espacio cerrado del apartamento, porque si saliera
vestida así a la calle se quedaría congelada, un vestido amarillo debajo del cual
no había nada más que su piel y un tenue olor a espuma de baño, a perfume y a
cuerpo femenino, pero también, al cabo de unos días, olía a él mismo, a su saliva
y a su semen, los olores tan mezclados como los recuerdos y las identidades,
como sus dos voces que enumeraban y celebraban en la penumbra de un tiempo
sin horarios ni fechas: mañanas, atardeceres, noches y madrugadas en las que
una luz incolora y luego azul se iba estableciendo en la habitación mientras él la
miraba dormir, eligiendo en varios idiomas palabras para nombrarla igual que
elegía las caricias que la condujeran gradualmente hacia el despertar, con un
instinto tranquilo no de poseerla —porque nunca había sabido ni querido poseer lo
que más le importaba— sino de halagarla y cuidarla, de borrar con el influjo de
su paciencia y su asidua ternura todos los infortunios de su vida y hacer posible
esa sonrisa perezosa que le brillaba en los ojos y en los labios cuando le rebosaba
el gusto cumplido del amor, de verla dormirse otra vez en sus brazos y apartarse
de ella con la precaución de que no se despertara para ir a la cocina y prepararle
café, zumo de naranja, pan tostado y huevos revueltos, con la misma naturalidad
que si hubieran vivido siempre juntos en ese apartamento que ella había
compartido hasta unos meses antes con otro, con el exmarido cuyas fotos
desaparecieron de la casa —él las buscaba, en accesos de celos, lacerado por el
pensamiento de los hombres con los que ella había estado, como si le hubiera sido
infiel antes de conocerlo— y con el hijo rubio que le sonreía, también a él, que al
mirar sus fotos se sentía un intruso, en la mesa de noche, en el armario de los
libros, junto a la máquina de escribir donde ella trabajaba, pero que se le hacía
más presente cuando se asomaba con un poco de aprensión y pudor a su
dormitorio vacío y miraba la cama con sábanas de colores y los juguetes
alineados en las estanterías, superhéroes de los dibujos animados y barcos y
motoristas y tiovivos de lata que ella había recibido de su padre y entregado a su
hijo con un sentimiento de nostalgia sin pérdida y de perduración que a él le
estaba vedado, porque no tenía hijos ni había considerado nunca la posibilidad de
tenerlos y sólo ahora, cuando estaba enamorado de una mujer que había parido a
uno, comprendía o sospechaba el orgullo de reconocerse en su existencia. Qué
raro, pensaba, que alguien haya nacido de ella y la necesite más que yo. La dejó
dormida, le apartó el pelo húmedo de la cara para besarle los labios, los pómulos
y las sienes, bajó del todo la persiana del dormitorio y echó las cortinas para que
no volviera a despertarla la luz de la mañana de invierno, y en el grabado del
jinete que estaba colgado enfrente de la cama fue como si también cayera otra
vez la noche y se avivara el fuego que alguien había encendido junto a un río y
en el que unos tártaros sublevados contra el zar calentaban hasta el rojo vivo el
filo del sable que en apariencia cegaría a Miguel Strogoff.
Quién es, se preguntó de nuevo, hacia dónde cabalga, desde cuándo, durante
cuántos años y en cuántos lugares miró el comandante Galaz ese grabado oscuro
del jinete con el gorro tártaro y el carcaj y el arco sujetos a la grupa, con la
mano derecha casi vanidosamente apoyada en la cintura mientras la izquierda
sostenía la brida del caballo, mirando no hacia el camino que apenas se
distinguiría en la noche sino más allá de los ojos del espectador, desafiándolo a
averiguar su misterio y su nombre. Recogió del suelo la bata de seda que ella se
ponía al salir de la ducha y que se le deslizaba luego sobre la piel fresca y
perfumada como los hilos del agua y estuvo oliéndola hasta que su respiración la
humedeció, se preparó un café, miró el reloj de la cocina, que marcaba una hora
inexacta, porque ella no se había molestado en cambiarla cuando los periódicos y
las autoridades dieron el aviso, volvió al salón con la taza en la mano, puso muy
bajo un disco de Bola de Nieve que habían estado escuchando la noche anterior,
volvió a mirarla, quieto en el umbral del dormitorio, murmurando la letra de un
bolero, con una atenta ternura que le reavivaba solitariamente el deseo y le
desfallecía las rodillas, como si tuviera dieciséis años y estuviera viendo por
primera vez a una mujer desnuda, dormida, con las piernas abiertas, con el
edredón entre los muslos, cubriendo a medias el vello denso y rizado, afeitado
justo en la orilla de las ingles, agradecido por la impunidad con que se le
concedía el derecho a admirarla, a hundir golosamente en ella, para que
despertara, la lengua o los dedos, blasfemo y devoto, Dog, Siod, Brausen, Elohim,
pensaba, a una yegua del carro de faraón te he comparado, amiga mía,
repitiendo en voz baja su nombre, Nadia, Nadia Allison, Nadia Galaz, cada vez
con la inflexión de cada uno de los idiomas con los que se ganaba la vida, y
luego, bajando los ojos, miró con ironía y orgullo y casi vanidad la consecuencia
inmediata y arrogante de lo que estaba viendo,
trújome a la cámara del vino y su
bandera de amor puso sobre mí
, leía ella en la Biblia que perteneció a don
Mercurio, y para no caer en la tentación de volver a despertarla se puso los
pantalones y volvió al lugar donde estaban el baúl de Ramiro Retratista y el
resumen de todas las fotografías que había tomado en Mágina a lo largo de
cuarenta años, desordenadas en el suelo, sobre los cojines del sofá, algunas de
ellas apoyadas verticalmente sobre los lomos de los libros, en la estantería, junto
a las fotos en color del hijo de Nadia. Se acordó de un baúl siempre cerrado que
estaba en el desván de la casa de sus padres y en el que él se escondió una vez
cuando tenía siete u ocho años, de los baúles providenciales que encontraban los
náufragos de las novelas en las playas de sus islas desiertas: no percibía hechos ni
objetos singulares, sensaciones irrepetibles, palabras sin resonancia, lugares
aislados: a su alrededor, en su conciencia, en su mirada, hasta en la superficie de
su piel, todas las cosas irradiaban vínculos en el espacio y en el tiempo, todo
pertenecía a una secuencia nunca interrumpida entre el pasado y el presente,
entre Mágina y todas las ciudades del mundo donde había estado o soñado que
iba, entre él mismo y Nadia y esas caras en blanco y negro de las fotografías en
las que era posible distinguir y enlazar no sólo los hechos sino también los
orígenes más distantes de sus vidas. Con incredulidad volvió a verse sentado sobre
un caballo de cartón, cuando tenía tres años, en la feria de Mágina, con un
sombrero cordobés, con una camiseta de rayas, con pantalón corto, calcetines
blancos y zapatos de charol, y le pareció mentira que fuese aquí, en otro mundo,
tan lejos, donde recuperaba esa foto perdida y olvidada durante tanto tiempo. Vio
a sus padres el día en que se casaron, vio a su bisabuelo Pedro sentado en el
escalón de su casa, vio al inspector Florencio Pérez en su despacho de la plaza del
General Orduña y al médico don Mercurio inclinando su cabeza decrépita sobre
las grandes hojas de la Biblia, vio de nuevo la cara de la mujer emparedada en la
Casa de las Torres y sus ojos alucinados por la oscuridad y la muerte, vio a su
abuelo Manuel vestido con el uniforme de la Guardia de Asalto y pensó que ya
era tiempo de ir regresando hacia Mágina, ahora que la ciudad no podía herirlo ni
atraparlo, de regresar con Nadia para mostrarle los lugares que ella apenas
recordaba y caminar abrazado a ella bajo los soportales de la plaza del General
Orduña, por la calle Nueva, por el paseo de Santa María, por las calles
empedradas que conducían a la plaza de San Lorenzo y a la Casa de las Torres,
hablándole al oído, rozándole el pelo con los labios, estrechándola con una pasión
y una certidumbre de pertenecerle que a los dieciséis años le había parecido
imposible encontrar. Recordó el sonido del llamador en la casa de sus padres y
sólo entonces tuvo conciencia exacta del gran abismo de lejanía que lo separaba
de la ciudad donde había nacido: rascacielos, puentes de metal, paisajes
industriales, aeropuertos, océanos, continentes nocturnos donde los ríos brillaban
bajo la luna y las ciudades parecían estrellas de hielo, días y meses de viajes
oblicuos sobre las manchas de colores puros de los mapamundis que él
interrogaba de niño como asomándose desde un acantilado de vértigo a la
extensión de la Tierra. Pero no sentía angustia, ni premura, ni miedo, como tantas
veces, como casi siempre en su vida, ni el remordimiento sin motivo que lo había
trastornado desde que tuvo uso de razón y que le hacía vivir pendiente de un
posible castigo llegado a él bajo una forma casual de desgracia: había dormido
pocas horas y notaba en sus miembros una fatiga sin peso, una disposición de
indolencia que lo empujaba a volver a la penumbra y a los olores cálidos del
dormitorio.
Cerró la puerta con cuidado, para que no entrara la luz del pasillo, escuchó la
respiración de Nadia, que dormía con la boca entreabierta, se quitó los
pantalones, se tendió de costado junto a ella, adhiriéndose a sus caderas y a la
longitud de sus piernas flexionadas sobre el vientre, y cuando terminó de
acomodarse y se quedó inmóvil, con los ojos cerrados, le pareció de nuevo que
volvía a un refugio inviolable y que los sonidos de la ciudad y la luz de la mañana
se apaciguaban en una quietud de media tarde o de anochecer perezoso y
estático, igual que cuando se acostaban después de comer y les oscurecía sin que
se dieran cuenta, conversando y acariciándose durante horas más anchas y
serenas que las horas comunes, procaces, estremecidos, inocentes, con una
mutua desvergüenza que les fortalecía la ternura, cómplices en el delirio y en la
risa, callados de pronto, mirándose tensamente a los ojos, con asombro y pavor,
como testigos de un prodigio simultáneo que los traspasaba, vencidos luego el uno
sobre el otro, bruñidos de sudor, gastados de caricias. Entonces se oían respirar en
silencio y las manos y los labios volvían a buscar, ya sin urgencia, los pies
rozándose bajo las sábanas, como para comprobar y percibir toda la extensión
del cuerpo todavía y siempre deseado, y las voces adquirían un tono de
rememoración y secreto, el tiempo dilatándose en ellas como la corriente
demorada de un río que desborda sus orillas en un delta de limo, y ellos tendidos,
dejándose llevar, abandonados a un lento flujo de palabras, incorporándose a
veces para buscar un cigarrillo en la mesa de noche, la cara y la melena de
Nadia iluminadas por la llama del mechero, para traer una cerveza del
frigorífico y compartirla en un vaso desbordado de espuma, hablando siempre,
repitiendo palabras impresas en una Biblia polvorienta que tal vez excitaron un
siglo antes los deseos de otros,
las noches busqué en mi cama al que ama mi alma,
busquélo y no lo hallé
, enumerando nombres y canciones, oyéndolas de nuevo al
cabo de muchos años con la repetida sorpresa de haber amado exactamente la
misma música a la misma edad y de poseer de pronto un pasado común en el
que sin conocerse ya estaban juntos. Fuera del día y de la noche, del calendario
y el reloj, como supervivientes en una isla desierta, la isla de las voces, no sólo
las suyas, sino también las que congregaban con la imaginación y la memoria,
no sólo las palabras que decían sino las sensaciones recobradas y las imágenes
que fluían en sus pupilas cuando no sabían seguro si estaban dormidos o
despiertos, cuando Nadia se dormía durante unos minutos y sonreía con los ojos
cerrados y le decía al despertar, he soñado con mi padre y con los dibujos de un
libro de cuentos españoles que a él le gustaba leerme. Al dormirse soñaban que
seguían conversando y que miraban de nuevo las fotos innumerables de Ramiro
Retratista, y al abrir los ojos lo primero que veían era la penumbra de la
habitación y la figura del jinete que cabalga por un paisaje donde muy pronto
amanecerá o acaba de hacerse de noche, un viajero solitario y tranquilo, alerta,
orgulloso, casi sonriente, que da la espalda a una colina donde se distingue la
sombra de un castillo y parece cabalgar sin propósito hacia algún lugar que no
puede verse en el cuadro, y cuyo nombre nadie sabe, igual que tampoco sabe
nadie el nombre del jinete ni la longitud y latitud del país por donde está
cabalgando.
V
EO ENCENDERSE UNA A UNA
las luces en los miradores de Mágina bajo un
cielo liso y violeta en el que todavía no es de noche, las bombillas que parpadean
y tiemblan en las esquinas de las últimas casas como llamas de gas y las
lámparas que penden sobre las plazas y cuyos círculos de claridad oscilan
cuando el viento zarandea los cables tendidos entre los tejados desplazando las
sombras de las mujeres solitarias que caminan con la cabeza baja y la barbilla
hundida en la toca de lana llevando una lechera de estaño o un badil de ascuas
rojas tapadas con ceniza. Se abrigan con medias de lana, con zapatillas de paño
negro, con rebecas abrochadas hasta el cuello sobre los delantales, avanzando
inclinadas contra la noche o el viento, llegan a casa y todavía no encienden las
luces y dejan en el portal el badil con las ascuas mientras buscan el brasero y lo
llenan hasta la mitad de candela, y luego, esparciendo las ascuas sobre él, lo
sacan al quicio de la puerta para que el viento del anochecer, tenue como una
brisa marítima, lo encienda más rápido. No cuenta la memoria sino la mirada,
veo en la penumbra fría ese resplandor que se hace más vivo a medida que la
oscuridad va ganando la calle, huelo a humo y a frío, humo de ascuas doradas y
rojas en el anochecer azul y de resina hirviente y leña mojada de olivo, huelo a
invierno, a una noche de noviembre o diciembre en cuya quietud un poco
desolada hay algo de tregua, porque hace días que terminaron las matanzas y
aún no ha comenzado la aceituna, me acuerdo de una mujer de toquilla negra y
pelo blanco recogido en un moño que se había vuelto loca y todas las tardes, al
filo del anochecer, bajaba por la calle del Pozo caminando a pasos cortos muy
cerca de la pared y robaba un adoquín de la obra que estaban haciendo en la
Casa de las Torres y se volvía llevándolo escondido bajo la toquilla como si
cobijara un gato, sonriendo, queriendo disimular, murmurando, como hablándole
al adoquín, al gato inventado, al niño que decían que se le murió cuando era
joven.
Los hombres han llegado hace rato del campo y han atado las bestias a las
rejas mientras las descargaban y las desembardaban, han encendido las luces
amarillas de los portales empedrados y de las cuadras calientes y olorosas a
estiércol, fatigados y broncos, vencidos por la extenuación del trabajo, pero en
las habitaciones donde las mujeres conversan en voz baja o guardan un atareado
silencio con rumor de costura todavía permanece una media penumbra apenas
iluminada por las bombillas de la calle y por la última claridad declinante del
cielo, azulado y rojizo en las lejanías del oeste. Queda en la habitación, junto a la
ventana cuyos postigos se cerrarán en cuanto se encienda la luz eléctrica, un
residuo de blancura sin origen preciso que resalta como manchas las caras, las
manos, los lienzos blancos de los bastidores, el brillo de las pupilas, ausentes en el
aire, fijas en la calle donde suenan pasos y fragmentos singularmente claros de
conversaciones, en la banda iluminada de la radio donde están los números y los
nombres de las emisoras y de las ciudades y remotos países de donde algunas
proceden, y una mano mueve despacio el sintonizador y la aguja se desplaza por
los lugares de una geografía inaccesible hasta detenerse en una música
confundida al principio con pitidos, con voces extranjeras, con un ruido sordo de
papeles rasgados, la música de un anuncio o de una canción o de un serial, cómo
es posible que haya gente dentro de esa caja tan pequeña, cómo se encogen de
tamaño, por dónde logran entrar, por las ranuras, como hormigas, la voz de un
locutor resuena solemne y casi amenazadora, «El coche número trece»,
declama, «novela original de Xavier de Montepin», y se oyen en el interior de
la habitación los cascos lentos de un caballo y un chirrido de ruedas metálicas
sobre adoquines azotados por la lluvia de un invierno extranjero y de otro siglo,
de otra ciudad, no sólo cabe gente, también llueve en la radio y cabalgan
caballos, París, dice el locutor, pero ya no sigo escuchando sus palabras, las borra
la distancia o el ruido de los cascos de los animales que relinchan en la cuadra, se
me alejan como si hubiera perdido la emisora y aún continuara moviendo en
vano el sintonizador, mirando esa luz enigmática que procede del interior del
aparato, una raya de luz como la que brilla debajo de una puerta, dentro de una
casa cerrada en la que sólo habitan voces, todas las voces imposibles del mundo,
la luz encendida en una ventana de la Casa de las Torres, donde vivió sola y
enajenada la guardesa que encontré una vez la momia incorrupta de una mujer
muy joven que según mi abuelo Manuel había sido cautivada y emparedada por
un rey moro. Un coche de caballos baja por la calle del Pozo y las ruedas
metálicas y los cascos resuenan con escándalo sobre el empedrado, y aunque no
se ve a nadie tras las cortinillas los niños le cantan al pasar la canción de don
Mercurio, «Tras, tras», «¿Quién es?», «El médico jorobeta, que viene por la
peseta de la visita de ayer», desafiando al cochero de librea verde y subiéndose
a las rejas para vislumbrar la cara amarillenta del médico tras las cortinillas de
gasa negra que cubren como una urna fúnebre los cristales del coche. Desde tan
lejos oigo esas voces como si me separaran de ellas las bardas de los corrales y
veo la sombra furtiva de la mujer que acuna contra su pecho un adoquín y la del
ciego a quien habían disparado dos cartuchos de sal a los ojos cuando era joven y
reventaba caballos en galopes furiosos, oigo en la noche de invierno el rumor
sordo y estático de la ciudad y lo asocio sin motivo al del tráfico, pero no es
posible, en Mágina, en este invierno de un año que no sé calcular y que
seguramente es anterior a mi memoria y también a mi vida apenas se escuchan
motores de automóviles, y en cualquier caso estoy demasiado lejos para oírlos,
como si pasara acodado en la borda de un velero frente a las luces de una capital
portuaria que apenas se distinguen en el horizonte brumoso del mar. Lo único que
puedo oír son los pasos de los hombres y de las caballerías, las ruedas de los
carros, el eco metálico de los llamadores, los ladridos, las voces de las vecinas,
las canciones que corean los niños para conjurar el miedo inmemorial a la
llegada de la noche, ay qué miedo me da de pasar por aquí, si la momia estará
escuchándome a mí, todo como enguatado de silencio, las campanas de las
iglesias que tocan a oración o a funeral y hacen que las mujeres se persignen en
sus habitaciones en penumbra, los mugidos lentos de las vacas que vuelven de
beber agua en el pilar de la muralla y suben por la plaza de San Lorenzo, camino
de los corrales, guiadas por hoscos vaqueros que les golpean el lomo con sus
grandes bastones terminados en porra, y cuando enfilan la calle del Pozo se hace
más fuerte el eco de sus pezuñas y los últimos niños que no han hecho caso de las
llamadas de sus madres y todavía jugaban o se contaban historias bajo la luz de
las esquinas se apartan por miedo a ser embestidos, se suben a las rejas, se
esconden en los portales y cantan una canción para ahuyentar el peligro. Bao
Bao, tírate a lo negro y a lo colorao, a lo blanco no, que está salao.
Cuando han pasado las vacas queda en la calle un olor caliente de vaho y de
estiércol, una definitiva desolación nocturna que inexplicablemente agravan las
luces en las ventanas de las oficinas, en las sombrías tabernas donde los hombres
beben acodados en toneles de vino, más arriba, hacia el norte, más allá del
ámbito vacío de la plaza del General Orduña, donde la esfera del reloj se ha
iluminado al mismo, tiempo y con la misma tonalidad aceitosa que los balcones
de la comisaría, en los escaparates de los comercios vacíos donde los
dependientes, que tienen las manos tan blancas y suaves como los curas y se las
frotan igual, recogen las telas sobre los mostradores de madera bruñida antes de
cerrar y despedirse bromeando mientras se suben los cuellos de piel vuelta de sus
chaquetones y se frotan con más ahínco las manos, ateridas por un frío suave de
iglesia, los dependientes dóciles como sacristanes de El Sistema Métrico, que es
la tienda de género y confección más grande de Mágina y está enfrente de la
parroquia de la Trinidad, y donde ocupa un empleo ínfimo de recadero y chico
para todo Lorencito Quesada, futuro periodista local con vehemencias de
repórter, corresponsal en la ciudad del periódico de la provincia,
Singladura
, que
se vende muy cerca, en el quiosco de la plaza, al que mi padre me mandaba
todos los viernes para comprarle el
Siete Fechas
, que traía en la doble página
central el relato ilustrado de un crimen. Pero no quiero alejarme tanto, vuelvo
porque no me guía la mano caliente de mi madre y tengo miedo de perderme en
esas calles desconocidas y abiertas por las que circulan automóviles negros,
algunos de los cuales son conducidos por tísicos de bata blanca que secuestran a
los niños para extraerles la sangre, veo de nuevo la calle del Pozo, empedrada y
oscura, con largas bardas de corrales y dinteles de piedra, con zaguanes donde
brillan mariposas de aceite bajo estampas de Nuestro Padre Jesús o del Sagrado
Corazón, luego la plaza del Altozano, muy grande, con el edificio de la bodega
donde el tío Antonio, hermano de mi abuela Leonor, vendía vino al pie de una
cuba colosal que llegaba hasta las vigas del techo, veo la fuente junto a la que se
reúnen todas las mañanas las mujeres locuaces con sus cántaros, conversando a
gritos mientras esperan turno, dicen que en la Casa de las Torres ha aparecido el
cuerpo incorrupto de una santa en una urna de cristal y que huele a agua de rosas
o a perfume de iglesia. De noche la plaza del Altozano tiene algo de frontera y de
abismo, batida por el viento frío, que sacude el círculo de luz de la única lámpara
que la alumbra y trae desde los descampados del otro extremo de Mágina el
sonido del cornetín que toca a oración en la puerta del cuartel de Infantería,
cuyas ventanas horizontales y recién iluminadas le dan un aire de nave industrial
erigida en el filo de los terraplenes, en el límite de la ciudad, contra el cielo
cárdeno y rojo del oeste, frente al valle del Guadalquivir, cruzado por el último
rescoldo blanco de los caminos que llevan al otro lado del río y a los pueblos de
las laderas de la Sierra, manchas blancas en la azulada oscuridad: un hombre, el
comandante Galaz, recién ascendido, recién llegado a Mágina, las mira desde la
ventana de su dormitorio en el pabellón de oficiales cuando alza sus ojos
fatigados del libro que ya no podrá seguir leyendo si no enciende la luz, mira
sobre la mesa el libro cerrado y la pistola en su funda negra y aprieta las
mandíbulas y cierra los ojos preguntándose cómo será la sensación exacta de
morir, cuántos minutos o segundos dura el miedo absoluto. En la huerta de mi
padre el tío Rafael, el tío Pepe y el teniente Chamorro hablaban muchas veces de
él, me impresionaba ese nombre tan rotundo y tan raro que sólo era posible
atribuir a un hombre imaginario, a un héroe tan inexistente como el Cosaco
Verde o Miguel Strogoff o el general Miaja, el comandante Galaz, que desbarató
él solo la conspiración de los facciosos, contaba el tío Rafael, mirándonos con sus
pequeños ojos húmedos, que levantó la pistola en medio del patio, delante de todo
el regimiento formado en la noche irrespirable de julio, y le disparó un tiro en el
centro del pecho al teniente Mestalla y luego dijo, sin gritar, porque nunca
levantaba la voz: «Si queda algún otro traidor que dé un paso al frente».
Más que nunca me conmueve ahora ese nombre que no había vuelto a oír ni
a decir desde la infancia, y lo veo a él, al excomandante Galaz, muchos años
más tarde, pero todavía sumergido en ese mismo tiempo estático de la distancia
absoluta por donde los vivos y los muertos se mueven como sombras iguales,
alto, un poco encorvado, con abrigo y sombrero, con un lazo en lugar de corbata,
bajando por la calle ancha y desolada que ahora se llama avenida Dieciocho de
Julio y en la que hace mucho que cortaron los grandes castaños que la poblaban
en las mañanas de abril de un escándalo de pájaros, lo veo aproximarse despacio
y sin voluntad ni nostalgia hacia el cuartel y detenerse al oír ya muy cerca el
toque de oración en un anochecer de noviembre o diciembre, junto a esa casa en
cuya planta baja hay ahora una taberna y cuya buhardilla, que antes se llamaba
el cuarto de la viga, por una muy grande que le cruzaba el techo en diagonal,
hace veinte años que está desalquilada, pues ya no hay nadie que quiera o acepte
vivir en un lugar semejante. Se da cuenta de que se ha detenido por un impulso
automático de su juventud, que ha estado a punto de ponerse firmes y de llevarse
la mano derecha a la sien, como si no hubieran pasado treinta y siete años desde
entonces, como si no hiciera media vida que no viste un uniforme y que no tiene
una patria y una República a las que mantenerse leal, y cuando vuelve a caminar
ya no sigue avanzando, por miedo no a la abstracta melancolía sino al llanto sin
explicación ni consuelo, se da la vuelta y el viento frío le golpea la cara y le hace
saber que tenía humedecidos los ojos, y lo veo subir lentamente hacia las calles
más iluminadas del centro, a donde ya no llega el olor denso y fértil de la tierra
invernal ni el ruido de las acequias que discurren junto a los caminos ocultas bajo
malezas y cañaverales, tan hondas que da miedo aproximarse a su filo, a la
espesura sin fondo en la que algunas veces se agitaban invisibles ratas o culebras
que la imaginación convertía, sobre todo de noche, en caimanes y tigres, en
serpientes pitón, en juancaballos voraces. Pero en los caminos del campo ya casi
no queda nadie, salvo algún hortelano rezagado que lleva de la brida a un mulo
con una carga de hortaliza, o un niño que se alivia las cuestas agarrándose a la
cola del animal y se muere de sueño, de fatiga y de frío, o un hombre muy
joven, mi padre, que calcula el tiempo que aún debe esperar para casarse y el
dinero que le falta para poder comprar una becerra, mi padre adolescente, con la
cara tan seria y la boca todavía infantil, con el pelo ondulado de hombre,
aplastado con brillantina, sonriendo asustado a la cámara de Ramiro Retratista.
Casi lo reconozco desde lejos, igual que de niño lo reconocía entre la gente del
mercado por su manera de andar con un arrebato de admiración y ternura,
aunque no viera su cara, pero no sé calcular su edad porque no distingo sus rasgos
exactos ni tampoco las subdivisiones y enumeraciones abstractas de los años, y el
tiempo de este anochecer no se parece al de mi vida de ahora, no fluye y se
escapa como las horas y las semanas y los días de los relojes digitales y de los
calendarios automáticos, gira huyendo y regresa en una tenue perennidad de
linterna de sombras en la que algunas veces el pasado ocurre mucho después que
el porvenir y todas las voces, los rostros, las canciones, los sueños, los nombres,
sobre todo las canciones y los nombres, relumbran sin confusión en un presente
simultáneo.
Me acerco a la ciudad desde muy lejos, desde arriba, como si soñara que
viajo silenciosamente en un planeador, como cuando es muy tarde y hay que
abrocharse el cinturón de seguridad y se descubren en un extremo de la noche
las luces de un aeropuerto, y el tiempo retrocede ante mí en ondulaciones
circulares, cambia a la misma velocidad que un paisaje tras la ventanilla del tren,
y esa figura rezagada a la que he visto subir por el camino de Mágina es ahora
mi abuelo Manuel que vuelve después de un año de cautiverio en un campo de
concentración, lo veo de espaldas, anhelante, rendido, ha caminado durante dos
días sin parar y ahora teme caer al suelo como un caballo reventado cuando está
a punto de llegar a su casa, voy más aprisa, asciendo, lo adelanto, llego a la plaza
de San Lorenzo mucho antes de que él aparezca junto a la primera esquina
iluminada, veo el rectángulo de la plaza, más íntima de noche, los tres álamos
que todavía no han cortado para hacer sitio a los automóviles, oigo una voz de
mujer que llama a gritos a un niño, mi abuela Leonor, que llama desde el balcón
a mi tío Luis, que no tiene miedo de las vacas ni de los ciegos ni de los aparecidos
y se queda jugando en la calle aun después de que se haga de noche, veo la
puerta entornada y la raya de luz que se extiende sobre el suelo de tierra
apisonada y fría de humedad, y la mirada desciende y progresa sin obstáculo
hasta el portal donde hay un arco encalado y sobre él una rueda de espigas secas
cuya mágica finalidad de propiciar una buena cosecha me hace acordarme de
las palmas amarillas que se cuelgan el domingo de ramos en los balcones para
preservar a la casa del rayo. Pero sigo avanzando, nadie, ni yo mismo, me ve,
reconozco en la sombra la disposición del segundo portal, la puerta de la cuadra,
la puerta, muy pequeña, de la alacena con celosía que hay bajo el hueco de la
escalera, y a la que tanto miedo me daba entrar, porque una vez vimos allí una
culebra deslizándose alrededor de la gran tinaja hundida hasta la mitad en el
suelo cuya boca se abría a una hondura de pozo donde brillaba y olía densamente
el aceite. Empujo con suavidad y sigilo la tercera puerta, pero tal vez no es
necesario, sin que yo la toque retrocede ante mí y el tiempo se bifurca como el
agua de un lago, como en cortinajes sucesivos de niebla, veo la cocina,
empedrada, con las paredes desnudas, tal vez con fotografías enmarcadas de
muertos que sonríen tan rígidos como muertos etruscos, con las vigas pintadas de
negro de las que penden racimos de uvas secas, y a un lado, casi de espaldas a
mí, frente al fuego, hay un hombre de pelo blanco que acaricia el lomo de un
perro cobijado entre sus piernas, mi bisabuelo Pedro Expósito, que murió antes
de que yo naciera, que fue recogido de la inclusa por un hortelano muy pobre y
se negó siempre a conocer a la familia que lo había abandonado cuando nació,
que combatió en la guerra de Cuba y sobrevivió al naufragio en el Caribe del
vapor donde volvía a España, que sólo fue fotografiado una vez, sin que él lo
supiera, desde lejos, mientras estaba sentado en el escalón de la puerta, desde la
ventana de la casa de enfrente, donde Ramiro Retratista había ocultado su
cámara, a regañadientes, inducido, casi obligado por mi abuelo Manuel, que
necesitaba una foto de todos los suyos para que le concedieran el carnet de
familia numerosa y no podía obtenerla porque a mi bisabuelo, su suegro, no le
daba la gana que lo retrataran.
Oigo las voces que cuentan, las palabras que invocan y nombran no en mi
conciencia sino en una memoria que ni siquiera es mía, oigo la voz desconocida
de mi bisabuelo Pedro Expósito Expósito que habla a su perro y le acaricia la
cabeza mientras los dos miran el fulgor de la lumbre con una expresión parecida
en los ojos, oigo contar que lo trajo de Cuba y que el perro era casi tan viejo
como él: ya sé que no es posible, pero que una cosa fuera imposible no le parecía
a mi abuelo Manuel motivo suficiente para dejar de contarla, más aún, le hacía
preferirla, de modo que decía que el perro sin nombre de su suegro había vivido
hasta los setenta y cinco años con la misma naturalidad con que explicaba que el
rey
Alfonso XIII
le había pedido fuego una noche muy oscura en una callejuela
del suburbio y que en la Sierra vivían unas criaturas mitad hombre y mitad
caballo que eran feroces y misántropas y que en los inviernos de mucha nieve
bajaban al valle del Guadalquivir exasperadas por el hambre y no sólo pisaban
con sus cascos equinos las coliflores y las lechugas de las huertas, sino que
llegaban al extremo de comer carne humana. La prueba de que los juancaballos
existían, aparte del relato de algunos hombres aterrados que sobrevivieron a su
ataque, estaba, labrada en piedra, en la fachada de la iglesia del Salvador, donde
es verdad que hay un friso de centauros, de modo que si los habían esculpido en
un lugar tan sagrado, junto a las estatuas de los santos y bajo el relieve de la
Transfiguración del Señor, argumentaba sonriendo mi abuelo, muy hereje hacía
falta ser para no creer en ellos. Oigo, tan lejos, en un lugar que él no sabe que
existe, la voz de mi abuelo Manuel, incesante, engolada, barroca, su risa, que ya
no volveré a oír aunque él todavía no esté muerto, su silencio de ahora, su
corpulencia abrumada por la vejez, su inmovilidad junto a la mesa camilla y el
brasero en la misma cocina, ahora con cielo raso, embaldosada, con un televisor
en un rincón, con fotos en color enmarcadas que ya no llevan la firma en cursiva
de Ramiro Retratista, la cocina iluminada por el fuego o por la llama de un candil
donde mi bisabuelo Pedro habita otra estancia del tiempo, donde mi madre, que
tiene diez años y no sabe que antes de una hora llamarán a la puerta y que
cuando la abra se encontrará frente a un hombre desconocido y barbudo en
quien al principio no podrá reconocer a su padre, se aproxima a él buscando el
cobijo cálido y seguro de su cercanía para defenderse del frío, del desamparo,
del miedo, para no oír esas voces infantiles que cantan en la calle la canción de la
Tía Tragantía, hija del rey Baltasar, o cuentan en los corros la historia de la
mujer fantasma que fue enterrada viva en un sótano de la Casa de las Torres y
que a esa hora de la noche empieza a recorrer como una alma en pena sus
salones con pavimento de mármol y sus galerías en ruinas y la cornisa de las
gárgolas llevando un hachón encendido, muy cerca, ahí mismo, señalan, en el
otro extremo de la plaza, y algunas noches que no puede dormir ella se asoma a
la ventana de su habitación y cree ver esa luz moviéndose tras los cristales de los
torreones, la cara del espectro, blanca y aplastada contra el vidrio, redonda, la
imagina, con una blancura lunar, las facciones que nunca vio sino en los malos
sueños y en los espejismos del insomnio y que desde su memoria se
transmitieron intactas a la mía a través no sólo de su voz sino de la silenciosa
intuición del terror que tantas veces percibí en sus ojos y en su manera cálida y
desesperada de abrazarme, no sé cuándo, mucho antes de la edad en que se fijan
los primeros recuerdos, cuando vivíamos en aquel desván al que llamaban el
cuarto de la viga y ella miraba anochecer tras el balcón y oía el toque de corneta
en el cuartel cercano mientras esperaba que llegara mi padre, tan afanado en el
trabajo que siempre se le hacía de noche en los caminos umbríos de las huertas.
Ellos me hicieron, me engendraron, me lo legaron todo, lo que poseían y lo
que nunca tuvieron, las palabras, el miedo, la ternura, los nombres, el dolor, la
forma de mi cara, el color de mis ojos, la sensación de no haberme ido nunca de
Mágina y de verla perderse muy lejos y muy al fondo de la extensión de la
noche, contra un cielo que todavía es rojizo y morado en sus límites, no una
ciudad y ni siquiera una patética conmoción de nostalgia que se dispersará tan
rápidamente como el humo de una hoguera encendida una ventosa mañana de
lluvia entre los olivos, sino una geografía de luces que tiemblan en la distancia
como mariposas de aceite y se van quedando rezagadas en el horizonte del sur a
medida que avanzo sin poder detenerme hacia la serranía horadada de túneles y
de barrancos por donde cruza un expreso en dirección a Madrid, un tiempo que
posee sus propias leyes tan ajenas a las del tiempo exterior como un país
inaccesible a todos los extranjeros e invasores. Igual que en un avión cuando ha
terminado el despegue y se oyen mecheros que encienden cigarrillos y
cinturones de seguridad que se sueltan, cuando vuelvo la cara y miro por la
ventanilla hacia el lugar donde estuvieron las luces de la ciudad que he
abandonado y ya no veo nada más que la noche, también así, algunas veces, de
pronto, ya no estoy en Mágina ni sé dónde encontrarla, pienso en mi abuelo
Manuel y en mi abuela Leonor y sólo sé imaginarlos aniquilados por la vejez y
derribados el uno contra el otro en un sofá tapizado de plástico y dormitando sin
dignidad ni recuerdos frente a un televisor, se extinguen los nombres que fueron
la savia de mi vida, se convierten en palabras inertes, sin sonoridad ni volumen,
como trozos de plomo, y me invaden y me poseen las otras palabras, las
mentirosas, las triviales, las palabras tortuosas y enfáticas que escucho en otro
idioma por los auriculares de una cabina de traducción simultánea y repito tan
velozmente en el mío que un instante después no me acuerdo de haberlas
pronunciado y aturden mi oído y mi conciencia como un estrépito de motores o
un zumbido de cables de alta tensión.
Sigo acordándome pero ya no es lo mismo, ahora no cuenta la mirada, sino la
memoria impotente, no huelo a invierno y a lluvia próxima y a hojas empapadas
pudriéndose entre los grumos oscuros de tierra, no me estremecen ni la felicidad
ni el terror, no veo la plaza del General Orduña ni la estatua ni el reloj en la torre
ni adivino tras las cortinas echadas en el balcón de la comisaría la sombra del
inspector Florencio Pérez, que cuenta sílabas con los dedos mientras examina las
fotografías de una mujer emparedada hace setenta años que alguien, Ramiro
Retratista, acaba de dejar sobre la mesa de su despacho, las fotos que yo mismo,
en otro país y en otro tiempo, he tenido en mis manos, y entonces cierro los ojos
y me quedo inmóvil durante unos segundos y quisiera no ver ni oír ni oler ni tocar
nada, nada que no me pertenezca y que no haya estado conmigo desde siempre,
aunque yo no lo supiera, unos pocos nombres, algunas sensaciones, la cara de mi
bisabuelo Pedro y de mi abuela Leonor y de mi madre en esa foto que creí
extraviada para siempre y ahora guardo en mi cartera como un trofeo secreto, el
olor del armario donde se guardaban una caja de lata con billetes de la República
y la guerrera de guardia de asalto de mi abuelo Manuel, el tacto de la sombrilla
de seda desgarrada que había en el fondo de un baúl, la sintonía lúgubre de un
serial radiofónico, una copla de Antonio Molina, una canción de Jim Morrison
que oíamos mis amigos y yo en la sinfonola del bar Martos, la cara de Nadia
entonces, en el contraluz de una mañana de octubre, su mirada de ahora, su pelo
oscuro con relumbres cobrizos brillando en la penumbra, cuando ha anochecido
sin que nos diéramos cuenta y se incorpora para encender la luz y la retengo en
mis brazos pidiéndole que espere un poco todavía, imaginándome que ahora
mismo, en Mágina, se encienden las bombillas en las esquinas y se oyen en la
quietud del aire las campanadas de la plaza del General Orduña y el toque
mucho más lejano de la trompeta en el cuartel, imaginándome que oigo las
ruedas del coche de don Mercurio y los aldabonazos de hierro en las grandes
puertas cerradas de la Casa de las Torres y que me ha oscurecido mientras
jugaba en la calle con mi amigo Félix y vuelvo a casa temiendo que aparezca
tras una esquina iluminada el fantasma estrafalario y atroz de la Tía Tragantía.
Pero no es verdad, descubro al mirar el reloj que brilla sobre la mesa de noche,
ésta no es la hora de Mágina, y no sólo porque yo esté en otro continente y al otro
lado de un océano, sino porque estos relojes no sirven para medir un tiempo que
únicamente ha existido en esa ciudad, no sé cuándo, en todos los pasados y
porvenires que fueron necesarios para que ahora yo sea quien soy, para que los
rostros y las edades de los vivos y de los muertos se congregaran ante mí como
en el baúl insondable de Ramiro Retratista, para que Nadia sucediera en mi vida.
M
ÁS LEJOS TODAVÍA
, más allá de su doble memoria personal, confabulada,
insuficiente, todavía dispersa, en un tiempo al que difícilmente llega la
imaginación y del que ni siquiera hay testimonio en el archivo de Ramiro
Retratista, pero en el que anidan las raíces más antiguas del azar que tardaría un
siglo, calculan, en engendrarlos y reunirlos, tan lejos que casi todas las voces que
han transmitido lo que ahora saben o deducen hace mucho que se extinguieron,
igual que las vidas de la mayor parte de los testigos y las víctimas y que la ciudad
donde esperan encontrarse de nuevo, Mágina, que se llama igual que entonces
pero que tal vez no reconocerían si pudieran verla tal como la vio el médico
joven y recién llegado a quien secuestraron unos desconocidos en la medianoche
de un martes de carnaval. No empujados por una vocación desinteresada de
saber, sino por la mutua necesidad de encontrarse en los hechos que los
precedieron y los originaron, nacidos de una suma de casualidades y desgracias
y de una nada en la que saben que se disgregarán igual que sus mayores y que
no les importa, eternos cuando se miran sobrecogidos de deseo y cuando se
abrazan con los ojos abiertos y también fugaces como sombras en la duración
indiferente del tiempo, Manuel y Nadia buscan en el baúl que Ramiro Retratista
legó al comandante Galaz y se remontan en el curso de las voces hasta alcanzar
el relato de esa noche y se preguntan qué parte de verdad ha podido sobrevivir al
cabo de tantos años y de al menos tres narraciones separadas entre sí por
espacios larguísimos de secreto y silencio. Lo que ocurrió una sola vez, lo que
permaneció inexplicado durante setenta años y siguió actuando sin que lo supiera
nadie sobre el orden oculto de los hechos, se degrada primero en la memoria del
primer testigo y luego en las palabras escuchadas y atesoradas por Ramiro
Retratista y transmitidas al comandante Galaz en un futuro en el que ya no vive
nadie a cuyo testimonio sea posible recurrir: queda en los vivos lo que los
muertos quisieron entregarles, no sólo palabras, conjeturas y fechas, sino algo
que a ellos dos les importa ahora mucho más, una parte de los motivos de sus
vidas, de la tarea asidua, colectiva, impremeditada y ciega que ahora es la forma
de sus destinos. Y por eso encuentran, agradecen y saben, por eso miran
fotografías y restablecen confidencias y actos, y cuanto más aprenden más
miedo tienen de que algo de lo que sucedió hubiera ocurrido de otro modo,
extinguiendo hace un siglo o treinta años o dos meses la trémula posibilidad de
que ellos se encontraran.
Para no perderse en un laberinto de pasados deciden establecer el principio
de todo en el testimonio más antiguo que poseen: el médico joven, tal vez
hambriento, desvelado en su cama, sobresaltado cuando logra dormirse por el
tumulto de la última noche de carnaval, por las broncas y melopeas de borrachos
que celebran el entierro de la sardina danzando exasperadamente en torno a un
ataúd de cartón y a un guiñapo enmascarado, en una plaza fangosa donde no hay
más luces que las de las antorchas y los farolillos de papel y en cuyo centro no se
alza todavía la estatua de un general, sino una fuente de tres caños en la que
abrevan al amanecer las cabras y las burras de leche. Había llegado de Madrid
tan sólo unas semanas atrás, urgido por la conveniencia de huir de una
persecución política cuyos motivos nunca explicó porque tal vez ni para él mismo
estaban muy claros, pero que acaso no eran ajenos a la desbandada de
internacionales y republicanos que tuvo lugar tras el asesinato del general Prim
en la calle del Turco. Había pasado una noche de mal sueño y de frío en el vagón
de tercera de un tren que sólo llegaba hasta las primeras quebradas de
Despeñaperros, y desde allí vino a la ciudad en un carretón más incómodo y
lento que la peor diligencia y al cabo de casi otro día de viaje por desfiladeros y
cañadas abiertas entre roquedales fantásticos y luego por un paisaje inhóspito de
monte bajo, dehesas baldías y laderas de pizarra que poco a poco se convirtió en
una extensión ilimitada de tierra roja y dunas de olivares que se volvían azules al
atardecer.
Era de noche cuando el carretón lo dejó en la plaza que se llamaba entonces
de Toledo, junto a los soportales sin luces, frente a la torre negra donde ni siquiera
estaba todavía el reloj que los milicianos detuvieron a tiros medio siglo después.
Dejó en el suelo su maletín de médico y la bolsa de lona donde guardaba el
canuto de estaño con el título, los pocos libros que no había malvendido para
costearse el viaje y la bata blanca cuyo carácter de novedad higiénica le
ganaría, esperaba, junto a la barba, el vocabulario escogido y el fonendoscopio,
la confianza de sus pacientes futuros. Se ajustó el hongo negro a las sienes, se
echó sobre el hombro izquierdo, con ademán emprendedor, un pliegue de la
capa, empezó a andar no sabía hacia dónde con una determinación apenas
malograda por la fatiga, el frío y la incertidumbre. Allí mismo, en la plaza de
Toledo, alquiló días después a una mujer medio ciega y muy sucia dos
habitaciones tan ventiladas como vacías a las que asignó en seguida los títulos
respectivos y más bien imaginarios de vivienda particular y consultorio. En la
primera instaló una cama con el colchón de bálago y una manta que por su olor
debía de proceder de una caballeriza, así como un espejo y una palangana, y en
la segunda dispuso tras mucha reflexión una mesa con tarima de brasero, un
biombo con dibujos orientales tras el cual imaginaba que se desvestirían
rumorosamente las damas enfermas y un sillón de aire frailuno en el que se
sentó a esperar vestido con su bata blanca, apoyando el codo en el filo de la mesa
y la mano en el mentón, como si posara para una fotografía, fumando
pensativamente cigarrillos medicinales mientras miraba la puerta, el biombo, su
título enmarcado en la pared, el suelo de ladrillo, las manchas de humedad,
volviéndose de vez en cuando hacia el balcón para examinar sin melancolía,
porque era muy poco aprensivo, el aspecto arcaico y desconsolador de la plaza
de Toledo, casas bajas y feas, como aplastadas o torcidas, soportales insalubres y
umbríos, aquella torre oscura que prevalecía como un coloso decrépito sobre los
tejados y aquella fuente que era más bien un abrevadero rodeado de barro y de
estiércol.
Había publicado un anuncio en un diario que se llamaba
El Fomento del
Comercio
, y cada mañana releía su propio nombre y su título, no sin vanidad,
mientras apuraba calmosamente un tazón de chocolate que le servía casi a tientas
su patrona, una mujer arisca y caritativa que sospechando su necesidad no lo
acuciaba con la exigencia del mísero alquiler, y que sin duda había adquirido el
arte supremo con que espesaba y endulzaba el cacao en sus años de servicio en
casa del párroco de la cercana iglesia de San Isidoro. Concluía el chocolate, se
limpiaba los labios con un cernadero remendado, doblaba pulcramente el
periódico, meneaba con un badil el mezquino braserillo y se disponía a esperar la
llegada de algún enfermo, sin la menor sombra de desaliento o impaciencia y sin
dudar nunca de sí mismo ni del éxito inminente de su pericia en la medicina, que
en aquellas fechas, le dijo muchos años más tarde a Ramiro Retratista, era
exigua, pues no sólo carecía de toda experiencia que no fuera la de asistir
distraídamente a la disección de un cadáver amojamado y recosido cien veces,
sino que sus conocimientos teóricos no pasaban de algunas máximas y
descripciones anatómicas aprendidas de memoria para salir del paso en los
exámenes que se celebraban de cualquier manera en las aulas turbulentas de la
Universidad Central, más ocupadas en aquellos tiempos por las diatribas políticas
y los furiosos motines que precedieron el triunfo de la Gloriosa que por las
disertaciones de los catedráticos, muchos de ellos partidarios activos de la
revolución o carcamales desconsolados por la ruina de la dinastía.
De modo que aprendió medicina mucho después de colgar en la pared de la
habitación que llamaba consultorio su título de médico, cuando por fin se puso a
leer en sus días de soledad y penuria los grandes volúmenes intactos que había
traído de Madrid, no por afición, sino por aburrimiento, pues los periódicos que
llegaban a Mágina de la capital, cuando llegaban, venían con un retraso
arqueológico, y los que se publicaban en la ciudad no eran sino unas hojas
lastimosas con poemas agropecuarios o patrióticos, anuncios de novenas y
esquelas mortuorias. No había telégrafo, ni iluminación de gas, ni cafés, nada
más que bodegas sórdidas que hedían a mosto fermentado: no había, por no
haber, ni enfermos, o al menos él no tuvo noticia de que hubiera ninguno hasta
esa noche de carnaval en que con tanta urgencia y tan malos modos se le
requirieron sus servicios. Pero cuando eso ocurrió llevaba ya dos meses en
Mágina, seguía sin poder mudarse la camisa con ribetes de mugre y vivía
prácticamente de la caridad o la indulgencia de su patrona, que le servía con
puntualidad su único alimento diario, el tazón de chocolate tal vez sustraído de la
despensa parroquial, y se santiguaba y lo miraba de través con sus ojos cegatos
cada vez que él le prometía el pago inmediato de los alquileres atrasados o se
ofrecía a auscultarle el pecho a modo de compensación, con su celebrado
fonendoscopio, aparato que hasta entonces no había tenido ocasión de usar sino
en el examen siempre satisfactorio de su propio organismo.
De no haber sido por su carácter animoso, por sus imperturbables
convicciones higiénicas, se habría sentido rápidamente estafado y desterrado, tan
lejos de Madrid, de los cafés con orquestinas y mecheros de gas y de la
palpitante actualidad política, pero él ofrecía a la adversidad y al desánimo una
resistencia tan orgullosa como al frío, y del mismo modo que se paseaba todas
las mañanas, hasta las más crudas y ventosas de aquel primer invierno de su vida
en Mágina, sin taparse la boca con el embozo de la capa y respirando a
conciencia el aire helado para que se le ventilaran los pulmones y se le oxigenara
la sangre, así aguantaba la penuria y se sobreponía al tedio y aceptaba los rigores
monacales de su soledad como circunstancias fortalecedoras del organismo y del
espíritu, debilitados, se decía, por el desarreglo y la bohemia de la vida en Madrid
y por los fervores enfermizos del sectarismo político. Otro en su lugar se habría
rendido: incluso él mismo, si hubiera tenido a donde retirarse. Pero aquella falta
absoluta de recursos tenía la virtud paradójica de no dejarle otra salida que la
tenacidad, así que cada mañana siguió bebiéndose sus tazones de chocolate y
poniéndose su bata blanca y mirando las paredes vacías y los dibujos del biombo
y la puerta en la que no aparecía otra figura que la muy poco alentadora de la
patrona medio ciega, y cada noche se desprendía de la bata antes de pasar a la
otra habitación que sólo un optimista tan imbatible como él podía seguir
considerando su vivienda particular, y se acostaba sobre el jergón de bálago y se
cubría con la manta de mulo y con el levitín y con su chaqueta de viaje y la capa
y hasta con la bata doctoral, pues a medida que avanzaba el invierno se hacía
más insoportable el frío, sin que por eso hubiera nadie que atrapara un resfriado o
un principio de pulmonía o al menos que tuviera la ocurrencia de acudir en busca
de remedio a un médico pobre, joven y desconocido en la ciudad.
Pero actuaba como si supiera que al cabo de muy pocos años se habría
convertido en médico de cabecera de la mejor sociedad y en confidente y aun
en seductor de damas aprensivas, y sólo la llegada del carnaval lo puso algo
melancólico, más que nada porque era refractario a todo júbilo colectivo y
porque tenía un sentido casi hiriente del ridículo ajeno, y no podía menos que
presenciar con desagrado la brutalidad de los excesos alcohólicos, lacra funesta
de las clases humildes y obstáculo para su redención. Procuró no salir esos días,
y la noche del martes se acostó imaginando con alivio el silencio del miércoles
de ceniza. Había cerrado los postigos, pero encajaban mal y no impedían el paso
del frío ni de las voces beodas que cantaban coplas indecentes en las que se
escarnecía de manera unánime la majestad de don Amadeo de Saboya. Tardó
en dormirse, contra su costumbre, y cuando le llegó el sueño vino enturbiado de
máscaras de carnaval y tenebrosos callejones por los que andaba muerto de
hambre y de ganas de orinar y perseguido por berlinas, postillones embozados y
fogonazos de trabucos que tal vez eran la resonancia de los cohetes que estallaban
bajo su balcón en la plaza de Toledo.
En el sueño sonaron tres golpes que volvieron a repetirse en la dudosa
realidad cuando abrió los ojos y no supo todavía que estaba despierto. Oyó
abrirse la puerta del consultorio que daba al corredor: no tenía llave, sino un
pestillo que podía alzarse desde fuera con facilidad. Pensó confusamente que aún
lo defendía la segunda puerta, la de su alcoba, bajo la cual se insinuaba ahora una
raya de luz. Oyó pasos acercándose y quiso saltar de la cama y asegurar un
cerrojo inexistente y no se movió. Al otro lado alguien sacudía sin cautela el
pomo de la puerta. Empleó desesperadamente su voluntad en desear que no se
abriera y en contener las ganas de orinarse. A medida que la puerta de
cuarterones oscuros se deslizaba ante él un rectángulo tembloroso de luz y una
sombra muy alta se extendieron hasta los pies de la cama. Un hombre con una
capa de terciopelo que tenía en la oscuridad un brillo oleoso, con una chistera tan
alta que debía inclinarse para no chocar con el dintel, con un antifaz amarillo que
se adhería como un pañuelo a su nariz y a sus sienes y una gorguera de encaje
blanco, sostenía en la mano izquierda una linterna sorda y esgrimía en la derecha
algo que podía ser un bastón o una fusta. Dijo, no preguntó: «usted es médico»,
y él, incorporado a medias en la cama, sujetando la capa, el levitín, la chaqueta
y la manta, para que no cayeran al suelo, con la misma sensación de ignominia
con que se sujetaría el pantalón, pensó que esa voz le sonaba de haberla oído en
alguna otra parte, tal vez en Madrid, y que quien quiera que fuese el hombre de
la máscara había venido para pedirle cuentas de un delito en el que no estaba
seguro de no haber participado con su complicidad.
«Vístase. Tiene que acompañarme», dijo la máscara, no en tono
amenazador, y ni siquiera imperativo, sino con una seca autoridad no
acostumbrada a la desobediencia ni al énfasis. Al ponerse en pie, no sin lamentar
que un extraño descubriera que dormía vestido, vio que había alguien más en la
otra habitación, una figura, pensó luego, en la que se advertía su condición
inferior, tal vez de lacayo o cochero, de sicario sin escrúpulos. No llevaba antifaz,
vio antes de que le vendaran los ojos, sino una máscara con greñas y bigotes de
estopa y reventones carrillos de cartón. Decidió suponer que estaba siendo
víctima de una de esas bromas a las que eran tan proclives en carnaval las
imaginaciones pueblerinas. Mientras le ataban en la nuca las cintas de un antifaz
que en lugar de aberturas para los ojos tenía dos ojos pintados pensó que iban a
matarlo y se acordó con indiferencia de que a los condenados a garrote vil los
encapuchaba el verdugo: le vino a la memoria una estampa patriótica del
fusilamiento de Torrijos. El hombre de la fusta —ya con los ojos vendados supo
que era él porque olía a jabón de lavanda y porque lo rozaba con los pliegues
fríos y suaves de su capa— lo tomó del brazo casi con amabilidad y le hizo salir
al corredor. Él mantenía la calma espiritual y hasta un residuo de entereza,
porque nunca había sido asustadizo, pero las rodillas le temblaban y no notaba los
músculos de las piernas: si el otro lo soltaba caería al suelo tan desmadejado
como un muñeco de paja. Oyó con desconsuelo los ronquidos de su patrona, tan
sonoros que más de una noche lo despertaban. Lamentó sinceramente que si lo
mataban ahora no podría satisfacer su deuda con ella. Al bajar por el hueco
estrecho de las escaleras su costado rozaba la cal de la pared y sonaban por
delante los pasos broncos del hombre de la máscara de cartón: el del antifaz y la
gorguera calzaba botines, y su mano derecha, que le tenía atenazado el codo, era
a la vez suave, vigorosa y cruel.
Con una voz que a él mismo le pareció desagradablemente débil preguntó a
dónde lo llevaban y no obtuvo respuesta. Su conciencia permanecía en un estado
de incrédula expectación y casi duermevela, pero su cuerpo se encogía con el
automatismo del pavor. Lo matarían en un coche cerrado, en una berlina de
capota negra y ruedas rojas como aquella en la que viajaba Prim cuando le
dispararon, lo llevarían a un solar de las afueras y sin quitarle el antifaz le
pondrían en la sien o en la nuca el cañón de un revólver y él ni siquiera
escucharía la detonación. Creyendo que aún faltaban algunos peldaños tropezó al
llegar al zaguán, que estaba pavimentado con losas desiguales de piedra y olía a
humedad y a bodega. Se descorrieron los cerrojos de la puerta de la calle y entró
una bocanada de aire frío con diminutas agujas de agua nieve y un vendaval de
matasuegras, carcajadas, tambores redoblando y canciones de borrachos. Con
razón le repugnaba tanto el carnaval. Al salir tropezó de nuevo, ahora en el
escalón, y el hombre de la capa negra lo sostuvo, y el lacayo o cochero se
acercó tanto a él que le echó en la cara su aliento a cebolla y aguardiente. Para
cualquiera que lo viese sería un borracho más, tambaleándose, con el antifaz
torcido, derribado por el vino, sostenido a duras penas por sus cofrades de
parranda. El aire de la noche le tonificó los músculos y le devolvió una lucidez
narcotizada hasta entonces por la resignación, tan propia de los sueños, a la
fatalidad y al absurdo. Debió de hacer un movimiento instintivo de huida, porque
el antifaz de raso y la gorguera le rozaron la cara, y la voz del enmascarado más
alto le susurró: «No trate de escaparse, no vamos a hacerle nada. Si hace lo que
debe se alegrará de este encuentro».
Sintió al mismo tiempo una gratitud efusiva y un terror ilimitado. En aquella
voz no había amenaza, pero tampoco había piedad. Ahora caminaban más
aprisa, bajando por los soportales, chocando bruscamente con cuerpos que
avanzaban en sentido contrario y recibiendo palmadas y codazos y pisotones. Lo
obligaron a torcer a la derecha, hacia la embocadura de pronto silenciosa y
desierta de la calle Gradas. Entre la multitud se había sentido a salvo, aunque
nadie habría reparado en él si de una cuchillada o de un tiro lo hubiera abatido,
dejándolo caer como a un borracho sin remedio entre las piernas de las
máscaras. Pero las voces se volvían poco a poco distantes y ya avanzaban sin
chocar con nadie. Recordó que no había luz en esa calle tan estrecha, que iba a
dar al claro de San Isidoro, donde había una fuente cuyo caudal escuchó al
mismo tiempo que el chapoteo en el barro de los cascos de un caballo, que al
sacudir la cabeza hizo sonar los arreos de un coche. «Ahora me harán subir
poniéndome en los riñones el cañón de un revólver o la contera del bastón y el de
las manos ásperas saltará al pescante y el otro se sentará a mi lado y no me
soltará». Verificaba sin sorpresa su capacidad de vaticinio: oyó abrirse y girar
una portezuela y desplegarse un estribo. Entre los dos enmascarados lo
empujaron hacia el interior del coche como a un paralítico o a un preso y él no
se resistió. Lo hicieron subir casi en volandas y no notaba el peso de su cuerpo.
La tapicería sobre la que lo obligaron con malos modos a sentarse era de un
cuero muy suave y acolchado. Eso le dio una ligera esperanza de no encontrarse
en poder de la secreta. Los coches de la secreta eran siempre innobles simones
con el forro de los asientos reventado y olían a tabaco malo, a sudor antiguo y
algo que se parecía a los orines rancios de gato. Junto a él respiraba el hombre
del antifaz, que había corrido las cortinillas sobre los cristales y removía bajo la
capa su poderosa corpulencia, inquieto todavía, vigilante, aliviado. El postillón
arreó al caballo e hizo sonar su látigo en el aire, y el coche, singularmente
cómodo, se deslizó con sigilo por la calle embarrada, oscilando al ritmo pausado
de los cascos, gradualmente más veloces a medida que dejaban atrás la plaza de
Toledo y se acercaban, calculó él, a los descampados del oeste, donde se
levantaban más allá de las últimas casas, como gigantes solitarios en la oscuridad,
la plaza de toros y el hospital de Santiago, cuyas torres puntiagudas eran lo
primero que se veía de Mágina viniendo por el camino de Madrid.
Tragó saliva, respiró hondo, acopió indignación y severas palabras:
«Caballero», dijo, «en el caso de que usted lo sea, cosa que a la vista de su
comportamiento incalificable me creo autorizado a dudar…». Sin levantar la voz
lo interrumpió el otro: «O se calla o lo amordazo. Elija». A los muertos les
ataban las mandíbulas y les ponían monedas de a duro sobre los párpados
cerrados. Si lo mataban, si lo dejaban tirado en un muladar, se quedaría con los
ojos abiertos y la mandíbula inferior descolgada, como los que mueren de un
síncope, con un hilo de sangre o de baba en el mentón. Ecuánime y desesperado,
pensó en lo rara que era la vida y en lo extravagante del destino: uno llega por
casualidad a una ciudad desconocida, abre un consultorio al que no acude nadie,
se acostumbra a estudiar anatomía y a alimentarse de chocolate caliente y
cigarrillos de hierbas, se acuesta una noche y al poco rato se lo llevan con los
ojos vendados y el lugar de su muerte es esa ciudad que hace unos meses no
sabía que existiera; uno muere a los veintitrés años como una mosca o una
cucaracha, sacrificado tan vilmente como una gallina, y sólo una mujer vieja y
medio idiota, aunque de buen corazón, lo echa de menos, y a los pocos días nadie
se acuerda de él y es como si no hubiera pasado por el mundo.
En las afueras los cascos del caballo sonaban sin eco y el viento sacudía el
coche y hacía vibrar los cristales de las ventanillas. Muy lejos, a su espalda,
petardeaba un castillo de fuegos de artificio, y de vez en cuando venían rachas
discordantes de música. Si le quitaban la venda antes de matarlo vería ascender y
estallar los cohetes contra un cielo blanco del que muy pronto descendería en
silencio la nieve, sobre la línea quebrada de los tejados y las torres. Pero era tan
joven entonces que desconocía la fortaleza de su temple. Sin darse cuenta se
arrellanaba en el confortable asiento de cuero e iba adquiriendo un cierto interés
objetivo en lo que él mismo llamaría muchos años más tarde el desarrollo de los
acontecimientos. ¿Podía alguien seriamente reputarlo de conspirador? Había
trasnochado en los cafés escuchando peroratas ardientes, arrebatadoras y un
poco ridículas, como tantos, había gritado vivas y mueras ante los sables y los
morriones de los guardias y acudido a sótanos y reboticas de donde había que
salir luego de uno en uno y mirando por encima del hombro sin avivar mucho el
paso, pero nadie en su juicio podría suponerle vínculo alguno con los sospechosos
del magnicidio de la calle del Turco. Se había quitado de en medio, desde luego,
pero nada más que por prudencia, o porque en el fondo ya lo aburría aquella vida
desordenada y haragana de Madrid. De modo, decidió, que o se trataba de un
malentendido que rápidamente se esclarecería o de una broma algo siniestra, y
en ambos casos —y aun en el tercero, el de que fueran a matarlo— no le cabía
otra actitud posible que mantener la dignidad, así como una sobria y ofendida
reserva. Así que cuando el otro le preguntó, como queriendo congraciarse con él,
si le había apretado en exceso el nudo del antifaz, negó con la cabeza y se
mantuvo en silencio, y cuando el coche se paró por fin y se abrió la portezuela
rechazó la mano que tomaba la suya en la oscuridad, y tanteó con el pie en busca
del estribo y permaneció bien erguido e inmóvil hasta que de nuevo lo tomaron
por el brazo y lo guiaron por un lugar empedrado que a juzgar por la resonancia
de los pasos debía de ser un callejón. Pues el coche, en vez de seguir alejándose
por los barrizales de más allá del hospital, había regresado al interior de la ciudad
después de dar algunas vueltas sin dirección precisa, calculadas sin duda para
desorientarlo, y el postillón recobró el tiempo perdido azotando al caballo hasta
obligarlo a un galope temerario, urgido por el hombre del antifaz, que daba
golpes nerviosos y continuos con el bastón en el cristal de la ventanilla.
Aún le temblaba todo el cuerpo por los sobresaltos de la carrera. Por una
puerta muy pequeña lo hicieron pasar a un corredor y luego a una escalera con
peldaños de piedra de cuya incomodidad dedujo que correspondía a
dependencias de servicio. Después pisó losas de mármol y oyó al otro lado de un
ventanal cerrado o de unos cortinajes una orquesta que tocaba valses muy
rápidos. «Paciencia», dijo la voz junto a él, «ya estamos llegando». Lo
obligaron a detenerse y supo sin vacilación que estaba ante una puerta cerrada.
El hombre del antifaz dio tres golpes pausados y la puerta se abrió, dejando pasar
un perfume barato y una voz de mujer. Lo guiaron hacia el interior, y al mismo
tiempo que la puerta se cerraba tras él oyó una afanosa respiración que parecía
la de un animal. Cuando los dedos suaves del hombre le rozaron la nuca al
deshacerle el nudo del antifaz notó a lo largo de la espalda un escalofrío.
Entonces tuvo miedo de verdad, no a morir, sino a ver algo que dañara sus ojos
más irreparablemente que una luz súbita. Estaba en una habitación de techo bajo,
alumbrada por dos palmatorias, la habitación de una criada, y frente a él había
una cama de hierro bajo cuyas sábanas se agitaba y se hinchaba y retorcía un
cuerpo cuya forma precisa tardó en reconocer, aturdido todavía por la oscuridad,
asustado, inmóvil, sin darse cuenta de que el hombre del antifaz estaba junto a él
y le tendía su maletín de médico. Percibía las cosas tan fragmentariamente
como si las viera reflejadas en las esquirlas de un espejo roto, como
desenfocadas y desfiguradas por una lente absurda: dos manos pálidas y largas
asiéndose a unos barrotes helados, dos muñecas translúcidas, unas piernas con las
medias caídas hasta los tobillos que pataleaban y arrojaban al suelo las ropas de
la cama, unos ojos azules con un brillo de espanto entre mechones negros,
apelmazados y oscuros por el sudor, una cara sin labios, una respiración que
henchía y mojaba un pañuelo atado alrededor de la boca, un vientre grande,
abombado, obsceno bajo el camisón deshecho en jirones, sin ombligo, agitado y
convexo y reluciendo de sudor, pero sobre todo los ojos que lo miraban con un
terror más poderoso que un grito, las sienes azules y las dos manos enroscadas en
los barrotes, hincándose en las palmas las uñas lívidas y manchadas de una
sangre menos oscura que la que manaba entre los muslos y encharcaba las
sábanas. Le dijo a Ramiro Retratista que aquélla fue la primera vez en su vida
que vio parir a una mujer, y que cuando lo llevaron allí ya era demasiado tarde:
una hora después, aterrado, exhausto, con los brazos desnudos y empapados hasta
los codos de sangre, como un matarife, logró arrancar de aquel vientre convulso
como un lodazal de vísceras el cuerpo violáceo de un niño que se había
estrangulado con el cordón umbilical.
D
ISTINGO EL ECO
de cada uno de los llamadores de la plaza de San Lorenzo
tan exactamente como las voces y las caras de los vecinos, la distinta sonoridad
con que las aldabas golpean en cada una de las puertas y hasta la manera
peculiar con que llaman los hombres o las mujeres, los parientes o los
desconocidos, los mendigos o los lecheros o los vendedores, y sé también cómo
suenan los aldabonazos de la urgencia o del miedo en la quietud de la noche,
cuando los golpes metálicos provocan en el interior de una casa rumores de
despertar y pasos rápidos en las escaleras o una tensa expectación silenciosa en
los dormitorios donde aún no se ha encendido la luz. No me hace falta asomarme
para saber en casa de quién están llamando: oigo la resonancia poderosa del
llamador de Bartolomé, cuyo matiz agudo se me antoja de oro, porque es el
hombre más rico de la plaza y tiene grandes olivares y muleros que le hablan sin
levantar la cabeza cuando los recibe aplastado en un sillón de mimbre en el
portal, con los párpados sin pestañas entornados por una somnolencia de saurio y
una colilla ensalivada de puro colgándole de la boca tan flojamente como le
cuelga la papada. Oigo los golpes débiles de la pequeña aldaba de Lagunas, que
es desmedrada como él y tan chillona, apresurada y confusa como su voz de
eunuco, los golpes fuertes y severos del llamador de mi casa, que tienen la
dignidad de la estatura y de la voz de mi padre y cuyo eco llega hasta el fondo
del corral y se repite nítidamente en la fachada de la Casa de las Torres, el sonido
muerto del llamador de la casa del rincón, paredaña a la nuestra, que permanece
casi siempre mudo porque nadie vive en ella desde hace años, desde que el ciego
Domingo González, que la había usurpado al final de la guerra, se marchó
definitivamente enloquecido por la oscuridad y el terror y fue a refugiarse en
una de las estaciones abandonadas junto al río.
Imagino que oigo sonar los llamadores en el aire quieto de la plaza, voces
singulares y metálicas entre las voces de las niñas que cantan romances saltando
a la comba y de los niños que juegan al rongo, a tite y cuarta, al mocho, a pía
maisa, según la estación, porque cada época del año trae sus propios juegos y
hasta sus narraciones y terrores, el miedo a los tísicos cuando arden en la noche
las hogueras de San Antón, la amenaza de los Gorras que se han escapado en
parvas feroces del orfelinato y que degüellan a los perros y apedrean a los niños
con fulminantes guijarros, la presencia invisible de la Tía Tragantía que canta al
otro lado de las esquinas su llamada de muerte la noche de la víspera de San
Juan, el fantasma de la Casa de las Torres, cuyo rostro, imaginado tantas veces
en los insomnios de la infancia, he visto casi treinta años después en una de las
fotografías del baúl que el comandante Galaz se llevó a América y tal vez nunca
abrió. No sólo repetíamos las canciones y los juegos de nuestros mayores y
estábamos condenados a repetir sus vidas: nuestras imaginaciones y nuestras
palabras repetían el miedo que fue suyo y que sin premeditación nos
transmitieron desde que nacimos, y los golpes que da el aldabón en forma de
argolla sobre las grandes puertas cerradas de la Casa de las Torres resuenan en
mi propia conciencia al mismo tiempo que en la memoria infantil de mi madre,
devolviéndola a la mañana de mayo en la que vio bajar por la calle del Pozo
primero el carro de los muertos sin dignidad al que llamaban la Macanca y luego
el coche negro del médico don Mercurio, tirado por el caballo
Bartolomé
y la
yegua
Verónica
, conducido por un joven cochero de guardapolvo verde que se
llamaba Julián y a quien yo conocí como un taxista calvo y hercúleo que algunas
veces nos llevaba en nuestros viajes a la capital de la provincia, ese lugar donde
había edificios muy altos y ciegos con gafas negras en las esquinas y médicos
que tenían en la frente espejos atados con correas de cuero.
Mi madre estaba cosiendo en el zaguán, junto a la puerta entornada, en la
penumbra que olía como las hojas de los álamos después de la lluvia, oyendo sin
envidia, con una inconsciente sensación de lejanía, las voces de las niñas que
saltaban a la comba en la plaza, y luego, casi sin advertirlo, oyó que se hacía el
silencio, que un ruido metálico abolía las voces o las amortiguaba hasta el
murmullo y que se abrían postigos de ventanas en la calle del Pozo. Las ruedas
de hierro crudo bajaban rebotando sobre el empedrado, y el látigo del conductor
restallaba en el aire sin que se hiciera más veloz el paso de la mula sonámbula
que tiraba de aquel carro de augurios, cuyo solo nombre inexplicable, la
Macanca, ya era una amenaza, como otros nombres y palabras que ella oía sin
entender pero sabiendo instintivamente que deparaban un seguro infortunio.
Pensó que la Macanca traería el cuerpo muerto de su padre, que lo habían
matado o había fenecido de hambre en ese sitio que su abuelo Pedro Expósito
llamaba el campo de concentración, y que ella imaginaba como una llanura
desierta y cercada con alambre espinoso que su padre recorría como alma en
pena entre olivos estériles, con su capote militar sobre los hombros, con su
uniforme desgarrado y azul de la Guardia de Asalto, héroe solemne de las
fotografías y de los embustes que inventaba sin el menor propósito de mentir y
víctima de una incorregible inocencia que lindó muchas veces con la estupidez y
la locura: la noche de un sábado de finales de marzo las tropas enemigas habían
ocupado Mágina, y a la mañana siguiente, sin hacer caso de nadie, él se puso su
uniforme de gala y echó a andar tranquilamente hacia el hospital de Santiago,
porque le tocaba guardia, y nada más llegar vio que habían cambiado la bandera
que ondeaba sobre la fachada y lo hicieron preso y tardó más de dos años en
volver. Él era un hombre de palabra, él nunca había hecho otra cosa que cumplir
con su obligación, y como no había recibido contraorden su deber era
presentarse a las ocho, y con la gorra de plato ligeramente ladeada y los
hombros tranquilos y la botonadura que a mi madre se le antojaba de oro
abrochada hasta el cuello salió a la calle y le hizo adiós con la mano a su hija
antes de doblar la esquina de la plaza, una mañana fría y nublada de marzo que a
ella le parecía remota, porque aún no había aprendido a medir el tiempo, a
subdividir en semanas, meses y años la eternidad estática y sin modificaciones
de la infancia. «Manuel, con razón tienes la cabeza tan grande», le dijo Leonor
Expósito al despedirlo en el umbral, y mi bisabuelo Pedro, que casi nunca
hablaba, había acariciado la cara de mi madre humedeciéndose los dedos con
sus lágrimas y le había murmurado al oído, en el mismo tono de voz en que le
hablaba a su perro: «Hija mía, tu padre es un imbécil».
Dejó en la silla la costura y no se atrevió a asomarse a la puerta, no sólo
porque le daba miedo la Macanca, sino porque su madre le tenía prohibido que la
abriera del todo. Ésa había sido su vida de los últimos años, su vida entera, desde
que tuvo capacidad de recordar, zaguanes empedrados, cuartos en penumbra y
puertas entornadas a las que le prohibían asomarse, voces irreales en la calle,
donde se desplegaba una selva de peligros, los bombardeos, los disparos sueltos,
las furiosas estampidas de hombres y mujeres que gritaban levantando puños y
armas, los desconocidos que ofrecían caramelos a las niñas o llevaban al hombro
un saco que tal vez contenía una cabeza cortada, los vagabundos, los soldados
fugitivos, los moros que al atardecer bajaban en dirección al manantial de la
muralla para lavar sus ropas danzando sobre ellas con sus grandes pies negros y
descalzos y luego se arrodillaban sobre una manta extendida y levantaban los
brazos y humillaban la cabeza gritando cosas en un idioma que no parecía hecho
de palabras y era que estaban rezando. Pero oía tan cerca las ruedas de metal
que la venció la tentación de entreabrir los visillos de la ventana que daba a la
calle del Pozo justo cuando pasaba el carro en forma de ataúd, que tenía en la
parte de atrás un pestillo exactamente igual a los que cierran los hornos. Lo
conducía un hombre pálido que tenía cara de tísico o de ahorcado redivivo y
daba tumbos asido con la mano derecha a la barra del pescante y esgrimiendo en
la izquierda un látigo de cuero que usaba con saña inútil contra las ancas huesudas
de la mula. Cuando alguien se quitaba la vida no iba a recoger su cuerpo el coche
con crespones de luto de la funeraria, sino el carro vil de la Macanca, que no lo
llevaba a los patios cristianos del cementerio, sino al otro lado de los bardales sin
cruces del corral de los Matados. También aparecía en tiempos de epidemia, o
cuando se había cometido un crimen, o cuando se encontraba en una cuneta el
cadáver de alguien y no se sabía quién era ni si había muerto confesado. Así que
si ahora entraba en la plaza de San Lorenzo era la señal de una desgracia: en el
silencio súbito mi madre oyó las ruedas, los cascos de la mula, los latigazos,
como si ya resonaran dentro de su casa, y ahora sí se atrevió a asomarse a la
calle, enajenada por el miedo, hipnotizada y temeraria, imaginando que el carro
se detenía ante su puerta y que el cochero tensaba la rienda y bajaba del
pescante y fijaba en ella sus ojos de enfermo, las pupilas que ni ella ni nadie se
atrevía a mirar. Pero no se detuvo, y ahora mi madre la veía desde atrás, un
largo catafalco pintado de negro pasando junto a los álamos y las puertas
cerradas, en la plaza vacía, parándose por fin con crujidos de herrumbre frente
al portalón de la Casa de las Torres, bajo los relieves de gigantes encadenados
que sostenían borrosos escudos de armas y las gárgolas que asomaban sobre los
aleros un gesto unánime de voracidad y terror. Vio en la plaza ventanas
entreabiertas y caras de mujeres ávidas que se hacían señales de balcón a
balcón. También su madre, Leonor Expósito, salió de la cocina secándose las
rojas manos en el delantal, la miró con enojo y asiéndola de un brazo la hizo
volver al zaguán y cerró la puerta con la misma terminante premura que cuando
sonaban las sirenas y había que esconderse a toda prisa en la bodega. Cruzó
corriendo los dos portales en busca de su abuelo Pedro, que estaba, como ella
suponía, en el corral, sentado junto al pozo, acariciando el lomo de su perro,
pelado por la vejez, y contándole tal vez en voz baja historias de la guerra de
Cuba o ejemplos de la estupidez de su yerno, que en lugar de deshacerse del
uniforme y esconderse temporalmente, como tantos, o de ponerse una camisa
azul y vitorear a las tropas de moros y requetés en la calle Nueva, se había
ajustado los guantes blancos y la guerrera de las guardias de gala para que los
recién llegados invasores lo detuvieran y lo encarcelaran con la debida dignidad.
Cuando vio venir a la niña, Pedro Expósito dejó de conversar con el perro:
eso era lo que hacía, pero únicamente cuando estaba a solas con él, le decía algo
y se quedaba en silencio mirando las pupilas tristes del animal, que parecía
atender a sus palabras y darle la razón con los movimientos del hocico, y si
llegaba alguien mi bisabuelo le hacía una rápida señal de cautela y el perro
miraba con indiferencia al intruso, como retándolo a descifrar un secreto que no
le pertenecía. Abuelo, dijo mi madre, tan excitada que se le entrecortaban las
palabras, salga usted, que parece que ha pasado algo, que ha venido el carro de
los muertos. El viejo le sonrió sin decir nada, como si no la entendiera,
contemplándola desde la lejanía de su edad con una expresión que era
exactamente la misma que había en los ojos del perro, y luego la invitó a
acercarse con un gesto de la mano, con hospitalidad y ternura, como si le bastara
llamarla para conjurar cualquier maleficio que la amenazara. Pasó su brazo
derecho sobre los hombros de mi madre estrechándola suavemente contra él y le
acarició la cara sin apenas tocársela, como si fuera ciego y dibujara de memoria
sus rasgos. No tengas miedo, le dijo, que no viene por ti.
Entre todas las voces que conocía sólo aquella la rescataba del miedo y le
sonaba siempre libre de oscuridad y mentira. La voz de su padre, que ahora sólo
podía recordar en sueños de los que su propio llanto la despertaba, se convertía
muchas veces en un escándalo de ira. De pronto lo oía gritar sin entender por qué
y procuraba ocultarse, y desde su escondrijo —las faldillas de una mesa, la
espalda de un sillón, la proximidad acogedora y el olor a pana antigua y a tabaco
de su abuelo— seguía escuchando insultos y tremendas blasfemias, patadas y
correazos que silbaban en el aire tras una puerta cerrada. La voz de su madre,
cuando le hablaba a ella, solía tener la frialdad de una orden o la amargura de
una queja, cuando no un matiz de ironía que aún iba a lacerarla muchos años
después de que se alejara de la infancia, de la que tal vez le ha quedado no la
memoria de un paraíso inexacto que ella no conoció, sino el tormento secreto del
miedo y de la incertidumbre que tal vez yo heredé de ella igual que la forma de
la cara y el color de los ojos. Pero al menos tenía siempre consigo la voz de su
abuelo Pedro, que le hablaba a una parte de su alma anterior a toda posibilidad de
recuerdo, porque la había estado oyendo desde que se dormía en la cuna con las
habaneras que él le murmuraba. De noche le bastaba oírla en una habitación
contigua o tan sólo imaginarla para que se desvanecieran las otras voces de la
oscuridad, las salmodias de las brujas y los cuentos atroces del tío Mantequero,
los silbidos de las bombas, los motores que se detenían antes del amanecer junto
a las puertas de las casas y los golpes violentos en los llamadores, la letanía de la
madre y la hija que oyen desde la cama los pasos del asesino que viene a
degollarlas. Ay mama mía mía mía quién será, cantaban al anochecer en los
corros, bajo las bombillas recién encendidas, cállate hija mía mía mía que ya se
irá, y esas palabras, que a nadie parecían atemorizar más que a ella, se las
repetía monótonamente su memoria cuando estaba acostada, y era inútil que se
tapara la cabeza con las mantas y que rezara para defenderse el Señor mío
Jesucristo, porque los crujidos en la escalera eran los pasos de alguien y el ruido
de la carcoma en las vigas del techo o de las ratas en el pajar era el aviso de que
alguien venía horadando los muros de la casa cerrada, alguien acercándose con
la fatalidad del mecanismo de un reloj, ay mama mía mía mía quién será, el
hombre que vino a decirles que su padre estaba en la cárcel, cállate hija mía mía
mía que ya se irá, los que llamaron a la casa del rincón y se llevaron a Justo
Solana en una furgoneta negra, el cochero de la Macanca, con su cara de
verdugo o de muerto, el médico jorobado, don Mercurio, que visitaba a sus
enfermos en uno de los últimos coches de caballos que se vieron en Mágina y
que parecía de antemano enviado por la funeraria.
Dice mi madre que el coche de don Mercurio irrumpió esa mañana en la
plaza de San Lorenzo unos minutos después que el carro de los muertos indignos,
negro y decrépito como la figura de su dueño, con su capota de cuero gastada
por casi todos los soles y los inviernos del siglo, con sus cristales rajados por las
ondas de las explosiones, con sus cortinillas de una gasa como de velo de viuda
tras las que mi abuelo Manuel dijo haber visto una noche la cara de una joven, lo
cual le dio motivo para inventar pormenores legendarios sobre la virilidad de don
Mercurio, que según él se mantuvo intacta y batalladora hasta que el médico
cumplió un siglo. Pero mi madre no vio el coche todavía, no esperó a descubrir
por el sonido de un llamador en casa de quién había anidado la desgracia.
Permaneció en el corral, al amparo del brazo de su abuelo, que aún reposaba en
sus hombros, tan silenciosa como el perro, compartiendo la misma certeza de
protección que les deparaba a los dos la voz de Pedro Expósito, que ahora
acariciaba la cabeza del animal y le decía, no te preocupes tú, que tampoco
vienen por nosotros.
Venían por alguien que acababa de tener una mala muerte en la Casa de las
Torres, oyeron decir, a través del pozo, en el patio de los vecinos. Durante la
noche algunos habían oído una sorda explosión que estremeció los cristales de
todas las ventanas y que atribuyeron por costumbre a aquellas bombas olvidadas
que seguían estallando traidoramente en los descampados y en los solares de
ruinas. Venían por un albañil que se había ahorcado, le contó a Leonor Expósito
una mujer que se detuvo un instante junto a la ventana y siguió corriendo para
unirse al grupo temeroso que ya se estaba formando alrededor de la Macanca y
que se abrió para dar paso al coche de don Mercurio tan respetuosamente como
si hubiera llegado el trono de una procesión. Alguien dijo que el albañil no se
había quitado la vida, sino que se partió el cuello al caer de un andamio, y que al
principio lo creyeron muerto y por eso mandaron a llamar a la Macanca, pero
que luego notaron que le quedaba un hilo de vida y a toda prisa avisaron a don
Mercurio, pues no había otro médico en Mágina que pudiera remediar un caso
tan desesperado. Y mi madre y mi bisabuelo supieron que había aparecido el
coche de don Mercurio en la plaza de San Lorenzo porque hasta ellos llegó, por
encima de los bardales y los emparrados, la canción que le cantaban los niños
cuando lo veían acercarse.
—Tras, tras. —¿Quién es?/
—El médico jorobeta
que viene por la peseta
de la visita de ayer.
Esa misma canción la había cantado mi abuela Leonor cuando era niña, y ya
entonces parecía tan antigua como el romance de doña María de las Mercedes:
aún perduraba en mi infancia, veinte años después de la muerte del médico, que
ya debía de ser nonagenario cuando se descubrió la momia de la mujer
emparedada. Pero me han contado que lo más raro no era la ligereza de simio
disecado y mecánico con que se movía ni la precisión infalible de sus
diagnósticos, sino su lejanía del presente, sus trajes y sus modales y su capa de
principios de siglo, el coche de caballos llamados estrafalariamente
Verónica y
Bartolomé
con que recorría la ciudad fuera de día o de noche, pues por muy a
deshoras que alguien acudiera en su busca siempre lo encontraba como recién
vestido y dispuesto, el plastrón negro ceñido al cuello alto de celuloide, la capa de
terciopelo con vueltas rojas y el maletín al alcance de la mano, el caballo y la
yegua enganchados al tiro y el cochero somnoliento y veloz murmurando por lo
bajo acerca de la mala vida que le daba don Mercurio, pero siempre vestido con
su guardapolvo verde y su gorra de plato, que se quitaba con respeto de sacristán
al entrar en una casa donde yaciera un muerto o un enfermo muy grave. Según
mi abuelo Manuel, don Mercurio había inventado una pócima que le garantizaba
la inmortalidad. Desde uno de los balcones del primer piso, oculta tras las
macetas de geranios, mi madre se acuerda de que pudo ver al fondo de la plaza,
junto al portalón de la Casa de las Torres, cómo aquel anciano pulcro, diminuto y
torcido, saltaba del coche como un muelle antes de que Julián extendiera el
estribo, y le dio miedo, aun tan de lejos, su cara tan pálida y la orografía de su
cráneo pelado, que el médico, de quien se decía que fue en su juventud un
seductor fulminante de señoras del gran mundo, cubrió en seguida con una
chistera, tocándose el ala con una discreta inclinación para saludar al inspector
Florencio Pérez, al forense y al escribiente del juzgado, que habían salido del
interior de la Casa de las Torres para recibirlo. Amarillo y alto como una estatua
que nadie se atrevía a mirar, el conductor de la Macanca fumaba en su pescante,
mirando al cochero de don Mercurio desde su insana soledad de verdugo o de reo
y sin duda comparándose a él con rencor. Dos guardias de uniforme gris
empujaban hacia atrás a las vecinas más audaces o más maledicentes, y entre
ellas daba saltos de mono y gritos de papagayo el sabandija Lagunillas, que
muchos años después, cumplidos los ochenta, canijo e imberbe como un niño
disecado, dio en el antojo de casarse, y puso anuncios en Singladura solicitando
una novia joven, honesta y hacendosa, y mintiendo tan descaradamente acerca
de su propia edad y su buena presencia que cuando una viuda incauta respondió
al anuncio, fue a visitarlo y lo vio en el portal mugriento de su casa, echó a correr
hacia la calle del Pozo como si huyera de un fantasma. Las vecinas ansiosas de
novedad se encararon a los guardias, pero el portalón se cerró con una definitiva
resonancia de lápida y nadie pudo averiguar nada hasta varias horas después,
cuando la guardesa, desobedeciendo las órdenes de la policía, contó en la cola de
la fuente del Altozano que en una cripta de aquel palacio abandonado desde hacía
medio siglo había aparecido el cuerpo incorrupto de una muchacha. Guapísima,
dijo la guardesa, como una artista de cine, y rápidamente se corrigió, como una
estampa de la Virgen, vestida de dama antigua, morena, con tirabuzones, con un
vestido de terciopelo negro, con un rosario entre las manos, una santa martirizada
en secreto, emparedada en el sótano más hondo de la Casa de las Torres, tras un
muro de ladrillo que la explosión de una granada derribó por azar. Y añadió en
días sucesivos, en las colas populosas de la fuente y en los lavaderos de la
muralla, que ahora se explicaba las voces que algunas veces la sobresaltaron por
las noches, susurros y llantos como de ánima del purgatorio que ella atribuía al
miedo de vivir sola en aquel caserón con torreones y saeteras de castillo y que no
eran sino avisos de la santa que la estaba llamando. Gabriela, ven, le decía la voz,
Gabriela, que estoy aquí, pero ella, cobarde, no quería escuchar y escondía la
cabeza debajo de la almohada, y no se lo contaba a nadie para que no la tomaran
por loca. Una vez, en la fuente del Altozano, mi madre oyó a la guardesa
imitando la voz de la santa, prolongando con una cadencia fúnebre el final de las
palabras, como en los seriales de la radio, y aquella noche, en su dormitorio,
desde cuya ventana podía ver a la luz de la luna la fachada de la Casa de las
Torres y las sombras oblicuas de las gárgolas, le pareció que a ella también le
llegaba la queja de aquella voz, y se imaginó que la oscuridad donde
permanecían abiertos sus ojos era la del sótano donde la muchacha fue
emparedada. Recordó que la explosión había retumbado en el subsuelo de la
plaza una hora antes del amanecer, pero no con un estrépito como el de las
bombas que arrojaban los aviones, sino más bien como la onda expansiva de un
terremoto, y se extinguió tan rápido que muchos que dormían creyeron al
despertarse que la habían sonado. La guardesa dijo que fue derribada
violentamente de la cama y que vio estremecerse sobre su cabeza la bóveda de
piedra de la habitación donde dormía, y salió a los corredores invadidos de
escombros temiendo morir sepultada bajo el caserón que tal vez ahora sí se
hundiría definitivamente, después de más de cuarenta años de abandono y tres de
bombardeos. Pero cuando bajó al patio ya se había restablecido el silencio, y no
advirtió ninguna modificación en el aspecto usual de sus ventanas sin cristales y
sus arcos en ruinas, de modo que también habría creído en la posibilidad de un
sueño o de un breve terremoto si no hubiera visto surgir de la boca de uno de los
sótanos una columna de polvo tintado de violeta por la luz difusa del amanecer.
Era una serial, dijo luego, no a don Mercurio ni a los policías, de cuya piedad
desconfiaba, sino a las vecinas que durante unas semanas volvieron a dar crédito
a sus narraciones absurdas, un signo del cielo, un aviso de la santa que no quería
seguir más tiempo oculta a la veneración de los católicos, y al notar con vanidad
la expectación de las mujeres que por escucharla ya ni se cuidaban de vigilar su
turno en la cola de los cántaros revivía aquel amanecer en que vio levantarse la
columna de polvo o de humo y se armó de valor para caminar hacia el arco que
daba paso a los sótanos, a donde nadie, que ella supiera, había bajado en más de
medio siglo, desde que abandonó la casa el último superviviente de la familia que
la había poseído durante cuatrocientos años y sólo quedó en ella la antigua
guardesa, su madre, de quien heredó no sólo el puesto, sino hasta la condición
temprana de viuda y la tendencia a una solitaria excentricidad gradualmente
contaminada de beatería y de locura. Pero no era cobarde, no podía serlo
viviendo como vivía en aquel laberinto de corredores con techumbres de
maderámenes podridos en los que anidaban murciélagos, de patios con pozos
ocultos bajo la maleza y salones de bailes y túneles frecuentados por gavillas de
ratas tan saludables y veloces como conejos, siempre sola, con un racimo de
llaves grandes como aldabas atado a la cintura con una cuerda de cáñamo que
parecía un cíngulo de penitencia, rodeada de gatos feroces y leales,
alumbrándose de noche con un fanal de barco, pues no tenía luz eléctrica más
que en las habitaciones de la torre sur que le servían de vivienda. Antes de bajar
a los sótanos para buscar el origen del humo o de la voz que la llamaba se echó
sobre los hombros una especie de tabardo austrohúngaro exhumado tal vez de un
arcón donde se guardaban los disfraces de carnavales remotos, se enfundó unas
grandes botas de agua que fueron de su difunto y cogió el farol y un cayado de
vaquero que más de una vez le había servido para amenazar a los niños que se
colaban en la casa jugando al castillo de irás y no volverás y a los vagabundos
que saltaban las bardas de los corrales traseros con la intención de refugiarse de
una noche de frío o de lluvia. Tanteando con el cayado los peldaños desiguales
bajó muy cautelosamente hasta adentrarse en una estancia subterránea que tenía
bóvedas como de aljibe y en la que se oían con precisión siniestra los arañazos y
roces de las grandes ratas que escapaban hacia los rincones en sombras. A pesar
de su hondura y de las tinieblas, el sótano no olía a humedad, sino a aire seco y
rancio, como el interior de un armario cerrado durante mucho tiempo, y cuando
la guardesa deshacía las telarañas que le cerraban el paso la sofocaba el polvo
cernido y picante que se desprendía de ellas.
Pero a medida que se adentraba en el pasillo central de los sótanos a lo que
empezó a oler más intensamente fue a pólvora, y luego, casi en el último recodo,
olió a sangre y vio con asco una cosa peluda y sangrienta adherida a la pared y
tardó un segundo en darse cuenta de que era la cabeza arrancada de un gato: algo
más allá estuvo a punto de pisar una masa de vísceras que todavía palpitaban, y
aproximando la luz al muro cóncavo de granito vio manchas dispersas de sangre
y jirones de carne trizada y fragmentos de madera y de metal humeante.
Entonces se acordó: hacía un par de años, unos soldados vinieron a la Casa de las
Torres diciendo que traían órdenes de convertirla en cuartel o almacén, se
bajaron de una camioneta mostrándole un papel manchado de aceite y de mugre
y empezaron a descargar cajas y a alborotárselo todo. Pero ella los amenazó con
su cayado y le dio un golpe tremendo en el lomo a uno de los hombres de
uniforme, que se negaba a hacerle caso, y les gritó tales maldiciones que la cara
se le descompuso hasta parecerse a las gárgolas de los aleros. Los soldados se
reían de ella, pero sólo eran tres y es posible que no supieran manejar las armas
que llevaban y que ni siquiera estuviesen cargadas. Recogieron a toda prisa las
cajas y se apresuraron a subir a la camioneta, perseguidos por la porra infalible
y las maldiciones de la guardesa, y la pusieron en marcha jurándole que
volverían para fusilarla. No esperó a verlos irse: cerró el portón con tres vueltas
de llave y aseguró los cerrojos y la tranca tan gruesa como un palo mayor,
menos feliz por su victoria que irritada por el descaro de aquellos intrusos que ni
siquiera se vestían como los militares de verdad. Pero de una de las cajas se les
había caído una granada de mano, y ella, después de examinarla con atención y
un poco de pavor, la guardó lo más hondo que pudo, en el último sótano,
imaginando tal vez que podría usarla para defenderse si regresaban los soldados,
encastillándose en la Casa de las Torres como el señor feudal que la edificó, un
turbulento condestable Dávalos que se había sublevado contra el emperador
Carlos V
en tiempos de los comuneros. Y cuando más olvidada tenía el arma de
su improbable resistencia, uno de los gatos salvajes que la obedecían como
halcones de presa habría pisado o mordido la espoleta de la granada de mano y
provocado la explosión que lo desintegró instantáneamente, que conmovió los
cimientos de la Casa de las Torres y derribó parte de un muro de argamasa y
adobe que tapaba el rincón más oculto del sótano, descubriendo a la luz del farol
una cara blanca y polvorienta que parecía flotar en la penumbra, como la cara
de un fantasma que surge de noche en un cristal, como una virgen de cera
vislumbrada al fondo de un capilla donde arden débilmente los cirios. Me estaba
mirando como si se hubiera asomado al hueco de la pared, dijo la guardesa, me
miraba y me decía que no me asustara, que ella era muy buena y no iba a
hacerme nada. Porque si al principio dijo que le pareció haber oído en sueños la
voz de la santa, después fue agregando detalles que magnificaban el milagro, y la
voz soñada se convirtió en una voz real que huía de los labios sellados, muy
suave, como el susurro desfallecido de una enferma, no en vano había pasado la
santa diez o doce siglos escondida en la oscuridad, sentada en un sillón como una
dama de visita, con los ojos azules abiertos y fijos en el muro, inmóviles en un
insomnio eterno, deslumbrados unas horas después por el magnesio de Ramiro
Retratista, que perpetuó sus pupilas alucinadas y muertas en las fotografías para
que ahora yo pueda mirarlas y viaje como en una secreta máquina del tiempo a
una plaza sombreada de álamos que ya no existen y reconozca y recuerde voces
que suenan en la infancia de mis padres y ecos de llamadores golpeando puertas
de casas en las que no vive nadie desde hace muchos años.
L
AS VOCES PERDIDAS
de la ciudad, los testigos tenaces, postergados,
desconocidos, los que contaron y guardaron silencio, los que dedicaron años al
recuerdo o al odio y los que eligieron la apostasía y el olvido: esquelas mortuorias
colgadas en los escaparates de los comercios de la plaza del General Orduña y
de la calle Nueva, ancianos aburridos que juegan al dominó y conversan bajo el
estrépito de un televisor en el hogar del pensionista, que toman el sol en los
jardines devastados de la Cava, pisando cristales de botellas rotas y jeringuillas
de plástico, o dormitan junto al brasero en comedores con muebles de tapicería
sintética o en los pasillos lóbregos del asilo, voces recordadas de muertos y caras
impasibles de muertos en vida. Voces de Mágina que nadie escuchará, que se van
extinguiendo una por una como las luces de las calles después del amanecer,
rostros salvados del cataclismo lento del tiempo por la vana lealtad de Lorencito
Quesada y su inepto entusiasmo y por la cámara de Ramiro Retratista, que
guardó en un baúl todas sus fotografías innumerables y lo entregó al comandante
Galaz como si presintiera la inminencia de un naufragio, como quien entierra un
tesoro antes de huir de una ciudad amenazada.
Voces, caras sin nombre, figuras quietas en el tiempo, caras de muertos, de
verdugos, de inocentes, de víctimas: el inspector Florencio Pérez, que jamás
aclaró ni un solo crimen ni obtuvo una sola confesión ni se atrevió a publicar con
su propio nombre los versos que escribía; el teniente Chamorro, diplomado por la
Escuela Popular de Guerra de Barcelona, preso durante catorce años por auxilio
a la rebelión militar, liberado y preso de nuevo al cabo de veintidós días de
libertad porque nada más salir de la cárcel tuvo la delirante ocurrencia de irse a
la sierra de Mágina con una cuadrilla de libertarios armados con escopetas de
perdigones para ejecutar al Generalísimo, que estaba allí cazando ciervos o
asistiendo a un retiro espiritual de capellanes castrenses; Manuel García, gastador
de la Guardia de Asalto, convicto de rebelión por haberse presentado
reglamentariamente en el hospital de Santiago unos minutos después de que se
izara en la fachada la bandera roja y amarilla; el ciego Domingo González,
fugitivo de Mágina en mayo de 1937, salvado de morir porque se escondió bajo
un montón de paja y porque alguno de los que estaban persiguiéndolo palpó su
cuerpo con las puntas de una horca de estiércol y en lugar de atravesarlo o de
revelar su presencia dijo a los otros milicianos que ya podían irse, que no había
nadie en el pajar: juez togado más tarde, que firmaba con serenidad condenas de
muerte y ni siquiera tuvo clemencia con su examigo y paisano el teniente
Chamorro: juez inflexible y coronel retirado que volvió a Mágina y se fue a vivir
a la casa de la plaza de San Lorenzo donde había vivido el viejo Justo Solana,
jinete misántropo que recibió un día dos disparos de sal en los ojos y se quedó
ciego y pasó el resto de su vida temiendo que el hombre que lo había cegado
cumpliera su amenaza y volviera en la oscuridad para matarlo; Ramiro
Retratista, fotógrafo y triste y enamorado de una muerta, exiliado voluntario de
Mágina, náufrago tardío en Madrid, en la plaza de España, retratista de novios
pobres en viaje de bodas, de recién casados de provincias que sonreían tomados
del brazo ante las estatuas de don Quijote y Sancho Panza. Y Lorencito Quesada,
insigne repórter y veterano dependiente de El Sistema Métrico, decano en
Mágina de los corresponsales de prensa, radio y televisión, biógrafo voluntarioso
y siempre fracasado de los hombres eminentes de Mágina y su comarca,
corresponsal de
Singladura
, investigador de misterios policíacos y sobrenaturales,
de los poderes telepáticos y de las visitas al valle del Guadalquivir de mensajeros
de otros mundos, autor de un serial en cinco entregas sobre el
Enigma de la mujer
emparedada
o
El misterio de la Casa de las Torres
, pues ambos titulares le
parecían sugestivos y tardó mucho en decidirse por uno de ellos, decisión en todo
caso inútil, ya que después de algunas semanas febriles de trabajo y de insomnio
el director de
Singladura
rechazó las treinta páginas que él le había enviado y que
nunca se llegaron a publicar.
Fue Lorencito Quesada quien descubrió y quiso revelar al mundo, o a
Mágina, las memorias inéditas del inspector y luego subcomisario Florencio
Pérez, y quien buscó, sin fruto alguno, dinero y patrocinio para publicarlas,
movido por un entusiasmo que jamás conoció el desaliento ni el éxito. Puede que
nadie más que él en la ciudad tuviera noticias o sospechas de la vocación literaria
del policía jubilado, que se había pasado la vida escribiendo versos y enviándolos,
firmados con seudónimo, a casi todos los concursos de la provincia, obteniendo
muy de tarde en tarde alguna flor natural que nunca recogió, por falta de valor y
exceso de vergüenza, por un temor lacerante al ridículo que se le fue agravando
con los años y lo llevó, casi en el lecho de muerte, a la tentación de quemar toda
su obra tan laboriosamente mecanografiada en los reversos de los formularios
oficiales, igual que había hecho o mandado hacer Virgilio. Hasta la época de su
jubilación siempre se había abstenido de la prosa, por considerarla, como le
confesó una vez a Lorencito Quesada, un género menor, pero cuando se quedó
sin nada que hacer y se supo amenazado por una desidia y una melancolía que
proliferaban sombríamente sin la distracción diaria del trabajo tuvo la ocurrencia
de emprender la redacción de sus memorias, y entonces, si no las ganas de vivir,
se le acentuó el miedo supersticioso a la muerte, pues temió que le llegara antes
de que diera fin al relato de su vida. Era viudo, vivía en casa de una hija cuyo
marido, un magnate de los videoclubes locales, lo desdeñaba abiertamente, tenía
otro hijo inspector en Madrid, y un tercero, el menor, que de muchacho iba para
seminarista, pero que inexplicablemente se echó a perder, se dejó el pelo por los
hombros y decidió convertirse en vocalista de conjunto moderno. Cuando se
jubiló, el subcomisario había esperado en vano que sus antiguos subordinados le
rindieran un emotivo homenaje, o al menos que le regalaran una placa
conmemorativa. Pero sólo Lorencito Quesada, atento a todo, le dedicó un artículo
en
Singladura
, y él le escribió una carta de lacrimosa gratitud, guardó el recorte
en una carpeta azul y se encerró en aquella especie de trastero donde su hija y su
yerno lo tenían confinado con una máquina de escribir de segunda mano y un
paquete de solicitudes en blanco del carnet de identidad que había sacado de la
comisaría no sin un cierto sonrojo. Sólo cuando se puso seriamente a escribir se
dio cuenta con estupor y desconsuelo de que no le había ocurrido casi nada en la
vida. Así que la tarea que había imaginado agotadora se reveló muy pronto
liviana y trivial, y en apenas un año de escribir todos los días tuvo contados los
setenta de su vida entera, y una mañana, veinte minutos después de sentarse ante
la máquina, ya había llegado al momento justo que estaba viviendo, de manera
que se quedó un rato pensativo, revisó desganadamente las anotaciones de los
últimos días, puso una nueva hoja en el carro y empezó tranquilamente a contar
sus recuerdos del día siguiente, con una cierta sensación primero de irrealidad y
luego de fraude, como si se permitiera una trampa menor en un solitario, y
después siguió escribiendo cada vez con más desenvoltura e incluso alegría, y
contó el regreso de su hijo menor, la oveja negra de su casa y la amargura de su
vejez, que venía arrepentido, con el pelo cortado, con corbata y pidiéndole
perdón, después de vivir durante varios años en una comuna de Ibiza, y luego un
viaje a Madrid en el que paraba en la misma pensión donde solía hospedarse
antes de la guerra y navegaba en barca por el Retiro y comía gambas a la
plancha en la taberna del Abuelo y daba gracias al Cristo de Medinaceli por el
regreso de su hijo pródigo: cuando murió, a principios de junio, sus memorias
llegaban a los primeros días de la siguiente Navidad, en vísperas del homenaje
que el Círculo Cultural y Recreativo de Mágina le ofrecía en el teatro Ideal
Cinema con motivo de sus bodas de oro con la policía y la literatura.
A medida que el manuscrito se aventuraba en el porvenir y en la mentira iba
volviéndose más lujosamente detallado, a diferencia de la narración de los
hechos reales, en la que se advertía una apresurada o desengañada sequedad: el
hallazgo de la mujer incorrupta no ocupaba más de media holandesa y carecía
de toda revelación sorprendente, ya fuera porque el inspector había olvidado los
pormenores o porque, como sospechó literariamente Lorencito, poderosos
intereses ocultos lo seguían obligando cuarenta años después a mantener el
secreto. Ya entonces, en los primeros tiempos de su carrera, tenía el inspector la
cara ensimismada de pena y laboriosa arrogancia que muestra en las fotos de
Ramiro Retratista y que se mantuvo invariable hasta su vejez. «Míralo», dice
Nadia, acordándose, reconociéndolo, casi con ternura, aunque hace dieciocho
años que lo vio por primera y única vez, cuando ya era un viejo policía desolado
que se negaba al oprobio de la jubilación. Separa la fotografía de las otras, se la
muestra a Manuel, que permanece tras ella en silencio y ha empezado
suavemente a abrazarla, sus dos manos buscando bajo la blusa. «No cambió
nunca», dice Nadia, tenía la cara como hecha de rudo cartón, el pelo hincado
hasta la mitad de la frente, planchado hacia atrás con brillantina y levantándose
rebelde en tiesos mechones que no había modo de domar, las cejas como un
doble arco negro, las facciones cuadradas y blandas, el labio inferior grueso y
caído del que le colgaba siempre una colilla de picadura apagada, el mentón
siempre oscuro, aunque se afeitaba dos veces al día, una cara imposible, pensaba
él con dolor, tan imposible como su nombre, Florencio Pérez Tallante, un nombre
tan desastroso para policía como para poeta, una ruina y una losa de nombre.
Ramiro Retratista lo fotografió en el mismo lugar donde lo vería Nadia muchos
años más tarde y casi en la misma actitud, sentado tras la mesa, bajo el crucifijo
y la estampa de Nuestro Padre Jesús y el retrato de Franco, el teléfono a su
derecha y la escribanía a su izquierda, la mano en la barbilla, como si quisiera
parecerse a la efigie de un hombre pensativo. Estaba aburriéndose y contando
sílabas con los dedos en su despacho de la plaza del General Orduña, junto a la
torre del reloj, cuando un guardia entró para decirle que una mujer con aire y
maneras de loca había venido a dar parte de la aparición de un cadáver no
identificado, seguramente el de un cautivo del dominio rojo, sepultado tras el
martirio en el sótano infame de alguna checa clandestina. Como primera
precaución, y sin haberla visto ni escuchado todavía, el inspector Florencio Pérez,
partidario siempre de medidas enérgicas, ordenó el arresto inmediato de la
mujer delatora, pero cuando el guardia salía para cumplir la orden, que al propio
inspector le había parecido de una sequedad y decisión admirables, la puerta del
despacho se abrió del todo y la guardesa irrumpió en él, alzando el brazo derecho
en un atrabilario arriba España y agitando tan ruidosamente como una cadena de
penal el manojo de llaves que traía atado a la cintura. «Iba a avisarle al párroco
de San Lorenzo», dijo tumultuosamente, sin dar tiempo ni a que el inspector
pusiera en práctica un rapto de indignación, «pero me acordé de que ya no hay,
y me dije, Gabriela, da parte en la perrera, que aquello es más autoridad».
Que a la comisaría le llamaran en Mágina la perrera sumía al inspector
Florencio Pérez en un estado próximo a la mortificación: que una mujer
desmelenada, con un ruinoso tabardo sobre los hombros, un manojo de llaves y
unas hediondas botas de agua se colara en su propio despacho a esa hora
tranquila de la mañana que él solía consagrar dulcemente a no hacer nada y a
medir endecasílabos, le hablara a gritos y no diera muestras de miedo a su
autoridad, pronunciando de paso la palabra perrera, estuvo a punto de producirle
un colapso cardíaco. Un mediocre puñetazo en la mesa tuvo la virtud de volcar el
cenicero sobre las hojas de los expedientes —entre las cuales solía esconder el
inspector borradores de sonetos—, pero no mejoró en nada su opinión de sí
mismo. No servía para ese trabajo, solía confesarle a su amigo de la infancia, el
teniente Chamorro, a quien de vez en cuando se veía en la luctuosa obligación de
detener, le faltaba carácter. «Señora», dijo, levantándose, limpiándose la ceniza
que le manchaba el pantalón y las solapas, como a don Antonio Machado,
«compórtese o la encierro por desacato y tiro a un pozo la llave». «Eso hicieron
con ella», dijo la guardesa, cuyo aliento olía fétidamente a goma y a
alcantarilla, como las botas de agua, «la encerraron en un calabozo y no tuvieron
que echar la llave, porque le tapiaron la puerta para que no saliera nunca más».
«Hombre, eso tampoco es», murmuró humanitariamente el guardia, pero no tan
bajo que el inspector no lo oyera: «Usted habla cuando se le pregunte,
Murciano», dijo con severidad, «salga y espere mis órdenes». El guardia tenía
cara de campesino y carecía de porte para llevar un uniforme que le venía
grande, y cuando adoptaba la posición de firmes el tres cuartos gris le caía a lo
largo de su cuerpo mezquino como un lastimoso faldón. «¿Entonces no me llevo
a esta mujer en calidad de detenida?». «En calidad de nada, Murciano», dijo el
inspector, irritado porque un subalterno se apropiara de las queridas fórmulas del
lenguaje oficial, «salga usted y no me caliente la cabeza, que ya le diré yo lo
que hay que hacer cuando haya procedido al interrogatorio». «¿Así que no me
va a encerrar en la perrera?». La guardesa volvió a acercarse al inspector, las
manos juntas, como si rezara, como si estuviera a punto de caer de rodillas: «Si
ya lo decía yo, si tiene cara de bueno, si parece un chiquillo», «¡Señora!». El
inspector se puso en pie, comprobando una vez más que no era tan alto como se
imaginaba en momentos pasajeros de euforia, y su segundo puñetazo en la mesa
le deparó un agudo dolor en la mano, pues había golpeado el filo metálico de un
pisapapeles que representaba la basílica de Monserrat. Lo sopesó
mecánicamente, acordándose con inquietud de la facilidad con que cualquier
objeto podía ser usado como arma homicida. «Siéntese», volvió a dejar el
pisapapeles en la mesa, «cállese, no diga nada mientras yo no le pregunte, y
hágame el favor de hablar con el debido respeto».
Pero era inútil, pensaba, nadie le tuvo nunca consideración, ni los delincuentes
ni los subordinados, nadie, ni sus hijos, que después de su muerte le entregaron a
Lorencito Quesada sus memorias sin mirarlas siquiera, como papel viejo que se
regala a un trapero. Para tranquilizarse, el inspector lió un desmañado cigarrillo y
mientras pasaba la lengua por el filo engomado del papel se quedó mirando, al
otro lado de los cristales del balcón, la estatua del general Orduña, a quien esa
misma mañana había empezado a escribirle un soneto. «El bronce inmortal de
tus hazañas», murmuró con disgusto, pero sin rendirse, «el bronce inmemorial
de tus hazañas». Con los dedos de la mano izquierda tamborileaba en el cristal
contando las sílabas, tan absorto, tan desesperado por las dificultades de la rima
que tardó en darse cuenta de que la guardesa, a sus espaldas, continuaba
hablando sin esperar sus preguntas, sin el menor respeto a su autoridad: «…
morena, sí señor, pero con los ojos azules, muy grandes, como si estuviera
asustada, como se quedan las personas cuando les da un aire y ya no hablan ni
conocen, con la raya en medio, como las damas antiguas, con moñetes y
tirabuzones, con un vestido negro de mucho escote, negro o azul marino, o
morado, no pude verlo bien porque el hueco está muy oscuro y yo no he querido
abrirlo más para no tocar nada hasta que ustedes dispongan, y lleva un
escapulario al cuello, en eso sí que me he fijado, yo creo que es un escapulario
de Nuestro Padre Jesús…».
«Atronando de gloria las Españas», decidió el inspector, sin ver ni oír a la
guardesa, «el fuego del valor en las entrañas». «Y de cuerpo pues será como
usted, poquita cosa, pero muy concertada, aunque tampoco la he visto bien,
porque parece que está sentada en un sillón, ni asomarme adentro he querido, por
miedo a estropear algo, a los muertos no hay que tocarlos hasta que el juez diga
que los levanten, claro que ella no está tendida, y a mí me parece que tampoco
está muerta, cómo va a estarlo, si tiene la piel tan suave como un melocotón,
pero muy pálida, eso sí, como la cera, será porque esas damas he oído yo decir
que tomaban vinagre…». «¡Del olvido las torvas espadañas!», casi gritó de
entusiasmo el inspector, y temiendo no acordarse luego de un endecasílabo tan
indiscutible volvió a su escritorio y lo anotó en el margen de un oficio, fingiendo
que apuntaba algún detalle de la declaración de la guardesa. Una hora después,
extenuado por la imposibilidad de no seguir repitiendo en silencio palabras
absurdas terminadas en «añas» y de lograr que la guardesa ajustara su
narración a un orden cronológico, el inspector Florencio Pérez oprimió
enérgicamente varios timbres, sostuvo dos conversaciones telefónicas colgando
luego el auricular con la adecuada violencia, se puso la gabardina y el sombrero
y dio orden de preparar un automóvil adscrito al parque de la comisaría, al
objeto de presenciarse con la mayor prontitud en el lugar de los hechos, según
explicó más tarde en un informe cuya redacción le costó más desvelos que la
primera estrofa del soneto al general Orduña, a la cual añadió en los sótanos de la
Casa de las Torres un verso que terminaba en «telarañas», por las muchas que
tuvo que apartar con infinita repugnancia de su cara y sus manos cuando
procedió a la detenida inspección ocular de lo que llamó en su informe el
escenario del crimen, no tanto porque creyera que se había cometido uno como
por el escrúpulo de no repetir al cabo de sólo cuatro líneas «el lugar de los
hechos».
En sus memorias constan los nombres de los testigos que bajaron con él al
sótano donde había aparecido la mujer incorrupta: el médico don Mercurio y su
cochero Julián, el forense Galindo, Medinilla, el escribiente del juzgado, que con
los años llegó a regentar una opulenta gestoría y a convertirse en procurador en
Cortes por el tercio sindical, el guardia Murciano, la guardesa contumaz, y por
último Ramiro Retratista y su ayudante Matías, que era sordomudo desde que
pasó un día entero sepultado bajo los escombros de una casa hundida por un obús.
Para escarnio del inspector, en cuanto llegó don Mercurio, a quien por cierto
nadie había llamado, los otros se inclinaron con reverencia unánime ante su
autoridad y a él dejaron de verlo, como si no existiera, como si no fuera él quien
ostentaba en ese momento y en la Casa de las Torres la máxima jerarquía. «Se
trata de un caso insólito de momificación», dijo el forense cuando la guardesa
cerró las puertas de la calle y las voces de la vecinas se escucharon con la lejana
confusión de un zureo de palomas. «No creo que sea más insólito que yo
mismo», dijo don Mercurio, parado junto al inspector como si no lo viera,
admirando distraídamente las columnas de mármol y los arcos inseguros del
patio: «A mi edad comprenderán ustedes que de lo que más entiende uno es de
momias». «Por la ropa que lleva yo diría que fue emparedada hará sesenta o
setenta años». En los casos desesperados el inspector Florencio Pérez procuraba
restablecer su tambaleante autoridad con un matiz científico. «¡Sesenta años!»,
la guardesa gritó como si reprobara una blasfemia, haciendo sonar
amenazadoramente el manojo de llaves. «Sesenta siglos más bien, desde que
hicieron la casa. Sería cautiva de los moros…». «No diga usted disparates,
señora», Medinilla, el escribiente del juzgado, que era soplón de la secreta,
esgrimió ante la guardesa su cartapacio abierto y la estilográfica con la que hacía
como que tomaba notas, «que yo aquí lo apunto todo, y luego consta».
Caminaban sorteando estatuas despedazadas y montones de escombros sobre
los que crecían malvas y jaramagos, y al llegar al hueco abovedado bajo la
escalinata con peldaños de mármol los pasos y las voces adquirieron una
resonancia de cripta. «Cuidado con los escalones», dijo la guardesa, «que son
muy traicioneros». Bajó delante el inspector, que llevaba una poderosa linterna
con acanaladuras cromadas, y ya nadie habló, ni la guardesa, mientras cruzaban
sótanos y corredores que conducían a otros sótanos idénticos, ocupados por
muebles grandes como catafalcos y armazones podridos de carruajes barrocos.
Cuando la linterna alumbró el nicho que un albañil había descubierto del todo la
guardesa se santiguó con un rápido garabateo piadoso y todos, salvo don
Mercurio, se mantuvieron a una cierta distancia, mirando las sombras que
desplazaba sobre los muros el círculo de luz, en medio de los cuales, como una
imagen de cera en una hornacina, con la majestad de una estatua egipcia de
advocación desconocida, con las manos cruzadas sobre el regazo de un vestido a
la moda del Segundo Imperio y la nuca apoyada en un sillón de respaldo muy
alto, la muchacha incorrupta miraba al vacío con sus ojos azules a los que la
linterna arrancaba destellos de vidrio. Pero no había en ella nada sobrecogedor,
sino más bien una especie de naturalidad imperturbable, como si en vez de llevar
setenta años emparedada se acabara de sentar en el sillón de un gabinete para
recibir con sosiego a sus amigos más íntimos, que por respeto no se le acercarían
hasta no ser llamados uno a uno por ella.
Sin volverse, como un cirujano absorto en la dificultad de una operación, don
Mercurio requirió sus gafas, su maletín, la luz. A su lado, muy atento,
obedeciendo instantáneamente los gestos de sus manos, Julián se inclinaba para
mirar a la muchacha y obligaba a los otros a guardar la distancia que seguía
apartándolos de don Mercurio. Era Julián quien sostenía ahora la linterna, pues el
inspector Florencio Pérez se la había entregado con una docilidad que él mismo
consideró íntimamente imperdonable, y durante más de un minuto, hasta que la
guardesa encendió su farol de petróleo, sólo la figura de la muerta,
resplandeciente y lívida, con el cabello polvoriento brillando en torno a su cara
como una gasa negra, permaneció fuera de la oscuridad que envolvía a los otros,
sombras cobardes que se rozaban sin reconocerse y se oían respirar mientras la
silueta pequeña y jorobada de don Mercurio se movía despacio ante el nicho
iluminado, haciendo rápidos ademanes como de liturgia o de conjuro con sus
dedos extendidos, que rozaban sin tocarla la cara de la momia y al enredarse a
uno de los bucles de sus sienes levantaron una tenue nube de polvo que hizo toser
al medico y a su ayudante.
«Observe, Julián», dijo don Mercurio, «que esta joven no se resistió al
emparedamiento. ¿La encerraron aquí después de narcotizarla y cuando despertó
fue presa de un colapso que ni siquiera le dio tiempo a un movimiento de pánico?
Examine las falanges de sus dedos y don Mercurio se quitó las gafas de pinza y
adhirió al cuévano amarillo de su ojo izquierdo una lupa diminuta, aunque muy
potente: todos los enterrados vivos presentan en la exhumación señales muy
parecidas. Unas gastadas, falanges rotas, torsión antinatural de los miembros.
Ojos desorbitados, mandíbulas abiertas, desencajadas por los gritos de terror. Esta
señora o señorita no. Observe su posición: tranquilidad perfecta. Las singulares
condiciones ambientales de esta cripta obraron el prodigio que a esa pobre mujer
le ha parecido un milagro. Un hecho infrecuente, pero no excepcional, como
muy bien saben los arqueólogos y las autoridades eclesiásticas. ¿Qué me dice,
Julián?». Al cochero la sabiduría de don Mercurio le producía a veces una
felicidad muy próxima a la congoja del llanto: «Qué me va a parecer, que es
usted una eminencia, don Mercurio». «No me dé coba, Julián, que ya tengo un
pie en la frontera del gran enigma y me son indiferentes las vanidades del
mundo. Hechos, Julián,
facts
, que dicen los ingleses». «Prudencia, don
Mercurio», dijo Julián, mirando de soslayo a los otros, «que hay por aquí mucho
partidario de las potencias del Eje». Don Mercurio acercó ahora su lente a una
pupila de la muchacha muerta, como un oftalmólogo que le examinara la vista.
«Llevo un cuarto de siglo siendo aliadófilo, Julián. No querrá usted que a un paso
de la tumba me haga partidario del Kaiser». «Si ya no hay Kaiser, don
Mercurio», dijo el escribiente, que se les había acercado con su instintiva cautela
de soplón, «ahora quien manda en Alemania es el Führer».
«Pues vaya diferencia», el médico ni siquiera se volvió. Requiriendo a Julián
para que aproximara más la lámpara había rozado los pómulos de la momia con
el dedo índice de la mano derecha y se frotaba su yema lenta y delicadamente
con la del pulgar para percibir con exactitud la textura del polvo que lo
manchaba, sutil como el de las alas de una mariposa. Parecía que estuviera
tocando el mármol de una estatua o la superficie de un lienzo que temiera dañar
con el roce de sus dedos, incluso con la cercanía de su aliento. Con la punta de un
pañuelo limpió la medalla que relucía en el escote de la muerta y sopló muy
suavemente en el pequeño cristal que protegía una imagen color sepia de Cristo
coronado de espinas. Luego dio unos pasos atrás, siempre mirando a la
muchacha, y al devolver la lupa a Julián, que la guardó escrupulosamente en el
maletín, antes de ajustarse de nuevo sobre la corva nariz los lentes de pinza, se
frotó los ojos y por un momento pareció mucho más viejo y más débil, como si
una fatiga repentina le acentuara la joroba o estuviera a punto de sufrir un
desmayo. Julián, que adivinaba en seguida sus estados de ánimo y las
vacilaciones alarmantes de su salud, entregó al inspector la linterna y dejó en el
suelo el maletín, preparándose para sostener con discreción aquel cuerpo tan
liviano como un muñeco de paja, arrimándose a él, como hacía otras veces, para
evitar que se cayera, porque temía que si dejaba que don Mercurio se deslizara
hasta el suelo se le desarmaría para siempre. Pero el médico sólo tanteó
imperceptiblemente el aire en busca del brazo de su cochero, y al encontrarlo
cerró en torno a él su mano derecha con una fuerza que ya no era más que pura
obstinación, y un segundo más tarde, como si al apretarle el brazo hubiera
recibido una parte del vigor de su pulso, volvió a erguir la cabeza, se puso el
sombrero e hizo frente con su irónica gallardía de siempre a las miradas
interrogativas y un poco amedrentadas de los otros.
«En mi opinión», dijo, «y a reservas de lo que tenga que decir mi docto
colega, a quien al fin y al cabo corresponde el dictamen del foro, lo más
prudente sería no mover el cuerpo. Como usted, tan acertadamente, mi querido
inspector, conjeturaba, esta joven fue emparedada aquí hace unos setenta años.
Lo sé, para mi desgracia, porque me acuerdo de que así se vestían las jóvenes de
buena familia en mi primera juventud. ¿Y quién nos asegura que no se deshará
en polvo cuando intentemos trasladarla, por mucho cuidado que pusiéramos? Le
supongo al tanto, inspector, de los trabajos del llorado egiptólogo mister Cárter, a
quien por cierto tuve el honor de ser presentado hace mucho años en Madrid.
Momias que se mantuvieron en perfecto estado de conservación durante cuatro
milenios pueden quedar dañadas irreparablemente por una claridad excesiva, un
cambio brusco de temperatura o un aire ligeramente húmedo».
El inspector Florencio Pérez hubiera querido decir algo, pero un acceso de
gratitud hacia don Mercurio y hacia Howard Cárter, de cuyos trabajos carecía
de toda noticia, pero cuya muerte le pareció de pronto una tragedia irremediable,
le atenazaba la garganta, y tuvo miedo de que si hablaba le saliera aflautada la
voz. «Yo vi una película sobre eso», oyó decir a su lado al escribiente Medinilla.
«
La maldición de la momia
. Pero quien salía era Boris Karloff». «Sugiero, pues
—don Mercurio ni miró al escribiente—, que se haga venir a un fotógrafo, se
precinte este sótano y se solicite la ayuda de expertos mejor equipados que
nosotros, por el bien de la ciencia, ya que no por el de esta señorita, a quien a
estas alturas calculo que le dará igual que hayamos interrumpido su eterno
descanso». «Amén», dijo con reverencia la guardesa. Y el inspector, que
llevaba un rato cincelando un endecasílabo («las lívidas facciones de
ultratumba») y se sentía rescatado del oprobio por la consideración de don
Mercurio, decidió llegado el momento de recobrar la iniciativa que le
correspondía. «Murciano», dijo con una voz tan educada como terminante,
«hágame el favor de avisar a Ramiro. Y que no se olvide de traer el magnesio».
«A la orden. —Murciano se cuadró—. ¿Le digo al de la Macanca que se vaya?».
«Y que no vuelva», intervino rápidamente la guardesa. «Si se refiere usted al
vehículo del depósito —el inspector agradeció la ocasión de demostrar a don
Mercurio su dominio del idioma— puede decirle al conductor que de momento
no hay necesidad de sus servicios». «Bien dicho. Al cementerio, con los
muertos, que ésta es una casa cristiana». La guardesa hablaba tan cerca de la
cara del inspector que se la salpicó copiosamente de saliva. «En cuanto a usted,
señora —eufórico, tranquilo, casi beodo de autoridad y confianza en sí mismo, el
inspector se limpió la barbilla con un pañuelo y miró a la guardesa fijamente a
los ojos—, me va a hacer el favor de dejarme a solas con estos caballeros».
«Asunto confidencial», dijo el escribiente, afectando una chulería de zarzuela,
«
top secret
».
Julián acompañó a la guardesa y a Murciano y volvió en seguida trayéndose
el farol. Al alumbrar por sorpresa y antes que ninguna otra la cara de don
Mercurio de nuevo le pareció mucho más vieja que unas horas antes, y empezó
a pensar que el médico sabía algo que ocultaba a los demás y advirtió en él una
pesadumbre que hasta entonces no le había conocido, como una abdicación de su
acerada voluntad y un abandono íntimo al desengaño de morir. «Sabe quién es y
no lo dirá a nadie, la conoció cuando ella estaba viva y los dos eran jóvenes».
Pero le daba miedo pensar eso, le hacía darse cuenta de lo inconcebiblemente
viejo que era don Mercurio y de los abismos de experiencia y de horror que
guardaría en su memoria después de tres cuartos de siglo viviendo diariamente
junto a la enfermedad, el dolor, la miseria, la agonía, después de haber
presenciado varias guerras y asistido al nacimiento y luego a la degradación y a
la muerte de tantos hombres y mujeres que ya no existían, caras violáceas
rompiendo a llorar entre los turbiones de sangre y las vísceras derramadas de
mujeres que gritaban con las rodillas abiertas, caras inmóviles, recién tachadas
por la muerte sobre una almohada que todavía huele al sudor del miedo y a los
medicamentos ya inútiles. Pensó que para don Mercurio los vivos y los muertos
serían sombras semejantes, simulacros de juventud y belleza y vigor
gangrenados sordamente por la corrupción y amenazados siempre por la
cuchillada del sufrimiento: sin duda él mismo, Julián, y el forense, y el inspector,
y el escribiente del juzgado, eran más ajenos para don Mercurio que aquella
muerta de hacía setenta años, y el tiempo presente en el que todos ellos
respiraban le parecería un espejismo o un teatro de sombras como las que
proyectaban la linterna y el farol de petróleo, un futuro tan lejano de su juventud
que no podría atribuirle aunque quisiera la consistencia indudable de la realidad.
Así los vio al llegar Ramiro Retratista, fotógrafo oficioso de la policía, cinco
sombras inmóviles junto a un nicho alumbrado desde el suelo por un farol de
petróleo, menos reales y perdurables en su imaginación que la cara y la mirada
de aquella mujer cuyo retrato póstumo mostró al comandante Galaz más de
treinta años después como queriendo convencerlo de que él no había inventado la
historia de su hallazgo. Le avisaron, dijo, igual que siempre que aparecía un
cadáver, él retrataba lo mismo a los vivos que a los muertos, cargó la cámara en
el sillín de su motocicleta alemana, le ordenó por señas al ayudante sordomudo
que montara en el sidecar llevando en brazos el trípode y él se puso sus gafas de
aviador y arrancó en dirección a la Casa de las Torres, y cuando al fin lo guiaron
al sótano y preguntó expeditivamente que dónde estaba el muerto oyó la voz
desagradable del escribiente Medinilla: «No es un muerto. Es un cadáver en
estado de momificación».
Pero no podía ser una momia, pensó Ramiro Retratista cuando le vio de cerca
la cara, mientras su ayudante desplegaba el trípode y situaba en los lugares
adecuados los focos de magnesio, era una señorita muy joven aunque un poco
antigua, mírela usted, le dijo al comandante Galaz, sosteniendo la fotografía con
sus manos ya temblonas de viejo, muy tranquila y muy bella, con los pómulos
anchos y los ojos abiertos, con el pelo recogido en rodetes y tirabuzones, y hasta
le pareció que tenía algo de color en las mejillas, apenas una pincelada, como en
los retratos coloreados a mano, y que sus ojos de muerta lo estaban mirando
como las mujeres de verdad no lo miraron nunca, porque no lo veían, las
mujeres no se paran a mirar al retratista, explicó, están pensando en el caballero
al que le enviarán su foto con una dedicatoria elegante, cariñosa o apasionada,
según. Se fijó en la cara, y pensó que era lozana y redonda, ya que había leído
esos dos adjetivos en una novela, y luego sus ojos descendieron tímida y
respetuosamente hacia el cuello que parecía de cera y vieron la medalla con la
imagen piadosa en la que por un momento creyó notar una imperceptible
respiración de catalepsia. Fue él, Ramiro, el único que se atrevió a tomar entre
sus dedos la medalla, procurando que los demás no lo advirtieran, le dio la vuelta
y vio que al otro lado no había una estampa religiosa, sino la foto de un hombre
muy joven, con bigote y perilla, como Gustavo Adolfo Bécquer, le dijo al
comandante Galaz. Vio también, justo en el lugar donde el comienzo de los senos
ahuecaba levemente el escote, el filo de algo que parecía una hoja de papel
doblada muchas veces. Se echó hacia atrás, mirando siempre aquellos ojos como
de pálido vidrio azul escarchados de polvo e invariablemente fijos en los suyos,
corrigió la disposición de los focos, moviendo las manos casi a la misma
velocidad que su ayudante, con el que mantenía en silencio copiosas diatribas,
escondió la cabeza bajo la cortinilla de felpa negra de la cámara, que se pareció
entonces a la joroba de don Mercurio, y cuando iba a pulsar la arcaica pera de
goma del disparador, al ver la imagen invertida de la muchacha muerta, creyó
que también él se había vuelto ingrávidamente del revés, y deseó sin consuelo
que el fogonazo del magnesio le devolviera a ella la vida al relucir en sus pupilas,
al menos durante las décimas de segundo que tardaría en extinguirse.
M
E ACUERDO DEL INVIERNO
y del frío, del azul absoluto en las mañanas de
diciembre y el sol helado en la cal de las paredes y en las piedras amarillas de la
Casa de las Torres, me acuerdo del vértigo de asomarme a los miradores de la
muralla y ver delante de mis ojos toda la hondura de los precipicios y la
extensión ilimitada del mundo, las terrazas de las huertas, las lomas de los
olivares, el brillo quebrado y distante del río, el azul oscuro de las estribaciones de
la Sierra, el perfil de estatua derribada del monte Aznaitín, de cuyas laderas
colgaban caseríos blancos y donde por la noche brillan luces como velas de
iglesias y faros de automóviles solitarios que cruzan la oscuridad como
reflectores antiaéreos y aparecen y desaparecen entre las hileras de olivos y en
las curvas de la carretera. En la transparencia delirante del aire las cosas más
lejanas adquieren una exactitud de cristales de hielo. Señalaban hacia aquellas
montañas y decían que al otro lado estuvo el frente de la guerra, y que el viento
del sur traía algunas veces los truenos retardados de una batalla remota. Sobre
ese horizonte volaban de vez en cuando aviones enemigos que casi nunca se
acercaron a Mágina y apenas eran reflejos metálicos de sol en la claridad del
mediodía. De allí, del otro lado de la Sierra, venían los viajeros y los fugitivos,
por esas veredas que ascienden desde el valle vino caminando mi abuelo Manuel
cuando salió del campo de concentración y en una ladera junto al río recibió
Domingo González los dos tiros de sal que lo dejaron ciego: por las camadas de
esos olivares subió hacia la ciudad arrastrándose como un perro malherido.
Hacia esa única dirección se orientaban todos los caminos posibles, más allá de
los terraplenes sin vías del ferrocarril que nunca existió y de la corriente
cenagosa del Guadalquivir, en aquellos roquedales que se volvían cárdenos al
anochecer habitaban los juancaballos y tenían sus sanatorios los tísicos, que
algunas veces venían a Mágina en furgonetas negras cargadas de grandes
bidones vacíos de cristal que rebosaban de sangre cuando emprendían el regreso,
sangre humana extraída con largas agujas de acero que ellos manejaban con
guantes de goma y se limpiaban luego en los faldones de sus batas blancas,
sangre de niños que tardaban en volver a casa cuando ya era de noche y veían
abrirse la portezuela de un automóvil negro y una mano pálida que los reclamaba
ofreciéndoles un caramelo o una onza de chocolate. Luego encontraban sus
cuerpos lívidos en un muladar o en el arcén de una carretera y en los brazos o en
el cuello les quedaba la señal morada de la aguja que les bebió lentamente la
sangre. Veíamos pasar de lejos un ataúd blanco y alguien aseguraba que en su
interior yacía, vestido de comunión, con un rosario y un libro con las tapas de
nácar entre las manos, un niño atrapado por los tísicos. De vez en cuando se
corría la voz por los patios de la escuela o en los corrillos de la plaza de San
Lorenzo, han llegado los tísicos, alguien había visto sus largos coches funerarios o
escuchado al pasar el ruido con que chocaban entre sí los bidones de vidrio,
alguien había estado a punto de que lo atraparan y había huido desprendiéndose
de las manos rapaces y frías con guantes de goma y de las caras cubiertas con
mascarillas tras las que se oía una respiración sofocada por la avaricia de sangre,
y entonces, durante unos días, hasta que el terror se esfumaba igual que había
aparecido, nadie se atrevía a quedarse en la calle después del atardecer ni a
desviarse del camino hacia la escuela, y mirábamos con espanto los pocos
automóviles que circulaban todavía por la ciudad, y se extendía sobre los
callejones y las plazuelas de nuestro barrio un silencio prematuro que era como
la niebla tenue y violeta que manchaba el aire en cuanto el sol se ponía en las
tardes de invierno, un silencio de augurio, poblado por los fantasmas nacidos del
miedo de varias generaciones sucesivas, por el eco de los cerrojos y de los
llamadores en las puertas, por los pasos de los desconocidos, los borrachos, los
asesinos y los locos que perduraban en la memoria acobardada de Mágina y en
las palabras siempre clandestinas o ambiguas de nuestros mayores, escoria del
miedo y de las desgracias de la guerra.
Me acuerdo de la luz húmeda y dorada tras los días de lluvia y del verde de la
hierba recién aparecida en los intersticios de empedrado y de la intensidad con
que el sol relucía en ella y me veo a mí mismo desde mi distancia y mi estatura
de adulto buscando insectos para guardarlos en una caja de cerillas que me
aplicaba luego al oído escuchando el roce mínimo sobre el cartón de sus antenas
y sus patas, siempre solo, salvo cuando estaba con mi amigo Félix, siempre
mirando de lejos los juegos de los otros, asustado por ellos, que se maltrataban
ferozmente entre sí y perseguían con saña a los débiles, a los pequeños y a los
tontos, escondiéndome tras la ventana del portal para espiar sin peligro sus juegos
y sus conversaciones, imaginándome aventuras que agrandaban el tamaño de los
lugares y las cosas, que convertían los mínimos tallos de hierba en árboles de un
bosque y los insectos en criaturas prehistóricas como las que había visto en el
cine y el portalón cerrado de la Casa de las Torres en la muralla de un castillo,
siempre esperando algo que no sabía lo que era, la llegada de mi padre o de mi
abuelo Manuel, que vendrían del campo trayendo de reata a un mulo cargado de
aceituna, de hortaliza o de forraje, y olerían a barro y a pana y a hierba segada,
el regreso de mi madre, de la que me decían que estaba en un hospital y
aparecía de pronto cuando ya casi me había olvidado de ella, parada en el
umbral de una puerta, desconocida al principio, porque estaba más delgada y
más pálida, inclinándose hacia mí para levantarme del suelo y oprimiéndome
contra su pecho blando y cálido, llorando en silencio, limpiándome las lágrimas
con un pañuelo que sacaba del mandil y que también tenía un olor de
enfermedad y hospital.
No veo su cara de entonces, me acuerdo de su pelo canoso y de sus facciones
envejecidas de ahora y no quiero imaginarla, igual que no quiero pensar que mi
padre no es invulnerable al tiempo ni acordarme de mi abuelo Manuel y de mi
abuela Leonor varados en un sofá como en la sala de espera de la muerte, pero
alguna vez, cuando la llamo por teléfono desde algún lugar que ella no sabría
identificar en los mapas, desde una lejanía que ella sólo puede concebir si la
asocia a los paisajes de los sueños y de las películas, oigo su voz y es la misma
voz que tenía cuando era mucho más joven, y agradezco su ternura ofrecida y su
acento de Mágina y reconozco en ella la inocencia y la angustia, el tono con que
me despertaba en las mañanas de invierno cantándome romances mientras abría
los postigos y barría las baldosas y tendía las camas. Ésa era la voz que tenía
antes de que yo naciera: no la voz de alguien cuya existencia se resume en el
hecho de que es mi madre sino la de esa muchacha que tiene un lazo en el pelo y
sonríe a la cámara con los labios apretados para que no se le vean los dientes y la
de la mujer que posa en escorzo con un vestido de novia, con una manera de
mirar y sonreír ladeando la cabeza que quiere parecerse involuntariamente al
gesto con que posaban entonces las artistas de cine, apartando con la mano
derecha una cortina tras la que se ve una balaustrada y un lánguido jardín
francés que tal vez fue pintado hacia los años veinte por don Otto Zenner, apóstol
en Mágina de la fotografía de estudio, antecesor y maestro de Ramiro Retratista.
No me acuerdo de su cara y huyo de la culpabilidad de imaginarme cómo
será ahora mismo su vida, el progreso de la vejez, el dolor de las articulaciones,
la dificultad de subir las escaleras, de mantener limpia la casa, ella sola, sin la
ayuda de nadie, de cargar la leña para encender el fuego antes del amanecer, de
cuidar y vestir y lavar a mis abuelos, la ciega obligación del trabajo a la que se
ha inmolado desde que tuvo uso de razón, siempre obedeciendo a otros, siempre
temiendo su crueldad o lacerada por su indiferencia, no creyendo jamás que
merecía algo, que habría sido posible vivir de otro modo. Prefiero oír su voz tan
joven en el teléfono y no pensar que tiene una vida exterior a la mía en la que
apenas ha conocido algo más que el miedo, el trabajo, la necesidad y el dolor.
Me despido, cuelgo el teléfono, me desprendo de la nostalgia y del
remordimiento y me quedo mirando la ventana de la habitación del hotel o el
vestíbulo del aeropuerto desde donde la he llamado para no imaginar la
penumbra triste de mi casa, para no verla a ella, que aún sostiene en la mano el
auricular como si no se resignara a no seguir escuchándome, como si el pitido de
la línea fuera un valioso indicio de que yo todavía estoy al otro lado. Huyo en
secreto, cumplo con una ficticia aplicación mis tareas, converso en dos o tres
idiomas igual que si viajara por países o vidas a los que no pertenezco, sin un
minuto de retraso entro en la cabina de traducción que me ha sido asignada,
compruebo el micrófono, los auriculares, eludo la tentación de encender un
cigarrillo, oigo una voz que habla y procuro repetir en español sus palabras sin
que me importe lo que dicen, mientras escucho y hablo con un acento cuidadoso
y neutral miro por los cristales de la cabina hacia una sala donde hombres y
mujeres vestidos con una uniformidad que siempre se me antoja tan irreal o tan
futurista como las expresiones de sus caras y el brillo de los tubos fluorescentes
gesticulan y mueven los labios en un silencio de peces o dormitan o se aburren
con los cables grises de los auriculares colgándoles alrededor de la barbilla como
adornos quirúrgicos.
Y mientras escucho palabras que no me importan y busco equivalencias con
un automatismo instantáneo oigo detrás de esas voces y de la mía propia otras
voces que vuelven y que parecen hablarme al oído como si fueran ellas las que
suenan en el interior de los auriculares acolchados, monótonas, escondidas, tan
fieles como los latidos de mi sangre, diciéndome que vuelva, anunciándome que
no han dejado de existir en el instante en que yo cuelgo con alivio un teléfono,
que han seguido sonando en la casa y en la plaza sin álamos y en las calles de
donde yo me marché con el propósito enconado de no volver nunca, hace
exactamente la mitad de mi vida. Ya hay timbres y no llamadores de metal en
las puertas, la Casa de las Torres es ahora una escuela de artes y oficios, ya están
vacías casi todas las viviendas de la plaza y el piso de tierra ahora es de cemento
y han terminado de derribar la casa del rincón, que fue la primera donde no vivió
nadie y estuvo años cayéndose, la que era de aquel hombre que mataron, dice
mi madre, te acuerdas, donde vivió después aquel ciego que se volvía cada pocos
pasos y levantaba el bastón y sacaba una pistola amenazando al aire. Pero en el
interior de la casa que sigo llamando mía al cabo de tantos años sé que reina
ahora la misma penumbra de cuando caminaba solo por las habitaciones en las
tardes de invierno y buscaba fotografías y objetos misteriosos bajo la ropa
blanca guardada en las cómodas y tras los cristales con visillos de las alacenas,
cuando pasaba todo el día en la casa desierta con mi abuela Leonor porque mi
abuelo y mis padres se habían marchado al amanecer a la aceituna y espiaba los
sonidos de la calle esperando oír los cascos de los animales y las ruedas de los
carros y los pasos de los aceituneros que volvían al filo de la noche trayendo
consigo como un rumor de ejército fracasado, la puerta abriéndose al aire frío y
al escándalo de las voces, los hombres descargando a los mulos sudorosos y el
olor a estiércol, a tierra, a hierba, a tela de saco y a jugo de aceitunas
machacadas, mi madre despeinada, envuelta en un chal negro con los filos
manchados de barro, con las manos ásperas y los dedos desollados de recoger
del suelo las aceitunas, mi abuelo entrando en la plaza de San Lorenzo con aire
episcopal sobre un burro aplastado por su corpulencia, dando órdenes que
estremecen la casa, muy alto, infatigable, iracundo, jovial, exigiendo la cena,
volcando el agua helada de un cántaro sobre una palangana, lavándose la cara a
manotazos en la cocina donde el puchero de la cena ya hierve junto al fuego. Yo
me siento a su lado, le alcanzo un ascua con el pequeño badil de mover el brasero
para que encienda un cigarrillo, miro sus manos abiertas y posadas como raíces
en las rodilleras de pana de su pantalón, espero su voz, le pido que me cuente
algo, que me hable de la mujer emparedada en la Casa de las Torres, que imite
los aullidos de los lobos en la sierra de Mágina, cuando él la cruzaba de noche
camino del heroísmo y de la guerra, y me sonríe y fuma despacio y empieza a
contar procurando que lo oiga mi abuela Leonor, que lo interrumpe con ira y le
dice que miente más que ve y duerme con los ojos abiertos, que sólo tiene en la
cabeza pájaros y fantasías, que es mentira que él encontrara aquella momia en
la Casa de las Torres, porque cuando apareció ella se acuerda de que todavía
estaba preso, tanto presumir de buena memoria, le dice, y lo que te conviene se
te olvida.
Pero yo he visto sus fotografías escondidas en los cajones y duplicadas ahora
en el baúl que Nadia examina a mi lado pidiéndome que asigne nombres a las
caras que vemos, que calcule fechas y vínculos y le cuente historias que pueblen
únicamente para nosotros dos el espacio vacío de nuestro pasado común,
inventado, imposible, y al encontrar la foto de mi abuelo Manuel firmada en el
último año de la guerra por don Otto Zenner lo veo tal como mi imaginación me
lo exaltaba cuando veía su retrato en los cajones prohibidos, como lo recuerda mi
madre bajo la luz de su infancia, no una tiesa figura en blanco y negro sino un
hombre más alto que ningún otro que ella conociera, rubio y grande con su
uniforme azul y su gorra de plato, alzándola vertiginosamente en el aire para
darle un beso antes de marcharse como todos los días a ese cuartel de donde una
vez no volvió porque lo habían detenido. Yo lo he escuchado contar con una voz
caudalosa y dramática el sacrificio de un batallón entero de guardias de asalto en
la cuesta de las Perdices y he aprendido de él palabras que resplandecían en mi
desconocimiento como hogueras o relámpagos en la oscuridad, guerra, batallón,
acabamiento del mundo, ametralladora, ofensiva, escalinata, comunismo, carro
de combate, yo he encontrado entre las ropas de su armario una guerrera azul
con botones dorados y un correaje y una pistolera negra que olía intensamente a
cuero y que me dio tanto miedo como si contuviera todavía un revólver, yo he
abierto una caja de lata y he visto en su interior grandes fajos de billetes morados
y he pensado con inquietud y orgullo que mi abuelo esconde un tesoro ganado
hace mucho tiempo en una guerra, esa de la que se acuerdan siempre los
mayores y que yo asocio oscuramente a las guerras de las películas y a las de
los tebeos, y cuando mi abuelo nombra ante mí al general Miaja imagino una
cara redonda con una blandura como de miga de pan y cuando se refiere a
alguien llamado don Manuel Azaña me acuerdo de los tebeos de
Hazañas Bélicas
que alquila en la plaza del General Orduña un hombre con las piernas cortadas.
Cuelgo el teléfono y sé que cuando mi madre vuelva al comedor lo verá
sentado en un sillón como un buda voluminoso y decrépito, como un mueble
arcaico que nadie se atreve a desplazar, los ojos lacrimosos y azules absortos en
el televisor o en la pared o en el puro vacío, los hombros montañosos caídos hacia
adelante, como si gravitara sobre ellos una pesadumbre geológica, las manos en
el regazo o en el filo curvo de la mesa, nudosas y torcidas como raíces de olivo,
con manchas pardas en el dorso violáceo, inútiles para otra cosa que no sea
levantar las faldillas sobre sus piernas reumáticas para guardar con avaricia el
calor del brasero, que siempre le parece escaso, aunque mi madre acabe de
remover con el badil las ascuas de orujo y arda al mismo tiempo el fuego en la
chimenea, que le enciende el color en su cara congestionada e impasible pero no
llega a vencer el frío alojado en las médulas de sus huesos y en las articulaciones
de sus rodillas, endurecidas por la inmovilidad, tan frágiles que le parece que van
a quebrarse y que no podrán sostenerlo cuando logra incorporarse después de
varias tentativas gradualmente angustiosas en las que no permite la ayuda de
nadie y avanza palmo a palmo apoyándose en el bastón, en la mesa, en los
espaldares de las sillas, respirando como si tuviera en los bronquios telarañas o
piedras, deslizando con prudencia lentísima las suelas de goma de sus zapatillas
sobre las baldosas, asiéndose luego a la baranda que cruje cuando empieza la
tarea agotadora y eterna de subir las escaleras, después de medianoche, cuando
ya han terminado los programas de la televisión y mi madre la apaga y le dice
que a qué espera para acostarse. Con esa voz ahora tan débil que yo no
reconozco en el teléfono murmura buenas noches y mi madre, que se quedará a
tejer punto, o a intentar la lectura difícilmente silabeada de un periódico, o a
esperar que yo llame desde un país donde aún es de día, le contesta, si Dios
quiere, y lo ve alejarse por el portal bajo el agobio de la anchura de baúl de sus
hombros, le recuerda que dé la luz, no vaya a caerse, que tenga cuidado en la
escalera, que no lo corre nadie, muy pronto ya no podrá subirla sin ayuda y
habrá que ponerle una cama en la planta baja, porque ella es incapaz de sostener
ese cuerpo tan desmadejado y tan grande que cada día pesa más. No se queda
tranquila hasta que no escucha el conmutador de la luz en el piso de arriba y
luego la puerta del dormitorio, los pasos que ahora suenan sobre su cabeza y el
crujido del somier cuando el cuerpo se desploma en la cama, despertando acaso
a mi abuela Leonor, que se acostó más temprano y reniega medio dormida
contra él, porque por culpa suya, igual que todas las noches, seguramente va a
desvelarse, no como él, que dice que no duerme, pero que en cuanto cae en la
cama empieza a roncar como un cetáceo y ya no se despierta hasta muy
avanzada la mañana, cuando el brasero de ascuas y la lumbre encendida por mi
madre al amanecer hayan caldeado el comedor de donde ni él ni mi abuela se
moverán en todo el día, sentados el uno junto al otro en el sofá de plástico
marrón, severos e inmóviles como esos muertos de las fotos de principios de
siglo, rígidos, agraviados, silenciosos, como si ya no vivieran en este mundo del
que les da terror que se los lleve la muerte, atónitos, sumidos en una indiferencia
vigilante y tal vez rencorosa, dejándose vencer cada pocos minutos por un sueño
intranquilo del que despiertan con el sobresalto de haber podido morir mientras
estaban dormidos. Durante el sueño la cabeza de mi abuelo Manuel va cayendo
hacia atrás y se le descuelga la quijada inferior, y a través de los párpados
entornados se le ve el blanco sin pupila de los ojos, que entonces parecen ojos de
muerto o de ciego, y el aire silba entre sus dientes postizos, de los que tan
orgulloso estaba hace veinte años, cuando acababan de ponérselos y adquirió una
sonrisa feroz de tan desmesurada, como si por error hubieran injertado en su
cara de siempre la boca de otro hombre mucho más joven o la carcajada de una
máscara. Entonces se quitaba la dentadura para mostrar su maravilla a la
admiración de los vecinos o para desconcertarnos a mis primos y a mí, nos
sacaba la lengua por debajo del rosa crudo de las falsas encías, haciendo así que
pareciera que tenía dos bocas superpuestas, una tensa y cerrada y amenazadora
con su doble fila de dientes iguales, la otra blanda y de burla, con la punta de la
lengua asomando entre el labio inferior y la ortopedia de la encía.
Pero ya apenas sonríe y casi no habla, tan aletargado en el silencio como en
la pantanosa inmovilidad de su cuerpo cada día más pesado y más torpe,
hinchado de tanto comer y de no moverse, un día le va a dar algo malo, le decía
mi madre la última vez que fui a verlos, en un paréntesis apresurado entre dos
viajes, no coma usted tanto pan, no moje esas sopas tan grandes en el aceite de
las ensaladillas, pero él no hace caso, le dura todavía el miedo al hambre, como a
todos ellos, finge que duerme cuando le regañan, y lo cierto es que muchas veces
se queda dormido con el plato delante, la papada caída sobre el cernadero blanco
que le atan al cuello para que no lo manche todo, pues le tiemblan mucho las
manos y al llevarse la cuchara a la boca derrama la mitad. Él, que para mí fue el
héroe de todas las aventuras, que se defendió a tiros cuando unos encapuchados
quisieron robarle el sobre con mensajes secretos que le había confiado el
comandante Galaz para que lo entregara personalmente y respondiendo con su
vida al general Miaja, que aterrorizó con sus gritos y con el silbido de su cinturón
la infancia de sus hijos, ahora deja resignadamente que mi madre lo afeite, que
le ate al cuello el babero, que le ponga sobre los hombros una toquilla de punto
para que la espalda no se le enfríe, pero lo que no permite es que le ayude nadie
cuando entra en el cuarto de baño, y así lo deja todo, dice mi madre, le han
comprado un recipiente con un tubo de plástico para que orine dentro pero se
niega a usarlo o tal vez lo intenta y no puede, por culpa del temblor de las manos,
de manera que cada vez que se levanta y cruza la habitación y abre la puerta del
retrete pasan minutos larguísimos durante los cuales mi abuela y mi madre
prestan una atención angustiada al menor ruido que escuchan, parece que tarda
mucho, no se le oye, le habrá dado algo, un ataque, un desvanecimiento, y
cuando no está en la casa mi padre se imaginan con terror qué ocurriría si
resbalara en las baldosas del baño y se cayera, cómo podrían levantarlo, a quién
le pedirían ayuda, si en la plaza de San Lorenzo están vacías la mitad de las casas
y no vive nadie que sea joven y fuerte en las que permanecen habitadas. Quién
queda todavía: la viuda de Bartolomé, que era en mi infancia una mujer opulenta
y con la cara cremosa de pinturas y ahora está ciega y paralítica; Lagunillas, que
tiene ochenta y cuatro años y una cara imberbe de niño disecado y vive en
compañía de un perro y una cabra y para a los desconocidos por la calle
preguntándoles si no conocerán por casualidad a una mujer hacendosa y honrada
que esté buscando novio; un hombre triste y de ojos claros que se quedó viudo
hace poco y no habla con nadie: ése es ahora el lugar que fue el centro de mi
vida, el corazón del barrio de callejones empedrados y casas blancas de cal
donde bullían voces de pregoneros y relinchos de caballos y donde las bandas
populosas de niños emprendían tremendas guerrillas a pedradas o jugaban a
procesiones y a películas y se subían a buscar nidos a las copas de los álamos y
se colaban en las escalinatas y en los sótanos de la Casa de las Torres en busca de
una momia fantástica y huían perseguidos por los alaridos de la guardesa y por
los molinetes que hacía con su porra de vaquero, donde se oían al asomarse a los
brocales de los pozos las conversaciones de los vecinos y llegaban en las noches
quietas de agosto las voces y las tempestades del cine de verano y el clamor de
los aplausos con que eran recibidos al final de las películas las cabalgatas
victoriosas de los héroes. Junto a esas puertas clausuradas se reunían en los
amaneceres de invierno las cuadrillas de aceituneros, y bajo ese suelo de
cemento todavía están las raíces de los álamos cortados y la tierra dura y
desnuda donde cavábamos los agujeros para jugar a las bolas y donde
hincábamos la lima y trazábamos los cuadros numerados de la rayuela y del
rongo, junto a esas esquinas desiertas donde ahora las luces son tan débiles como
en el pasado se sentaban a tomar el fresco por las noches los grupos de vecinos y
yo permanecía muy atento a sus palabras sin entenderlas casi nunca y miraba
las paredes contra las que se aplastaban cabeza abajo salamanquesas inmóviles
cuya saliva maléfica tenía la propiedad de dejar calvo a quien bebiera agua de
un cántaro en el que ellas hubieran escupido.
Aunque no quiera estoy volviendo, aunque habite en idiomas extraños y me
esconda en ellos como en una falsa identidad y camine por ciudades cuyos
nombres ellos sólo han leído en las bandas iluminadas de aquella radio donde
oíamos las novelas y las canciones de Antonio Molina y de Juanito Valderrama,
aunque Nadia no esté tendida a mi lado en la oscuridad y me estreche por la
espalda y me diga al oído cuéntame cómo eran, cómo vivían, cómo se
imaginaban la forma del mundo, cómo pudieron entender y aceptar que tú te
marcharas, de dónde pudieron obtener el coraje y la inocencia necesarios para
sobrevivir sin rencor y no ser manchados por el sufrimiento. Entonces mi voz
repite para ella lo que me contaron otras voces y me parece que le estoy
hablando no de mi propia vida, sino de otro tiempo mucho más lejano del que no
es posible que yo haya sido testigo, a no ser que ese pronombre esconda más de
una identidad o se dilate más hondo y más lejos que mi conciencia y que mi
torpe memoria igual que mi cuerpo algunas veces se pierde y se confunde en el
suyo y ya no sé a quién de los dos pertenecen las manos o los labios o la
respiración o la saliva. Quién recuerda y quién habla, quién veía al ciego
Domingo González bajar por la calle del Pozo tanteando el empedrado y las
rejas de las ventanas con la contera del bastón y llevando siempre escondida la
mano derecha en el bolsillo del abrigo donde abultaba una pistola o un guijarro,
quién escuchaba a medianoche, desvelado en su dormitorio, los pasos de ese
hombre que pasaba junto a nuestra puerta rozando las paredes y se detenía ante
la suya y sacaba una llave muy grande con la que tardaba unos minutos
intolerables en abrir, murmurando mientras tanto en voz baja, volviéndose por
miedo a que los pasos que resonaban en su oscuridad fueran los del hombre que
lo había dejado ciego y ahora regresaba para matarlo, de quién es el recuerdo o
el sueño de haberse extraviado una noche por plazas desconocidas entre hombres
que sostenían antorchas y banderas y llevaban camisas blancas y pañuelos rojos
al cuello, quién ve la cara de mi abuelo Manuel sucia de barba y amarilla de
terror y de hambre y adherida a las rejas de una prisión, quién lo busca una
madrugada de lluvia corriendo a lo largo de una fila de camiones que tienen los
faros encendidos y los motores en marcha y bajo cuyas lonas chorreantes se
agrupan sombras de prisioneros esposados. Una de las primeras noches de la
guerra mi madre, que tenía seis años, se perdió en la calle y fue arrastrada por la
multitud que corría hacia los descampados del cuartel y mi abuela Leonor pasó
varias horas de angustia buscándola por toda la ciudad, chocando con hombres y
mujeres que gritaban cosas que ella no atendía, escuchando disparos. Tres años
más tarde fue a llevarle a mi abuelo una cesta de comida al convento donde lo
tenían encerrado y vio faros de camiones que emprendían la marcha y le
dijeron que en alguno de ellos iba su marido. Corrió de uno en uno buscándolo
entre las caras que miraban la lluvia bajo las lonas, repitiendo su nombre con la
voz rota y ahogada por el estrépito de los motores y los gritos de mando, pero los
camiones fueron alejándose y cuando ya no tuvo fuerzas para seguir corriendo
vio las luces rojas del último y se figuró que había visto a mi abuelo haciéndole
señas con la mano, como si se despidiera o la llamara. Sólo entonces tuvo miedo
de verdad, porque hasta esa madrugada nunca creyó que pudieran matarlo, si él
no ha hecho nada, se decía, al ver llorar a las otras mujeres, si él nunca se ha
metido con nadie, ni ha robado ni matado, lo soltarían cuando se dieran cuenta de
su error, no era posible que a un hombre lo encarcelasen por nada, nada más que
por cumplidor y un poco charlatán, eso sí, la lengua lo perdía, al contrario de ella,
que siempre prefirió callar, como su padre, que en los últimos años de su vida
eligió el silencio como si se retirara a una casa de paredes inviolables de aire en
la que vivía solo con su perro, hablándole en voz baja, abrumado no por la vejez
sino por la vergüenza inextinguible y secreta de no haber conocido a sus padres y
de llamarse Expósito Expósito: también ella, a los ochenta y cinco años, más de
un siglo después de que mi bisabuelo fuera abandonado en la inclusa, conserva
intacto el dolor de la injuria, igual que se acuerda todos los días de un hijo que se
le murió de unas fiebres a los seis meses de nacer y de la noche en que vinieron
a decirle que no esperara levantada a su marido porque lo habían hecho preso.
Lo guarda todo dentro de sí misma vigilante y callada como si no hubiera
ninguna herida que el tiempo pudiera mitigar. Maldice a los canallas de los
seriales sudamericanos de la televisión con la misma furia con que maldecía
hace treinta años a los malvados de voz oscura y metálica de las novelas de la
radio y a los de aquellos folletines que mi abuelo nos leía en las noches de
invierno. La veo sentada en el sofá, con su bata azul marino, con su toquilla azul
sobre los hombros, casi ciega, con un ojo escarchado por una catarata, con el
pelo blanco y la cabeza todavía erguida por el mismo orgullo ensimismado que
tiene en las fotografías de su juventud, con los pómulos pronunciados y anchos
que daban a sus facciones una belleza arcaica, extendiendo la mano para
tocarme el pelo y la cara y reconocerme con una precisión que la mirada ya no
le permite, diciéndome, te acuerdas cuando eras chico y me pedías que te leyera
por las noches, preguntándome dónde vivo y con quién, por qué no vienes casi
nunca, cómo es posible que te quepan en la memoria tantas palabras y que
puedas entender lo que dicen esos extranjeros en la televisión. A quién ve ella
ahora mientras roza el mentón áspero de un hombre y no puede reconocer con la
memoria de sus manos una cara infantil, de quién se acuerda cuando pregunta
por mí y no le dicen que tal vez a esas horas estoy viajando en un avión para que
el miedo no le impida dormir, a quién atribuye la voz que escucha de tarde en
tarde en el teléfono, que sostiene rígidamente junto a su cara sin aceptar del todo
el hecho inexplicable de que le permita hablar con alguien que está ahora mismo
al otro lado del océano. La recuerdo parada en el escalón, junto a la puerta
entornada, asomándose a la calle que ya no pisa casi nunca, las manos juntas en
el regazo, apoyada en mi madre, mirándome mientras subo a un taxi y
diciéndome adiós mientras piensa que ésta puede ser la última vez que me ve.
Porque es el miedo lo que más firmemente sigue aliándome a ellos: en cualquier
parte, cada vez que me sobresalta el timbre de un teléfono en mitad de la noche
me despierto temiendo oír una voz que me diga que uno de ellos acaba de morir.
V
ERÍA LA CARA FORMÁNDOSE
delante de sus ojos, primero tenues líneas
grises y luego manchas todavía indecisas bajo las ondulaciones del líquido del
revelado, en la penumbra rojiza del laboratorio, encerrado tras una espesa
cortina negra y una puerta que su ayudante sordomudo tenía prohibido abrir, en
la cámara oscura, le decía don Otto Zenner, su maestro, que era algo espiritista,
en el lugar de los misterios, donde la ciencia de la luz obraba su milagro y de la
nada y del agua y de las sales de plata surgían las caras y las miradas de los
hombres, perfilándose en el blanco de la cartulina y en la transparencia del
líquido como si los dibujara una mano invisible o los convocara una silenciosa
llamada inapelable: vio surgir la figura cada segundo más precisa de la
muchacha emparedada y se acordó de un grabado o de la fotografía de un
cuadro que había visto en el archivo de don Otto, una mujer dormida o ahogada
y casi flotando en el agua inmóvil de un lago, tan pálida como ésta y peinada
igual y con un vestido semejante, Ofelia, se llamaba, era lo único que había
entendido de la leyenda escrita al pie, que estaba en alemán, pero aquélla tenía
los ojos cerrados y ésta miraba fijamente, lo miraba desde el fondo del lavabo
que usaba para revelar como si respirara bajo el agua y en el interior de la
muerte, como había mirado durante setenta años y sigue haciéndolo al cabo de
otro medio siglo en la fotografía que le hizo Ramiro Retratista, la única ampliada
y enmarcada de todo su archivo, perdida entre la muchedumbre de las otras,
sepultada en ellas y bajo la tapa del baúl donde permaneció en su nuevo tránsito
por la oscuridad, como una estatua rescatada de un monumento funerario que
yace luego durante décadas en los almacenes de un museo.
Fue al revelar los negativos obtenidos en la Casa de las Torres cuando Ramiro
Retratista comprendió la abrumadora magnitud de la belleza de la mujer
incorrupta, y como no encontraba términos de comparación en la realidad ni
estaba familiarizado con la pintura se acordó de las mujeres retratadas por el
insigne Nadar, en cuyo ejemplo lo había educado don Otto Zenner: esa delicada
firmeza de la mirada y de los rasgos, esa inmutable elegancia que desdeñaba el
tiempo y se establecía en él con una majestad irónica y severa. Le pareció que
pertenecía como ellas a un mundo y a un tiempo que no eran ni habían sido
nunca el mundo y el tiempo de los vivos, aunque tampoco de los muertos, porque
los muertos no existen ni tienen cara ni mirada, o al menos eso decían los
detractores del espiritismo, ciencia o superstición a la que Ramiro Retratista había
sido adepto durante algunos años y que abandonó en parte porque se supo víctima
más bien idiota de impostores que la tergiversaban y en parte por miedo a no
poder dormir y a volverse loco, especialmente desde que encontró entre los
papeles de don Otto Zenner un álbum donde venían supuestos retratos de
fantasmas tomados a principios de siglo por un fotógrafo espiritista de Maguncia.
Lo que más miedo le daba al mirar aquellas fotos de muertos era lo exactamente
que se parecían a las de los vivos, y eso agravó en él una tendencia gradual a
confundirlos entre sí. Veía a alguien posando en su estudio y antes de esconder la
cabeza bajo la cortinilla ya se imaginaba la cara que tendría en la foto cuando
estuviera muerto, y sólo se olvidaba de ese vaticinio lúgubre cuando miraba a
través de la lente la figura invertida: entonces el caballero solemne o la dama
vanidosa o el jerarca mutilado con boina roja y condecoraciones se convertían
en equilibristas absurdos que intentaran mantener cabeza abajo toda su irrisoria
dignidad. De tanto ver a la gente del revés tras el objetivo de su cámara acabó
perdiendo el respeto por toda autoridad y adquirió una secreta irreverencia, y
cuando iba por la calle y se cruzaba con un militar de alta graduación, con un
capellán belicoso o una señora de mantilla y abrigo con cuello de astracán, al
mismo tiempo que los saludaba con una mansa inclinación de cabeza se los
imaginaba automáticamente caminando del revés y contenía con dificultad un
ataque de risa. Con los años fue empezando a sentir hacia el género humano un
desapego de médico acostumbrado a ver en la pantalla de los rayos X la
fosforescencia del esqueleto, y cuando examinaba una foto recién hecha
pensaba que a la larga sería, como todas, el retrato de un muerto, de modo que lo
intranquilizaba siempre la molesta sospecha de no ser un fotógrafo, sino una
especie de enterrador prematuro: eso le pasaba por haber vivido tan solo, le dijo
con melancolía al comandante Galaz, por haberse dedicado más a mirar que a
vivir y no haber tenido otra compañía que la de aquel sordomudo que era en gran
parte un resucitado, pues lo habían dado por muerto cuando lo sacaron de entre
los escombros de la casa recién bombardeada donde sucumbieron sus padres y
abrió los ojos en el ataúd unos minutos antes de que lo cerraran, y desde entonces
no volvió a decir una palabra ni dio muestras de escuchar nada, y vivió en el
silencio como en una botella de formol, con un aire eterno de zangolotino cada
vez más embobado, servicial, inquietante, apacible, mirando a Ramiro Retratista
con ojos de búho, deambulando por el estudio y por el sótano donde estaban el
laboratorio y el archivo con una expresión continua de asombro y pavor, como si
viera en el aire las caras de los muertos de las fotografías.
Vio surgir bajo el líquido tintado levemente de rosa la boca, el pelo, la sonrisa,
la mirada, las manos, el escote, la mancha brillante del escapulario, como un
jugador de billar que admirara pasivamente la culminación de una casualidad
inesperada o de su recién descubierta maestría, sumergió con reverencia los
dedos hasta tocar la cartulina por sus bordes agudos, temiendo mancharla o
borrar con un gesto el milagro de aquella aparición, la colgó, todavía chorreando,
con unas pinzas de tender, salió ofuscado del laboratorio y en la habitación
contigua el sordomudo estaba mirándolo con su fijeza de vaca o de mulo, como
si hubiera sabido de antemano que él iba a salir y qué cara tendría cuando
apareciera, se dejó caer en el sillón de su mesa de trabajo, que había sido de don
Otto Zenner, como todo en el estudio, las cámaras y los forillos pintados y los
bustos de hombres célebres, hizo una abatida señal con la mano derecha y el
sordomudo, con diligencia sigilosa, puso en marcha el gramófono y trajinó en la
alacena hasta encontrar lo que ya sabía que él estaba esperando, la botella, una
de las últimas, de un licor alemán cuyo nombre impronunciable sonaba como un
salivazo y que tenía la virtud de deparar a quien se atreviera a probarlo una
borrachera fulminante. Cuando don Otto Zenner abandonó su oficio y su estudio
y se marchó de Mágina para volver a su país y unirse a las divisiones blindadas
del Reich aún quedaba en el sótano media docena de garrafas que él había
guardado previendo la escasez que inevitablemente traería consigo la victoria
próxima del bolchevismo. Había sido pintor bohemio y doctrinario en vísperas de
la guerra europea, en la que alcanzó el grado de sargento, y después del
armisticio, o de la vergonzosa claudicación, como él precisaba en los cafés, con
gran vehemencia de erres y de puñetazos sobre las mesas de mármol, abandonó
los pinceles por la fotografía y abrió estudio en Berlín, pero al cabo de unos
meses de incertidumbre y penuria emprendió un lento viaje hacia el oeste
huyendo de la segura invasión de las hordas asiáticas —que habían ejecutado a
los Románov y muy pronto inundarían la Europa desguarnecida tras la ruina de
los imperios centrales— para encontrar refugio, aunque nunca sosiego, pues
siempre temió que lo alcanzara la riada inminente del Ejército Rojo, en esta
pequeña ciudad parcialmente amurallada y como ajena a las turbulencias del
mundo en la que muy pronto obtuvo con su arte un reconocimiento, muy
cercano a la gloria, que jamás habría alcanzado en la ingrata y humillada
Alemania de Weimar.
También la moto con sidecar y las gafas de aviador que se ponía para
manejarla Ramiro Retratista pertenecieron a don Otto, y hasta el percherón de
madera con crines amarillas y ojos de cristal donde se subían los niños para
fotografiarse con un sombrero cordobés. «Todo te lo dejo. Si no vuelvo serás mi
heredero y mi apóstol», le había dicho don Otto al despedirse inopinadamente de
él, cuando supo que las divisiones Panzer habían invadido Rusia y decidió en un
trance de delirio patriótico cruzar de nuevo y en sentido contrario toda la anchura
de Europa para unirse a los ejércitos victoriosos del Reich. En la estación, vestido
con su uniforme de la guerra del catorce, que había guardado durante más de
veinte años en el maletón que trajo de su país, la cabeza cubierta con el casco
puntiagudo y recién abrillantado y la máscara antigás colgada
reglamentariamente al cuello, se despidió con un abrazo paternal y castrense de
Ramiro Retratista, su discípulo, su primer y único aprendiz, casi su hijo adoptivo,
le exigió juramento de perseverancia en el arte sublime de la fotografía de
estudio y subió al correo de Madrid después de dar un taconazo, perdiéndose
luego, mientras saludaba a la romana desde una ventanilla, entre el humo negro
de la locomotora, y posiblemente también en la demencia senil y en los vapores
ya irreversibles del schnapps, pues aunque nunca volvió a saberse nada cierto de
él dijeron que su expedición a las estepas de Rusia había concluido en Alcázar de
San Juan, donde estuvo retenido por embriaguez y escándalo en el cuartelillo de
la Guardia Civil hasta que unos loqueros a los que embistió con el pincho de su
gorro prusiano mugiendo en alemán se lo llevaron al manicomio de Leganés o al
de Ciempozuelos.
Hasta que don Otto se marchó, Ramiro sólo les había dado rápidos tientos a
escondidas a las botellas de aguardiente. Fue al quedarse solo cuando empezó a
imitar sin premeditación los peores hábitos de su maestro, sentándose cada noche
en el sótano para mirar las caras de muertos de sus fotos del día, bebiendo
schnapps y escuchando discos alemanes en los que sólo había, para su fervor y
su desgracia, música de Schubert, canciones tristísimas acompañadas de piano y
fragmentos de obras de cámara que se sabía de memoria porque los había estado
oyendo desde que entró como aprendiz sin prestarles atención, igual que oiría la
lluvia o los ruidos de la calle. La imposibilidad de renovar las provisiones de
aguardiente lo salvó del alcoholismo, pero de Schubert ya no pudo curarse, ni
siquiera cuando los discos estuvieron tan gastados que más que oír la música la
adivinaba o la recordaba entre los saltos y las crepitaciones de la aguja, igual que
un ciego recuerda colores cada vez más distorsionados por el olvido y la
oscuridad.
Tal vez el efecto de Schubert no habría sido tan pernicioso sin el hallazgo de la
muerta incorrupta en la Casa de las Torres, que vino a coincidir con un período
particularmente luctuoso en el estado de alma de Ramiro Retratista, hombre de
carácter débil y brumoso —saturnal, decía él—, que aun sin el influjo traicionero
del licor alemán tendía a la tristeza y a la conmiseración de sí mismo, y que vivió
los años posteriores al final de la guerra sumido en una pesadumbre como de
perpetuo anochecer de domingo. Dio en imaginarse como un vencido humillado
por la cobardía, como un artista solitario, incomprendido, abocado a la vida
menesterosa y bohemia, a una muerte aleccionadora y patética en plena
juventud, perdido y olvidado en esta mezquina provincia donde no sólo el éxito
era imposible, sino también el fracaso, al menos la categoría de fracaso que
hubiera querido para sí, grande, sublime, con un énfasis de ópera y de suicidio
romántico, sin esa modorra como de brasero y mesa camilla con que la gente
fracasaba en Mágina, poetas con nómina del municipio que cincelaban sonetos
tras una ventanilla de arbitrios, compositores que escribían penosas
suites
para
banda y coro parroquial, poetas párrocos y sacristanes y hasta poetas policías,
como el inspector Florencio Pérez, si era verdad ese rumor insistente que
circulaba sobre él, tan ignominioso en ciertas conversaciones de café como si se
murmurara de su hombría, artistas con trienios y cartilla de familia numerosa y
certificado de adhesión, pintores que administraban droguerías y guardaban
como valiosas condecoraciones recortes ínfimos del periódico de la provincia…
Él, Ramiro, los retrataba a todos, vanidosos y erguidos ante los focos del estudio,
colgando cabeza abajo como murciélagos en el visor de su cámara, apoyando
con aire de reflexiva gravedad el codo en el filo de la mesa y el dedo índice en la
mejilla, delante de un telón con balaustradas y perspectivas de jardines y junto a
una columna con un busto en escayola de algunas de las celebridades
germánicas que había venerado don Otto mientras estaba en su juicio.
Encapuchado y oculto como un espía bajo la cortinilla de la cámara, tras la
impunidad del ojo de vidrio que sorprendía gestos involuntarios y miradas
ansiosas, Ramiro Retratista presenciaba con un creciente desengaño la vacua
vulgaridad de las celebridades locales que acudían a su estudio, la belleza
amañada o idiota de las mujeres, la fatalidad de la gordura, la calvicie, la
estupidez, la decadencia, y cuando por la noche se sentaba a escuchar a Schubert
y a beber schnapps y repasaba una a una sus últimas fotografías buscando alguna
que le pareciera digna de los grandes artistas del siglo pasado que don Otto le
había enseñado a admirar, sólo encontraba caras banales o feroces o patéticas
que ni siquiera el sublime Nadar habría logrado ennoblecer. Hacía un gesto y el
sordomudo, que estaba siempre mirándolo sin parpadear desde una respetuosa
distancia, como un monaguillo gordo y obediente, le llenaba el vaso vacío,
llegaba el final del disco y le ordenaba que lo devolviera al principio, a la
arrasadora pesadumbre de aquel cuarteto titulado
La muerte y la doncella
, que
era el que más le gustaba de todos los de Schubert y le hacía acordarse
infaliblemente de una foto de bodas tomada varios años atrás, cuando aún era
ayudante de don Otto. Se ponía a buscarla, entorpecido por la ofuscación del
alcohol y la vehemencia destructiva de la música, pero aunque no la encontrara
se acordaría exactamente del hombre vestido de militar y de la novia que se
apoyaba en su brazo, muy delgada, con los ojos claros y grandes y la piel casi
translúcida en las sienes, con el pelo corto y castaño, don Otto Zenner le había
dicho que parecía de perfil una dama del Renacimiento: supieron luego que al día
siguiente de su noche de bodas se asomó a un balcón porque había oído un tiroteo
en los tejados y una bala perdida la mató. Borracho de aguardiente y de música
Ramiro Retratista miraba a aquella mujer que estaba en vísperas de la muerte
cuando él mismo le hizo su fotografía de bodas y alcanzaba un paroxismo
simultáneo de desdicha y felicidad que se hizo crónico y mucho más virulento
desde que vio formarse en la cubeta del revelado la cara de la muchacha
incorrupta. El título de su disco preferido se le antojó entonces profético: la
muerte y la doncella. Pensó esa noche, comparando la fotografía nupcial y la
que tomó por encargo del inspector Florencio Pérez, que las dos mujeres se
parecían y que estaban unidas por un destino común. La muerta de 1937, ¿no
sería una reencarnación de la otra, no habría repetido casi setenta años después el
entusiasmo y luego la expiación de un amor culpable, no se habría levantado
sonámbula de la cama y caminado hacia el balcón al escuchar la voz seductora
de la muerte, igual que la emparedada de la Casa de las Torres y la doncella de
Schubert?
Le temblaban las manos, miraba sucesivamente los dos rostros bajo la
lámpara de su mesa de trabajo y los encontraba cada vez más iguales, le dijo
con malos modos al sordomudo que se fuera a dormir. Era muy imaginativo y
muy tímido y desde los quince o los dieciséis años vivía recluido en una
confortable castidad de seminarista laborioso. Su trato íntimo con las mujeres
reales era más difícil y mucho menos placentero que el que mantenía con ciertas
señoritas de pelo cortado a lo garzón, como decían en Mágina, que fumaban
desnudas y adoptaban extravagantes posturas sicalípticas en un juego de postales
traídas de Berlín por don Otto Zenner. Les había sido temporalmente infiel
cuando conoció la muerte súbita de la novia retratada por él unas horas antes, y
las olvidó del todo, como amistades vergonzosas o vanos amores de la
adolescencia, cuando las pupilas de la muchacha incorrupta parecieron mirarlo y
brillar avivadas por el reconocimiento. Guardó las fotos, se prohibió un último
vaso de schnapps, porque al ponerse en pie notó que se tambaleaba, detuvo el
gramófono, dio vueltas sin sosiego en la oscuridad del insomnio y cuando logró
dormirse en el sueño oía
La muerte y la doncella
, pero no en cuarteto, sino en una
versión orquestal que nunca había escuchado, y la muchacha iba cobrando
forma ante él a medida que avanzaba la música, con la misma lentitud acuática
con que la había visto aparecer en el líquido del revelado. Se despertó cuando la
voz le murmuraba al oído su nombre, Ramiro, Ramiro Retratista, en un tono en el
que jamás le había hablado una mujer. Dos noches más tarde, exasperado por el
insomnio, salió de su casa con la cautela de un ladrón y anduvo sin rumbo por las
plazas vacías y los callejones de Mágina, queriendo no acercarse al barrio de San
Lorenzo, sabiendo que aunque no quisiera acabaría internándose en él, como si lo
empujara la música que seguía sonando en su imaginación o lo llamara la voz
que había pronunciado tan dulcemente en el sueño su nombre. Llevaba en el
bolsillo interior de la gabardina, oculta como un arma, una linterna eléctrica, e
iba provisto de una petaca de aguardiente y de sus gafas de aviador con montura
de caucho, tal vez con la intención absurda de usarlas como antifaz si se le
presentaba algún apuro. El alcohol y la soledad de la noche le concedían una
temeridad irresponsable y arbitraria, una sonámbula disposición de aventura que
en las mañanas de resaca solía convertirse luctuosamente en abatimiento y
contricción. A la pesadumbre de Schubert se agregaba aquella noche la necrofilia
blanda de un bolero del negro Machín titulado
Espérame en el cielo
que había
escuchado unas horas antes en la radio. Estaban apagadas las bombillas de las
esquinas y no vio ninguna luz en las ventanas de las casas, como en los tiempos
todavía no muy lejanos de las alarmas antiaéreas. Sólo la luna alumbraba muy
débilmente la ciudad, sólo él, Ramiro Retratista, parecía habitarla. En la plaza del
General Orduña ni siquiera estaba iluminado el balcón del inspector Florencio
Pérez. Bajó por la calle del Rastro, ahora Queipo de Llano, costeando las casas
adheridas a la muralla, dobló, estremeciéndose, con igual nerviosismo y
vergüenza que las pocas veces que se había atrevido a visitar un prostíbulo, la
esquina de la calle del Pozo, en la encrucijada batida por el viento del Altozano y
de los descampados de la Cava, y al volverse veía tras él su larga sombra de
Fantomas beodo y oía el eco de sus pasos sobre el empedrado. Pero no, no era el
eco lo que oía, eran los pasos lentos de otro hombre cuya sombra apenas se
despegaba de las paredes, y Ramiro Retratista se ocultó en el quicio de una
puerta y lo vio acercarse con la fatalidad de una aparición, los pasos retumbando
en su cerebro encharcado de alcohol y aboliendo la música, los violines de
Schubert y la voz ovina del negro Machín, los pasos y también otro ruido
insistente que no alcanzaba a distinguir, un ruido menudo, continuo, seco,
mezclado a un roce cada vez más cercano, la punta metálica de un bastón que
golpeaba las esquinas y los bordillos de las aceras y se volvía un redoble cuando
chocaba contra las rejas de alguna ventana: un hombre caminaba muy despacio
y frotaba la tela de su abrigo contra la cal de las paredes y llevaba un bastón, un
ciego, sin duda, pero qué hacía un ciego a esas horas por las calles de Mágina,
por qué estaba siguiéndolo a él.
Un escalofrío de miedo sacudió a Ramiro Retratista y casi le devolvió la
lucidez, pero se hundió aún más en el hueco de la puerta donde se protegía e
introdujo la mano en el interior de su abrigo para buscar el consuelo de la petaca
de aguardiente, y con un solo trago recobró todo el esplendor de la música y toda
la niebla de la borrachera. No debía hacer ruido, ni siquiera respirar, el ciego ya
estaba a unos metros de él y si se descuidaba, si se movía aunque fuera un
milímetro, sería descubierto, los ciegos tienen un oído sobrenatural y parece que
adivinan lo que ocurre cerca de ellos, huelen a los extraños, como los animales.
Oirá los latidos de mi corazón, pensó Ramiro Retratista, pero no eran latidos, sino
pasos, los que él estaba escuchando, los pasos de aquel hombre, el roce de su
abrigo contra la pared, los golpes secos de la contera del bastón, y ese rumor
sordo que venía con él, como si estuviera rezando, como si murmurara letanías
mientras caminaba. Vio la sombra ante él durante unos segundos, el brillo vago
de unas gafas y el de la puntera metálica que tanteó el escalón donde él estaba
subido y casi tocó sus zapatos, la masa lenta y opaca del ciego que oscilaba en la
acera y se quedó quieto un instante, a un paso de Ramiro Retratista, volviéndose
un poco hacia él mientras el bastón se movía en el aire como si tanteara un
obstáculo y apartándose luego con una lentitud inhumana y eterna, como una
estatua animada con zapatos de bronce. Al llegar a la plaza de San Lorenzo los
pasos adquirieron una resonancia más exacta, y Ramiro sólo se movió cuando
escuchó una llave girando en una cerradura y luego una puerta que encajaba de
golpe. El ciego vivía muy cerca, en alguna casa de la plaza, tras alguno de los
tres álamos desnudos cuyas ramas alcanzaban las ventanas más altas. Se
concedió otro trago, se frotó las manos ateridas, volvió a oír en su imaginación
toda la impetuosa melancolía del cuarteto de Schubert. Sobre el portalón de la
Casa de las Torres se proyectaban amenazadoramente las siluetas de las
gárgolas. El edificio ocupaba una manzana entera, y Ramiro supuso que no le
sería difícil entrar en él escalando las tapias medio derruidas de los corralones
traseros.
No tenía miedo de que lo sorprendiera la guardesa. Estaba tan intoxicado por
el aguardiente, el insomnio, la música y los espectros de las fotografías que no
tenía miedo de nada ni se daba cuenta de su borrachera, y empezó a pensar que
la sombra que lo había asustado unos minutos antes habría sido una figuración
originada por la oscuridad. Ya no necesitaba recordar la melodía de Schubert ni
intentaba silbarla, la sentía circular por su sangre mezclada con el alcohol,
caudalosa, inapelable, tensándose en agudos como si estuviera a punto de
quebrarse antes de llegar a su límite, apaciguándose luego, cuando casi le había
paralizado el corazón, en unos instantes de serenidad que poco a poco anunciaban
el regreso de la tormenta del dolor, el luto y la osadía. No recordaba luego cómo
descendió simultáneamente a los sótanos de la Casa de las Torres y a las
honduras submarinas de su propia alma enajenada por el schnapps y conmovida
por la música. Se encontró frente al nicho donde seguía sentada la muchacha,
con los ojos abiertos, con las manos juntas en el regazo, como si hubiera velado
esperándolo a él. Le pareció un poco más pequeña y como desdibujada por el
halo polvoriento de sus tirabuzones, reducida a una escala ligeramente inferior a
su tamaño natural, menos hermosa y temible que en las fotografías, casi
hogareña, desanimada, aburrida. Ahora que estaba frente a ella no sabía qué
hacer y entre las tinieblas de la borrachera empezó a deslizarse un sentimiento
todavía muy débil de inutilidad y ridículo. Mirados tan de cerca, sus tirabuzones
parecían de estopa deshilachada, como los de las muñecas, y sus pupilas tenían
una turbia opacidad, como si padeciera cataratas, y en las comisuras de sus
labios había diminutas incisiones o arrugas que le recordaron las de esas mujeres
cuyo maquillaje se estropeaba bajo los focos del estudio. Le tocó la cara con un
desasosiego de profanación y la notó tan seca y tan fría y con una textura tan
arenosa como la de las piedras del sótano. Pero su mirada, ahora visiblemente
muerta y ciega, lo seguía atrapando, y el olor a polvo que despedían su ropa y su
pelo lo mareaban como esos perfumes de adormideras que según había leído
usaban las mujeres fatales.
Le rozó la cara, los labios entreabiertos, el cuello, aproximó los dedos al
escote y notó el filo de una hoja de papel. Era preciso extremar el cuidado, tenía
que tranquilizarse para evitar que las manos le siguieran temblando. Le dio la
espalda, por respeto, y bebió un poco de aguardiente, se frotó los dedos juntos y
extendidos, como un ladrón que se dispone a averiguar la combinación de una
caja fuerte. El papel podría pulverizarse cuando intentara desdoblarlo. Lo extrajo
y lo abrió con la misma delicadeza con que separaría las alas de una mariposa
disecada, pero no pudo evitar que se rompiera por los cuatro dobleces. No veía
bien, se le juntaban las letras por culpa del schnapps, la luz de la linterna estaba
debilitándose, muy pronto se apagaría del todo, y entonces qué, no encontraría la
salida, se perdería por los sótanos golpeándose como un ciego contra las esquinas,
derrumbaría muebles viejos y armazones de carrozas, lo descubriría la temible
guardesa y al cabo de unas horas estaría condenado a la vergüenza pública y tal
vez a la cárcel, ya imaginaba la cara impasible y lúgubre del inspector Florencio
Pérez, la ruina de su estudio, la mendicidad, el asilo de indigentes. Como
tempestades hostiles la música y el miedo le sacudían la conciencia, la música
creciendo hasta la explosión definitiva del consuelo y el llanto, el miedo
asediándolo como la oscuridad que apenas desvanecía la linterna, y en el centro,
delante de sus ojos, en el recuerdo de un sueño y de una foto perfilándose bajo el
líquido brillante y rojizo del revelado, la muchacha insepulta, desamparada y
proscrita en el sótano de la Casa de las Torres, guardando entre sus senos de yeso
un mensaje clandestino de amor que volvía a la luz después de tres cuartos de
siglo y que Ramiro Retratista no leyó esa misma noche, sino a la mañana
siguiente, después de despertarse en el jergón del laboratorio oliendo a vómito y
a productos químicos y escuchando el chirrido de la aguja que giraba en el
gramófono y parecía hendirle con obstinación circular el cerebro. Había
dormido sin quitarse el abrigo ni las gafas de aviador, que no recordaba haberse
puesto, y junto a su cara estaba la petaca vacía de aguardiente, que arrojó al
suelo de un manotazo para evitar las náuseas. Consiguió abrir lentamente su
mano derecha agarrotada y encontró en ella cuatro fragmentos iguales de un
papel basto y amarillo. El regreso de la Casa de las Torres se había borrado de su
memoria: eso era lo peor que tenía el aguardiente, le explicó al comandante
Galaz, que lo despojaba a uno de horas enteras de su vida. Lo último que
recordaba era el miedo a quedarse encerrado a oscuras en el sótano, los
maullidos de un gato, la sombra inmóvil de un coche de caballos. Subió al estudio,
donde el sordomudo se lo quedó mirando con la misma asustada tranquilidad con
que vería a un muerto salir de su tumba, le ordenó por señas que se fuera, y sin
quitarse todavía el abrigo ni las gafas de caucho, que por culpa de la transpiración
alcohólica de toda la noche se le adherían pegajosamente a las sienes, se
derrumbó en la silla de la pequeña habitación que usaba como archivo y dispuso
ante sí, bajo una lámpara muy potente, los cuatro pedazos de papel.
Ponme como
un sello sobre tu corazón
, leyó al fin, cuando pudo ordenarlos, y le pareció que
mientras leía escuchaba de nuevo aquel cuarteto de Schubert y que la música de
las palabras escritas con una floreada caligrafía masculina reavivaba su sangre y
lo sumía en un naufragio de ternura sin explicación y lástima de sí mismo,
como
un signo sobre tu brazo; porque fuerte es, como la muerte, el amor; duro, como el
sepulcro, el celo; sus brasas, brasas de fuego, llama fuerte. Las muchas aguas no
podrán apagar el amor ni los ríos lo cubrirán
. Devastado por la resaca, cegado
por las lágrimas, gimiendo como un becerro, Ramiro Retratista comprendió sin
contrición ni esperanza que el gran amor de su vida era una mujer que había
muerto emparedada treinta años antes de que él naciera. Pero ya no volvió a
verla, le dijo al comandante Galaz como si le hablara de una mujer a la que
había conocido viva: dos o tres noches después apuró una de las últimas botellas
de aquel aguardiente de don Otto y se armó otra vez de valor y regresó a la
cripta por los mismos pasadizos, pero su linterna sólo pudo alumbrar un nicho
vacío.
M
IRO SUS CARAS
y tengo la sensación de que nunca los he conocido
verdaderamente, de que nunca he sabido cómo eran, quiénes son fuera y lejos
de mí, de qué se acuerdan, qué saben, cómo vivían en las edades oscuras del
hambre y del terror, no hace siglos, sino años, no muchos, un poco antes de que
yo naciera, cuando mi padre y mi madre se casaron y apenas tenían para pagar
el alquiler de la buhardilla donde se fueron a vivir ni las fotografías que les hizo
Ramiro Retratista, sin acordarse tal vez de que ya los había retratado cuando eran
niños y llevaban escrito en la inocencia de sus caras todo el desamparo de su
porvenir, mi padre con chaqueta y corbata y pantalón corto posando junto a una
columna sobre la que hay un galgo de escayola, mi madre con alpargatas
blancas y calcetines oscuros y un lazo en el pelo, con doce o trece años, llevando
en brazos a uno de sus hermanos menores, sonriendo a la sombra de mi abuelo
Manuel, junto a su estatura de árbol, ya sin el uniforme de la Guardia de Asalto,
que estaría colgado desde mucho tiempo atrás en el mismo armario donde yo lo
descubrí, calvo, sin el tupé rubio que aún tenía en su foto de bodas, con pantalones
y chaleco de pana y una camisa sin cuello abrochada bajo la barbilla, solemne,
como si al posar hubiera recordado que alguna vez fue gastador y seducía a las
mujeres con sólo mirarlas bajo la visera de su gorra de plato, pasando su brazo
derecho sobre el hombro de mi abuela Leonor en un gesto inusual de ternura,
mirando de soslayo, con un poco de rencor, a mi bisabuelo Pedro, que no sabe
que están haciéndole una fotografía, que se ha sentado como todas las mañanas
de sol en el escalón y tiene entre las piernas a su perro sin nombre. Las caras de
mis tíos, sus cabezas rapadas, sus rodillas de hambrientos y sus calcetines caídos,
aquellas chaquetas de adultos que usaban, arregladas por mi abuela en noches sin
dormir, cuando ya todos se habían acostado y no tenía que tejer las sogas y los
capachos de esparto que le desollaban los dedos tan cruelmente como las aristas
heladas de los grumos de tierra en las mañanas invernales de aceituna, mujeres
y niños avanzando pesadamente de rodillas bajo las ramas de los olivos para
recoger uno por uno los pequeños frutos negros, duros y fríos como balas,
arrodillados sobre la tierra áspera o sobre el barro, irguiéndose con las manos en
los riñones en un claro entre dos filas de olivos, mirando hacia adelante, hacia la
hilada de árboles grises que los hombres golpean con sus varas de brezo
provocando una granizada violenta de aceitunas sobre los mantones extendidos.
No sé imaginar ni inventar y ya casi no puedo acordarme de sus palabras y es
posible que no tenga ocasión de pedirles que me sigan contando, cómo era el
campo de concentración donde te llevaron, le preguntaba a mi abuelo, qué sentía
uno al saber que era fácil que lo condenaran a muerte, cómo es tener entre las
manos un fusil y tenderse en una trinchera y mirar hacia el otro lado en busca de
una cara o de una rápida silueta sobre la que disparar. «Yo cerraba siempre los
ojos», decía el tío Rafael, «y era tan malo disparando que aunque no los hubiera
cerrado no habría podido darle a nadie, me temblaban las manos y las rodillas
nada más oler la pólvora, se me nublaba la vista y veía doble o triple el punto de
mira y pensaba, hay que ver, si a mí no me han hecho nada esos que hay en la
otra trinchera, qué iban a hacerme, si ni siquiera los conozco, así que cerraba los
ojos y apretaba el gatillo y me decía, que sea lo que Dios quiera, pero me daba
rabia cuando me paraba a pensarlo, hombres como castillos jugando al tiro al
blanco y marcando el paso en vez de trabajar en lo suyo».
De eso hablaban a veces, del sentimiento del absurdo, de su incapacidad de
comprender: les decían, «hay que tomar esa colina», y pensaban que aunque
desalojaran al enemigo de ella no iban a tomarla, porque la colina seguiría
exactamente en el mismo sitio, más pelada, estéril por las bombas, manchada de
sangre, poblada de cadáveres sin rostro con las piernas abiertas y las vísceras
derramadas sobre los calzoncillos sucios, pero en el mismo lugar, repetía
moviendo la cabeza el tío Rafael, sin que nadie pudiera llevársela ni hacer nada
de provecho con ella. Pero no tenían miedo, las cosas ocurrían demasiado aprisa
para que lo tuvieran, tenían hambre, cuentan, les picaban los piojos y las
chinches, se morían de frío bajo los capotes o los mareaba el calor bajo los
cascos de acero, les hacían daño las botas militares, los martirizaban los
sabañones, se acordaban de la cosecha que no podrían recoger ese año por culpa
de la guerra y escribían a la luz de un candil cartas difíciles y ceremoniosas a sus
mujeres o a sus padres, o se las dictaban a otros, apreciable Leonor, espero que
al recibo de la presente estés bien, yo sigo bien a Dios gracias, escribía mi abuelo
en una carta que encontré en su mesa de noche, y no hablaba de la derrota ni del
terror a un juicio sumarísimo sino del tiempo que hacía o de lo que se acordaba
de ella y de sus hijos en aquel lugar que yo imaginaba como los campos de
concentración de las películas, barracones alineados, literas de tablas desnudas,
torretas de vigilancia con reflectores y altavoces, alambradas eléctricas, nada de
eso era verdad: cientos, miles de hombres deambulando como sombras por una
accidentada extensión de rastrojos y olivos, me dijo cuando aún no había perdido
la memoria o el gusto de contar, rodeada por una cerca de tablones y estacas
como una dehesa, vigilada por un nido de ametralladoras, sin edificaciones ni
campos de instrucción, sin un solo cobertizo donde refugiarse de la lluvia o del
frío. Dormían en el suelo, bajo las ramas de los olivos, arrimándose a los troncos
o a las protuberancias de las raíces, tirados sobre la tierra en las noches de calor,
días y semanas y meses dando vueltas como viajeros perdidos, arracimándose y
peleando entre sí cuando volcaban ante ellos los sacos de pan negro, mirando
negrear en el suelo y entre las ramas las aceitunas que nadie había cosechado
durante cuatro o cinco años, envilecidos por el hacinamiento, por el hambre y el
tedio, esperando siempre una carta o un salvoconducto o una sentencia de muerte
o de cadena perpetua, escribiendo si sabían hacerlo y si encontraban un lápiz y
una hoja de papel: se despide tuyo affmo. este que lo es, tu marido, Manuel, la
rúbrica tan fantasiosa como su voz o sus gestos, la letra inclinada, prolija,
revelando el esfuerzo que le costaba elegir y transcribir cada palabra, el lápiz tan
pequeño que casi desaparecía entre sus dedos, la breve punta humedecida de
saliva, las palabras medio borradas después de tanto tiempo, desfiguradas de
faltas ortográficas, me contarás como va por allí la cosecha aquí ha llovido
mucho y están cargados los olivos pero nadie la coge y es una lástima, y ella, mi
abuela, en Mágina, tan definitivamente lejos de donde él estaba porque no sabía
calcular la distancia, oía los pasos y el silbato del cartero que venía por la calle
del Pozo y corría hacia la calle antes de que sonaran al mismo tiempo el
llamador y el silbato, sobrecogida de esperanza y de miedo, porque la mayor
parte de las veces el cartero pasaba de largo, y además no era imposible que si
se detenía fuese para notificarle una desgracia, que lo habían matado, que no iba
a volver, igual que no volvió nunca el viejo de la casa del rincón, la que ocupaba
ahora aquel ciego que no hablaba con nadie. Oía los golpes en el llamador y era
como si resonaran dolorosamente en su estómago vacío, más arriba, en el centro
de su pecho, abría la puerta y se quedaba con el sobre entre las manos que
acababa de secarse en el mandil, leía con dificultad su propio nombre, Leonor
Expósito, reconociendo con alivio la letra de él, miraba el remite, rasgaba con
mucho cuidado el sobre y se quedaba mirando las misteriosas palabras, sin
descifrar bien la escritura y sin poder entender la mitad de lo que él le decía,
leyendo sílaba a sílaba en voz alta, mordiéndose los labios de humillación y de
impaciencia, como cuando eran muy jóvenes y él la pretendía escribiéndole
cartas copiadas de un manual de caligrafía y de correspondencia sentimental,
comercial y amistosa. Al principio se las devolvía todas sin abrir, porque ésa era
la costumbre, pero cuando empezó a aceptárselas muy pocas veces las abría, no
sólo porque apenas supiera leer, ya que siempre habría encontrado a alguien que
lo hiciera por ella, sino porque no imaginaba que pudiera existir alguna relación
entre su propia vida y las palabras escritas, a las que en todo caso atribuía un
poder maléfico: por obra de aquel diploma que aún seguía guardado en el
armario él había dejado de trabajar en el campo para vestir un uniforme azul
con botones dorados y quedarse en poco tiempo tan pálido de cara como un
oficinista; los hombres que le avisaron de que él estaba preso le trajeron una
carta dentro de un sobre amarillo; para visitarlo en la primera cárcel donde
estuvo tenía que mostrar un papel al que llamaban salvoconducto; y ahora le
hacía falta otro papel para que lo dejaran salir del campo de concentración. Su
padre, Pedro Expósito, que era el único hombre a quien ella admiraba en la vida,
no sabía escribir ni leer, y declaraba con huraño orgullo que él jamás había
trazado una cruz ni estampado la huella de su dedo pulgar al pie de un
documento. Y a su marido, a mi abuelo Manuel, fueron las palabras las que le
hicieron perderse, no la lealtad ni el sentido del deber, únicamente el brillo de las
sonoras palabras que tanto le gustaban, ruido y aire, murmuraba con desprecio
mi bisabuelo hablándole a su perro, al que tal vez lo aliaba sobre todas las cosas el
hábito común del silencio.
Dónde habrás aprendido a usar tantas palabras, la he oído decirle cada vez
que lo sorprendía contándome alguna historia de cautividad o de heroísmo,
riéndose de él, quién le mandaría hablar tanto y meterse tan sin juicio en las
vidas de otros en vez de ocuparse de la suya, siempre acuciada de quebrantos y
alimentada de palabras y embustes, de credulidad y de soberbia, para acabar
luego así como te ves, le dice, medio inválido de tanto trabajar sin fruto ninguno,
nada más que la miseria de una pensión que parece de lástima, y menos mal que
te reconocieron los años como guardia de asalto, que si no de qué íbamos a
comer. Uncidos como siameses el uno al otro por la vejez extrema y el miedo a
la muerte y por una mezcla impredecible de rencor y compasión miran pasar las
horas y los días frente al televisor y en los últimos tiempos dice mi madre que ya
no discuten ni se echan en cara los agravios que a pesar del olvido tal vez los
siguen envenenando como sustancias letales que actúan en la sangre sin que lo
sepa la conciencia. Cuarenta y nueve años después del día en que salió del
campo de concentración sin más hacienda que un capote viejo y un hato en el
que llevaba un par de botas, un chusco negro y duro y una longaniza de carne de
caballo, mi abuelo Manuel, ahora mismo, en Mágina, logra ponerse en pie con
una lentitud mineral y tantea el suelo con la contera de goma del bastón y mira a
una distancia inaccesible las puntas de sus pies, que avanzan centímetro a
centímetro sobre las baldosas, y el dolor de las plantas le trae la imagen
fragmentaria de alguna caminata olvidada, la sensación de que los pies van a
abrírsele como si los partiera una cuchilla, de que las piernas y el cuerpo entero
y la conciencia se deshacen en légamo porque desde hace muchas horas es de
noche y él no ha dejado de caminar desde que amaneció, no sabe cuándo ni
hacia dónde, sólo que no ha comido y que el camino no se acaba nunca bajo sus
pies ni delante de sus ojos, una vereda perdida en alguna serranía, una carretera
recta que el sol parece aplastar contra la llanura, un horizonte de colinas azules
donde se extraviará cuando caiga la noche, sin más luz que la brasa del cigarro,
sin oír durante muchas leguas nada más que sus pasos y el tintineo del cascabel
atado a la jáquima del mulo. Era así como le gustaba contar, le digo a Nadia,
explicándolo todo, inventándolo, la oscuridad de la noche, el aullido de los lobos,
el brillo de un cigarro encendido, el cascabel que yo oía tan vívidamente como si
hubiera ido con él en aquellos viajes a través de la Sierra, circunstancias triviales
que adquirían en su voz una cualidad tenebrosa de augurios. Se ha acordado del
cascabel porque ha oído moverse una cucharilla en un vaso, el de la medicina
que le ha preparado mi madre y que él no sabrá beber sin derramársela casi
entera en la barbilla y en el pecho, pero eso le ha pasado siempre, dice mi abuela
Leonor, nunca ha sabido beber jarabes ni medicinas ni leche, pero lo que es el
vino no se le pierde ni una gota, aunque lo bebiera en porrón, mira tú qué
misterio.
En su memoria, como en uno de esos sueños livianos tan fácilmente
interferidos por la realidad, la cucharilla que mueve mi madre se transmuta en el
sonido monocorde de un cascabel y la fatiga de sus piernas lo devuelve sin que él
mismo lo sepa a una de sus expediciones al otro lado de aquella sierra azul que
me señalaba con un ademán enfático desde la cima de su estatura, hablándome
de aquellos tiempos en que se buscaba furtivamente la vida con el estraperlo, otra
palabra indescifrable que aprendí de sus labios, comprando patatas y judías y
trigo en aldeas y cortijadas remotas para venderlo todo luego en Mágina, no a lo
grande, como su vecino Bartolomé, que disponía de capital y de influencias y en
unos años dobló su fortuna, sino con tan pocos medios y tan acobardado por el
peligro de que lo atrapara la Guardia Civil que nunca tuvo la menor posibilidad de
salir de pobre y ni siquiera de pagar sin agobios los plazos del mulo que había
comprado al emprender el negocio, y que una noche de invierno acabó
reventado bajo una carga excesiva en el repecho más difícil de un camino al que
llamaban la cuesta de los Gallardos, dejándolo a merced de la nieve y de los
lobos, que olían desde lejos la sangre vomitada por el animal —en los relatos de
mi abuelo Manuel siempre era de noche y llovía o nevaba y se oían los rugidos
del viento o de las fieras—. Pero no sabe si está recordando o sueña todavía, da
un paso más, se apoya en el bastón y teme que se quiebre, no distingue entre el
recuerdo y el sueño, entre las imágenes de su propia conciencia y las que ve
moverse en torno suyo o en el televisor: en su memoria se han roto las fronteras
y las subdivisiones del tiempo, y este momento en el que vive ahora mismo
carece de realidad o de verosimilitud, tal vez porque a los rostros y a las cosas les
falta un relieve preciso, surgen sin motivo, desaparecen sin explicación, como los
objetos que examina y derriba un niño de meses, como alguna vez llego y me
desvanezco yo mismo, su nieto mayor, entro en la habitación y lo beso y le
pregunto cómo está y de repente me mira como si se asombrara de no
reconocerme, sonríe y se deja besar pero íntimamente desconfía de que yo sea
quien le dicen que soy, y cuando quiere mirarme para confirmar su sospecha o
vuelve a abrir los ojos después de dormir unos minutos resulta que ya no estoy en
la habitación, que han pasado días o semanas en ese instante de sueño, pregunta
por mí y mi abuela le dice, pero Manuel, parece mentira, ¿no te acuerdas que se
fue de viaje, que has hablado con él hace un rato por teléfono?
No es que no se acuerde, es que no sabe o no quiere regir la disposición de su
memoria: ve imágenes detalladas y absurdas como fragmentos de sueños, está
mirando a mi madre que limpia el hule ante él con un paño mojado y de pronto
quien se inclina sobre una mesa desnuda es otra mujer, mi abuela Leonor cuando
era muy joven y acababan de casarse y lo enloquecía de deseo el resplandor
blanco de su piel y la caliente suavidad de sus muslos. Sonríe entonces muy
tenuemente, con los ojos entornados y húmedos y un gesto amargo de agravio en
la boca cerrada, como si vislumbrara durante unos segundos los paraísos de su
vida y se diera cuenta de lo lejos que están, el amor de las mujeres, la soberbia y
el coraje de su juventud, la música de los desfiles cuando marcaba el paso por
una calle soleada y alzaba los ojos hacia los balcones donde aplaudían
muchachas acodadas sobre banderas tricolores. Cuarenta y nueve años después
de emprender el regreso hacia Mágina desde los corralones del campo de
concentración sueña o recuerda que camina de noche y está tan cansado que a
veces se duerme sin que sus pasos se detengan, tan vívidamente se sueña a sí
mismo caminando que a pesar de la fatiga y del hambre siente de nuevo el vigor
de sus piernas subiendo desde los talones como un flujo de savia, el gozo del aire
limpio en los pulmones, el olor a hinojo y a tomillo y a noche húmeda de
octubre. «Veinticuatro horas estuve andando sin parar», me decía: ha decidido
que no se detendrá hasta que llegue a Mágina, y para avivar el paso imagina que
desfila, como en las paradas del catorce de abril, la cabeza alta, el codo en
ángulo recto junto al costado izquierdo para sostener la culata del máuser, me
explicaba, usando una azada como fusil, la mano derecha llegando con energía
hasta la altura del hombro, la respiración acompasada, aspirando el aire por la
nariz para matar los microbios y expulsándolo siempre por la boca: con su
uniforme puesto era más gallardo que nadie, pero lo de marcar el paso nunca se
le dio bien, se distraía mirando a las mujeres con vestidos claros y escarapelas
tricolores que aplaudían el desfile, sobre todo a los gastadores, los más altos, los
primeros de todos.
Sonríe y tal vez no sabe por qué, abre los ojos del todo y no recuerda el sueño
del que ha despertado, mira a su alrededor y tampoco reconoce la habitación
donde está, se palpa las piernas bajo las faldillas y las nota rígidas de frío, así que
no puede ser él ese hombre que camina infatigablemente de noche y marca el
paso con un hatillo al hombro en lugar de un fusil, pisando la grava de la
carretera con unas alpargatas que no se quitará hasta que las suelas se le hayan
gastado, pues quiere reservar para las veredas de la Sierra las botas que le ha
cambiado un preso por su ración de tabaco. Se muere de sueño, de cansancio y
de hambre y no quiere detenerse ni comer todavía la poca longaniza que le
queda ni el chusco negro que apenas ha mordido dos o tres veces desde que echó
a andar, cualquiera sabe lo que tardará todavía en llegar a Mágina, cuándo verá a
lo lejos el perfil de sus torres sobre la colina y la muralla, el Guadalquivir, la
llanura, los olivares, el verde reluciente y húmedo de los granados en las huertas.
Se quedaba dormido caminando y lo despertaba de pronto el golpe de su cara
contra la tierra, se incorpora y no sabe dónde está, en un sueño dentro de otro
sueño, en la carretera sin luces que lo llevará más tarde o más temprano a
Mágina, en una habitación grande y caldeada donde suena la música de un
programa de televisión y una voz que tarda en identificar lo reprende, pero
Manuel, será posible, otra vez te has dormido.
Pero no duerme, no quiere dormir, sólo camina y marca el paso y sigue
buscando en la negrura del cielo los primeros indicios del amanecer, le parece
mentira haber sido tan joven, un día y una noche caminando como si lo
empujara la corriente de un río, sin comer apenas, hablando para no dormirse,
cantando flamenco por lo bajo con aquella voz que se parecía a la de Pepe
Marchena: lo llevaba dentro, en cuanto bebía dos copas de aguardiente y
escuchaba palmas animándolo se arrancaba por derecho, entonando bajo, o
rompiendo en un grito como Miguel de Molina, y con el cante y el alcohol se le
olvidaba todo y volvía a casa borracho y sin un céntimo, pero no iba a ser todo
doblarse sobre la tierra desde que Dios amanecía y encerrarse a la caída de la
noche como los animales en la cuadra. Eso mi abuela Leonor no quería
entenderlo, por muy tarde que llegara lo esperaba despierta y le llamaba golfo,
sinvergüenza, borracho, como si él anduviera siempre por ahí y no se matara
trabajando por el pan de sus hijos. De haber podido elegir su destino le habría
gustado ser cantaor, aunque lo de guardia tampoco estaba mal, colocación para
toda la vida y paga del gobierno, cartilla del economato, tarjeta gratis para los
tranvías, y luego lo que más le gustaba, el respeto del uniforme, el halago de que
las mujeres se lo quedaran mirando por la calle, tan alto como un artista de cine,
lo recuerda mi madre, con el mentón ceñido por el barbuquejo y aquella voz de
autoridad que ponía, vamos, circulen, abran paso, respeten el orden de la cola o
me veré obligado al uso de la fuerza, quién iba a decirle a él que de mozo de
mulas llegaría a gastador de la Guardia de Asalto.
Y de repente la catástrofe, como si un rayo lo hubiera partido cuando más a
gusto se encontraba en la vida, a pesar de la escasez de los últimos meses de la
guerra y de los rumores sobre el desmoronamiento de los frentes. A él eso ni le
iba ni le venía, pensaba con su imperturbable suficiencia de siempre: ¿había
hecho él algo malo? ¿Se había manchado las manos de sangre? «El que algo
teme algo debe, Leonor», le dijo a mi abuela el último domingo de su libertad,
«y como yo no he hecho nada de lo que deba avergonzarme no me pienso
esconder». Todo en vano, todo perdido para siempre desde aquella mañana en
que se lo llevaron esposado como a un criminal, con sus botas limpias, sus
guantes blancos y su uniforme de gala, a él, que nunca se metió en nada, que
hasta estuvo a punto de que lo fusilaran aquella vez que los milicianos ocuparon el
cortijo donde había trabajado hasta el principio de la guerra y la señora, que lo
quería mucho, lo llamó a su palacio de Mágina y se le hincó de rodillas y le dijo,
llorando con tales veras que en nada estuvo que le contagiara las lágrimas:
«Manuel, por lo que más quieras, tú no eres como esos ingratos, ve al cortijo y
habla con ellos a ver si puedes salvar algo, que yo te sabré corresponder». Pero
cuando llegó aquellos vándalos ya habían incendiado la casa y no pudo rescatar
del incendio más que unos pocos libros y unas cucharillas de plata, así como un
busto bendecido de Nuestra Señora del Gavellar, patrona de Mágina, que se llevó
oculto bajo la chaqueta, y no faltó mucho para que le dieran un tiro o lo
arrojaran a la lumbre, no por lacayo del capital y traidor a su clase, como los
milicianos le decían, sino por idiota, dijo mi abuela Leonor al verlo con la ropa
chamuscada y la cara negra de tizne, como recién salido de las calderas de
Pedro Botero, quién te manda, le gritaba, qué se te había perdido a ti en el cortijo,
haberle dicho a la señora que bajara ella misma a defender lo suyo, si tanto
aprecio le tenía.
Engolaba la voz y adquiría un pesado aire de afrenta, una sonrisa amarga de
desengaño o de desdén que tal vez había aprendido de los galanes del teatro: él,
aunque pobre, no tenía más carrera ni patrimonio que su honra, y no podía
negarse a la súplica de una mujer. Si él estaba de parte de algo era del orden, y le
gustaron siempre los desfiles y las ceremonias y se emocionaba leyendo en
El
Debate
los discursos de Gil Robles, aunque también los de Julián Besteiro y los de
Azaña. El 15 de abril del treinta y uno se le saltaron las lágrimas leyendo en
ABC
la carta de
Alfonso XIII
a los españoles, pero lloró igual cuando en el balcón del
ayuntamiento vio izarse la bandera tricolor, y hubiera llorado de entusiasmo si
hubiera visto entrar en Mágina a los moros y a los requetés. No lo podía
remediar, todos los himnos le erizaban el vello, escuchaba un discurso o miraba
una bandera o leía un artículo y se le llenaban los ojos de lágrimas, y acababa
aplaudiendo con la misma entrega en un mitin anarcosindicalista que en el
sermón de un capellán ultramontano. No había fervor que no se le contagiara ni
arenga que no le pareciera admirable, y cuando presenciaba una diatriba política
en la barbería adoptaba sucesivamente y con igual virulencia el punto de vista de
cada uno de los oradores, y si le pedían que leyera en voz alta se mostraba de
acuerdo con los artículos de fondo de todos los periódicos. Declamadas o escritas,
las palabras ejercían sobre él un efecto euforizante parecido al del vino, así que
regresaba tan mareado de la barbería como de la taberna y terminaba la lectura
de dos periódicos hostiles entre sí sumido en una confusión semejante a la de una
resaca de licores mezclados.
La universalidad de su entusiasmo pobló mi infancia de desconocidos
admirables: don Santiago Ramón y Cajal, don Miguel de Unamuno, don
Alejandro Lerroux, don Juan de la Cierva, Largo Caballero, el Lenin español, don
Niceto Alcalá Zamora, don Miguel Primo de Rivera, Millán Astray, el general
Miaja, el comandante Galaz, Azaña, los héroes del
Plus Ultra, Madame
Curie, a
quien le atribuía el invento benéfico de los aparatos de radio, Roosevelt, Stalin, el
doctor Fleming, Mussolini, Adolfo Hitler, y hasta el emperador de Abisinia, cuyo
exilio le costó a mi abuelo Manuel lágrimas tan sinceras como el heroísmo de los
italianos que lo derrocaron, y a quien llamaba Jaime Selassie, o el Negrus,
imaginando que el color de su piel era el motivo del apodo que le daban en las
crónicas internacionales. Las palabras esdrújulas y los latiguillos verbales
relucían como joyas en su imaginación, y llamaba a la Guardia Civil «La
Benemérita», aunque algunas veces se le enredaban las sílabas, y «La ciudad
condal» a Barcelona, y sabía que las turbas de las que hablaban los periódicos de
derechas eran multitudes amotinadas y que la Sociedad de Naciones estaba en
Ginebra, si bien nunca logró entender un mapa. Se le confundían las líneas de las
fronteras y los ríos tan insolublemente como las cantidades de una suma, y
cuando yo quise explicarle en el mapa de mi enciclopedia escolar dónde estaba
Mágina se negó a creerme: no podía ser tan pequeña y estar tan perdida y tan
lejos del mar, si él lo había visto una mañana desde la cumbre del monte
Aznaitín, desde lo más alto de la Sierra, tan cansado de andar que ya creía que
iba a morirse, unos minutos antes de volver sus ojos hacia el norte y ver como un
espejismo el valle del Guadalquivir cubierto por un océano inmóvil de niebla
violeta sobre la que se levantaba como una isla muy distante la colina de Mágina.
Tal vez está acordándose de ese amanecer cuando los ojos se le quedan fijos
en el vacío y le brillan de lágrimas y no hace caso o no escucha si le preguntan
en qué piensa. Nota demasiado tarde la humedad que le rebosa de los lacrimales,
que se desliza luego por las mejillas sin que él pueda detenerla, paralizado en el
sofá, como si hubiera perdido la potestad de mover sus manos adormecidas al
calor del brasero, de buscar un pañuelo y detener esas dos lágrimas de las que se
avergüenza en secreto como de una vejación, como si se hubiera orinado en los
pantalones: eso sí que no, pensará, al menos todavía, hasta cuándo, ojalá muera
antes. Como un avaro que desconfía más de quien tiene más cerca tal vez guarda
para sí mismo sus instantes de lucidez y los aludes de recuerdos parecidos a
sueños y a jirones de fábulas que irrumpen en la monotonía del estupor y la
amnesia igual que fulgores visuales en la memoria de un ciego. Preferirá que no
sepan, que no sospechen que todavía razona y que ha adquirido la potestad de
presenciar los menores hechos de su vida con una clarividencia que nunca tuvo
mientras le sucedían y que ahora no quiere compartir con nadie por avaricia y
orgullo y también por miedo a que las palabras la degraden. Nunca volverán a
decirle que ha inventado lo que cuenta, porque ahora sólo se lo cuenta a sí mismo
y obtiene una satisfacción sombría al pensar que las cosas que vio y no le fueron
creídas cuando las relataba perecerán con él como tesoros tragados por el mar.
Nadie oirá nunca más las palabras que aún suenan en su imaginación como
débiles ecos de las que tantas veces pronunció en voz alta, a nadie volverá a
contarle que una noche muy oscura de invierno un hombre le pidió lumbre y vio
a la luz del mechero que era
Alfonso XIII
, ni que una vez encontró entre la
maleza de la orilla del río el esqueleto de un juancaballo, ni que él fue uno de los
hombres que acompañaban al difunto don Mercurio cuando se descubrió en la
Casa de las Torres aquella momia que unos días después robó alguien, él sabía
quién… Y entonces, cuando advertía nuestra expectación, se quedaba callado,
muy serio, con la cabeza baja, apretando los labios, como si lo agobiara la
posesión de un secreto que a pesar suyo le era imposible revelar y que en
cualquier caso no merecían los testigos incrédulos de su narración. Sigue
contando, le pedía yo, un poco más, todavía no es hora de acostarse, quién robó
la momia, por qué la habían emparedado. Sonreía mirándome con satisfacción y
malicia, vigilaba la puerta por miedo a que apareciera en ella mi abuela Leonor
y empezara a reñirle, chasqueaba la lengua, se pasaba la mano por la boca. Y
añadía luego, cuando ya iba a acostarse, después de haberle dado cuerda al reloj
de pared con una llave que guardaba en el bolsillo del chaleco y con la que yo
estaba seguro de que regía el curso del tiempo: «No habiendo más asuntos que
tratar, se levanta la sesión».
P
ONME COMO UN SELLO
sobre tu corazón, como un signo sobre tu brazo, dice
Nadia, recita, con el libro cerrado entre las manos, la gastada Biblia de los
protestantes españoles con sus páginas de una densidad arenosa que don Mercurio
le dejó a Ramiro Retratista en su testamento sin que él supiera por qué,
imaginando una tardía extravagancia del médico, un signo de su improbable
conversión en el lecho de muerte, como algunos pertinaces ateos a los que solía
referirse en sus conversaciones de mesa camilla y rosario el inspector Florencio
Pérez, apocado adalid del perdón evangélico y de la Adoración Nocturna, en una
de cuyas sesiones trabó conversación con él aquel joven tan animoso y dócil que
tanto prometía, Lorencito Quesada, supervisor de los futbolines de Acción
Católica y dependiente inveterado —
inveterano
, decía él— de los almacenes El
Sistema Métrico, los primeros que implantaron en Mágina la numeración
decimal, corresponsal de
Singladura
, diario provincial del Movimiento, autor del
volumen siempre inédito sobre los Hombres y Nombres de Mágina, donde tenía
previsto que se reprodujeran las Cien Mejores Fotografías de Ramiro Retratista,
entre las cuales no hay ninguna que alcance la majestad sobrecogedora de la que
le hizo al médico don Mercurio unos meses antes de su muerte, meses o
semanas, de eso Lorencito no estaba seguro, y no pudo estarlo porque cuando fue
a consultar la fecha exacta con Ramiro éste había desaparecido sin dejar
dirección, y el sordomudo, Matías, su ayudante de siempre, que ahora conducía
tan ufano como un auriga un minúsculo isocarro dedicado al transporte de
piensos, tampoco pudo darle ningún indicio de adónde se había marchado su
maestro: se encogió de hombros, sonriendo, con aquella sonrisa idiota de
felicidad con la que había despertado hacía treinta y tantos años de la catalepsia:
ni él ni nadie sabía el paradero del fotógrafo, salvo el comandante Galaz, pero
también éste desapareció entonces por segunda y última vez y casi nadie lo notó,
igual que casi nadie, salvo Ramiro Retratista, el inspector Florencio Pérez y el
teniente Chamorro, había notado su regreso a la ciudad, convertido en un
extranjero que usaba en lugar de corbatas anticuadas pajaritas de profesor
norteamericano y vivía tan retirado en su chalet de la colonia del Carmen como
habría podido vivir en el suburbio de Nueva York de donde procedía. Sólo de él se
despidió Ramiro, de él y de su hija, aquella chica pelirroja y callada, y luego
supo Lorencito Quesada que el fotógrafo lo había estado visitando a lo largo de
los últimos meses que los dos pasaron en la ciudad, contándole sus secretos más
escondidos como a un confesor, sin que el excomandante —que tal vez era
excoronel en realidad— lo interrumpiera nunca ni le preguntara el motivo de sus
confidencias, siempre callado y atento, con una cortesía lejanamente militar,
ofreciéndole tazas de té que Ramiro no probaba, porque no tenía costumbre, y
copas de coñac que apuraba con la misma urgencia con que había bebido en los
últimos años de su juventud el aguardiente alemán de don Otto Zenner, asintiendo
en silencio cuando él le mostraba fotografías antiguas, aquella que le tomó la
noche en que el comandante formó a las tropas en la explanada del
ayuntamiento y se cuadró ante el alcalde anunciándole la lealtad de la guarnición
de Mágina al orden constitucional de la República, y también las otras, las que
casi nadie había visto, el retrato de don Mercurio y el de la muchacha
emparedada, el de la novia que moriría de un tiro en la frente a las pocas horas
de su boda. También le enseñó la Biblia de tapas negras que había heredado del
médico, y luego la guardó en el baúl que Matías trasladó en su isocarro a casa del
comandante como un legado embarazoso y más bien absurdo que él, por
delicadeza, no supo rechazar, aunque no entendiera la razón de que Ramiro
Retratista lo hubiera elegido para entregárselo, tal vez porque imaginaba que el
comandante Galaz lo guardaría siempre y no tendría la menor tentación de
abrirlo y de examinar su contenido, tan inmune a la curiosidad como a la más
ínfima deslealtad o traición.
Absuelto, locuaz, educadamente borracho, casi heroico, sin quitarse, por
miedo a contraer un enfriamiento, el abrigo y la bufanda azul marino que tanto le
consolaba el cogote, Ramiro Retratista se recostaba en el sofá del comandante y
miraba sin distraerse el jardín poblado de hojas secas y de gatos sin dueño o el
grabado de aquel jinete que cabalgaba de noche junto a una montaña en cuya
cima había una torre y hablaba como no había hablado nunca, como si sólo
entonces tuviera la ocasión o el derecho de decir en voz alta todas las palabras
que había guardado a lo largo de su vida, bebiendo sorbos tímidos y continuos de
coñac y suspirando sin pudor, constituyéndose a sí mismo en el personaje
secundario, aunque fundamental, de una historia que no estaba seguro de que le
perteneciera, despojándose de ella igual que había decidido desprenderse de su
estudio y de todo su archivo para irse más ligero de Mágina, para instalarse
definitivamente en un fracaso tan apetecido y confortable como la jubilación,
lejos de todo, en una ciudad donde no lo conociera nadie, donde ni él mismo
pudiera encontrar en cada rostro y cada esquina informes apremiantes sobre su
pasado, sobre la larga estafa de su vida, donde las caras que viera por la calle no
fuesen recordatorios o sombras de las que atesoraba en su archivo como una
onerosa memoria que lo mantenía desalojado de la suya. Tenía que averiguar
quién era ella, le dijo al comandante Galaz, rondó en vano a la guardesa de la
Casa de las Torres y a los vecinos desconfiados y hostiles de la plaza de San
Lorenzo y luego, como último recurso, porque le daba escalofríos entrar en la
perrera, acudió al inspector Florencio Pérez, pero no obtuvo ninguna explicación,
probablemente porque el inspector carecía de ella, lo recibió como alelado en su
despacho de la comisaría, asomado a medias al balcón que daba a la plaza del
General Orduña, oculto tras los visillos, mirando a los hombres ociosos que se
congregaban en los soportales y alrededor de la estatua, con un gesto vigilante y
absorto, tamborileando con los dedos de la mano derecha en la pared y en su
propio pantalón y en su escritorio, con un ritmo de una monotonía sin sosiego que
a Ramiro lo ponía nervioso, el inspector no dejaba quietos los dedos ni atendía a
lo que le contaban, como si estuviera en otra parte, como un poeta en busca de
una rima difícil o un detective misántropo a punto de descubrir la clave de un
misterio. El inspector, dijo Ramiro, habría querido ser como aquel detective
gordo de las novelas que lo averiguaba todo sin moverse de su habitación, nada
más que cavilando, deduciendo, penetrando en el espíritu de cada uno de los
habitantes de Mágina. Como criminólogo y funcionario que era —y por reñida y
fehaciente oposición, no como otros que él conocía y que subieron más alto en el
escalafón sin más méritos que el color azul de la camisa remangada y el vibrante
taconazo con que se presentaban al tribunal—, la delación y la tortura le parecían
al inspector Florencio Pérez procedimientos tal vez necesarios, pero en todo caso
indignos, de una rusticidad tan lamentable como el arado romano y el calzado de
esparto, y hubiera querido suplirlos con los avances de la ciencia, el puro rigor
del intelecto deductivo y los prodigios de la telepatía, del hipnotismo y los
detectores de mentiras. Pero si en Mágina la agricultura y el comercio padecían
un atraso medieval, ¿era extraño, le dijo melancólicamente al fotógrafo, que las
fuerzas de orden público debieran recurrir en el cumplimiento de las tareas que
la ley les asignaba a métodos tan rudimentarios como los de los tribunales de la
Inquisición? ¡Micrófonos camuflados en alfileres de corbata, suspiró, cámaras
cinematográficas ocultas en lugar de chivatos mugrientos y de ojos torcidos,
suero de la verdad y no bofetadas y amenazas, silla eléctrica en vez de garrote
vil!
«Insondables enigmas sin respuesta», anotó velozmente antes de guardar en
un cajón de su escritorio la foto que acababa de entregarle Ramiro Retratista, y
se encogió de hombros y su cara larga y quejumbrosa pareció descolgarse como
la máscara de una fiesta fracasada: «Pregúntele a don Mercurio», le dijo,
«puede que él sepa algo». «¿Le ha preguntado usted?». Ramiro pensaba en la
foto que el inspector acababa de guardar, imaginando que el cajón del escritorio
era una nueva sepultura, una afrenta añadida a la ocultación y el olvido. «A mí
no me dirá nada. Se lo prohíbe su credo masónico». Desde el balcón de su
despacho el inspector podía ver, al otro lado de la plaza, las ventanas del
consultorio de don Mercurio, con los visillos siempre echados, y luego su mirada
descendía hacia los soportales, a donde los hombres empezaban a llegar cuando
el sol transparente y frío del invierno del hambre daba en ellos, de uno en uno al
principio, todavía solos y callados, con las cabezas bajas y las gorras caladas,
quietos bajo el sol, en el filo de la acera, golpeando el suelo con los pies para
quitarse el frío, las caras medio ocultas tras las bufandas y desdibujadas por el
vaho espeso de las respiraciones y el humo de los cigarrillos, aguardando
siempre, mirando la torre del reloj y la estatua del general Orduña y el edificio
lóbrego de la comisaría con una especie de enconada paciencia que los hacía
parecer al mismo tiempo invulnerables y vencidos, vigilantes y dóciles.
Conforme se dilataba el espacio iluminado por el sol y retrocedía la sombra de la
muralla y de la torre los hombres se iban agrupando en corros de los que
ascendía un vaho más espeso y común y una sonoridad amortiguada y poderosa
de voces que llegaban al despacho del inspector convertidas en un rumor
monótono. Se olvidó de que Ramiro Retratista aún estaba con él y le dio la
espalda frotándose las manos ateridas, pues nunca entraba en calor en aquel
edificio tenebroso donde el sol no daba sino cuando se ponía y que por estar
adherido a la torre y a un ángulo de la muralla recibía de ellas una humedad que
se adueñaba del inspector subiendo desde los pies y calando poco a poco hasta el
interior de los huesos, a pesar de los calcetines de lana y los calzoncillos tobilleras
de felpa que usaba en secreto, no sin un sentimiento de vergüenza y ridículo muy
semejante al que le producía su invencible afición a los versos, pues no estaba
seguro de que la poesía y los calzoncillos largos fueran compatibles con la
autoridad.
«Pero tendrá usted que investigar quién se la ha llevado», dijo Ramiro
Retratista, «habrá cómplices, seguro que hay testigos, en esa plaza las mujeres
siempre están mirando a todo el que pasa por allí». El inspector no lo oía,
prefería no oírlo para no sentirse radicalmente imbécil, fumaba examinando las
caras mal afeitadas y pálidas de hambre, rígidas de ira, hurañas, embotadas, casi
nunca desconocidas para él, caras de presuntos sospechosos, de agitadores, de
cobardes, de mutilados sin pensión, de pobres sin remedio, de haraganes, de
idiotas, de tísicos, imaginando noveleramente la posibilidad de proveerse de unos
prismáticos y de averiguar conversaciones leyendo los movimientos de los
labios, como contaban que hacía el ayudante sordomudo de Ramiro Retratista.
Desde la atalaya de su balcón, en el primer piso de aquel edificio tan
ignominiosamente llamado la perrera —y no sin razón, tuvo el atrevimiento de
pensar, frotándose las manos martirizadas por los sabañones—, el inspector
cobraba a veces una cálida certidumbre de soberanía, como si al tomar posesión
de su cargo lo hubiera tomado también del mundo que abarcaban sus ojos y que
se resumía satisfactoriamente para él en la plaza del General Orduña. Vigilaba
los grupos que se formaban y se deshacían como estudiando las corrientes del
mar, auscultaba el rumor de las voces, las expresiones de los rostros, los gestos de
las manos, buscando posibles indicios de ira colectiva y de peligro de
sublevación, y si veía espesarse un corro en torno a alguien que hablaba con
aspavientos y moviendo muy rápidamente los labios, lo sacudía un reflejo
inmediato de alarma, un recuerdo borroso de muchedumbres amotinadas y
vendavales de banderas y puños agitándose en esa misma plaza donde el
murmullo de ahora sonaba como un rescoldo apagado de los gritos y los himnos
de entonces, rugidos de las turbas rencorosas, según había escrito él mismo en
aquel soneto al general Orduña que tantos desvelos y malas noches le dio y que
ahora dormía en la carpeta de un expediente, silencioso y cubierto de polvo,
como el arpa de Bécquer, como el cuerpo incorrupto de esa mujer por la que tan
ávidamente le seguía preguntando Ramiro Retratista, como todos los sonetos y
octavas reales y redondillas y décimas o espinelas que llevaba escritos en su
despacho, en las primeras horas ociosas de la mañana, y que nunca se decidiría a
imprimir, qué dirían sus superiores si le descubrieran esa debilidad, peor aún, qué
miedo podría infundirles a los detenidos, qué respeto iba a tenerle el personal a
sus órdenes si un día lo premiaban con una flor natural, ya imaginaba la risa
equina del guardia Murciano y el escarnio de las suposiciones desviadas, será que
el inspector es maricón. Nada más que imaginarse el sofoco, las risas contenidas
en el cuerpo de guardia cuando él pasara escaleras arriba camino de su
despacho, se le acentuó el picor de los sabañones, y para darse ánimos miró con
severidad a Ramiro Retratista, enlazó enérgicamente las dos manos e hizo crujir
las articulaciones de los nudillos, gesto que le confería una serenidad instantánea
desde que advirtió que asustaba a los presos durante los interrogatorios, tal vez
porque lo oían como un aviso del crujido de sus propios huesos.
«No le diga a don Mercurio que ha estado conmigo», dijo. «Y será mejor
que salga por la puerta trasera, no vaya a ser que él lo vea y piense que va usted
de mi parte». Sintiendo la vejación de compartir el camino sórdido de los
delatores Ramiro Retratista salió a un callejón que daba a las espaldas de la torre
y volvió muy deprisa a la plaza del General Orduña, fatigado por la amargura de
tener que ganarse la vida tratando a aquella gente a la que seguía considerando
de manera confusa el enemigo, aunque él, le dijo al comandante Galaz, nunca
entendió de política, tan sólo tenía una nostalgia sentimental de otros tiempos en
los que había sido más feliz y más joven, antes de que el hambre y los apagones
nocturnos y los pesados desfiles de uniformes y sotanas ensombrecieran las
calles de Mágina, cuando no faltaba el trabajo en el estudio de don Otto Zenner y
él no tenía que hacer fotos como un buhonero entre las barracas de la feria ni que
acudir al depósito para retratar caras de muertos, qué diría don Otto si pudiera
verlo, si volviera a Mágina con el juicio recobrado y descubriera que su
discípulo, casi su ahijado, su apóstol, abandonaba de vez en cuando el
sanctasanctórum del estudio para instalarse los domingos en una esquina de la
plaza del General Orduña junto a un caballo de cartón a ver si alguien se decidía
a pedirle una foto ecuestre de sus hijos pequeños.
Cruzó la plaza mirando caras de supervivientes y de muertos futuros,
eludiendo la estatua fusilada del general Orduña, que tenía, sobre su dosel de
alegorías militares, un aire de cadáver recién salido de la tumba varios días
después del entierro, con un ojo de bronce vacío, horadado por un disparo, con el
pecho y el cuello picoteados de balazos y el ademán invencible, la cabeza alta en
dirección al sur, a los terraplenes de la Cava y los azules lejanos de la Sierra. A
dondequiera que volvía sus ojos no encontraba rasgos invariables y figuras
detenidas en ese presente sin tiempo donde creen vivir casi todos los hombres,
sino huellas malogradas o pervertidas de un origen en el que tal vez no faltó la
inocencia y augurios de una veloz degradación que concluiría no muchos años
más tarde en la vejez y en la muerte, en la nada absoluta sin más recuerdo o
consuelo que las fotografías y los nombres labrados en el mármol falso de los
nichos, los pequeños medallones ovales que se incrustaban en ellos tras un vidrio
convexo para que los supervivientes no olvidaran del todo, como aquel retrato
que había en el reverso del escapulario de la mujer incorrupta, el de un hombre
muy joven, se acordaba, con perilla negra y rígidos bigotes, quién sería, en qué
habitación oscura o sótano o armario de la ciudad tenía alguien escondida a la
momia, para qué, únicamente ella, a salvo de la corrupción y vencedora del
tiempo, más real en la imaginación y en la mirada de Ramiro Retratista que
todos esos hombres y mujeres junto a los que pasaba en los soportales, con un
brillo de serenidad o ensimismado deseo en sus pupilas que sería inútil buscar
ahora en los ojos de los vivos, ponme como un sello sobre tu corazón, le había
escrito alguien, como un signo sobre tu brazo. Cada vez que Ramiro se repetía en
voz baja esas palabras sufría un acceso de celos y de desolación, y cuando las
dijo ante don Mercurio, en la habitación que había sido el consultorio del médico
a lo largo de tres cuartos de siglo, sintió un remordimiento de deslealtad, como si
al pronunciarlas se hubiera vuelto repentinamente indigno de aquella cálida
fiebre que la aparición del rostro de la muchacha bajo el líquido del revelado
despertó en él, reviviéndolo, devolviéndole un simulacro de plenitud y fervor que
era del todo ajeno a su experiencia de la realidad y sólo había presentido en la
música y en algunos sueños, en algunas miradas de mujeres que lo sobrecogían
en su retardada y lejana adolescencia, en la efusión vulgar de las canciones que
escuchaba en la radio y que algunas veces interpretaban en Mágina las
animadoras que venían al café Royal, en la calle Gradas, donde muchos años
después estuvo el salón Maciste, una negra jovial y sudorosa que bailaba claqué
y a la que llamaban la Mulata Rizos, una señorita rubia, con falda corta y tacones
de corcho que cantaba con una voz muy aguda y muy dulce una canción de
Celia Gámez, si me quieres matar mírame.
Julián, el cochero de librea verde, el secretario, el ayuda de cámara, lo hizo
pasar al consultorio del médico, tan diminuto y encogido al otro lado de su mesa
que tardó un poco en verlo, distraído por el desorden de los millares de libros que
ocupaban las paredes y el suelo y de los arcaicos aparatos sanitarios que
entorpecían el paso como en el almacén de un abandonado Museo del Progreso o
en uno de esos laboratorios de doctores lunáticos que se ven en las películas.
Julián apartó a un lado un biombo polvoriento con dibujos de pájaros y don
Mercurio, que estaba leyendo con ayuda de su lupa en un libro muy grande, hizo
un desganado ademán como de bienvenida o de fastidio, su mano derecha
alzándose hacia Ramiro Retratista con una especie de trémula bendición
eclesiástica, mucho más viejo que unos días antes, cuando se encontraron en la
cripta de la Casa de las Torres, más viejo o más desaliñado, sin el cuello duro y la
pajarita, sin el colorote que debía de darse en las mejillas antes de salir, con un
batín tan fláccido como una cortina desgastada por el sol y un bonete de
terciopelo en la cabeza, con los ojos fijos, redondos e impávidos, como los de un
gallo de corral, abriéndose y cerrándose con veloces parpadeos mecánicos,
magnífico y temible en su decrepitud igual que un mendigo asiático, pensó
Ramiro acordándose de una fotografía que había visto en un álbum de don Otto
Zenner, esculpido por las sombras de la habitación como en un retrato tenebrista.
Lo invitó a sentarse frente a él agitando en el aire su mano amarilla, lo
escrutó en silencio durante algunos minutos, tan impasiblemente como atendió
luego a sus preguntas, moviendo la cabeza, la nariz húmeda y picuda, que casi le
rozaba la barbilla cuando contraía la boca desdentada, más viejo que cualquier
otro hombre en este mundo, con una astucia de difunto prematuro y burlesco,
mostrando fugazmente entre los labios una lengua aguda y muy roja, como de
ave o de reptil: claro que la había conocido, dijo, pero hasta entonces no la había
visto más que una sola vez, viva todavía, acaso a punto de morir, en la
madrugada remota de un martes de carnaval que en la imaginación de Ramiro, a
medida que escuchaba, fue cobrando un torvo romanticismo de litografía y de
folletín, el médico joven secuestrado por unos desconocidos con capas negras y
máscaras, el brillo bajo la lluvia y las antorchas de la capota de un coche de
caballos, los cascos resonando sobre los adoquines, el caserón a donde don
Mercurio había vuelto setenta años después y en cuyos sótanos se quedó
paralizado al ver la misma cara intacta que sólo vio aquella noche, la mujer
joven y aterrada que al cabo de varias horas de agonía dio a luz un niño
estrangulado por el cordón umbilical. A él luego volvieron a vendarle los ojos y lo
hicieron subir otra vez al coche de caballos y después de darle muchas vueltas
por los callejones para que se desorientara lo dejaron con las primeras luces del
día en la plaza del General Orduña, que entonces se llamaba de Toledo, ahí atrás,
dijo don Mercurio, señalando sin volverse hacia la ventana con los postigos
entornados, y él mismo se quitó el antifaz y vio alejarse rápidamente el coche en
dirección a la Corredera, los cristales con las cortinillas echadas y un postillón de
chistera negra y capa con esclavina haciendo restallar el látigo sobre el lomo del
caballo, en el silencio de la plaza desierta. «Y hasta hoy», concluyó don
Mercurio: «quién iba a decirme que tardaría setenta años en saber adónde me
llevaron».
Pero quién era, repetía Ramiro, por qué fue emparedada, por quién. Juró que
el secreto nunca saldría de sus labios, que él no tenía nada que ver con los
siniestros chivatos de la perrera: si de vez en cuando trabajaba para el inspector
Florencio Pérez era porque no tenía más remedio, para ganarse la vida en esos
tiempos en los que si a nadie le quedaban ganas de mirarse a la cara a quién iba a
ocurrírsele el deseo de perpetuarla en una fotografía. Él siempre estuvo con los
leales, declaró en voz muy baja, él desobedeció las órdenes de don Otto Zenner
y en la noche candente de un sábado de julio corrió al ayuntamiento con gran
riesgo de su vida y se abrió paso a codazos entre la multitud para tomar una
instantánea del comandante Galaz cuando subió la escalinata de mármol dejando
formado a su batallón de Infantería en la plaza de Vázquez de Molina y se cuadró
delante del alcalde, que no acertaba a decir nada y sonreía y temblaba de miedo,
porque se imaginaba que los militares habían venido a detenerlo.
«Se oyeron cosas hace muchos años», dijo don Mercurio. Había escuchado
a Ramiro Retratista con el desinterés de un muerto por los asuntos y las
confidencias de los vivos. «Pero no puedo asegurarle que aquellas
murmuraciones se refirieran a la misma mujer, ni que tuvieran fundamento. Por
entonces la gente era muy aficionada al teatro de verso y a las novelas de don
Manuel Fernández y González. He oído que en estos tiempos luctuosos el
cinematógrafo sonoro y los seriales radiofónicos causan estragos semejantes. Y
ahora que lo pienso, ¿no será usted una de sus víctimas, mi joven amigo?». Las
pupilas de don Mercurio se volvieron más dilatadas y brillantes entre los rugosos
párpados sin pestañas, adquiriendo aquella intensidad fanática que les hacía
parecerse tanto a las de un gallo de corral. Se inclinó sobre la mesa, indicándole
con un gesto de hipnotizador a Ramiro que se acercara un poco más a él, le
apresó la muñeca derecha con dos dedos tan precisos y helados como pinzas de
acero, hundiéndole su pequeño pulgar en el punto exacto donde se notaba con
más viveza el latido de la sangre, tomó de entre las páginas del gran libro de tapas
negras en el que había estado leyendo su lupa con empuñadura de plata y sus
ojos, mientras examinaba la cara de Ramiro, adquirieron un tamaño desaforado
y una expresión monstruosa, como la de los ojos de esos pulpos que el fotógrafo
había visto alguna vez en las pescaderías del mercado. Él, que a tantos muertos
había retratado en el depósito, tenía la sensación de estar asistiendo a su propia
autopsia, pasivo y vulnerable como un cadáver ante el examen indiferente del
médico. «No se moleste, don Mercurio, si yo me encuentro como nunca», dijo,
con la mano todavía aprisionada sobre la mesa, queriendo sonreír. Cuando don
Mercurio lo soltó tenía una mancha morada en la muñeca y el corazón le latía
mucho más de prisa. Esperó sus palabras tan ávidamente como habría aguardado
la sentencia de un juez, o más bien la predicción de un adivino.
«Me lo temía, lo supe en cuanto lo vi. Pulso arrítmico, palidez excesiva e
insana, iris dilatados, lacrimales enrojecidos. Falta de luz solar y de ejercicio
físico y tendencia exacerbada a los desahogos del espíritu. Inhalación habitual de
vapores tóxicos y alimentación desordenada, con dosis insalubres de alcoholes
destilados. Sueño intranquilo y tardío, ausencia absoluta de expansiones carnales,
a no ser algún esporádico recurso a las artes de Onán, no tan perniciosas como
asegura la moral eclesiástica, pero sí insuficientes para el equilibrio de un
organismo adulto.
Semen retentum venenum est
, amigo mío. El celibato, se lo
digo por experiencia, aunque en mi caso, como usted comprenderá, sea una
experiencia arqueológica, requiere para no ser nocivo el contrapeso de un
moderado libertinaje. Pero me va pareciendo que usted es más casto que el casto
José». «No crea, don Mercurio, que aquí donde me ve yo también tengo corrido
lo mío», dijo Ramiro Retratista, pero a él mismo le pareció inverosímil su
embuste, no sólo porque no sabía mentir, sino porque aun en el caso de que
supiera hacerlo estaba seguro de que el médico era capaz de adivinarle el
pensamiento como un temible quiromante que viera en las líneas de sus manos y
en la mirada triste y cobarde de sus ojos todo su pasado y también todo su
porvenir, su censurable afición a las postales sicalípticas de don Otto Zenner, el
miedo y la desdicha que le deparaba siempre la proximidad de las mujeres, su
amor insensato por la fotografía de una momia. «Pero siga contándome, don
Mercurio», dijo, temiendo que el médico hubiera empezado a perder la
memoria, «me decía usted no sé qué de una leyenda».
Le pareció que el médico tardaba en recordar, o que lo fingía, por desgana.
Concluido el examen de la salud de Ramiro Retratista, don Mercurio volvió a
encogerse al otro lado de la mesa, jorobado, diminuto, decrépito, con su batín de
tela de cortina y aquel bonete como de caricatura de usurero, con los ojos fijos y
brillantes bajo la línea hirsuta de las cejas, hundidos en la doble sombra de los
cuévanos que ya muestran la forma indudable de la calavera: así lo fotografió
Ramiro Retratista unos días o unas semanas después, convencido de que entre
todas las caras de Mágina la suya era la única que merecía la inmortalidad de un
retrato. Está sonriendo, con su cara de pájaro disecado echada hacia adelante y
las dos manos unidas sobre un gran libro con las tapas de cuero negro, tal vez el
mismo que Nadia y Manuel han encontrado en el baúl de Ramiro Retratista, pero
tiene la boca un poco torcida como por una apoplejía, y en su mirada hay una
fijeza de pavor. «Leyendas», dijo con desprecio, escupiendo la palabra con su
pequeña lengua rosada, «novelas por entregas»: un conde viejo y misántropo
que vivía en la Casa de las Torres tan aislado como en un castillo medieval,
casado con una mujer mucho más joven que él, asistido perpetuamente en sus
devociones por un capellán que casi era también su ayuda de cámara, tal vez un
pariente suyo de una rama empobrecida a quien él le costeó los estudios
eclesiásticos. «De modo que ya tiene usted el decorado y el reparto», dijo don
Mercurio con sorna cavernosa, «salones de bóvedas, candelabros encendidos,
portalones que crujen, el aristócrata feudal, la dama hermosa y encerrada, el
capellán apuesto. Barítono, soprano y tenor, coro de criados viejos y fieles y de
vecinas chismosas. La dama muy pálida asomándose como una aparición a la
ventana más alta de la torre, el capellán tomando a solas con ella el chocolate
cuando el marido tirano se encuentra inspeccionando sus posesiones rurales,
baldías, por supuesto, hipotecadas hasta la veleta del último palomar. De pronto el
capellán desaparece y no vuelve a saberse nada de él, dicen que era un
sinvergüenza y que ha muerto en una riña de tahúres o que ha tenido que ocupar
a la fuerza una parroquia en el arzobispado de Filipinas. Al poco tiempo, el viejo
aristócrata y su esposa también salen para un viaje muy largo. Dicen que ella ha
enfermado de tisis aguda y que el esposo ha malvendido su palacio y sus últimas
fincas para pagarle la estancia en un sanatorio de los Alpes. Pero también dicen
que no es seguro que fuese ella quien subió al coche de caballos con su marido,
porque llevaba cubierta la cara con un velo negro, y hubo a quien le pareció
menos alta, o más gorda de lo que recordaban, aunque casi nunca la habían visto.
Y aquí termina la historia, amigo mío. No hay último acto, o se ha extraviado el
último pliego del folletín. ¿Mató el conde Dávalos a su esposa joven y adúltera y
al capellán que había hecho doblemente escarnio de sus votos y de la lealtad
debida a su señor? ¿La emparedó en el sótano de la Casa de las Torres y compró
el silencio de la criada que se puso su vestido y su capa de viaje y se cubrió la
cara con un velo para hacerse pasar por ella? Amigo mío, novelas por entregas,
barbas de estopa, mazmorras de cartón». La risa amarga de don Mercurio sonó
como una tos muy seca: hundió la barbilla en el pecho, alzó luego los ojos
despacio, mirando oblicua y fijamente a Ramiro Retratista, que había empezado
a notar en él un olor a polvo tan rancio como el de la momia. Don Mercurio abrió
el libro al azar y usó la lupa para leer en voz alta, siguiendo las líneas con un
curvado dedo índice:
«Como el que toma la sombra y persigue al viento es aquel
que mira en sueños. La visión de los sueños es una cosa que se parece a otra, y
como una semejanza de rostro delante de otro rostro. Del inmundo, ¿qué cosa
saldrá limpia? Y del falso, ¿qué cosa verdadera
?». «Pero no es un sueño, don
Mercurio, esa mujer estaba allí, usted y yo la hemos visto, y ahora la han
robado». El médico no le respondió. Se lo quedó mirando, las dos manos unidas
sobre las anchas hojas del libro, le sonrió con un aire fatigado de piedad o de
burla, volvió a ponerse la lupa ante el ojo derecho y fue bajando el dedo índice a
lo largo de la misma página donde había leído hasta encontrar lo que buscaba:
«Yo muchas cosas he visto en mi peregrinación, y más cosas entiendo de las que
puedo decir»
.
C
UANDO LLEGABA EL BUEN TIEMPO
, en las tardes de abril, cuando flotaba
el polen en el aire dorado y quieto de la plaza y los hombres traían del campo
ramas recién florecidas de olivos cuyos brotes amarillos, de un amarillo más
intenso y limpio que el de los jaramagos, eran examinados como el primer
augurio de la cosecha futura, mi bisabuelo Pedro se sentaba a tomar el sol en el
escalón, con su perro echado entre las piernas, y los dos presenciaban en un
silencio impasible los juegos de los niños y el paso de los hombres y de los
animales, el desfile diario de la gente nómada y desconocida que no pertenecía a
nuestras calles ni tampoco a Mágina y declamaba sus pregones con acentos
extraños, los afiladores gallegos que hacían sonar sus flautas mientras llevaban
del manillar una bicicleta que plantaban luego en el suelo en posición invertida
para girar la piedra de asperón con el impulso de la rueda, los traperos que
pedían a gritos alpargates viejos y pieles de conejo, los hojalateros cetrinos que
parecían recién chamuscados en un horno, en las calderas de Pedro Botero, los
temibles carboneros de cara negra y brillantes ojos de africanos, los manchegos
con blusas negras y romanas al hombro que llevaban quesos en sus blancos sacos
de lona, y que llamaban siempre a casa de Bartolomé, porque era el único en
toda la plaza que tenía dinero para comprarles sus quesos grandes y rudos como
panes, los mendigos solitarios y huraños, los mendigos rezadores, los matrimonios
viejos de mendigos que hacían sonar una escudilla de lata cantando al unísono las
letanías de la Virgen del Pilar y la canción de Rocío, ay mi Rocío, manojito de
claveles, los ciegos que recitaban romances de milagros y crímenes guiados por
sus lazarillos, niños de cabeza pelada bajo la boina y chaquetas de adulto con los
bolsillos desfondados y un brazal de luto en la manga, los vendedores de tiestos y
cántaros con sus burros enjaezados de amarillo y de rojo, los arrieros blasfemos,
los gitanos colchoneros y paragüeros, los que cambiaban garbanzos crudos por
garbanzos tostados, los cabreros y vaqueros que bajaban con sus manadas al pilar
de la muralla dejando a su paso un hedor de estiércol y una polvorienta sequedad
de barbecho, los campesinos tan pobres que ni siquiera tenían una bestia y subían
del campo doblados bajo una carga de leña o un saco de aceituna rebuscada en
los olivares de otros, de hortaliza o de hierba.
Pero no es mi madre ahora, soy yo quien recuerda, quien enumera para
Nadia y para mí mismo las figuras de ese tiempo sin fechas que su imaginación
tiende a situar en otro siglo, no en la memoria y en la vida de alguien que tiene
aproximadamente su misma edad y que se abraza estrechamente a ella para
hablarle al oído en la fatigada oscuridad de una noche de amor mientras muy
lejos, al otro lado del océano, en la cima de una larga colina que parece mucho
más alta si se la mira desde la orilla del Guadalquivir, el sol lleva varias horas
brillando sobre los tejados pardos y las torres color arena de Mágina, sobre las
fachadas y las tapias blancas del barrio de San Lorenzo y la maleza y el musgo
que coronan las bardas y los cobertizos de los corrales abandonados, como una
escenografía intacta de la que desertaron hace tiempo los actores y el público
dejando sin embargo en el aire el estremecimiento de sus voces, igual que
cuando acaba de hacerse de noche y todavía queda en el silencio un rescoldo de
los sonidos del día: la flauta monótona del afilador, las esquilas de las ovejas, el
pregón agudo del hojalatero, los golpes en los llamadores de las casas, las voces
de los niños que aún siguen jugando a la luz de las bombillas a pesar de que hace
rato que sus madres los llamaron para que volvieran. Un viejo aparecía todas las
tardes a la misma hora doblando la esquina de la Casa de las Torres y avanzaba
encorvado hacia la calle del Pozo, porque vivía un poco más arriba, en la de los
Hortelanos, y al llegar frente a mi bisabuelo soltaba el saco para tomar un
respiro, se limpiaba el sudor y le decía: «Pedro, ya no quedamos más que tres y
don Mercurio», y luego se echaba otra vez su carga a la espalda y seguía
caminando a pasos breves y lentos, parecía que en cualquier momento iba a caer
desfallecido bajo el peso liviano de su saco de hierba, porque era el hombre más
viejo que mi madre había visto nunca, con las rodillas curvadas y temblorosas,
con las manos moradas, con los ojos húmedos y los párpados tan caídos que
mostraban el rojo crudo de los lacrimales, con una expresión de animal
abandonado en las pupilas. Le preguntaba a su abuelo por qué aquel hombre le
decía todas las tardes lo mismo, pero él no le contestaba, le sonreía y le
acariciaba las mejillas y continuaba absorto en algo que ella no podía descubrir,
en la contemplación de los tejados de la plaza o de las copas de los árboles o de
las caras de los desconocidos que pasaban, siempre callado, pero no hostil hacia
ella, mirándola rociar de agua el empedrado frente a la puerta de la casa y
barrerlo luego con la misma desenvoltura de mujer adulta con que llevaba en
brazos a sus hermanos menores o se arrodillaba con un trapo empapado en la
mano para fregar las losas del portal: la miraba, se acuerda ella, con dolor y
ternura, la vio crecer mientras él permanecía sentado inmutablemente junto al
fuego o en su silla baja del corral o en el escalón de la puerta, y ella nunca
pensaba que pudiera morir alguna vez, que se volviera con los años tan frágil y
patético como aquel hombre que pasaba todas las tardes junto a su casa con un
saco de hierba a la espalda y se detenía jadeando para decirle, unos meses
después: «Pedro, ya no quedamos más que dos y don Mercurio». Le preguntó a
su madre, pero Leonor Expósito se encogió de hombros y le dijo que ella
tampoco comprendía esas palabras, eran cosas de viejos: no le gustaba hablar de
la juventud de su padre, tal vez porque sabía muy poco de ella, pero sobre todo
por la vergüenza de acordarse de que no tenía apellidos legítimos, recién nacido
lo abandonaron en la inclusa, y le pusieron Pedro por el día en que fue recogido
por las monjas y Expósito Expósito como una doble injuria de la que era inocente
pero que iría con él, adherida a su nombre, hasta que se muriera, y que ella, mi
abuela, transmitiría a sus hijos en el segundo apellido, una mancha que no puede
borrarse, le decía teatralmente mi abuelo Manuel cuando quería herirla, cuando
llegaba bebido de la taberna y la golpeaba y buscaba a sus hijos por las
habitaciones azotando las paredes y los muebles con la hebilla de su cinturón,
grande y brutal, desconocido, tan amenazador como los gigantes de los cuentos,
sentía mi madre, oyendo sus pasos que hacían temblar las escaleras y las
baldosas de los dormitorios mientras se quedaba escondida y sin respiración bajo
una cama o bajo las faldillas de una mesa, tapándose los oídos con las manos y
apretando los dientes para no escuchar los gritos, los correazos y el llanto, o junto
a su abuelo Pedro, cobijada entre sus piernas igual que su perro sin nombre.
Creció así, sometida por el miedo, alimentada por él, temiendo siempre la
inminencia de la desgracia y el castigo, conmovida por las canciones de la radio
y por las fotografías de galanes en blanco y negro que veía al pasar en las
carteleras de los cines, pues hasta mucho tiempo más tarde, cuando tuvo novio
formal, no pudo ver ninguna película, y aun entonces sus padres la obligaban a ir
escoltada por sus hermanos menores, que la llamaban a gritos desde el gallinero
y les tiraban a ella y a su novio, mi padre, cañamones y cáscaras de pipas, y los
seguían por la calle Nueva cuando se paseaban, sin tomarse nunca del brazo, casi
sin dirigirse la palabra, rígidos con sus ropas de domingo, callados y torpes,
inhábiles para decirse las palabras que decían los hombres y las mujeres en las
películas y en las novelas de la radio, las que él mismo le escribía en sus cartas
de amor cuando la estaba pretendiendo. Tenía ya dieciséis o diecisiete años y el
miedo infantil se había trasvasado intacto a las incertidumbres de la adolescencia,
el miedo y también el sentimiento de no merecer nada y de vivir para siempre
en una perpetua postergación en virtud de la cual le estaban prohibidos los deseos
y los modestos privilegios que pertenecían a las otras muchachas, las mismas a
las que había visto jugar en la plaza de San Lorenzo tras los visillos de las
ventanas o desde la puerta entornada de su casa y que ahora salían los domingos
con zapatos de tacón y con los labios pintados y no enrojecían bajando la cabeza
cuando un hombre las miraba. Se levantaba antes de amanecer, traía del último
corral una brazada de palos para encender la lumbre, temblaba de miedo cuando
oía en las escaleras los pasos y la tos de su padre, le preparaba la fiambrera con
su comida para el campo, les calentaba la leche a sus hermanos, medio dormidos
todavía, obedeciendo al padre con un terror silencioso, resignados a no ir a la
escuela y a trabajar hasta la noche con una furia desesperada de adultos,
sacando el estiércol de la cuadra, aparejando a los mulos, cargando en ellos las
azadas o las varas, ya vestidos para siempre de hombres, con chaquetas viejas y
boinas y pantalones de pana. Sacaba agua del pozo, preparaba los cántaros para
ir a la fuente antes de que se llenara de mujeres, ponía frente al fuego la silla
donde un poco después se sentaría su abuelo, que se levantaba un poco más tarde
para no encontrarse con su yerno, y cuando Pedro Expósito bajaba ya le tenía
preparado un tazón de leche caliente y un gran pedazo de pan que él compartía
con su perro, ofreciéndoselo desmigado en la palma de la mano, sentados los dos
al calor de la lumbre, indescifrables y viejos, mirándola moverse sin tregua para
fregar los platos sucios o barrer la cocina, para traer otra brazada de leña a la
lumbre, muy frágil, la imagino, con su pelo ondulado y su cara redonda, como
en las fotografías, frágil y enérgica, debilitada por el hábito del hambre y la
crueldad del trabajo, con esa gravedad excesiva que hubo en todos ellos desde el
final de la infancia, con alpargatas de lona, con un mandil de su madre atado a la
cintura, haciendo las camas demasiado altas para ella y limpiando el polvo y
vaciando los orinales, levantando luego a sus hermanos más pequeños, lavándoles
las caras y vistiéndolos para ir a la escuela mientras mi abuela Leonor tejía con
velocidad incesante esteras de esparto en el portal y mi bisabuelo se quedaba
mirando las ascuas de la lumbre como si viera en ellas la extensión infinita de su
vida, las catástrofes y los resplandores, la oscuridad de su origen y de las
penalidades que pasó en la guerra de Cuba.
Pero él nunca hablaba de eso, y cuando pienso en todas las voces que han
modelado mi imaginación noto entre ellas la ausencia de la suya y no soy capaz
de intuir cómo sonaba, lenta, supongo, muy suave, dice mi madre, hablaba tan
bajo que era muy difícil entenderlo, con el mismo sigilo con que se movía o se
quedaba tan quieto durante muchas horas que era posible olvidar que aún estaba
allí, sentado en el escalón de la puerta, con las manos enlazadas sobre las rodillas,
con una brizna de paja o de hierba entre los labios, y esa mirada lejana que se ve
en la foto de Ramiro Retratista y que oculta su memoria tan definitivamente
como mientras vivía la ocultó su silencio: dormitorios lóbregos en un orfelinato,
amaneceres de desconsuelo infantil, agua fría en la cara, manos frías de monjas
y rumores de tocas, hace más de un siglo, en un tiempo sin huellas que sin
embargo extiende sus hilos desde la oscuridad para llegar a mí y es una parte en
la urdimbre de mi vida, el hombre y la mujer que lo adoptaron cuando tenía
cinco o seis años y a los que llamó siempre sus padres, incluso cuando alguien
vino a decirle que si quería conocer a su verdadera familia heredaría mucho
dinero y no tendría que seguir trabajando a jornal en el campo: imagino la
expresión de su cara y el modo en que miraron sus ojos al emisario, primero sin
responder nada, sin creer del todo lo que estaba escuchando, luego ladearía un
poco la cabeza, miraría al suelo, con un gesto tal vez parecido al que tiene en la
única foto que le hicieron en su vida, y diría muy suavemente: «A mi familia ya
la conozco. Los que me abandonaron no son nada mío».
Le digo esas palabras a Nadia y mi voz es una resonancia de la voz nunca
escuchada de mi bisabuelo Pedro y de la de mi madre, que tal vez las había
aprendido de la suya, o de mi abuelo Manuel, tan aficionado a las frases sonoras.
Igual que cuando estoy en una cabina de traducción, mi voz es un eco y una
sombra de otras que me hablan al oído: pero ésta, tan remota, no se pierde ni se
deshace en el vacío y en la confusión de las palabras, perdura entre ellas con un
brillo de metal, con el calor de un ascua todavía ardiendo bajo las cenizas. Eso
queda de la vida entera de un hombre, su cara en una foto que él no hubiera
permitido que le hicieran y unas pocas palabras dichas en voz baja que
decidieron irrevocablemente su porvenir. No sólo eso: también la silenciosa
bondad y el tranquilo coraje, el modo en que se quedaba mirando a su nieta y la
llamaba con un gesto de la mano y le acariciaba el pelo y la cara, y una fiera
determinación de callar cuando se abatió sobre él el doble cataclismo de la vejez
y de la guerra. En la casa de al lado, la del rincón, donde vivió el ciego González,
había vivido siempre el único amigo de mi bisabuelo Pedro, que combatió en
Cuba junto a él y fue fusilado sin explicación a los pocos días de que entraran en
Mágina las tropas, cuando mi abuelo Manuel ya estaba preso. En los demorados
atardeceres de abril y de mayo, cuando dejaban de oírse los chillidos de las
golondrinas y los vencejos cruzaban como aviadores suicidas entre las gárgolas
de la Casa de las Torres, el viejo que venía del campo con su saco de hierba se
paraba junto a mi bisabuelo y se limpiaba la frente con un pañuelo sucio antes de
decirle: «Pedro, ya sólo quedamos dos y don Mercurio». Una tarde, cuando ya
tenía diecisiete años, mi madre logró entender por fin el significado de esas
palabras monótonas, viendo aparecer al viejo en la esquina de la plaza al mismo
tiempo que escuchaba el toque de difuntos en las campanas de Santa María. El
hombre dejó el saco en el suelo, más fatigado y con los ojos más enrojecidos
que nunca, hizo un gesto en la dirección de donde venían las campanadas y dijo:
«Pedro, doblan por don Mercurio. Ya no quedamos más que tú y yo. Te
acuerdas, si no llega a ser por él nos come la fiebre en aquellos pantanos»: aquel
hombre dedicaba los últimos años de su vida a llevar la cuenta de los
supervivientes de la guerra de Cuba que iban muriéndose en Mágina, y tal vez
cuando supo que don Mercurio, que los había asistido en un hospital de La
Habana, acababa de morir, miró a mi bisabuelo Pedro con una insoportable
sensación de soledad, porque ya eran dos extraños en el mundo de los vivos y la
próxima vez que llegara la muerte para reanudar el exterminio de la quinta del
noventa y cuatro tendría que elegir a uno de los dos.
Dice mi madre que una tarde aquel hombre no apareció: desde que
comprendió el vínculo que lo unía a la vida de su abuelo ella empezó a espiar en
secreto su llegada, temiendo no verlo, y si estaba en las habitaciones altas de la
casa se asomaba de vez en cuando a uno de los balcones en busca de su figura
encorvada, o bajaba al portal y con cualquier pretexto permanecía cerca de su
abuelo mientras el sol aún brillaba en las veletas de la Casa de las Torres y
envolvía a las gárgolas en una luz rojiza, y al principio, los primeros días de su
desaparición, quiso pensar que aquel hombre tal vez habría variado su camino, o
que estaba enfermo, y más de una tarde, en la distancia y en la claridad confusa,
lo confundió con otro, pero aunque ni ella ni su abuelo se dijeron nada un día se
cruzaron sus ojos cuando él se levantó del escalón y entró despacio en el portal
oscurecido y los dos supieron lo que estaban pensando, y desde entonces Pedro
Expósito no volvió a salirse a la puerta para tomar el sol y casi dejó de hablar
hasta con su perro. Fue entonces cuando mi madre empezó poco a poco a
aceptar con lucidez y cobardía la posibilidad inconcebible de que su abuelo no
tardaría mucho en morir, que desaparecería imperceptiblemente del mundo, del
escalón donde se sentaba, del corral, de su silla de anea junto al fuego, igual que
ese hombre había desaparecido sin rastro de una cierta hora de la tarde y de una
esquina de la plaza de San Lorenzo. Y notaba con remordimiento que ya había
empezado a alejarse de él por una ley despiadada que separa sin remedio a los
vivos de los muertos igual que a los enfermos de los sanos y traza entre ellos una
frontera invisible que ni el amor ni la compasión ni la culpa pueden quebrantar. Él
la miraba ya desde el otro lado de ese límite, con una pudorosa expresión de
piedad y renuncia, imaginando tal vez como recuerdo doloroso y futuro el rápido
final de su adolescencia y su ingreso en la vida definitivamente cruel de las
mujeres y los hombres adultos: adivinaba mirándola su timidez y su terror, el
disgusto que le producía verse en los espejos, su incapacidad de no sufrir y de
atreverse a desear lo que hubiera merecido. Habría querido protegerla como
cuando era una niña y se cobijada entre sus rodillas, pero tampoco había sabido o
podido proteger a su hija Leonor, y había padecido como una lenta humillación
el desgaste de su belleza y de su juventud, aniquiladas por los partos continuos, el
trabajo sin recompensa ni alivio y la brutalidad y la sinrazón de mi abuelo
Manuel, a quien una vez le dijo: «Estás matando a mi hija con cuchillo de palo».
Ahora miraba a su nieta y veía repetirse en ella la cara predestinada de una
víctima, pero estaba tan fatigado ya de la monotonía del dolor que sólo deseaba
perentoriamente morir.
Cuando mi padre llegara de visita las primeras veces lo examinaría en
silencio como a un probable enemigo: un muchacho muy serio, que la había
rondado preceptivamente durante varios meses sin dirigirle la palabra, que se
había detenido todas las noches debajo de su balcón y le enviaba cartas copiadas
sin duda del mismo manual de donde las había copiado treinta años antes mi
abuelo, no por falsedad ni por amor a la literatura sino porque era eso
exactamente lo que había que hacer. Cuándo se conocieron, cuándo detuvo él por
primera vez sus ojos en ella, por qué la eligió: grupos de muchachas tomadas del
brazo paseando por el Real y por la calle Nueva las tardes de domingo, yendo
con velos blancos a la misa de Santa María, volviendo a casa antes de que se
hiciera de noche, desalentadas, con los pies doloridos por los zapatos de tacón,
cubriéndose la boca con la mano cuando se reían. Para ella, que no salía casi
nunca, subir a la plaza del General Orduña y a la calle Nueva sería como visitar
otro mundo más parecido al cine que a la realidad, un vértigo de aventura y de
promesas relucientes y amargas que no iban a cumplirse. La melena rizada, con
la raya a la izquierda, un lazo o una flor de trapo en el pelo, la sonrisa insegura de
quien aprieta los labios para que no se le vean los dientes, esa cara a la que dicen
que se parece tanto la mía. Nadia mira la foto y sonríe al compararla en silencio
conmigo. Las cejas, dice, la barbilla, los ojos, la negrura del pelo. Le gusta
reconocer los rasgos que ama en alguien que no soy yo: igual que la memoria y
que las palabras que decimos, tampoco nuestras caras nos pertenecen del todo.
Lo entiendo ahora, cuando veo la mirada y los pómulos de Nadia en una foto de
su padre, cuando reconozco una sombra o un rastro de su identidad en esas fotos
de su hijo que hay repartidas con un cierto aire engañoso de azar por las
habitaciones de la casa.
Pero estoy seguro de que ella nunca había pensado que un hombre pudiera
elegirla: el amor era algo que les ocurría a otras mujeres, a las primeras
muchachas de la vecindad que encontraron novio y dejaron de salir para
siempre con sus amigas, a las mujeres de las canciones y de las novelas de la
radio cuyos nombres decía el locutor en los programas de discos dedicados, el
día de San Valentín. Postales con corazones atravesados por flechas y nubes de
color rosa donde se tendían como en un colchón amorcillos que guiñaban un ojo,
rimas en cursiva, galanes de pelo planchado y bigote de pincel que se
arrodillaban ante señoritas como de otro siglo en pérgolas muy parecidas a las
que se veían en los jardines pintados de Ramiro Retratista. Conversaciones en voz
baja y risas sofocadas durante las clases de costura, en la cola de la fuente o en
las cuadrillas de aceituneras, miedo y vergüenza y deseo humillado en la
amenazadora penumbra de los confesonarios, junto a una celosía donde
murmura penitencias una voz que no parece del todo masculina. Por la noche,
antes de acostarse, cuando ya estaban apagadas todas las luces de la casa y sólo
se oía el rumor de los animales en la cuadra, se acercaba temblando al balcón de
su dormitorio y entreabría cautelosamente un postigo para ver aquella silueta
inmóvil en la plaza, su sombra diagonal bajo la luz de la bombilla de la esquina, la
lumbre del cigarro. Había escuchado sus pasos cuando bajaba por la calle del
Pozo, había sabido con una temerosa incredulidad que era él, lo conocía de vista,
era hijo de un hortelano y vivía cerca de allí, en la calle Chirinos, cerca y lejos a
la vez, porque era más allá del Altozano, y esa plaza, tan grande y tan sombría de
noche, tan batida por el viento durante los temporales, era como una tierra de
nadie que separaba los dos barrios contiguos, el de San Lorenzo y el de la Fuente
de las Risas, como si aún perdurara intacta la franja de la muralla medieval en la
que hasta hace siglo y medio se abría la puerta gótica de la calle del Pozo. Se
llamaba Francisco, lo conocía porque era amigo de su hermano mayor, mi tío
Nicolás, algunos domingos los había visto juntos por la calle Nueva, iban siempre
con otro un poco más pequeño que ellos, el primo Rafael, que fue el último de los
tres en peinarse con el pelo hacia atrás y en usar pantalón largo. He reconocido
sin vacilación a mi padre en una foto del archivo de Ramiro Retratista que nunca
vi en mi casa, y al encontrar entre tantas caras en blanco y negro de muertos y
desconocidos de Mágina sus rasgos tan próximos todavía a la infancia y sin
embargo tan inalterablemente destinados a trazar su cara de adulto he sentido la
misma íntima certeza de que entre todos los hombres sólo él era mi padre que
cuando lo veía de niño conversando con otros o atendiendo a una nube de
parroquianas locuaces en su puesto del mercado, alto y joven, con el pelo ya
blanco, con una desconcertante jovialidad que no manifestaba casi nunca a los
suyos, con una chaqueta blanca que a mí me parecía más limpia que la de todos
los demás vendedores, de un blanco que brillaba con la misma blancura recién
lavada de los tallos de las acelgas dispuestas sobre el mostrador de mármol.
Están sentados los tres en la moto con sidecar de Ramiro Retratista,
seguramente una tarde de la feria, a principios de octubre, mi padre y su primo
Rafael y mi tío Nicolás, mi tío en el sillín, fingiendo que conduce, y mi padre y
su primo en el sidecar de dos plazas, de espaldas a un paisaje alpino pintado
minuciosamente sobre un lienzo de lona por don Otto Zenner. Con las gafas de
aviador en la frente y la mandíbula adelantada y ansiosa mi tío Nicolás se inclina
sobre el manillar como si de verdad corriera contra el viento, y sus ojos tienen
una expresión asustada y fanática. Mi padre y su primo Rafael se aferran a los
pasamanos cromados del sidecar como sacudidos por el ímpetu de la carrera,
parece que no pueden quedarse quietos ni contener la risa, agárrate, primo, diría
Rafael, que vienen curvas, no corras tanto, Nicolás, que nos matamos, y Ramiro
Retratista, humillado fotógrafo callejero por necesidad, tendría que sacar la
cabeza de la cortinilla y pedirle al ayudante sordomudo que no disparase todavía
el
flash
, desalentado, reprimiendo la ira, que os estéis quietos, hombre, que va a
salir movida, eso le pasaba por rebajarse a hacerle fotos a aquella chusma de la
feria en lugar de quedarse en el estudio a esperar la visita de gente principal,
damas de cuello largo y caballeros de bigote retorcido y chaleco con reloj que
habían posado veinte años atrás ante don Otto con la misma dignidad inmóvil con
que posarían para un retrato al óleo, no esos zangalitrones de pelo crespo y
aceitoso y manos ásperas que olían a estiércol y a sudor y se le reían en la cara,
Ramiro, que te miro, decía el primo Rafael, sacando la cabeza y ocultándola en
seguida tras el hombro de su primo. De los tres él es quien tiene más cara de
niño, peinado con raya todavía, y no con el pelo aplastado hacia atrás, el único
que ríe abiertamente y no exhibe un cigarrillo en la mano izquierda —llevarlo en
la derecha era costumbre de mujeres y de maricones— con un inseguro ademán
de jactancia: le bastaba la felicidad de haberse puesto un pantalón largo y de
haber ido a la feria con su primo Francisco, hacia quien sentía esa lealtad
apasionada y devota que surge con la adolescencia y se extingue casi al mismo
tiempo que ella, y estaba tan contento que ni se acordaba de su padre, el tío
Rafael, quien por culpa de una cadena de azares desgraciados llevaba diez años
en el servicio militar, pues iba a licenciarse cuando empezó la guerra, combatió
en ella en primera línea y al terminar lo alistaron los franquistas otra vez de
recluta, ya que la mili con los rojos no valía, con lo orgulloso que él estaba de
haber servido a las órdenes del comandante Galaz. «Rafael», le decían los
bromistas canallas a su hijo, «¿dónde está tu padre?», y él contestaba: «en el
Servicio», previendo resignadamente las carcajadas que vendrían a
continuación: «Pues ya que se espere un poco y os licenciáis juntos».
En la foto mi padre tiene el pelo ondulado y muy corto y sonríe igual que
ahora, con la misma reserva de solitario y emboscado: cumpliría muy pronto
catorce o quince años y aún no sabía que iba a enamorarse de la hermana de su
amigo Nicolás, y su piel ya era casi tan oscura y sus manos tan fuertes como las
de sus mayores, pues desde que tuvo diez años había trabajado en las huertas a la
par de los hombres, y el orgullo se le nota en la cara, una confianza tranquila en
sí mismo, una precoz severidad que el rancio traje de adulto y la sonrisa
acentúan y que tal vez no procede de su envaramiento ante la cámara. Tenía
prisa por crecer cuanto antes, por buscarse una novia y ahorrar lo suficiente para
comprar una vaca y luego un caballo y una huerta que tuviera mucha agua y
fuera sólo suya, no como la de su padre, que era arrendada. Lo miro y
comprendo que ya entonces lo acuciaba el deseo que tan en vano quiso
transmitirme muchos años después, convertirse en un hombre disciplinado y
respetable y trabajar para sí mismo, comprar vacas y olivos y tener un hijo
varón que le ayudara siempre: pero en la pensativa ambición que noto en su cara
de adolescente no hay rastro de desmesura o de soberbia, sólo una certidumbre
innata de su voluntad, que no distinguía lo deseable de lo necesario ni albergaba
sueños que el tiempo y la constancia no pudieran cumplir.
Porque la infancia había terminado tan prematuramente para ellos que luego
casi no recordaban haberla conocido: fueron apartados de la escuela por la
llegada de la guerra y un día descubrieron que faltaba el padre en la casa y que
para sobrevivir tenían que abandonar los juegos en la calle igual que unos meses
atrás habían abandonado las aulas y aprender la disciplina de un trabajo que les
rompía los huesos y les desollaba las manos con el trato de las sogas y de las
azadas y les aplastaba los hombros bajo las cargas de leña o de estiércol o de
aceituna que los hombres ausentes ya no podían levantar. Crecieron en la
incertidumbre de la guerra y en la penuria del racionamiento y se aclimataron a
ellas como si fueran los atributos naturales de la vida, se hicieron fuertes y
tenaces antes de que se les endurecieran los huesos, se les quemó la piel cuando
aún no habían empezado a afeitarse, adquirieron una coriácea gravedad que
muy pronto les hizo parecer mayores de lo que eran y que ya nunca perderían,
y sólo muchos años después, cuando han notado que envejecen antes de tiempo,
descubren que no en su memoria, sino en el dolor de las rodillas y en la
desconcertante fragilidad de sus vértebras, ha perdurado la injuria de una
temprana expulsión de la que ni siquiera se quejaron cuando la sufrían,
aletargados en el fatalismo y en la irrealidad de la infancia, como cuando los
despertaban antes del amanecer para que fueran al campo y bajaban medio
dormidos por los caminos de las huertas llevando al hombro una hoz o una azada
que apenas sabían manejar.
Quiero imaginarme los días de su pubertad y saber qué sintió las primeras
veces que miraba a mi madre y comprendo que es una tarea imposible, que no
sólo me la vedan el desconocimiento y el anacronismo, sino también el pudor.
Casi nunca hemos tenido una conversación verdadera: casi nunca me ha hablado
de sí mismo. Cuando yo era niño me señalaba la cicatriz de una sangría que tiene
en el cogote y me contaba que se la había hecho el alfanje de un moro en las
guerras de África. Sé de él lo que he visto en sus fotografías, casi lo mismo que
puede saber Nadia mirándolas. Ese aire de orgullo, soledad y decencia, esa
manera de inclinarse con solicitud y ceremonia hacia mi madre en una de sus
fotos de bodas. Casi diez años más joven de lo que yo soy ahora mismo,
hermético y seguro, con un presentimiento de frialdad en su mirada y en sus
labios. Se inclina hacia ella y le sonríe porque Ramiro Retratista le ha dicho que
lo haga. Soy incapaz de imaginarlo vencido por una pasión que no sea la de su
soledad y la de su trabajo, necesitando a alguien o echándolo de menos,
desvelado por el recuerdo de una mujer, acariciando a mi madre y diciéndole
una palabra de ternura en aquella habitación donde se mudaron al casarse y
donde yo nací, el cuarto de la viga, tan cerca del cuartel que medían las horas
según los toques de corneta. Lo que me desconcierta no es saber tan pocas cosas
sobre él: es la certeza de que mi ignorancia es de antemano tan irremediable
como si ya estuviera muerto. Pero podría marcar un número de teléfono y
preguntarle, y sé que no seré capaz de hacerlo ni cuando esté frente a él y nos
hayamos quedado solos en la mesa del comedor, solos y callados, mirando la
televisión mientras mi madre, en la cocina, friega los platos y me prepara un
café. Una vez, por la radio, me oyó traducir un discurso de no sé qué jerifalte
extranjero. Oye la radio siempre, tiene un transistor que lleva consigo al campo
y que guarda bajo la almohada cuando se acuesta, y lo primero que hace al
levantarse, a esas horas inhumanas a las que se levanta para ir al mercado, es
encender la radio en la cocina y oír las noticias mientras se prepara un café y
disfruta del silencio de la casa donde todos duermen todavía. Aquella vez me
dijo: «Nunca te había oído hablar tanto rato seguido».
Tampoco él sabe casi nada de mí: qué pensaría si viera a Nadia, cómo
hablaría con ella, levantaría mucho la voz, porque es extranjera, está convencido
que con los extranjeros y por teléfono hay que hablar muy alto para que lo
entiendan a uno. Cuando tenía once años, después del final de la guerra,
sembraba yerbabuena junto a las acequias de la huerta para vendérsela luego a
los moros de las tropas de ocupación, que la usaban para perfumar el té.
Ahorraba una parte de su mínimo beneficio con la intención de comprarse
alguna vez una vaca y gastaba el resto en cigarrillos de matalahúva y en entradas
de gallinero para las actuaciones de las compañías de revista, que llegaban a
Mágina en la feria de octubre y en las semanas siguientes al final de la aceituna,
cuando había dinero en la ciudad y los hombres no estaban tan cansados que se
caían de sueño después de la cena. Lo imagino subiendo a toda prisa de la huerta
las tardes de domingo, igual que yo mismo muchos años después, impaciente por
lavarse a manotazos de agua fría en la palangana de la cocina y vestirse con su
traje de adulto y peinarse con brillantina frente a un trozo de espejo, subiendo
luego con sus amigos, mi tío Nicolás y su primo Rafael, en dirección a la plaza
del General Orduña, haciendo sonar jactanciosamente en los bolsillos algunas
monedas, mirando las piernas de las muchachas y oliendo el rastro de perfumes
intensos y vulgares que dejaban como una promesa en el aire al pasar junto a
ellos. Lo veo salir de su casa de noche, después de descargar la hortaliza en el
mercado, seguro al fin de su hombría, recién afeitado tal vez, deteniéndose en la
esquina del Altozano para encender un cigarrillo, menos nervioso que resuelto,
encaminándose hacia la calle del Pozo con las manos en los bolsillos del pantalón,
el cigarro en un ángulo de la boca y los lentos andares masculinos de los hombres
del campo, con las piernas un poco arqueadas, bajando hacia la plaza de San
Lorenzo no para hablarle a mi madre ni para llamar a su casa, a donde sólo
entrará al cabo de dos o tres años, sino nada más que para hacerle saber, a ella y
a los suyos y a las vigilantes vecinas, que la ha elegido y que seguirá viniendo
cada noche hasta que ella conteste a una de sus cartas, hasta que acceda a cruzar
unas palabras con él cuando se encuentren en la calle Nueva un domingo, o en el
claustro de Santa María, al salir de misa, sin mirarlo a los ojos, desde luego, sin
contestarle nada al principio, procurando no enrojecer, haciendo como que no lo
ha visto: él repite cada noche el mismo camino y ella espera oír sus pasos y no
deja encendida la luz de su dormitorio para que él no vea su silueta inmóvil tras
las cortinas, y los dos saben que han aceptado y emprendido el cumplimiento de
un ritual en el que ni la voluntad ni los sentimientos intervienen demasiado al
principio, un juego estricto, previsible, atravesado de incertidumbre, de paciencia
y también de dolor, de una formalidad tan rancia como la de las cartas que él ha
de escribirle y que ella tardará varios meses en contestar, insegura, inclinándose
sobre la hoja rayada de papel como un niño en el pupitre de la escuela, apenas
sabe escribir porque las clases se interrumpieron al principio de la guerra y
cuando ésta terminó ya era demasiado tarde para reanudarlas: usan los dos al
escribirse palabras que no entienden y que no pertenecen al mundo en el que
viven, polvorientos arrebatos de un romanticismo abolido hace un siglo, estimada
srta., ruego encarecidamente a Vd. se sirva otorgarme el favor de una
conversación amistosa en la que la pondré al tanto de la honradez de mis
sentimientos hacia Vd., que tanto arraigo han encontrado en el fondo de mi
corazón. Alguna noche dejaría encendida como una seña la luz del dormitorio, y
una o dos semanas después lo esperaría tras la reja de una ventana de la planta
baja, y después de la primera conversación, desesperadamente entorpecida por
la severidad y el silencio, seguirían hablándose durante meses sin que él se
atreviera a rozarle las manos asidas a los barrotes, y luego haría un ademán de
tomárselas y ella las retiraría como temiendo quemarse, y los dos fingían que
estaban encontrándose a escondidas de todos, y si mi abuelo Manuel llegaba a la
plaza a esa hora de la noche él se retiraba rápidamente y mi madre cerraba los
postigos, quién era, le preguntaba amenazante, con quién hablabas, con nadie.
Luego, con la misma apariencia de casualidad con que habían empezado a
hablarse en la ventana, él llegaba una noche y la encontraba medio asomada al
quicio de la puerta, con los brazos cruzados sujetando las mangas de la rebeca
echadas sobre los hombros y los pies juntos en el escalón, y desde entonces era
allí donde hablaban, noche tras noche, sin que se cerrara del todo la puerta, para
que desde el interior pudieran vigilarlos, conversaciones murmuradas y
monótonas, tentativas de caricias, silenciosos rechazos, los hermanos menores
vigilando desde los balcones o desde el interior del portal y mi abuelo llamándola
cuando miraba con un gesto reflexivo el reloj de pared y consideraba que ya
estaba haciéndose tarde: un día, puede que al cabo de dos o tres años, él se ponía
corbata y se afeitaba más cuidadosamente y solicitaba el privilegio de entrar en
la casa. No me cuesta nada imaginarlo, tan serio, sin sonreírle a ella, sentado en
la mesa camilla, rehuyendo las miradas inquisitivas de mis abuelos y de mi
bisabuelo Pedro y esperando las preguntas rituales, qué intenciones llevaba, de
qué medios disponía para casarse con ella. Con el tiempo se fue quedando hasta
más tarde, y es posible que alguna vez sus rodillas o sus manos buscaran las de
mi madre bajo las faldillas de la mesa, y que escuchara el folletín que mi abuelo
leía después de cenar y conversara con él sobre la cosecha de aceituna o sobre la
lluvia: ése era el modo en que habían sucedido siempre las cosas, con la lentitud
impersonal y la asfixiante etiqueta de una ceremonia, y ni a él ni a ella se les
pasaba por la imaginación ninguna otra posibilidad, igual que la siega no podía
ocurrir más que en verano y la vendimia en septiembre y la aceituna en
invierno, sin que fuera posible alterar el orden de las cosechas o acelerar su
llegada. Seis o siete años después del primer encuentro en la ventana de la planta
baja, cuando todos sus gestos y todas sus palabras ya habían adquirido una
pesadumbre de tedio conyugal y cada uno seguía siendo tan desconocido para el
otro como la primera vez que se vieron, se fijaba el día de ir a confesar y el día
de la boda y a ella la ganaba de antemano, supongo, un sentimiento confuso de
decepción y de pavor. Su madre y ella se quedaban hasta después de
medianoche bordando las mantelerías de la dote, preparando las sábanas y las
toallas y la ropa blanca con sus iniciales. Él le dijo que después de casarse
tendrían que vivir algún tiempo en una habitación alquilada: seguiría trabajando
en la huerta de su padre, conseguiría un puesto en el mercado, compraría una
vaca de leche con el dinero que había ido guardando desde que les vendía
manojos de hierbabuena a los moros por unos pocos céntimos. Sus padres les
compraron muebles ceremoniosos y oscuros que probablemente nunca iban a
usar y que no les cabían en la habitación, un crucifijo grande, una santa cena en
relieve con marco de caoba, dos pequeñas pilas de agua bendita para colgarlas a
los lados de la cama nupcial, copiosas vajillas que permanecerían siempre
guardadas en el aparador, un juego de café cuyas tazas fueron rompiéndose sin
que las emplearan nunca, cuchillos y cucharas y tenedores con baño de plata y
con sus iniciales grabadas que perderían rápidamente el falso lustre de su brillo.
Días antes de la boda todas las piezas de la dote se exhibieron en la habitación
más amplia de la casa y todas las vecinas de la calle del Pozo y de la plaza de
San Lorenzo entraban a admirarlas y felicitaban a mi madre. Frente a un prisma
cóncavo de espejos, en casa de la modista, se probaba el vestido de novia
mirándose a sí misma de soslayo con recelo y vergüenza, igual que mira en las
fotografías nupciales que le hizo Ramiro Retratista en su estudio, delante de un
jardín francés torpemente pintado, con estatuas blancas y setos de arrayán, bajo
un cielo en blanco y negro de atardecer literario.
Acaso intuyó, en sus últimas noches de insomnio en casa de sus padres, que
una vez más iba a ser estafada, y no supo por qué ni imaginó que su vida habría
podido ser de otro modo: se iría a vivir al otro lado de la ciudad, casi del mundo
que ella conocía, más allá del Altozano, de la Fuente de las Risas, de las calles
donde había pasado la infancia. Al lugar donde iba a mudarse, cerca del cuartel
y de la fundición, le llamaban en Mágina el Lejío: pensaba que allí no conocía a
nadie, que anochecería antes y que el viento soplaba con más ímpetu que en los
callejones empedrados de San Lorenzo. Tuvo una nostalgia intolerable y
prematura de su madre, de sus hermanos pequeños, de su abuelo y del perro sin
nombre, y se juró que iría a verlos sin falta todos los días, que no iba a permitir
que se volvieran extraños para ella. Llevaba casada menos de un mes cuando
una noche oyó pasos que subían por la escalera del cuarto de la viga y luego
golpes en la puerta y la voz de su hermano Luis que la llamaba. Su abuelo Pedro
acababa de morir. Murió después de cenar, sentado todavía a la mesa, inclinó la
cara sobre el pecho como si fuera a dormirse y se desplomó despacio hacia un
lado, con la boca abierta, respirando muy fuerte durante unos segundos. No
habrían notado que estaba muerto si el perro no hubiera roto escandalosamente a
ladrar, alzando sus patas delanteras hasta tocarle la cara, como si quisiera
despertarlo, escondiéndose luego entre sus piernas mientras emitía un gemido
que siguió repitiéndose hasta que unos días más tarde el perro también murió, no
en la casa, sino en el cementerio, ovillado sobre la tumba de mi bisabuelo Pedro
Expósito.
U
NA EMOCIÓN INACCESIBLE
en el fondo del tiempo y estremeciendo a la
vez el instante mismo que ahora vive con ella: eso quiere contarle, no recuerdos
ni palabras sino unas pocas imágenes que ahora vuelven a él con un delicado
poderío, sin mediación de su voluntad, sin que las traiga la nostalgia, a la que se
ha vuelto inmune, emanadas de su ternura hacia Nadia, como resonancias de
nombres y prolongaciones de caricias en dirección al pasado, aunque tampoco le
gusta esa palabra, le parece inexacta, probablemente mentirosa, no puede ser
pasado lo que está viviendo ahora mismo en él, es el mismo presente que nota
latir con una apaciguada suavidad en el pulso de Nadia, cuando la abraza por la
espalda y toma entre las dos manos sus pechos,
mi amado es para mí un manojico
de mirra que reposará entre mis tetas
, lee ella en la Biblia que perteneció a don
Mercurio, cuando desliza los dedos hacia el interior de sus muslos y ese latido
íntimo que perciben las yemas humedecidas sube como una tenue descarga
eléctrica hasta su corazón y se acompasa a él y les aviva otra vez el deseo,
cuando le acaricia las rodillas y se las besa y desciende para tocar sus pies y
besárselos y vuelve a encontrar el latido bajo la piel tensa del tobillo,
cuán
hermosos son tus pies en los calzados, oh hija de príncipe
, dice, ella o él, se les
olvida o no distinguen de quién de los dos son las sensaciones, las palabras, las
manos, el abrazo que los enreda cuando se curvan y se extienden el uno sobre el
otro, hilos de seda envolviéndolos y brillando en un contraluz de mañana
instantánea y a la vez remota, los hilos amarillos que tejían los gusanos de seda
cuando empezaban a delimitar casi invisiblemente todavía su capullo, las hojas
húmedas de las moreras, le cuenta Manuel, envueltas en un trapo mojado para
que se mantuvieran lozanas, recogidas al pie de los grandes árboles que había en
las calles próximas al cuartel: él era un niño cobarde y no los escalaba hasta
llegar a la copa, él y su amigo Félix se quedaban mirando a los niños mayores y
audaces que trepaban como simios y que alcanzaban las ramas donde habían
brotado las hojas más tiernas. Ellos, Félix y él, recogían del suelo las que habían
desperdiciado los otros, las alisaban una sobre otra como si fueran las estampas
de una colección, verde oscuro y brillante, un verde húmedo con olor a savia y a
jugo de mora machacada, tenían los gusanos de seda en cajas de zapatos que
forraban por dentro con hojas de morera.
Nadia sonríe, se incorpora, impaciente, espera, dice, yo me acuerdo de eso,
le aprieta la mano, él ve su espalda desnuda, su melena despeinada sobre los
hombros, la piel de ese color canela que es como un rescoldo de soles bajo los
que nunca vivió, y entonces recobra una sensación casi violenta y perdida, un
olor que no se parece a ningún otro, el de los gusanos de seda, más vívido porque
nunca hasta ahora mismo lo había recordado, y con él un relámpago de su
infancia: una vez su padre apareció en casa con una caja de zapatos que tenía
varios agujeros en la tapa, uno de aquellos regalos que le hacía de vez en cuando
sin motivo, y al tomarla en sus manos ella notó que no pesaba, la abrió y vio las
hojas de morera y los pequeños gusanos blancos moviéndose despacio sobre sus
nervaduras: le dio miedo al principio y casi un poco de asco, pero luego su padre
le explicó que en España los niños criaban esos animales, compraban hojas de
morera para ellos, se las cambiaban cuando empezaban a marchitarse o cuando
los gusanos las habían mordido hasta dejar nada más que los nervios, y luego los
veían tejer su capullo y esconderse en su interior y esperaban semanas a que de
aquel copo amarillo de seda surgiera una mariposa muy gorda y torpe con las
alas blancas que ponía racimos de diminutos huevos blancos de los que al año
siguiente nacerían otros gusanos, al principio casi invisibles, como filamentos
negros que se movían apenas, luego creciendo y engordando mientras devoraban
las hojas verdes con sus infinitesimales dentelladas, volviéndose más lentos y
pesados al fin, eligiendo un rincón de la caja, o el abrigo de una hoja seca, para
tejer muy lentamente un capullo. Y ahora, cuando está contándoselo a Manuel,
se queda callada y se toca suavemente el labio inferior con los dedos índice y
corazón extendidos, lo hace siempre que intenta recordar algo difícil, y se
pregunta dónde pudo encontrar su padre aquellos gusanos, tal vez en Chinatown,
imagina, dónde encontraba las muñecas de celuloide y los juguetes españoles de
lata que estaba siempre regalándole, y los pequeños volúmenes de cuentos de la
Editorial Calleja, a qué tiendas perdidas de Nueva York habían ido a parar
aquellos despojos de vidas españolas que él recobraba en sus caminatas solitarias
por la ciudad con la esperanza o el propósito de que volvieran a existir en la
infancia y luego en la memoria de su hija, para ofrecerle sigilosamente una
patria íntima, orgullosa y limpia de desgracia y tinieblas que sólo existiría en su
imaginación: cuentos de Calleja con los cuadernillos descosidos, aventuras de
Celia, la niña republicana a la que él pensó que Nadia se parecía cuando tuvo seis
o siete años, motoristas de hojalata pintada de colores brillantes, grandes libros
con fotografías de paisajes que para ella tenían una irrealidad más llamativa que
los dibujos animados, gusanos de seda y hojas de morera, un país inventado por
el desarraigo perpetuo y el dolor sin palabras ni queja de su padre. A los pocos
días se olvidó de echarles de comer, oyó por encima de las voces del televisor los
gritos de su madre y al entrar en el salón donde ella estaba siempre sentada la vio
de pie, chillando, alzando la mano que sostenía su copa, de puntillas, mirando
hacia un brazo del sofá, como si hubiera visto a un ratón: dos gusanos listados de
negro agitaban sus cabezas diminutas sobre la tapicería de cuero, y su madre se
los señaló acusadoramente, con aquella expresión de asco y de catástrofe que le
torcía los labios pintados, dejó la copa y fue a la cocina, pero en lugar de
encerrarse en ella, o en el cuarto de baño, volvió con un badil y unas pinzas de
depilar que usó para recoger los gusanos y luego los arrojó a la taza del retrete y
giró varias veces con furia el mando del depósito de agua, cuyo gorgoteo se
mezclaba al ruido confuso de su llanto.
Pues no les basta mirarse y saber quiénes son con una certeza y un orgullo
que nunca hasta ahora habían conocido, como si fueran cada uno el único espejo
posible de la cara del otro y también la única figura que sus ojos han deseado
mirar: quieren encontrarse en el tiempo en el que aún no se conocían y en el
mundo en que ninguno de los dos había nacido, y les parece que en todo lo que
averiguan y se cuentan, lo que despierta tan simultáneamente en ellos como la
intensidad casi dolorosa con que se les revelan reinos desconocidos de sus
cuerpos gastados por el amor y revividos más allá del límite del entusiasmo, del
miedo y del desvanecimiento, hubo desde el origen un impulso de predestinación
o un azar que sin que ni ellos ni nadie lo supiera los protegía y los preservaba, los
fortalecía en el infortunio, en la soledad, en la equivocación y el destierro,
nacidos cada uno en un extremo del mundo y sin la menor posibilidad no ya de
conocerse sino de poseer algo en común, tal vez sólo las tonalidades azules de los
paisajes que veían en la distancia de los días más claros: Nadia el perfil de
Manhattan al otro lado del East River, Manuel los picos de la sierra de Mágina
más allá de los olivares y del Guadalquivir.
Ésa fue la primera lejanía que vieron sus ojos: ahora se da cuenta de que ha
sido modelado y educado por ella en la misma medida que por las voces de sus
mayores, y que tal vez aprendió de ambas disciplinas ese desasosiego de
descubrir siempre lo que está un poco más lejos, de ir más allá de donde llega su
mirada y de donde puede remontarse su propia memoria. De la mano de su
padre, cuando empezaba a andar, bajaba por la calle Trece de Septiembre o
Dieciocho de Julio y llegaba hasta el terraplén desde donde se veía toda la
amplitud diáfana y azulada del valle. Le daba vértigo mirar las ventanas del
cuartel orientadas al sur y el gran depósito de agua, alzado sobre un armazón de
hierro, donde contaban que una vez se había ahogado un recluta. Los muros del
cuartel, que en su flanco sur se levantaban al filo mismo de los terraplenes, eran
tan altos como los de los castillos que debían escalar los héroes de los cuentos, y
tras ellos había vivido o vivía aquel hombre de quien oyó hablar a sus mayores
desde mucho antes de tener uso de razón, el comandante Galaz, una figura
imaginaria y poderosa con botas altas y pistola al cinto, tan mitológica como don
Manuel Azaña o como el general de bronce que había en la plaza del Reloj. En
las noches de invierno, a punto de dormirse, oía entre los silbidos del viento la
corneta del cuartel que tocaba a silencio. Ve a su madre muy joven, inclinada
sobre él en el cuarto de la viga, ve el techo de cañizo y de barro, como el de un
pajar, la mesa camilla junto a una ventana por donde siempre entra un sol
amarillo y estático de cuya claridad forman parte, como si estuvieran hechos de
la misma materia simultáneamente visual y sonora, el ruido de los pájaros en las
copas de los castaños de Indias y las canciones de las niñas que saltan a la comba
en los demorados atardeceres de abril y de mayo, cuando al salir de la escuela
aún quedan varias horas de sol. Pero ahora no está siendo poseído por los
recuerdos de otros: como si se acercara nadando a una orilla y extendiera
cobardemente el pie hacia el fondo del agua y tocara la arena, pisa la primera
tierra firme que de verdad le pertenece, honda todavía, insegura, casi
inaccesible, dilatada y fiel como la extensión de un paraíso. Sobre un aparador,
en una cima horizontal que sus manos no alcanzan, hay tazas de café con dibujos
de peces de un color crema muy suave y pequeños animales hechos con el
cartón recortado de las cajas de medicinas. Inmóvil contra la pared extiende sus
alas un pájaro de porcelana y él pasa horas mirándolo desde la cuna y
extrañándose de que no emprenda el vuelo como los otros pájaros que ve cuando
está sentado en su sillón junto a la ventana. Pero todo está muy alto y muy lejos,
como sombras proyectadas sobre el techo que cruza en diagonal una viga, como
la cara de su padre cuando él abraza sus rodillas y extiende las manos hacia
arriba y apenas alcanza a tocarle el cinturón.
Lo que ha oído contar y lo que casi no recuerda se confunden en las regiones
más antiguas de su memoria como la tierra y el cielo en el horizonte nocturno.
«Tú naciste el año de los hielos grandes», le han contado, y esas palabras, que se
refieren a su propia vida, le parece que aluden a un tiempo muy anterior no sólo
a ella, sino a toda existencia humana, una edad tan oscura y tan deshabitada
como los primeros siglos del mundo. En pleno día su padre está tendido en la
cama y él comprende que esa presencia es una irregularidad en el orden
inmutable de las cosas, igual que el olor a medicinas y a alcohol quemado en un
recipiente de metal que permanece en el aire cuando ya se ha marchado ese
hombre temible, gordo, calvo, con bigote negro, al que llaman el médico, el
doctor Medina. Bajo la cabecera de la cama la cara de su padre es amarilla
contra el embozo blanco, amarilla y gris en el mentón. Llega otro hombre y se
queda sentado junto a la cama. Le sonríe a él mientras lo coge en brazos, y él
siente que no pesa, lo sienta en sus rodillas, toma entre sus manos una caja de
medicinas y unas tijeras y los dedos y las tijeras brillantes se mueven un rato de
manera confusa y al final hay en la palma de la mano del hombre no una caja
alargada de cartón sino un perro ladrando, con el hocico tan agudo como el otro
perro que el movimiento de los dedos del hombre proyectan sobre la cal de la
pared. «Primo, anímate», oye decir, «yo esperaré a que te pongas bueno y te
vendrás conmigo a Madrid, aquí no hay más que miseria». El hombre sigue
sonriendo y de sus manos y de los filos agudos y brillantes de las tijeras surge
otro animal, ahora un burro con las orejas levantadas, con un serón y dos
cantaritos de papel. Él juega en el suelo con esos animales y luego abre los ojos
y se incorpora en la cuna y entonces es casi de noche y las figuras blancas,
azules y verdes de los animales de cartón están alineadas inalcanzablemente
sobre el aparador, desfilando entre las tazas con dibujos de peces. Desfilan y no
se mueven, igual que el pájaro de la pared, que está volando y permanece
siempre inmóvil. Junto a la cama el aire es tan caliente como la cara de su padre.
Había caído malo, le dijeron después, y estuvo varios meses con fiebres, y para
pagar las medicinas y las visitas del médico tuvo que vender la vaca que había
comprado al casarse, y no pudo emigrar con su primo Rafael, que había
encontrado una colocación muy buena en Madrid. El primo Rafael iba a verlo
todas las tardes, cuando volvía del campo, llegaba con los pantalones todavía
manchados de barro y oliendo a forraje y estiércol, no como el médico, que le
daba más miedo aún porque olía a medicinas y a colonias y a la llama azul del
alcohol y tenía las manos blancas y suaves como las de los curas y como las de
aquella señora que le daba un beso con los labios pintados cuando él iba con su
padre a llevarle la leche. Mientras hablaba, sentado a la cabecera de la cama, el
primo Rafael tomaba una caja de la mesa de noche y unas tijeras y en la palma
de su mano brotaba un animal de cartón: un perro ladrando, un gato con los
bigotes erizados, un burro de aguador, un caballo al galope. Habían crecido juntos
y ahora iban a separarse por primera vez, pero el primo Rafael retrasaba su
viaje, encontrarían una colocación para los dos, y si compartían un cuarto en la
misma pensión ahorrarían más rápido y podrían llevarse antes a la familia a
Madrid. Era mentira que en Barcelona o en Alemania hubiera más trabajo:
cómo iba a haberlo, si Madrid era la capital. En Madrid, si uno se ponía malo, le
pagaba las medicinas el seguro, y seguía cobrando el jornal hasta que se curaba,
y había grifos de agua corriente en todas las casas y cocinas de gas y los cuartos
de baño tenían azulejos hasta el techo. En el mundo, muy lejos de Mágina,
estaban ocurriendo cosas extraordinarias: había aviones a chorro, cuyo rastro en
el cielo se volvía rosado en los atardeceres, máquinas de cavar, de segar el trigo
y hasta de recoger la aceituna sin que cientos de hombres tuvieran que partirse la
columna vertebral a cambio de una paga miserable, nada más que dándole a un
botón, había satélites que daban la vuelta al mundo en un día y muy pronto ir a la
Luna sería más cómodo y más rápido que ir de Mágina a la capital de la
provincia en el coche de línea. Un día, en vez de con sus ropas del campo, el
primo Rafael llegó vestido de traje y corbata, y él se fijó en que las muñecas
peludas le sobresalían mucho de los puños de la chaqueta, y oyó que sus zapatos
negros hacían un ruido raro cuando andaba. Esperó a que las manos y las tijeras
empezaran a moverse, pero esa vez permanecieron quietas sobre las rodillas,
sobre la tela a rayas del pantalón del primo Rafael, que era como el del traje de
su padre que estaba colgado en el interior del armario. El primo Rafael le dio dos
besos en la cara a su padre, que apenas pudo incorporarse sobre la almohada, y
luego le estrechó la mano a su madre y le dio un beso a él, alzándolo
vertiginosamente hasta que su cabeza rozó el techo, y cuando volvió a pisar algo
aturdido las baldosas la mano del primo Rafael puso algo en la suya: la abrió y no
había en ella un animal diminuto, sino un caramelo de menta con su envoltorio de
papel encerado.
Pero ese lugar sin tiempo, sin formas precisas, sin nexos de sucesión entre los
objetos, los rostros, las palabras aisladas y las sensaciones, es a la vez un
escenario en las vidas de sus padres que sin duda no se pareció al paraíso que él
guarda. Quisiera preguntarles y sabe que no lo hará. Le pregunta a Nadia,
mirando las fotos de su hijo: cómo será para él al cabo de los años este tiempo en
el que nosotros dos vivimos, qué le quedará de este apartamento, para él sin duda
ilimitado, cómo se acordará de los edificios oscuros al otro lado de la calle donde
empiezan a encenderse poco a poco las luces. Tal vez tampoco se atreverá a
pedir que le cuenten, por timidez o por miedo, por el pudor de imaginar la
juventud de sus padres y el grado de deseo que había dentro de cada uno de ellos
en el instante en que lo concibieron. Pues es posible que en el nacimiento de uno
no haya intervenido el amor: al final de todo, en su origen, Manuel ve una gran
boca de oscuridad, de desamparo y tal vez de sufrimiento, un dolor que le fue
impreso para siempre en su alma al nacer, mucho antes, una de las primeras
noches que pasaron sus padres en el cuarto de la viga, más raro aún de imaginar
porque él no existía, y porque casi no quiere atreverse, qué pensaron o dijeron al
quedarse solos del todo por primera vez desde que se conocían, después de subir
en silencio las escaleras hasta el último piso y de cerrar la puerta de la buhardilla
en la que habían almacenado a duras penas sus muebles recién adquiridos,
olorosos todavía a barniz y a madera, el aparador, la cama nupcial, el crucifijo,
las fotografías de la boda con la firma dorada de Ramiro Retratista, el relieve en
estaño y no en plata de la Santa Cena, el armario de la ropa y el de la cristalería,
la mesa grande y las seis sillas tapizadas que nunca usarían por una especie de
respeto, como si correspondieran, igual que el juego de café y la vajilla de loza,
al comedor de otros, de una familia de fantasmas.
No sabe o no quiere imaginarlo, se aparta de Nadia y va de nuevo a la
habitación donde está el baúl de Ramiro Retratista, mira con indiferencia la luz
atardecida tras las persianas, oye el estremecimiento del tráfico en las avenidas,
lejano y continuo como una catarata, busca entre las fotografías la de la boda de
sus padres y se queda un rato mirándola a la luz de la lámpara, sobre la mesa de
trabajo de ella, la misma foto que está colgada ahora mismo en una pared de la
casa de Mágina, en ese cuarto que llaman el salón y donde nunca entran, porque
es allí donde siguen estando también el aparador y el mueble de la cristalería y la
mesa rodeada por sus seis sillas solemnes. Examina de cerca las caras jóvenes
de sus padres, que ya tienen ese aire abstracto de época de las fotografías un
poco antiguas de los desconocidos, como si al cabo del tiempo hubieran perdido
su identidad singular para convertirse en figuras alegóricas de un pasado
extinguido. Interroga a ese hombre y a esa mujer desde una distancia de treinta
y seis años y quiere averiguar por la expresión de sus miradas y por el modo en
que sonríen y se rozan las manos lo que ellos nunca le dirán, ni a él ni a nadie:
inocencia, recelo, orgullo, soledad, temor, y tal vez también un poco de
brutalidad y torpeza, un grito contenido y un jadeo violento en la oscuridad. Mira
los ojos de su padre en la foto: cuando están juntos, las pocas veces que él ha ido
a Mágina en los últimos años, los dos eluden mirarse abiertamente. Mira los ojos
de un hombre de veinticinco años que en el día de su boda, en el estudio de
Ramiro Retratista, erguido al lado de la novia, inmóvil en un escorzo artificioso
ante un jardín francés, no concede descanso a la tensión de sus músculos ni
suaviza la expresión de sus pupilas, fijas no en la cámara sino en los solitarios
impulsos de su voluntad, aprieta las mandíbulas, casi no sabe o no puede sonreír,
igual que no sabe o no puede extender con naturalidad su brazo derecho sobre los
hombros de ella, que está sentada como en el centro de su gran falda de raso
brillante y quiere mostrar sin éxito una sonrisa de felicidad nupcial congelada en
sus labios, imitando sin darse cuenta las sonrisas de las actrices de cine, de las
mujeres que aparecen en las postales que se envían los novios el día de San
Valentín y en las portadas de las revistas de modas. Ahora su padre tiene el pelo
blanco y la cara más hinchada, y la edad le ha aflojado los rasgos, pero lo sigue
reconociendo en esa foto de su juventud, igual que en las que ha visto de su
adolescencia, por el modo en que miran sus ojos, por la pasión, para él
desconocida, que brilla con una intensa frialdad en ellos, con un orgullo
silencioso, disciplinado y sin esperanza: quién ha sido, quién es ahora de verdad,
en qué medida siente fracasados o desperdiciados sus sueños, cómo es y qué
piensa cuando está solo.
Apenas hablaba con ella, ni con nadie, salvo con su primo Rafael, se iba al
mercado cuando todavía era de noche, regresaba hacia las dos de la tarde y
comía en silencio, sin decirle nunca si le agradaba la comida que ella le había
preparado en la cocina común, porque no tenían sitio ni para un infiernillo en su
cuarto alquilado, se quitaba la chaqueta blanca de vender y se ponía la ropa vieja
de ir al campo, y antes de que ella hubiera retirado los platos y el mantel
encendía un cigarrillo y se marchaba de nuevo, y volvía muy tarde, después de
haber llevado la hortaliza al mercado y repartido la leche de la vaca que había
comprado con sus ahorros meticulosos de diez años, cenaba y volvía a
marcharse, para beber un vaso de vino con su primo Rafael y visitar a su madre,
y ni siquiera le dijo nada ni cambió la expresión indescifrable de su cara cuando
ella le anunció, muerta de miedo, que estaba embarazada, cuando empezó a
tener mareos y náuseas y le resultó intolerable el olor del pescado y el del agua
sucia en los fregaderos, cuando empezó a pensar que no sabía tratarlo ni cocinar
para él y que probablemente tampoco sabría parir un hijo sano y varón que le
ayudara en su trabajo. Estaba siempre sola, en aquel barrio extremo donde no
conocía a nadie, lejos de la plaza de San Lorenzo, de sus hermanos, de su madre,
no se atrevía a salir por miedo a que él volviera inesperadamente y no la
encontrara, y se avergonzaba de su propia desolación igual que de su vientre
cada vez más hinchado, de sus andares tan torpes, de la dificultad con que subía
las escaleras hasta su buhardilla, de las miradas y las risas de las mujeres en el
lavadero y en la cola de la fuente, miraba su foto de novia colgada en la pared y
le daba tanta vergüenza como mirarse en un espejo, y procuraba no hacerlo para
no verse como tal vez él la vería, la cara redonda y las cejas pronunciadas, la
boca tan parecida a la de su padre, los dientes desiguales y débiles, se comparaba
con las otras mujeres, con su propia madre, cuya belleza lamentaba
dolorosamente no haber heredado, pensaba que no sabía reír a carcajadas y
hablar en voz alta y moverse como ellas, y lentamente se iba hundiendo en una
desdicha que ella sentía como culpabilidad y amenaza de castigo y de desgracia
inminente, igual que cuando estaba en casa de sus padres y tenía miedo de todo,
de no hacer las cosas como se le habían ordenado, de que por un descuido suyo
muriera uno de sus hermanos pequeños, de que llegara su padre y se quitara la
correa y la emprendiera a golpes contra ella.
Pasaba el día esperándolo, pero cuando escuchaba y reconocía sus pasos en
la escalera temblaba de miedo, miedo a su presencia, a sus palabras tanto como
a su silencio, a su previsible frialdad y a su brusco deseo, incluso al olor a tabaco
de su aliento y a forraje y a sudor de su cuerpo, pero sobre todo a la soledad
impenetrable que lo envolvía como una niebla helada detrás de la cual ocultaba
sus propósitos: comprar una huerta y una casa, abandonar la vejación de aquel
cuarto alquilado, poseer vacas y olivos y vender más hortaliza que nadie en el
mercado, aunque a veces, de pronto, parecía olvidarse de aquel porvenir que
había calculado desde que a los once años les vendía yerbabuena a los moros de
Franco y hablaba de dejarlo todo y de marcharse de Mágina, como estaban
haciendo tantos otros que él conocía, que se iban a Barcelona o a Alemania o a
Francia y ya no regresaban, como iba a marcharse su primo Rafael. Pero se
quedaba en silencio, rehuyendo la mirada de ella, dejaba la cuchara en el plato
que apenas había probado y miraba por la ventana única de su habitación hacia
los tejados de Mágina, apretando los labios, fingiendo que no la oía cuando ella le
preguntaba si era que no le había gustado la comida, estarían duros los garbanzos,
les faltaría sal, estarían salados, era incapaz de sostener ni la más débil
certidumbre sobre sus propios actos, y pensaba con terror que él estaba
arrepentido de haberse casado, que si estuviera solo, como su primo Rafael, se
marcharía en seguida a uno de esos lugares donde ni la fatiga ni la penuria
existían, deslumbrantes países y ciudades de edificios tan altos como las
chimeneas de las fábricas que se veían a veces en los noticiarios del cine, donde
los hombres vestían batas blancas y limpios monos azules y las mujeres usaban
pelucas rubias y gafas de sol y fumaban impúdicamente cigarrillos con filtro
mientras en sus cocinas tan blancas como las salas de los hospitales trabajaban
para ellas las lavadoras y las neveras eléctricas y las hornillas de gas.
Empezó a tener miedo de que él no quisiera a su hijo. Su madre, Leonor
Expósito, que había parido a siete, se quedó mirando las manchas pardas de su
cara y le predijo sin vacilación que iba a ser un niño. Temió entonces que le
naciera muerto, o tan débil que muriera al poco de nacer, o que su leche fuera
escasa o de poca sustancia y no le bastase para alimentarlo. En los últimos meses
del embarazo, si pasaba un rato sin notarlo moverse la aterraba la posibilidad de
que se le hubiera muerto por culpa de una mala postura. La sospecha de una
culpa adquirida involuntariamente y el temor a un castigo sin explicación
actuaban sobre su alma como un perpetuo chantaje: desde antes de nacer el niño
ya era un nuevo rehén de su desgracia. Él nunca la tocaba, incluso había dejado
de mirarla, apartaba los ojos para no ver la hinchazón de su cuerpo. Tampoco
hacía preguntas sobre los síntomas o las probables fechas del final. Seguramente
no era cruel: tan sólo incapaz de cualquier gesto o palabra de ternura. Cerca de
ella se replegaba en sí mismo y se le volvía más desconocido que cuando la
rondaba por las noches en la plaza de San Lorenzo, más extraño y más
inaccesible en la medida en que ahora estaba junto a ella y compartía algunas
horas de su vida en aquella habitación en la que les era imposible no rozarse y se
tendía a su lado en la oscuridad y se quedaba instantáneamente, casi brutalmente
dormido, respirando con la boca abierta, con las piernas separadas, ocupando
casi toda la cama, dejándoles a ella y a su gran vientre deforme en cuyo interior
latía y se agitaba el niño apenas un filo sobre el que no podía descansar, todas las
noches desvelada, por miedo a tenderse boca abajo durante el sueño y aplastar el
cuerpo que se removía dentro del suyo con roces acuáticos como de aletas de
peces, echada boca arriba, con los ojos tan abiertos que acababan doliéndole,
fijos en los haces de cañas y en las manchas de yeso del techo abuhardillado, tan
bajo que la sofocaba, como si se hubiera despertado en el interior de una
sepultura, igual que aquella mujer de la que hablaba su padre, que la enterraron
viva y se volvió loca al despertar arañando el forro acolchado del ataúd, o como
aquel sordomudo que trabajaba de ayudante de Ramiro Retratista, al que
encontraron vivo y con los ojos abiertos cuando retiraban los escombros de la
casa bombardeada donde sucumbieron sus padres. Por la ventana sin cortinas
entraba una difusa claridad que se iba acentuando con las horas de insomnio, y
ella se encogía poco a poco y se sentía aplastada por el peso del vientre y
procuraba no moverse, casi no respirar, por miedo a que él se despertara, y al
ver primero la sombra y luego la mancha de su rostro en la almohada pensaba
que si encendiera en ese instante la luz no reconocería sus rasgos, que por uno de
esos errores monstruosos que son tan frecuentes en las pesadillas se había
acostado con un hombre que no era su marido y ni siquiera alguien a quien ella
hubiese conocido alguna vez, una figura sin facciones, una cara maleable de
sombras, como la de la criatura que se escondía en su vientre, con ojos y
miembros y dedos que no eran del todo humanos, pero que al menos no le daban
miedo, había germinado en su vientre y se alimentaba de su sangre, tenía un
corazón que estaba siempre latiendo al compás del suyo, mucho más
tenuemente, pero sacudido por los mismos espantos y apaciguado a veces por la
misma quietud, tan frágil que un movimiento brusco podía aniquilarlo, tan
próximo a ella como una voz que le hablara al oído, como la de su abuelo Pedro,
que ahora mismo, en el desamparo de la noche, bajo la tierra de aquel corralón
al que su padre llamaba con ironía siniestra el cortijo de los callados, estaría
muerto y podrido, reducido a huesos y a piel seca y a mechones de pelo blanco
adheridos al cráneo, o inalterable, pensaba con más miedo aún, incorrupto, sólo
que con las uñas extraordinariamente largas, como decían que estaba la mujer
emparedada a la que encontraron en un sótano de la Casa de las Torres, tantos
años atrás, se acordaba, cuando ella era una niña y su abuelo vivía y su padre
estaba en el campo de concentración, cuando aún no conocía a este hombre
silencioso y severo que ahora dormía junto a ella, con ese sueño tan profundo y
tan ofensivo para los que no pueden dormir. El insomnio se le fue haciendo
definitivo a medida que se acercaba la fecha del parto, esperaba en la oscuridad
como cuando era niña y se escondía bajo las mantas porque había escuchado el
crujido de los peldaños y estaba segura de que un asesino o un muerto revivido
subía por la escalera para degollarla, ay mama mía, mía, mía, quién será, cállate
hija mía, mía, mía, que ya se irá. No eran pasos, pero sí latidos cada vez más
fuertes, dolorosas patadas, protuberancias súbitas que tocaba en la lisa hinchazón
de su piel, crujidos y roces de pequeñas patas en sus vísceras y también encima
de su cabeza, sobre el techo de cañas, ruidos de cañas y silbidos del viento que
levantaba las tejas y traía al amanecer redobles de tambores y toques de
corneta, casi el eco de los pasos de los soldados sobre la grava del cuartel, el
viento y la lluvia en las noches feroces de aquel invierno en el que con tanta
frecuencia se iba la luz porque decían que el temporal derribaba los postes y los
cables, y él dormido a su lado, indiferente como un fardo, o tal vez despierto y
fingiendo que dormía, eso le daba más miedo aún, respirando y silbando con la
boca abierta y las piernas separadas, vencido por un cansancio que no conocería
en muchos años recompensa ni tregua. Un día su madre vino a verla desde
aquella región lejana y añorada de la plaza de San Lorenzo, se la quedó mirando
y le dijo con una aterradora naturalidad: «Se te ha descolgado el vientre. Ya
mismo vas a parir». Hubiera querido pedirle que se quedara con ella, pero no se
atrevió, le dijo que se encontraba muy bien y que no tenía miedo, que él vendría
en seguida, con el mal tiempo ya no iba por las tardes al campo. Y desde la alta
ventana y la mesa camilla con el brasero recién removido que en la memoria de
su hijo serán para siempre dos atributos indelebles del Edén vio a su madre
caminar contra el viento y volverse hacia ella para decirle adiós, envuelta en uno
de aquellos grandes chales de lana negra que usaban las mujeres para ir a la
aceituna, encorvada, buscando el abrigo de las esquinas, vulnerable bajo los
cables de los que pendían las lámparas del alumbrado público, bajo las ramas
desnudas y estremecidas de los castaños de Indias, y se acordó de algo que le
decían de niña y que ella misma habría de repetir a su hijo en los días de viento:
«Ve por mitad de la calle, no vaya a ser que te caiga una teja».
Pero él no venía, notaba relámpagos agudos de dolor en las ingles y una
quietud no habitual en el vientre, si el niño ya no se le movía era porque estaba
encajado, le había dicho su madre, oyó el toque de fajina en el cuartel y luego la
sirena de las dos y media en la fundición y seguía sin verlo aparecer en las
esquinas despobladas de la calle, se le habría hecho tarde en el mercado, y tal
vez se había ido directamente a la huerta de su padre, sin pararse a comer,
algunas veces parecía no necesitar ni la comida ni el sueño, como si fueran
debilidades que a un hombre no le valía la pena permitirse. Pero adónde podía ir
si el viento y la lluvia batían en aquella tarde prematuramente oscurecida las
calles de Mágina con una furia que le hacía acordarse de las tormentas que
provocaban naufragios en el cine, si las ramas más altas de los árboles se
volcaban sobre los tejados y los cristales de la ventana temblaban como si fueran
a romperse en astillas. Oía silbar el viento en el interior de la casa, en las junturas
de las puertas, en los huecos de las chimeneas, y le parecía que el techo
temblaba sobre su cabeza y que empezaban a moverse las baldosas que pisaba y
también los muebles de la habitación, se movían girando, muy lentamente al
principio, luego con el vértigo del ojo de un huracán, desvaneciéndose en
manchas y en rápidas sensaciones de color, como las columnas de polvo que
ascienden durante una tormenta de verano, estaba de pie, junto a la ventana, con
la cara apoyada en el cristal, vigilando la calle donde él no aparecía, y tuvo que
aferrarse con las dos manos al filo de la mesa y que buscar casi a tientas una silla
sobre la que se derrumbó muy despacio su cuerpo cada vez más pesado. No
podía desmayarse ahora, si caía al suelo aplastaría al niño, si perdía el
conocimiento estaría en una cama de hospital cuando se despertara y le dirían
que su hijo había nacido muerto, por culpa suya, por la debilidad de sus
miembros y su falta de coraje, extendió las manos hasta tocar la moldura de los
pies de la cama y logró incorporarse y llegar hasta ella, atravesada ahora de
parte a parte por un dolor que le cortaba el aliento, incapaz de gritar,
mordiéndose los labios que mojaban sus lágrimas y una saliva como de llanto
infantil, se echó de lado en la cama y el dolor cesó durante unos segundos, logró
tenderse boca arriba, hincando los codos y los talones en la colcha, se quedó
inmóvil frente al techo tan bajo donde rugía ásperamente el viento, esperando
que volviera el dolor, las dos manos en el vientre, como si quisiera contener el
derrame de sus intestinos y la hemorragia caudalosa de su sangre. Notaba
punzadas, mordiscos entre las ingles, relámpagos, cuchilladas lentas de dolor,
imaginaba que el niño estaba abriéndose paso entre sus vísceras con arañazos de
gato, que se ahogaba y se desesperaba y se detenía jadeando, igual que ella,
anegado en sudor, impulsado de nuevo por una rabia más tenaz que la del viento,
veía ante sus ojos el vientre como una montaña bajo cuyo peso iba a sucumbir y
mordía gimiendo la colcha y hundía la cara en la almohada húmeda de sudor, de
saliva y de lágrimas, de la sangre de sus labios heridos. El viento creció hasta
convertirse en un grito no del todo humano que sonaba dentro de la habitación, un
grito de mujer, pero nunca había oído gritar de ese modo y tardó en darse cuenta
de que se estaba oyendo a sí misma. Advirtió como en sueños que decrecía la luz
y que los muebles iban convirtiéndose en manchas oscuras, tanteó la cabecera de
la cama hasta alcanzar la mesa de noche, el borde frío y agudo del cristal, el
cable de la lámpara, pero sus dedos no tocaban el interruptor, derribaron algo que
cayó al suelo con un estrépito de desastre, y entonces empezó a sonar un timbre
que hería sus oídos con la misma crueldad que el dolor en el vientre, había tirado
el despertador y cuando él volviera la reñiría, pero tenía que pararlo, era preciso
que ese timbre dejara de sonar o ella se moriría o se volvería loca, se arrastró
hacia el borde de la cama, con la misma sensación de peligro que si se asomara
a un precipicio, extendió la mano derecha hasta tocar las baldosas, pero sus dedos
se movían en el aire sin encontrar la superficie curvada y metálica del
despertador, y era incapaz de volver la cabeza y de distinguirlo con sus ojos,
ahora el timbre sonaba justo entre sus dos sienes, dentro de ella, la atravesaba en
línea recta de un tímpano a otro igual que las agujas del dolor atravesaban de
parte a parte su vientre: de pronto el timbre se detuvo, se abrió la puerta y ya era
de noche. Alguien la miraba desde muy alto, una cara desconocida y muy
pálida, alumbrada a rachas por la claridad convulsa que venía de la calle, y que
al inclinarse sobre ella, mientras repetía su nombre, se agrandó como si la viera
reflejada en una lente convexa: lo conoció por su aliento tan cálido, por la
aspereza de las manos que le acariciaban la frente y le apartaban el pelo
empapado, no por su voz, que tenía una tonalidad extraña de cobardía, delicadeza
y ternura, tranquila, le oyó decir, no te preocupes, mandaré a alguien que avise a
tu madre y a la comadrona, estáte quieta, no te muevas, no tengas miedo,
temblando él también, despavorido, recogiendo del suelo el despertador, pulsando
en vano el interruptor de la lámpara, será posible, dijo, ahora se ha ido la luz.
Cuando él se incorporó quiso retenerlo a su lado, no te vayas, repetía, no me
dejes morirme, pero él se desprendió de sus manos diciendo que volvería en
seguida y al quedarse sola y extender los brazos en su busca sintió que empezaba
a hundirse en una tempestuosa oscuridad, como si las aguas y el viento la
tragaran, arrastrada hacia el fondo bajo el peso del vientre, hendida por el dolor
como por un hachazo certero que divide en dos mitades el tocón de un olivo,
sintiendo que se desangraba y que se le iba la vida entre los muslos mientras la
cama y el suelo y el techo y las paredes de la casa se estremecían con las
sacudidas del viento que arrancó aquella noche árboles de raíz y derribó los
postes y los cables de la luz dejando a la ciudad entera en una oscuridad de terror
y desastre que a muchos les hizo recordar los apagones que seguían a las alarmas
antiaéreas. Oyó de nuevo voces, pero los latidos de su corazón las ahogaban, vio
una luz acercándose en el aire escarchado por las lágrimas e inundado por un
brillo de sudor, la llama de una vela sobre una palmatoria azul, y una mano que
la sostenía, reconoció la cara de Leonor Expósito y el tacto de sus dedos, notó
manos brutales que la abrían hundiéndose en ella como las manos de los
matarifes en los lebrillos de sangre, empuja, le decían, casi le gritaban, pero
estaba segura de que si seguía empujando la mataría el dolor, apretó los dientes,
cerró los ojos, había algo que brotaba rompiéndola, que de una manera súbita
empezó a deslizarse con una suavidad tan líquida que la empujaba al
desvanecimiento, caras y cuerpos moviéndose en la penumbra, apareciendo y
borrándose a la claridad escasa de la vela, confundiéndose con las sombras
quebradas que se alargaban en el techo mientras ella cerraba otra vez los ojos y
oía el crujido de sus dientes y seguía empujando hasta perder del todo el
conocimiento en un delirio desgarrado y final. Cuando volvió en sí una cosa
morada y sangrienta colgaba boca abajo suspendida delante de la luz, como un
animal todavía palpitante al que le hubieran arrancado la piel, ínfimo, vulnerable,
oscilando, no una cara con rasgos sino tan sólo una boca abierta como una
desgarradura que emitía un llanto mucho más débil que los embates y los silbidos
del viento en una noche invernal de hace treinta y cinco años.
H
ÁBLAME, DICE NADIA
, al cabo de unos minutos de silencio en los que su
respiración se hizo más suave y pareció que estaba quedándose dormida, la
sacude un estremecimiento y se cobija desnuda contra mí y sus dedos rozan mi
cara en busca de los párpados para saber si he cerrado los ojos: me ha dicho que
al principio, las primeras noches, le daban miedo el silencio y los ojos cerrados,
temía que si dejaba de oír mi voz o de ver mis pupilas me convirtiera
súbitamente en un extraño, como cualquiera de los hombres borrosos con los que
había estado en noches fugaces antes de encontrarme, y ésa era también la razón
de que mientras nos abrazábamos siempre me mirara con una fijeza próxima a
la alucinación y de que si yo cerraba mis ojos en la furia del deseo o en el alivio
simultáneo de un placer que al principio tuvo algo de inmolación y de dolor ella
me los abriera con las yemas de los dedos, acariciándome los párpados,
lamiéndolos, alzándomelos casi con violencia para no dejar de ver mis pupilas y
saber que era yo quien estaba en ese instante con ella. Háblame, dice, murmura
en mi oído, abrazada a mi espalda, estrechándose contra mis caderas y
enredando sus muslos en los míos como si mi cuerpo fuera el molde exacto del
suyo, y luego, a la mañana siguiente, mientras fumamos después del desayuno,
me explica que anoche se dio cuenta de que al pedirme que le hablara lo estaba
haciendo en el mismo tono de voz en que se lo pedía a su padre, y con la misma
sensación de secreto y cobijo, y también de que no es la nostalgia lo que la ha
inducido a repetir ese tono y a ovillarse contra mí como cuando era niña y no
lograba dormirse y su padre se quedaba sentado junto a ella en la cama, sino un
poderoso sentimiento de felicidad sobrevivido de entonces, intacto ahora en su
alma y en el sosiego de su cuerpo y hasta en el modo en que las sábanas limpias
y el edredón liviano y mi presencia envuelven su piel, más suave ahora que
nunca, me dice, se toca y no se reconoce, como si el tacto de mis manos hubiera
contagiado las suyas del mismo modo misterioso en que al verse a sí misma en
los espejos se ve a través de mi mirada: no añora algo que tuvo y perdió, me
dice, siente con estupor y gratitud que no ha perdido nada, que lo que ahora posee
permaneció siempre con ella y la sostuvo sin que lo supiera y le ha permitido
mantenerse a salvo de la dispersión y la locura y esperar sin saber qué esperaba
y haber tenido la sagacidad y el instinto precisos para reconocer aquel don
cuando ha aparecido de nuevo, cuando emergió de ella y se manifestó como un
relámpago en la presencia de alguien.
Me pide que siga hablándole, no quiere dormirse todavía, aunque nada le
gusta más, dice, sonriéndome desde el otro lado de la mesa, los labios
entreabiertos y rojos y su ancha melena todavía despeinada, que presenciar casi
en la oscuridad el modo en que me rindo al sueño: yo, tan nervioso siempre, tan
tenso y al acecho, me vuelvo grande y pacífico junto a ella, desnudo, con las
piernas abiertas, respirando muy suave, tan abandonado al acto de dormir como
me abandono algunas veces a los halagos y a las indagaciones de su boca. La
oigo medio en sueños, sonrío y abro los ojos, le aparto de la cara el pelo que me
rozaba los muslos, me la quedo mirando y la atraigo hacia mí, le digo que he
soñado con ella durante unos segundos, que he visto a mi padre subiendo a
caballo por el camino de las huertas, que en unos pocos instantes he vuelto a la
casa donde viví entre los tres y los ocho años, en una calle de Mágina cuyo
nombre, para mí tan común, le da a ella una sensación de amplitud y verano, la
Fuente de las Risas.
Oigo mi voz lenta y oscurecida por el sueño, y aunque he vuelto a
despertarme del todo las palabras me traen poderosas sensaciones visuales que
fluyen delante de mis ojos tan detalladamente como la figura del jinete colgada
enfrente de nosotros, las palabras no cuentan, invocan, la memoria es una mirada
pura y arcaica que me convierte en un testigo inmóvil de lo que estoy diciendo, y
me oigo hablar igual que me oye Nadia, abrazado a ella en la serenidad de un
viaje que sólo ahora he sabido o me he atrevido a emprender, cobijado y en paz,
abandonado entre la conciencia y el sueño, como cuando iba con mis padres al
cine y me asombraban en la pantalla el tamaño y los colores de las cosas y a
punto de dormirme mi madre me tomaba en sus brazos y yo me iba durmiendo
con los ojos entornados mientras veía la película, como cuando salíamos tarde de
casa de mis abuelos, una noche de invierno, el frío de la calle me daba en la
cara, recién salido del calor del brasero, de tanto sueño que tenía se me doblaban
las piernas, y mi padre me cogía en brazos y me envolvía la cara en una bufanda
de lana y me decía, cierra la boca, no vaya a entrarte el frío, la lana suave y
picante humedecida por el vaho del aliento, la felicidad de ser llevado y abrigado
y de ir mirando las luces en las esquinas y en el interior de las casas, en los
comedores de donde viene el rumor de platos y conversaciones de la cena, de
programas de radio donde sonaban pasodobles taurinos, los pasos de mis padres
resonando en la calle vacía mientras me conducen al refugio seguro, blando y
caliente de mi cama, las casas más altas de noche, sobrecogedoras como siluetas
de gigantes, y en el duermevela del niño que apoya la cara en el hombro de su
padre las voces y las imágenes de la visita inmediata disgregándose ya en
materiales de sueños, un hule donde está dibujado el mapa de España y Portugal,
una habitación a oscuras donde arde una mariposa de aceite sobre el mármol de
una mesa de noche en recuerdo de las ánimas del purgatorio, una alacena con
rejilla de alambre cuyo interior huele a especias y a tajadas de lomo sumergidas
en manteca y de la que saldrá un lobo con las fauces abiertas en el transcurso de
una pesadilla. Era, igual que ahora, la delicia y la intriga de extrañarlo todo y de
no ser casi nada y casi nadie, una presencia al margen de las vidas de los
mayores, que hablaban en torno a la mesa camilla o a la lumbre en un idioma
todavía muy poco conocido y en una dimensión inaccesible del espacio, la mesa
donde apoyaban los codos y cuya superficie yo apenas alcanzaba a ver
alzándome de puntillas, los aparadores donde ponían las cosas para que yo no las
tirara, las estanterías más altas de la alacena, la repisa sobre la que estaba la
radio, muy grande, iluminada de noche, con algo de capilla o de sagrario, el reloj
de pared cuya puerta abría mi abuelo todas las noches para darle cuerda
ceremoniosamente con una llave tan dorada como el péndulo que yo miraba
hipnotizado a través del cristal, viendo durante un segundo mi cara borrosa en su
bruñida superficie y escuchando el ritmo de sus engranajes. Era vivir una vida
clandestina en un reino de gigantes, hecho colosalmente a la medida de su
estatura, moviéndome por lugares que ellos pisaban y no veían, tan lejanos y
altos, ceñudos, deshechos por el trabajo, complacientes conmigo o silenciosos de
ira, incomprensibles, misteriosamente dignos de piedad, tan severos y
enigmáticos en sus conversaciones que yo espiaba con la misma impunidad que
un gato y sin comprender mucho más de lo que un gato habría comprendido,
arrodillado en los rincones, persiguiendo una pelota o una bola de goma bajo las
tarimas de los braseros, queriendo alzarme para abrir una puerta, colándome
donde ellos no me veían en los dormitorios con las cortinas echadas, en los
graneros donde jugaba a nadar en un océano de trigo, en las cámaras con orzas
olorosas a manteca y aceite y jamones crudos enterrados en sal, en las mismas
habitaciones que ellos ocupaban y que para mí eran varias veces más grandes,
con las paredes mucho más altas, con las oquedades de sombra mucho más
temibles. Gateaba entre sus piernas, me introducía bajo las faldillas escuchando
sus relatos sin fin sobre las cosechas y la guerra o una cualquiera de sus
admoniciones, ten cuidado, no vayas a quemarte en el brasero, no te asomes a la
puerta de la calle, no te acerques al gato, que te puede arañar, apártate de la
lumbre, vete de la cocina, que puedes quemarte con el aceite de la sartén, no
prendas papeles en la lumbre, que te mearás por la noche, no arrastres latas a
patadas, que se morirá tu madre, no le des vueltas al paraguas, no dejes monedas
en la mesa cuando vas a comer. Alzaba las faldillas, miraba en torno a la mesa el
conciliábulo irreal de varios pares de piernas y de zapatos, veía los ojos
fosforescentes del gato, que me miraba como si reconociera a un semejante y se
frotaba contra las piernas de alguien, tal vez mi madre o mi abuela Leonor, y las
brasas candentes bajo la ceniza tenían un resplandor de diamantes o de lava,
sobre todo cuando alguien removía el brasero con la paleta y provocaba una
incandescencia que me hacía acordarme de las erupciones de volcanes que
había visto en el cine. Algunas mujeres se ataban a las piernas cartones con
cintas de goma para que el calor del brasero no les llenara la piel de unos
sarpullidos que llamaban cabrillas. Cerrando los ojos jugaba a que era invisible,
escondiéndome en un baúl vacío del pajar jugaba a que estaba muerto o no había
nacido o me había marchado de mi casa y podía oír sin embargo sus
conversaciones sobre mí, su angustia por mi muerte o mi ausencia, oía pasos
acercándose, oía la voz de mi madre o de mi abuela Leonor que me llamaban
por todas las habitaciones de la casa, desde el portal, subiendo por las escaleras,
temblando yo al oírlas acercarse, igual que los héroes de las películas cuando
estaban escondidos en la selva y los perseguían los malvados con cintas negras en
el pelo, dientes apretados y blancos y espadas curvas de piratas malayos, o
golpeando tambores febriles en las aventuras de Tarzán, que me gustaban sobre
todo por las piernas blancas y desnudas y los pies descalzos de Jane, me daban
ganas de levantarle la breve falda de piel, de introducir mi mano en su escote tan
cálido, no tienes remedio, dice Nadia riéndose, espiaba y juzgaba a los mayores
como a los habitantes de esos mundos muy lejanos de la Tierra en los que
sucedían algunas novelas de la radio y películas en blanco y negro cuyo
recuerdo no me dejaba luego dormir, decidía en secreto no atender sus llamadas
porque me había cambiado de nombre, elegía ser un niño perdido en un bosque y
amenazado por un lobo y unos minutos después yo era el lobo o el árbol de copa
inalcanzable bajo el que el niño dormía, me transmutaba en un jinete, en una
serpiente, en un juancaballo, me tendía debajo de la cama y cerraba los ojos y
era aquella mujer a la que según mi abuelo habían enterrado viva en el
cementerio, subía a las habitaciones más altas y al abrir una alacena era mi
abuelo o el médico don Mercurio y la pistola de juguete o el almirez que llevaba
en la mano eran una lámpara de petróleo con la que iba a alumbrar a la
emparedada de la Casa de las Torres.
Nos habíamos mudado del cuarto de la viga y ahora vivíamos en una casa
que se me antojaba inacabable, en otra calle que daba a los terraplenes de las
huertas y al valle del Guadalquivir, pero yo casi nunca me asomaba a la puerta,
y cuando lo hacía era para sentarme en el escalón a esperar a mi padre, quieto
siempre, dócil, paciente, cobarde, mirando con envidia y terror a los otros niños
desconocidos que jugaban, mordiendo un hoyo de pan y aceite rebosante de
azúcar o una onza de chocolate. El chocolate había que comérselo muy despacio,
bocados chicos y mucho pan, repetía mi madre, no sólo para que durara más,
sino porque si uno se lo comía demasiado aprisa podía hacerle daño en el
estómago. En todas las cosas usuales se escondían propiedades maléficas: el agua
demasiado fría del botijo podía matarlo a uno de calenturas, entre el musgo de
los tejados se criaban serpientes venenosas que algunas veces caían a la calle y a
las que sólo podía inmovilizar y volver inofensivas el quinto hijo de una
descendencia de varones, si uno era capaz de contar todas las estrellas en una
noche de verano lo mataba Dios, si no se apagaba el brasero antes de irse a
dormir la candela soltaba un humo que envenenaba a la gente dormida. Todos los
niños de la calle me parecían más grandes que yo, y si me invitaban a jugar con
ellos era para engañarme, decía mi madre, para quedarse con mis bolas
relucientes de níquel o con los tebeos recién comprados del Capitán Trueno que
miraba apasionadamente mucho antes de aprender a leer. Aún no conocía a
Félix, que era casi tan callado y tan miedoso como yo, que vivía al fondo de un
corral de vecinos, en unas habitaciones umbrías en las que nunca me atreví a
entrar, porque en una de ellas estaba siempre acostado su padre, inválido, rígido
sobre la cama, quejándose del dolor que le había paralizado los huesos y que lo
estaba matando tan despacio que tardó veinte años en morir. Me asomaba a la
puerta, esperaba sentado, notando el frío de la piedra en las nalgas, pero el
tiempo era eterno, mi padre no venía nunca, cuando se encendían las luces en las
esquinas y el aire estaba oscuro y olía a humo y se escuchaban las campanas de
la oración en las iglesias y los balidos de las cabras que volvían del campo era
que mi padre estaba a punto de volver y que iba a empezar la novela en la radio,
entraba en casa, en el portal empedrado, me asomaba con miedo al corredor de
sombra que daba a las cuadras y al corral, olía a piedra húmeda y a estiércol,
era como la boca de aquel túnel por el que caminaba un niño en una película, y
el suelo era de piedra, no de losas ni de adoquines, sino una superficie ondulada
de piedra viva, eso le decían, nacida y crecida allí como una criatura mineral,
brillante de humedad como el lomo de una ballena, saltaban chispas cuando la
golpeaban los cascos del caballo, ya en la noche cerrada, cuando mi padre había
venido y volcaba en el portal una carga de hierba que llenaba toda la casa de un
olor a savia y a tallos segados. Había espigas que pinchaban las manos y unas
flores verdes que llamaban panecitos o plátanos y que dejaban en la boca un
jugo muy dulce, pero no era bueno comer hierba, ni los tallos más tiernos, al que
comía hierba se le hinchaba el vientre y se caía muerto en mitad de la calle,
como en el año del hambre, decían, y yo imaginaba inacabablemente todo un
año angustioso sin comer, un año que entonces contenía el tiempo inmóvil de la
eternidad. Exploraba la casa, invisible, sin que mi madre lo supiera, porque en
realidad no era yo quien estaba allí ni ellos eran mis verdaderos padres, me
deslizaba en la penumbra mientras mi madre, sentada junto a la ventana, cerca
de la radio iluminada, cosía algo, el hilo tenso extendido hacia arriba y la punta
de la aguja brillando entre sus dedos, la luz verdosa de la radio, la luz azulada de
la hornilla de gas, el invento del siglo, había dicho mi abuelo Manuel cuando la
vio, un adelanto prodigioso, ya no hacía falta levantarse al amanecer para traer
leña de la cuadra ni soplar hasta quedar exhausto, y la casa no se llenaba de olor
a humo, el olor de la pobreza, decían, una mañana mi padre volvió del mercado
antes de su hora de costumbre y con él venía un hombre vestido con un mono
azul que traía una gran caja de cartón y de su interior salió aquella cosa blanca
que resplandecía y que luego empezó a despedir fuego, no el fuego amarillo,
naranja, rojo y violento de la leña, sino un fuego de color azul, una lumbre
circular, domesticada, muy tenue, que se encendía aproximándole una cerilla,
que silbaba antes de brotar y dejaba un olor muy pesado en el aire: había que
tener mucho cuidado, les oí decir, que el niño no toque los mandos, que no se os
olvide nunca apagarlo, porque nos envenenaríamos y nos moriríamos todos,
como aquella mujer de la que contaban que había muerto mientras dormía por
culpa de una hornilla de butano, se le olvidó apagarla y el gas estuvo saliendo
toda la noche, silbando, como una serpiente, subiendo despacio por las escaleras,
como esa niebla letal que mataba a los egipcios en «Los diez mandamientos».
Un día me llevaron de la mano a una casa en la que ya se habían congregado
todas las vecinas y mi madre me tomó en brazos para que viera un mueble
nuevo instalado sobre un aparador: una especie de radio, forrada de madera
brillante, con botones blancos y una pantalla gris y convexa que de pronto se
inundó de una luz que hería los ojos y en la que apareció, como en un cine
diminuto, una mujer rubia que leía sin mirar las hojas de papel desplegadas ante
ella y pronunciaba todas las eses. Se produjo un parpadeo de blancos y grises, la
mujer rubia ya no estaba, se veía a un matador hincando el estoque en la cerviz
de un toro y todas las vecinas aplaudieron.
Me gustaba esa palabra que tanto decían, los adelantos, aunque avisaban que
todos ellos estaban llenos de peligros, pero el peligro parecía la condición más
habitual del mundo, no acercarse a los gatos para que no arañaran, ni a los cascos
de los caballos y los mulos, porque podían aplastarle a uno la cabeza, no ponerse
bajo los aleros en los días de viento, porque una teja podía matarlo a uno o
porque una víbora podía caer al suelo y picarle en el tobillo, o peor aún,
introducirse en la casa e ir en busca del calor de un cuerpo dormido y esconderse
entre las mantas y las tocas de lana de un niño, no beber el agua donde hubieran
escupido las salamanquesas, no descansar a la sombra en invierno para que no le
diera a uno una pulmonía, no exponerse a los pasos de aire, que lo dejaban a uno
idiota y con la boca torcida y los ojos vueltos, no aceptar los caramelos de los
desconocidos, que podían ser tísicos en busca de la fresca sangre infantil, no
respirar el aire inundado de gas, no tocar los enchufes, no mirar demasiado
tiempo hacia ese aparato que yo no había visto nunca, pero del que decían que
estaba en la casa opulenta de Bartolomé, en la plaza de San Lorenzo, un aparato
que era igual que el cine, aunque mucho más pequeño y sin colores donde se
veían las corridas de toros y los discursos de Franco. La televisión, contaban, se
veía gracias a unos polvos blancos y grises que había en el interior de la pantalla,
y esos polvos eran muy dañinos para los ojos, como el azufre que hacía brillar de
noche los números y las agujas del despertador que había en la mesa de noche
de mis padres. Pero uno no estaba seguro de que esas cosas existieran, todo era
conjetural e improbable, y cuando algo sucedía tenía un aire de excepción y al
mismo tiempo de naturalidad, estar solo en la oscuridad de la noche y pensar en
lobos y no poder dormirse y soñar luego con ellos, estar despierto y recibir la luz
del sol en los ojos y escuchar los chillidos de las golondrinas que habían anidado
en el balcón, ver las caras inmensas en la pantalla del cine de verano y escuchar
las voces de las novelas de la radio, los cascos de los caballos, la furia del viento,
las ruedas de un coche deslizándose entre la lluvia, y todo eso escondido en el
interior del aparato de donde fluía una luz verdosa, tras las cortinillas de crochet,
creciendo o apagándose según girara uno el mando del volumen o el de las
emisoras, la aguja negra moviéndose entre palabras que poco a poco era posible
descifrar sílaba a sílaba y en voz alta, Madrid, Londres, París, Lisboa, Andorra,
Su Excelencia el Jefe del Estado, Su Santidad el Papa, Manolo Escobar, Fidel
Castro, el presidente de los Estados Unidos, Manuel Benítez el Cordobés, la capa
de Luis Candelas, la canción del Cola Cao.
Oía siempre, espiaba sin comprender, aceptaba terrores y prodigios, me
inventaba identidades maleables, nombres falsos, amigos que no existían,
impunemente me aproximaba al círculo de los mayores y aprendía poco a poco
a descifrar sus historias y a repetir palabras sonoras que decían, la aceituna, la
televisión, la vaca recién parida, el acabamiento del mundo, los ciclones, la
guerra, Azaña, el general Miaja, el comandante Galaz, don Juan Negrín, Franco,
Ama Rosa, Juanito Valderrama, Guillermo Sautier Casaseca, Cinemascope,
Avecrem, gas butano, Madrid, la momia emparedada, los adelantos, la
operación, el hospital. Algunas veces no existía para nadie y exploraba solo la
casa y encontraba tesoros tras la puerta del pajar y llanuras blancas de polvo
debajo de las camas y selvas incandescentes en el fuego y otras veces era
arropado hasta la barbilla, llevado en brazos, alzado más alto que una cumbre
hasta el lomo de un caballo, cobijado en un chal, contra el pecho caliente y
blando de mi madre, guiado de la mano por calles en las que me perseguía
siempre el miedo a los niños mayores o a perderme o a escuchar la voz de la Tía
Tragantía o de la momia de la Casa de las Torres, despertado antes del amanecer
para llevarme a alguna parte, a casa de mi abuela Leonor, donde la comida sabía
de otro modo y las sábanas estaban más frías y tenían un olor distinto, para
subirme a un coche negro y grande conducido por un hombre de huesos
protuberantes en el cráneo pelado que se llamaba Julián y recorría durante un
tiempo infinito una carretera entre olivares y se detenía ante un edificio de
ladrillo rojo con corredores habitados por monjas que no ponían los pies en el
suelo, que se deslizaban sobre las baldosas como una pluma empujada por el aire
y abrían una puerta blanca al otro lado de la cual había una mujer desconocida,
acostada, con el pelo húmedo a los dos lados de la cara y los ojos ansiosos, mi
madre. Confusamente notaba que había pasado mucho tiempo sin verla, que
estaba enferma, que la había olvidado, pero se incorporaba en la cama de
barrotes blancos y fríos y me apretaba contra ella, y aunque su pecho era igual
de blando parecía más caliente y olía de otro modo, como el cuarto de la viga
cuando a mi padre le ponían inyecciones, olía a alcohol y a desgracia, olía a
miedo, ahora lo sé, a terror y hospital.
No hay motivos, ni cronología, ni estados intermedios. Acostado junto a
Nadia, a una hora de la madrugada que no sé precisar, porque me falta voluntad
para volverme hacia la mesa de noche donde está el despertador, a punto de
dormirme del todo o de recobrar la conciencia, siento la misma pereza absoluta
que cuando estaba un poco enfermo y con fiebre y no me mandaban a la
escuela y me abrigaban subiéndome el embozo hasta la nariz y las fotografías
que he visto en el baúl de Ramiro Retratista se agregan a mis sueños como las
imágenes de una película que estuviera viendo mientras me dormía, figuras
inmóviles cuyos labios empiezan a moverse y adquieren una voz que sin darme
cuenta es la mía mientras le hablo a Nadia, sonámbulos los dos, rendidos hasta
más allá del límite de la fatiga y el deseo, buscándonos aún, acariciándonos con
delicada cautela. Nunca he hablado tanto de mí mismo, como le hablo a ella, tan
despacio, tan detalladamente, con la misma lentitud con que mis dedos le
entreabren la boca o el sexo o le untan los pezones de saliva, quiere saber cosas
de mí en las que ni siquiera yo he pensado, y entonces me doy cuenta de que por
primera vez en mi vida soy yo quien cuenta y no quien escucha, quien cuenta no
para inventar o para esconderse a sí mismo, como cuando Félix y yo teníamos
seis o siete años y me pedía que le contara historias o como cuando estaba solo
en la huerta de mi padre y distraía las horas contándome en voz alta una vida
falsa y futura, sino para explicarme todo lo que hasta ahora tal vez nunca entendí,
lo que oculté tras las voces de otros. Ahora es mi voz la que escucho, hablando
durante horas, hablándole a Nadia, y tengo la sensación de que la oigo yo mismo
en una cinta grabada hace mucho tiempo o está sonando sin que yo sepa de
dónde viene en los auriculares de una cabina de traducción. Yo soy, a través de
Nadia, el testigo de mi propia narración, es ella quien reclama mi voz y quien la
revive con la misma asidua ternura con que sus dedos rondan mi piel y quien
modela a mi alrededor un espacio y un tiempo donde no hay nadie más que
nosotros y en el que fluyen sin embargo todas las voces y todas las imágenes de
nuestras dos vidas.
Pienso en la extrañeza de entonces, en la desarmada inocencia con que mis
ojos presenciaban el mundo. El día es una eternidad vertiginosa de luz en los
terraplenes de la calle Fuente de las Risas y cuando cae abruptamente la noche
es para siempre, todas las cosas ocurren en un presente sin vaticinios ni
recuerdos. Estoy jugando solo en la calle, ante la puerta entornada de mi casa, y
de pronto sube un frío húmedo de la tierra y cuando mi padre vuelva del campo
traerá consigo la plenitud de la noche y el olor de la hierba. Me muestra una
cicatriz que tiene en el cuello y me cuenta que se la hizo la espada de un moro en
una batalla de la guerra. Recorro las habitaciones de la casa en busca de mi
madre, que tal vez ha ido a la tienda, y como no la encuentro supongo con
angustia y resignación que no voy a verla nunca más. Estoy con ella, en la sala
oscura de un cine, no en Mágina, sino en la capital de la provincia, y en la
pantalla veo rostros de un tamaño abrumador y cuerpos cortados por las piernas
que sin embargo caminan. Veo o sueño a un niño dormido y desnudo sobre una
piel de oveja y una serpiente se desliza por un túnel de piedra arenosa y el niño
se revuelve sin despertar y yo cierro los ojos porque sé que la serpiente va a
picarle y que tal vez ese niño soy yo. Mi madre está hablando con una vecina y
de pronto me aprieta contra su pecho y rompe a llorar y la vecina dice dos
palabras que no entiendo: cometa y fin del mundo. Mi padre está acostado, con la
cara muy blanca, más que la tela de la almohada, y sobre la mesa de noche hay
frascos de medicinas y pequeñas cajas de cartón que han sido recortadas hasta
adquirir formas de animales: un perro de orejas caídas, un burro con su serón, un
gato con los bigotes retorcidos. Estoy jugando en una casa que no es la mía y de
pronto extraño a mi madre y sé que no va a venir si la llamo. Estoy acostado en
una cama extraña, frente a una puerta de cristales con visillos más allá de la cual
hay una habitación que me da miedo: una mesa muy larga, de madera brillante,
y sobre ella un perro de escayola con la lengua hacia afuera, y a su alrededor
seis sillas tapizadas de verde en las que se me antoja que hay sentados seis
hombres invisibles. Alzo la cabeza al oír una voz y mi madre viene hacia mí,
sonriente y cambiada, me estrecha en su regazo y me toca con las manos frías la
cara llena de lágrimas. Un hombre que ha venido y se ha sentado junto a la
cabecera de la cama donde está acostado mi padre aunque es de día abre su
mano derecha y en la palma hay un caramelo envuelto en un papel de color
verde, y el sabor del caramelo en la boca es más verde aún, picante, muy
intenso, el aire se vuelve fresco al entrar en la nariz. Es de día y de pronto es de
noche. Estoy en el cuarto de la viga y unos hombres sacan por la ventana los
muebles y luego estoy en el corral de nuestra casa en la Fuente de las Risas,
mirando una hilera de hormigas rojas que suben por el tronco de un granado. Los
granos son rojos como las cabezas de las hormigas. Las hojas de la higuera
sueltan una leche blanca y picante que me escuece los ojos cuando los froto con
los dedos manchados. Estoy jugando en la calle con un indio de goma que tenía
mi madre en el bolsillo del mandil cuando apareció en la puerta donde un
segundo antes no estaba y la sombra de alguien desconocido se inclina sobre mí
y luego la cara y ya no tengo el indio. Veo a un niño flaco, parado frente a mí,
con los ojos grandes y la cabeza pelona, con un mandil como el mío. Mi madre
habla con la suya, que tiene las rodillas amoratadas y rojas bajo el borde de la
falda, y dice: «Éste es el Félix, a ver si os hacéis amigos». Veo una caja de lata
con dibujos de puentes y de mujeres con moños y sombrillas y al abrirla
descubro un tesoro en billetes de banco, y más al fondo, en el armario, toco un
cinturón y una funda de cuero con forma de pistola, pero la abro y está vacía.
Veo un caballo de cartón que tiene los ojos grandes y quietos como ese niño
llamado Félix y cuando me acerco a tocarlo alguien grita, en broma, «¡que te
muerde!», y aparto la mano y escucho las carcajadas de mi abuela Leonor, que
luego se repiten en un sueño. Se ha ido la luz mientras subía las escaleras, y una
voz desde abajo, la de uno de mis tíos, murmura, ay mama mía mía mía, quién
será, cállate hija mía mía mía, que ya se irá. En el sueño mi abuela Leonor y las
vecinas de la calle ríen sin parar en la plaza de San Lorenzo y cada vez son más
pequeñas y más gordas y tienen las bocas más grandes. Me despierto y no hay
nada en la oscuridad. Eso mismo veía la mujer a la que emparedaron en la Casa
de las Torres. Estoy de pie, en la oscuridad, sobre una superficie muy alta, una
mesa, y hay contra mi pecho un cristal tan helado como el de las ventanas en los
días de invierno. Extiendo las manos y no hay nada, ni arriba ni abajo, ni día ni
noche. Una mano toca la mía y oigo las voces de mi madre y de mi abuela, que
hablan con alguien como si yo estuviera dormido y dicen una palabra que no
entiendo y que me da mucho miedo: radiografía. Ahora hay tanta luz que tengo
que cerrar los ojos y un hombre de bata blanca que no huele como los hombres
de mi familia está mirándome y su cabeza tiene alrededor una cinta de goma y
en su frente hay un espejo redondo en el que veo mi propia boca abierta. Tengo
frío en el pecho y a veces tengo mucho calor y mucha sed, una sed desesperada
que me impide despegar la lengua del paladar y pedir agua. Mi madre me tiene
en brazos junto a una puerta de cristales escarchados, y una mujer vestida de
blanco me sonríe y me habla y yo sé que me miente y me arranca de los brazos
de mi madre y me lleva al otro lado del cristal, donde está el médico con esa
lámina de cristal o de acero en la frente que parece un ojo muy grande. En los
descampados de la Fuente de las Risas Félix y yo removemos la tierra húmeda y
grumosa buscando hormigas aladas. Alzan el vuelo y brillan en la mañana
dorada y azul como fragmentos de cristal. Mi madre me lleva de la mano y no
sé hacia dónde y estoy muerto de terror. En un escaparate hay una carroza de
juguete, con cuatro caballos de color verde y un soldado que sostiene un látigo.
He oído decir que antes de que yo naciera había carro de los muertos tirado por
caballos y que un jinete los hacía galopar a latigazos. El nombre de ese carro me
daba más miedo que la palabra tísico o la palabra hospital: la Macanca. Tengo en
brazos a un gato pequeño y rubio que jugaba conmigo bajo la mesa camilla
mientras los mayores hablaban muy por encima de nosotros y sin que nadie me
vea lo encierro en un cajón donde hay cuchillos y cucharas y un artefacto
metálico con mango rojo que sirve para batir huevos y que a veces uso yo como
un arma de película. Mi madre tira de mí por un pasillo muy largo y mi mano
sudada se escurre entre la suya y me quedo parado entre dos baldosas, un pie en
una baldosa blanca y otro en una baldosa negra. No sé dónde estoy, pero no es en
Mágina, y me va a ocurrir algo. En el corral de una casa donde hay ruedas
amontonadas de coches mi amigo Félix come puñados de tierra oscura. La tierra
sabe amarga y se deshace en la boca como una onza de ese chocolate que tiene
dibujada a una Virgen. Bajo el envoltorio de colores algunas veces encuentro
estampas de aventuras o de artistas de cine que huelen intensamente a cacao.
Abro cajones y están vacíos. Abro cajones donde hay hojas amarillas de
periódicos. Me gusta abrir cajones y mirar debajo de la ropa doblada para
encontrar fotografías. Mi madre dice que ese hombre de pelo blanco que está
sentado en un escalón y acaricia el lomo de un perro era su abuelo: qué raro, ella
no es una niña y tiene o ha tenido abuelo, igual que yo, pero dónde está ahora, se
lo pregunto y no me quiere contestar. A veces los mayores se quedan callados y
no responden las preguntas. Abro un cajón y un gato con el pelo erizado salta
sobre mí y me araña las manos y la cara y lo veo todo rojo, como cuando me
oculto tras la cortina roja del cuarto de mis padres y no contesto si me llaman.
Estoy atado a un sillón con correas y el hombre del espejo en la frente sostiene
debajo de mi boca una palangana de sangre. El suelo donde estoy sentado junto a
Félix mientras comemos tierra está frío y húmedo y sé que dentro de poco se
encenderán las luces y será de noche y oiremos la trompeta del cuartel. Cuando
la tierra está fría y huele a humo viene mi padre montado sobre un mulo y es
que ya es de noche. Algunas veces la noche es más grande y azul y la luna está
en el aire y también en el agua de las albercas. En las noches azules se ven desde
el terraplén luces que tiemblan en la lejanía, se oyen las voces y la música del
cine de verano y en el cielo hay un camino blanco y una luna amarilla sobre los
tejados que parece una cara. Estoy tendido en una cama cuando abro los ojos y
no sé dónde estoy, pero sobre la mesa de noche hay una carroza de juguete con
cuatro caballos y un soldado que maneja un látigo. Cerca de mí dice una voz:
«ya está volviendo de la anestesia», y siento que me duermo pensando en esa
última palabra, que tiene el olor del hospital y un sabor amargo de medicina.
Cuando tengo sueño mi madre dice, vámonos al cine de las sábanas blancas, y
yo la creo porque pienso en la sábana blanca y vacía que hay frente a nosotros
cuando aún no se ha apagado la luz. En el cine todo el mundo está callado y huele
a la superficie roja y suave de las butacas o a pipas de girasol o a galanes de
noche y no se ve nada en la pantalla, que es una sábana blanca. Luego en la
pantalla es de día y más arriba y a su alrededor es una noche de verano sobre la
que permanece inmóvil la cara de la luna, que se parece a la cara de mi madre.
Dicen operación, dicen hospital, dicen sanatorio, próstata, penicilina, radiografía,
anestesia. Las piernas con medias negras de la madre de Félix aparecen junto a
nosotros, su mano con la manga enlutada lo levanta del suelo, le golpea la cara y
la boca abierta de Félix está manchada de saliva, de tierra y de mocos. Dicen
palabras que poco a poco voy reconociendo y empiezo a comprender, aunque a
veces tengan significados imposibles, dicen matar el tiempo y yo imagino a un
hombre encorvado que maneja un cuchillo contra la oscuridad, dicen estrella de
cine y veo en el cine a oscuras y en la pantalla negra una luz que la cruza en
diagonal como las estrellas fugaces en las noches de verano, dicen tirar la casa
por la ventana y veo la ventana de nuestra cocina en la calle Fuente de las Risas
y a mi padre investido de una estatura hercúlea que arranca la reja y levanta en
sus manos una maqueta de la casa y la tira a la calle donde se rompe sobre el
empedrado con un estrépito de cristales y de tejas. Hablan entre sí, cuentan, no
paran nunca de contar, mi abuelo Manuel me sienta en sus rodillas, junto al
fuego, se quita la boina y su calva brilla bajo la luz como la panza de un cántaro,
sonríe y me dice, quieres que te cuente un cuento recuento que nunca se acaba
con pan y pimiento, y yo le digo que sí o que no y él repite una y otra vez lo
mismo hasta exasperarme, no te he dicho que me digas que sí o que no, sino que
si quieres que te cuente un cuento recuento que nunca se acaba con pan y
pimiento, o se me queda mirando y mueve la cabeza y dice con aire pensativo,
bueno, hombre, bueno, así que tú eres el guarda de don Juan Moreno, y si le
contesto que no vuelve a decir, bueno, hombre, bueno, pues yo pensaba que eras
el guarda de don Juan Moreno. Sueño voces, las oigo a todas horas en la radio,
venidas de no sé dónde, del interior del aparato, me subo a una silla para alcanzar
su repisa y trato de mirar bajo ese resquicio por donde fluye al anochecer su luz
verdosa queriendo descubrir quién se oculta dentro, cómo es posible que baste
mover suavemente el sintonizador para que se sucedan voces de hombres y
mujeres, canciones que algunas veces no se entienden, como las palabras de las
emisoras extranjeras, aventuras que tienen lugar en los mares del Sur o en las
calles de París, para que suene el estrépito del mar con más fuerza que en el
interior de una caracola y la lluvia y el viento y los truenos de una tormenta, para
que relinchen y galopen caballos y aúllen los lobos como en los relatos que me
cuenta mi abuelo. Oigo las voces, les atribuyo caras, oigo el mar y lo veo con el
mismo color azul oleoso y brillante que tiene en las películas, y que ya para
siempre me gustará más que el color de los océanos verdaderos, oigo nombres
de ciudades y de mujeres y me conmueve un amor desconsolado y simultáneo
por ellas, discos dedicados, a la señorita más guapa de Mágina de parte de su
novio, al niño Paquito Puga en el día de su primera comunión, oigo pitidos y
murmullos semejantes a los ecos que suenan en una iglesia desierta y distingo
voces que no puedo comprender, en idiomas extraños que a mi abuela le dan
mucha risa, hay que ver, dice, lo raro que habla esa gente, con lo fácil y lo claro
que hablamos nosotros, aprendo a distinguir la ironía en la voz de mi abuela
Leonor y el miedo y la ternura en la de mi madre, que me despierta todas las
mañanas cantando romances y canciones de Concha Piquer y del negro Machín
mientras friega los suelos y hace las camas en el dormitorio contiguo, abro los
ojos, escucho su voz, que ya había estado oyendo en los últimos minutos de
sueño, sé que cuando entre a mi dormitorio va a descorrer las cortinas y a
decirme mientras me sacude suavemente, las mañanitas de abril, gustosas son de
dormir, y las de mayo, ni fin ni cabo, mientras del otro lado del balcón viene una
luz de un amarillo de polen y un aleteo de golondrinas. Oigo las voces de las niñas
en la calle, los pregones de los buhoneros que pasan, las palabras en latín que
resuenan en la penumbra cóncava y fría de la iglesia, descubro que las voces
pueden sonar también en el silencio, estoy tendido de noche en la oscuridad e
imagino que oigo mi propia voz contándome una historia que me ha contado mi
abuelo o que se repite la letanía temible de la madre y la hija que escuchan los
pasos de su asesino o la de la Tía Tragantía, esa giganta vestida de harapos que
ronda las esquinas sin luces en las primeras noches del verano, yo soy la tía
Tragantía, hija del rey Baltasar, el que me oiga cantar no vivirá más que un día y
la noche de San Juan.
Me tapo los oídos por miedo a escuchar esa canción, pero el insomnio de la
noche está poblado de rumores que parecen palabras susurradas en un idioma
extranjero, me escondo bajo las sábanas, me tapo la cabeza con la almohada,
oigo mi sangre y mi respiración, imagino que yo soy ese niño dormido al que va
a picar una serpiente, que los pasos suben en mi busca y no puedo despegar los
labios para llamar a mis padres, en el silencio de la calle permanece el eco de las
últimas canciones que cantaron las niñas antes de retirarse a sus casas, ay qué
miedo me da de pasar por aquí, si la momia estará escuchándome a mí. Cuando
salimos de casa de mi abuela Leonor y estoy casi dormido en brazos de mi padre
miro el volumen sombrío de la Casa de las Torres y su portalón cerrado y sus
ventanales vacíos y pienso en el fantasma de la mujer a la que enterraron viva, y
cuando subimos por la calle del Pozo en dirección al Altozano (me han tapado la
boca con la bufanda de lana, y la chaqueta de mi padre y sus manos huelen a
tabaco y a tierra húmeda y a hierba segada) oigo acercarse unos pasos y unos
golpes de bastón que me obligan a cerrar los ojos como cuando estoy
vislumbrando una pesadilla, porque sé que si los abro veré bajar por la acera a
ese hombre ciego que lleva un abrigo muy grande y unas gafas negras y camina
rozando las paredes con su mano extendida. Luego Félix me pide que le cuente
una historia de miedo, sentados al atardecer en el escalón de su casa, mirando los
juegos brutales de los otros, y yo le hablo de la mujer emparedada y del ciego al
que le dispararon a los ojos dos balas de sal y del niño que dormía sin saber que
se le estaba acercando una serpiente. Siempre quiere que le siga contando, y
cuando se me acaban las historias que le he oído a mi abuelo las continúo
inventando peripecias nuevas mientras hablo, acordándome de películas y de
ilustraciones de libros: he descubierto que los libros están llenos de palabras y de
voces silenciosas, lo sé porque mi abuelo abre de vez en cuando un gran volumen
que guarda en la caja del reloj y es como si levantara la tapa de un baúl lleno de
palabras. El libro tiene los cantos requemados, y mi abuelo me explica con
orgullo que lo rescató de la hoguera a donde los milicianos habían arrojado todos
los libros y los muebles del cortijo donde trabajaba cuando estalló la guerra.
«Una gracia que hiciste», dice mi abuela Leonor, «que un poco más y te tiran
también a ti a la lumbre». Cuando estoy solo busco el libro y lo pongo sobre la
mesa igual que mi abuelo y recorro las páginas buscando las palabras que él dice
en voz alta, pero yo sólo veo signos que no puedo descifrar, me humedezco el
pulgar, como hace él, para pasar las páginas, sigo las líneas con el dedo índice de
mi mano derecha, busco los grabados, que me impresionan más que las
imágenes de una película, coches antiguos con los faros encendidos corriendo por
una carretera al filo de un precipicio, mujeres vestidas con sombreros de plumas
y abrigos de pieles, malvados con la nariz aguileña y la cara torcida que
sostienen revólveres. Le hablo a Nadia en voz baja y miro frente a nosotros el
grabado del jinete y aunque sé que es imposible tengo la sensación de que lo he
visto hace muchos más años de lo que yo creía, en una de las páginas con los
filos requemados de aquel libro que leía mi abuelo Manuel, la misma sensación
de aventura y de sueño, de lejanía y viaje hacia la oscuridad por un sendero
montañoso, mi abuelo atravesando la sierra de Mágina en una noche de tormenta
estremecida por los aullidos de los lobos y los relinchos de los juancaballos,
Miguel Strogoff perseguido por los tártaros en el primer libro que me compraron
cuando supe leer, mi padre subiendo a caballo de la huerta cuando ya están
encendidas las luces y apareciendo en una esquina de la calle Fuente de las Risas.
Dejo a Félix, voy corriendo hacia él, descabalga de un salto, me levanta en sus
brazos, noto su barba áspera en mi cara cuando me da un beso, me alza un poco
más y me sienta sobre la albarda del caballo, me da miedo y vértigo, casi me
caigo, soy un inútil y él seguramente lo sabe desde que nací, me dan terror los
animales, hasta las lagartijas, pero él me sostiene y me pone las riendas en la
mano y entonces yo también soy un jinete y me imagino que cabalgo por una
película, perseguido por los indios, diciéndole adiós a Félix con la mano, un adiós
muy rápido, para no caerme al suelo.
Y es ahora, mientras le hablo a Nadia, mientras las palabras vienen a mis
labios tan involuntariamente y tan sin tregua ni orden como las imágenes de un
sueño, cuando surge ante mí un recuerdo intacto y perdido, no un recuerdo, sino
algo más poderoso y material, la sensación de ir montado en un caballo detrás de
mi padre, abrazado a su cintura, apretando, porque él me lo ha dicho, las piernas
y los talones contra el lomo, sintiéndome llevado y protegido por su fortaleza,
dejando atrás las últimas cuestas empedradas de Mágina y descendiendo por un
camino entre trigales verde claro y jaramagos: voy con él e imagino que
cabalgamos hacia una aventura leída en los libros, sé que tengo ocho o nueve
años y que dentro de poco abandonaremos la casa en la Fuente de las Risas y nos
iremos a vivir con mis abuelos a la plaza de San Lorenzo, he visto a mi padre
quedarse absorto por las noches delante de un papel en el que traza números de
manera incesante, los he oído hablar de mudanza y de tierra y de miles de duros
y he sabido que algo estaba a punto de sucedemos, algo más grande que la
llegada de la radio o de la hornilla de butano. Bajamos por el camino, mi padre
detiene el caballo junto a una casa pequeña que tiene hundido el tejado, baja de
un salto, tiende la mano hacia mí y me dice que salte, no me atrevo, noto en su
cara el desagrado, me ayuda a bajar, ata el caballo al tronco de un álamo seco.
La casa está en ruinas, las veredas y las acequias están borradas por la hierba, el
agua verde oscuro de la alberca apenas puede verse bajo las ovas y los juncos.
Más allá de las terrazas abandonadas de la huerta se extienden las olivares que
bajan hasta la orilla del río y en el sol de la tarde vibra el azul puro de la Sierra.
Mi padre enciende un cigarrillo, pasa su mano derecha por mi hombro, me lleva
por veredas umbrías bajo las copas de las higueras donde se agita con el viento
suave un escándalo de pájaros. Ahora recuerdo el modo en que pisaba aquella
tierra abandonada, el entusiasmo secreto con que arrancaba una mata de mala
hierba y apretaba en su mano los grumos adheridos a la raíz, en cuclillas, con el
cigarro en la boca, mirándome con una sonrisa de felicidad, de pasión e
inocencia que hasta entonces yo nunca había visto en sus labios y en sus ojos:
tenía treinta y dos o treinta y tres años y el pelo recio y ya casi blanco acentuaba
la juventud de su cara cobriza. Tal vez si no hubiera visto en el baúl de Ramiro
Retratista las fotografías que le hicieron cuando yo no había nacido no podría
acordarme ahora de la expresión de su cara ni entender que aquel día, al pisar la
tierra que había comprado y removerla con sus manos y dejarla escurrirse entre
sus dedos estaba tocando la materia misma del mejor sueño de su vida.
II
Jinete en la tormenta
P
UEDO INVENTAR, AHORA
, impunemente, para mi propia ternura y
nostalgia, uno o dos recuerdos falsos pero no inverosímiles, no más arbitrarios,
sólo ahora lo sé, que los que de verdad me pertenecen, no porque yo los eligiera
ni porque se guardara en ellos una simiente de mi vida futura, sino porque
permanecieron sin motivo flotando sobre la gran laguna oscura de la
desmemoria, como manchas de aceite, como esos residuos arrojados a la playa
por el azar de las mareas con los que el náufrago debe mal que bien arreglarse
para urdir en su isla un simulacro de conformidad con las cosas. Hasta ahora
supuse que en la conservación de un recuerdo intervenían a medias el azar y una
especie de conciencia biográfica. Poco a poco, desde que vi las fotografías
innumerables de Ramiro Retratista y fui impregnándome del rostro y de la voz y
de la piel y la memoria de Nadia igual que una cartulina blanca y vacía se
impregna de sombras grises y luces sumergida en la cubeta del revelado,
empiezo a entender que en casi todos los recuerdos comunes hay escondida una
estrategia de mentira, que no eran más que arbitrarios despojos lo que yo tomé
por trofeos o reliquias: que casi nada ha sido como yo creía que fue, como
alguien, dentro de mí, un archivero deshonesto, un narrador paciente y oculto,
embustero, asiduo, me contaba que era.
Todavía me desconcierta la extensión del olvido, la magnitud de todo lo que
he ignorado no ya sobre los otros, vivos y muertos, sino sobre mí mismo, sobre
mi cara y mi voz en el pasado lejano, en los días finales de la primera mitad de
mi vida, cuando me creía, acobardado y temerario, en las vísperas acuciantes de
un porvenir que era falso y que también se ha extinguido. Pero ahora imagino
cautelosamente el privilegio de inventarme recuerdos que debiera haber poseído
y que no supe adquirir o guardar, cegado por el error, por la torpeza, por la
inexperiencia, por una aniquiladora voluntad de desdicha abastecida de excusas y
hasta de fulgurantes razones por el prestigio literario de la pasión. Le dije a
Nadia: por qué no nos encontramos definitivamente entonces, cuando nada nos
había gastado ni envilecido, cuando todavía no nos había manchado el
sufrimiento. Pero en realidad no quiero modificar en su origen el curso del
tiempo, sólo concederme unas pocas imágenes que pueden no ser del todo falsas,
que tal vez estuvieron durante fracciones de segundo en mi retina y no llegaron a
alcanzar la conciencia y sin embargo permanecen en alguna parte dentro de mí,
en lo más hondo de la oscuridad y del olvido, avisándome de que lo que yo
supongo invención en realidad es una forma invulnerada de memoria, de modo
que si ahora imagino una mañana de hace dieciocho años en que la vi cruzar con
su padre la puerta encristalada del bar Martos, a contraluz, caminando sobre la
mancha de sol que brillaba en las baldosas y apenas reverberaba en la penumbra
donde mis amigos y yo estábamos oyendo una canción de Jim Morrison o de
John Lennon o de los Rolling Stones en la máquina de discos, si no logro definir su
cara pero sí la orla deslumbrante de su pelo rojizo, si me atribuyo la sensación de
curiosidad y extrañeza que entonces provocaban siempre en nosotros los
forasteros, tal vez actúo como un adivino de mi propio pasado, y por eso me gana
una emoción de verdad de la que hace mucho quedaron despojados esos
recuerdos que ya no estoy tan seguro de que sean veraces, que se parecen a los
cuadros rutinarios y a las fotografías enmarcadas de una casa en la que uno no
desea vivir, despojos, no trofeos, innobles como reliquias degradadas por el
escarnio, por el abandono y las telarañas, colgadas en capillas siniestras a las que
nadie acude.
Puede que yo estuviera allí el día que llegaron, porque pasaba una parte
considerable de mi vida en el Martos, escuchando discos extranjeros en cuyas
letras trabajosamente descifradas intuía las palabras de una revelación sobre algo
que estaba muy lejos de mí, que nunca alcanzaría y que sin embargo había
nacido conmigo, bebiendo cañas de cerveza con la necesaria lentitud para que
durasen lo más posible, fumando cigarrillos, con Martín y Serrano, a veces con
Félix, que silbaba por lo bajo alguna melodía barroca y estaba como de visita,
recostados contra la pared húmeda, entornando los ojos para hacer más intenso
el efecto narcótico de la cerveza, del humo y la música, mirando tras los cristales
a las mujeres que pasaban, a los viajeros recién llegados en el autocar de
Madrid, al que le decían la Pava, por lo lento que era, a los que estaban a punto
de marcharse y entraban en el Martos para comprar cigarrillos o beber un café,
excitados, imaginábamos nosotros, por la proximidad de la partida, nerviosos,
mirando sus relojes de pulsera y vigilando al conductor, que conversaba con el
dueño en una esquina de la barra y hacia las tres y veinticinco, cuando nosotros
también debíamos marcharnos al instituto, apuraba su cigarrillo con una última
calada, se frotaba las manos y decía en voz alta, vámonos, y yo pensaba, quién
pudiera.
En Mágina, entonces, aún llamaba la atención la llegada de un forastero, y no
porque nos conociéramos todos, pues hacia el norte habían crecido primero
barrios de casas pequeñas, corrales ínfimos y calles empedradas, y luego
bloques de pisos que tenían garajes y cafeterías en los bajos, y cuyos ascensores,
en los que entrábamos alguna vez para subir a la consulta de un médico, nos
producían una admiración indiscernible de la claustrofobia y del callado terror. A
los forasteros se les identificaba sin vacilación, y no me refiero sólo a los turistas
aislados que llevaban pantalón corto y cámaras fotográficas que usaban
enigmáticamente para tomar retratos de burros con serones y de palacios viejos
que a nosotros nos parecían irrelevantes y en los que ni los gitanos de la calle
Cortina habrían querido vivir. Hasta no hacía muchos años, la presencia de una
pareja de turistas provocaba un alboroto de niños en la calle y de postigos
abriéndose a medias para examinar esas figuras menos llamativas que ridículas,
las mujeres con el pelo oxigenado y las picudas gafas de sol sobre las caras
pálidas, los hombres, tan mayores, con las piernas blanquecinas y peludas al aire
y cortos calcetines de colores brillantes, con camisas floreadas y abiertas que
aquí parecían más propias de los payasos, de los maricones o de los idiotas
detenidos en una infancia decrépita que de las personas en su juicio.
Alguna vez, en el barrio de San Lorenzo o en el de la Fuente de las Risas,
donde quedaban todavía turbulentas cuadrillas de niños que emprendían feroces
guerras a pedradas, una pareja de turistas acababa huyendo de una curiosidad
silenciosa y hostil que inopinadamente se había convertido en persecución. Pero
con el tiempo la ciudad fue acostumbrándose a ellos, en parte porque cada vez
era más frecuente su llegada, y en parte también porque el exotismo de sus
actitudes, de su vestuario y de las matrículas de sus coches se fue disolviendo en
el cambio gradual de todas las cosas, que sólo a los muy mayores les pareció
desconcertante e incluso amenazador. Había turistas igual que había coches en
todas partes y a todas horas, televisores, semáforos, pollos gigantes, cocinas de
gas, vajillas de duralex, cantantes de pelo largo y ademanes afeminados, como
decían que era el hijo golfo del inspector Florencio Pérez, piscinas con
trampolines olímpicos, camisas que nunca se arrugaban, edificios de ocho y
hasta diez pisos y máquinas expendedoras de tabaco y de bolsas de pipas, que a
más de uno le parecieron la señal de que estábamos viviendo en un mundo
automático en el que muy pronto los robots suplantarían a los hombres.
Pero a los forasteros se les seguía distinguiendo con facilidad, aunque no
tuvieran el pelo rubio ni llevaran cámaras al cuello ni usaran absurdos pantalones
cortos. Ni siquiera hacía falta oírlos pronunciar las eses finales de las palabras: se
les reconocía simplemente por la cara, pues alguien podía tener cara de no ser de
Mágina igual que de estar enfermo o de haber bebido en exceso, y era fácil que
se les atribuyeran vidas legendarias y fortunas cuantiosas, tal vez a causa de un
vago sentimiento de inferioridad que nos inclinaba a suponer que más allá de
nuestra colina y de la doble frontera del Guadalquivir y del Guadalimar se
extendía un mundo ilimitado y próspero que a casi todos nosotros nos estaba
prohibido, a menos que la suerte acompañara a la audacia o que aceptáramos
cumplir en él tareas subalternas, no siempre más ingratas ni peor pagadas que las
habituales aquí. A mi padre le rondaba la idea de vender la huerta y los olivos y
emigrar a Benidorm o a Palma de Mallorca, donde consideraba posible
encontrar un empleo de jardinero en algún hotel. Yo me colocaría de botones,
decía, y en poco tiempo, con mi facilidad para los idiomas, perfeccionando mi
habilidad para escribir a máquina con los diez dedos y sin mirar el papel, llegaría
a convertirme en
maître
, palabra cuyo significado exacto él desconocía, pero que
pronunciaba con reverencia, pues alguien, alguno de sus parroquianos del
mercado, le había dicho que ser
maître
era hoy en día más que ser ingeniero o
médico, con la ventaja de que no era preciso gastar la juventud y estropearse la
vista estudiando en una capital. Me hablaba de gente que de tanto estudiar había
caído enferma de palidez y acababa mirando el vuelo de las moscas en las
celdas con azulejos blancos de los manicomios. Se acordaba de amigos y
parientes suyos que se marcharon a Madrid, a Sabadell o a Bilbao cuando él era
joven y que ahora vivían en pisos con calefacción y cuarto de baño, tenían paga
segura y regresaban de vez en cuando a Mágina conduciendo sus propios
automóviles. Hablaba con admiración y nostalgia de su primo Rafael, que había
sido su mejor y casi su único amigo hasta el final de la adolescencia, y que
ahora, veinte años después de salir huyendo del hambre y de la esclavitud del
trabajo en el campo, era conductor de autobús en Madrid.
Pero se daba cuenta amargamente de la dificultad de triunfar fuera de
Mágina. Salvo su primo Rafael y algún otro —porque la mayor parte de los que
volvían a pasar las vacaciones aparentaban por vanidad o vergüenza una posición
que nunca alcanzaron y se entrampaban para traer regalos a la familia y alquilar
grandes coches que pasaban por suyos— sólo había triunfado de verdad un
matador de toros, Carnicerito, torero más de arte que de valor, puntualizaba mi
abuelo Manuel, que en unos pocos años había pasado de las capeas en las
cortijadas a la vuelta al ruedo en Las Ventas, y a quien mi padre admiraba más
aún porque era hijo de un carnicero que tenía en el mercado un puesto enfrente
del suyo, de modo que lo había visto nacer, como quien dice, explicaba, halagado
por el hecho de conocer a alguien muy célebre, y desde chico se le vio la
afición. Ahora Carnicerito salía en la portada del
Dígame
—tenía la cara larga y
el perfil grave y ensimismado, como Manolete— y algunas veces irrumpía en
Mágina, en el paseo del León, en la calle Nueva, en la plaza del General Orduña,
al volante de un Mercedes blanco y descapotado en el que se veía vibrar desde
lejos la melena al viento de una rubia que sería, sin duda ninguna, forastera, y
con la que a mediodía era posible verlo sentado en la terraza del Monterrey, una
cafetería con barra de aluminio y paredes de moqueta azul recién abierta bajo
los soportales, donde nosotros creíamos que sólo les estaba permitido sentarse a
los ricos, a los forasteros y a las mujeres rubias que fumaban con las piernas
cruzadas y descubiertas hasta más arriba de la mitad de los muslos.
Bajábamos del instituto y al vislumbrarlas desde lejos, en la mancha oblicua
de sol que prolongaba la sombra del general hasta las losas de los soportales, se
nos cortaba de antemano la respiración, y el vaticinio de sus piernas desnudas nos
sumía en una fervorosa y desatada desdicha. Mujeres con grandes gafas oscuras,
con un pañuelo a modo de diadema alrededor de la frente, con los labios pintados
de rojo, de violeta, de rosa, con relojes de pulsera tan grandes como los de los
hombres —no esos relojillos mínimos y medio hundidos en las mantecosas
muñecas de las mujeres que conocíamos nosotros— pero con una correa muy
ancha, de cuero negro, según una moda que resultó fugaz, pero que a nosotros
nos parecía un signo de exotismo y de audacia. Fumaban cigarrillos extralargos
con filtro, sosteniéndolos en el extremo de sus largos dedos con anillos y uñas
rojas y ovaladas, muy largas también, como todo en ellas, los muslos, las
melenas lisas y teñidas, las manos, los cigarrillos, hasta las sonrisas, las
carcajadas que resonaban al mismo tiempo que el hielo tornasolado en los vasos
y las pulseras en sus muñecas delgadas y casi frágiles, como sus picudos tobillos,
en los que a veces relucía una tenue cadena de oro, como los curvados empeines
que descendían hasta ajustarse al molde exacto de los tacones de charol.
En los veladores metálicos del Monterrey, a un paso de los hombres con
oscuros trajes de pana que miraban el cielo en espera de lluvia y la estatua del
general y el reloj de la torre con una paciencia mineral, parecían envueltas en
una lujosa claridad de indolencia y de
whisky
, una bebida de la que hasta
entonces sólo supimos que existía en las películas del Oeste, y si al pasar junto a
ellas las mirábamos disimuladamente, con las cabezas bajas, con las carpetas de
apuntes bajo el brazo, con la expresión ensombrecida por el deseo y el bozo,
nunca encontrábamos sus ojos, ocultos tras las gafas oscuras, sino facciones tan
rígidas como las de una esfinge, labios rectos y fríos, curvándose en el cristal de
una copa o en torno al filtro de un cigarrillo que no olía sólo a tabaco rubio y a
dinero, sino a jabón de baño y a piel no dañada por el trabajo ni el sol, dorada por
la pereza en arenales junto al mar, en esa playas que se veían en las películas en
tecnicolor y a las que la mayor parte de nosotros no habíamos ido nunca: incluso
el mar tenía entonces en nuestra tierra de secano como un prestigio de invento
reciente.
Sabíamos que eran forasteras no sólo porque fumaran en público y se
sentaran en la terraza del Monterrey sino porque sus cuerpos parecían obedecer
a otra escala, a una medida de longitud y de esplendor inaccesible para las
mujeres de Mágina, a una calidad de indolencia y de tránsito, de provocación,
indiferencia helada y aventura, como las mujeres del cine y las de aquellas
revistas extranjeras de modas que compraban las madres de algunos de nuestros
amigos. Que alguien de Mágina, Carnicerito, anduviera con ellas, que las
mostrara como trofeos gloriosos en el asiento de piel de becerro de su Mercedes
blanco, nos parecía oscuramente un desquite entre sexual y de clase, de modo
que no lo mirábamos pasar con envidia, sino con orgullo, casi con la misma
exaltación con que oíamos en los anocheceres de verano el estampido de los
cohetes que anunciaban el número de orejas cortadas por él en alguna corrida.
La gente se paraba en la calle y aplaudía, y hubo una tarde memorable en que se
sucedieron cuatro cohetes y a continuación, después de un silencio en el que se
extendía el humo y el olor de la pólvora, estalló por sorpresa un gran trueno que
sacudió los cristales de todas las ventanas: Carnicerito, en La Maestranza, había
cortado un rabo y lo habían sacado a hombros por la puerta grande. En la iglesia
de San Isidoro, el párroco, don Estanislao, aguileño y huesudo como la estatua de
san Juan de la Cruz que hay en el paseo del Mercado, vehemente taurino,
interrumpió la misa al oír el último cohete, y cuando dio gracias a Dios por el
éxito de Carnicerito, los fieles, desconcertados al principio, prorrumpieron en una
cerrada ovación, según atestiguó Lorencito Quesada, corresponsal de
Singladura
,
el diario de la provincia, en una crónica que al ser leída por el obispo le deparó al
sacerdote entusiasta una sanción que hasta las personas más devotas de Mágina
consideraron excesiva.
Ni que decir tiene, pensaban, que Su Eminencia era forastero, y que mal
podía comprender lo que Lorencito Quesada llamaba lastimosamente la
indiosincrasia de nuestra ciudad, tan volcada en su torero epónimo como en las
procesiones de su Semana Santa y en su menesterosa artesanía del esparto y del
barro, recién hundida por la invasión de las fibras y los cubos de plástico y el
cristal irrompible, tan falta de celebridades y de relevancia en el mundo desde el
siglo
XVI
, lejos del mar, de las carreteras nacionales y de las líneas importantes
del ferrocarril, aislada entre los olivares como en medio del océano, tan
inútilmente hermosa y tan ignorada que cuando se rodaban exteriores de
películas en sus plazuelas y en sus callejones aparecía luego en el cine con otro
nombre. Ni siquiera Carnicerito pudo escapar a la larga de ese maleficio que nos
perseguía: al cabo de dos o tres temporadas triunfales, en las que no había
domingo en que no se superpusieran a los toques de las campanas llamando a la
última misa los cohetes que daban noticia de las orejas que cortaba, el número de
sus corridas fue menguando tan paulatinamente como el de los estampidos, y
dijeron que tenía mala suerte con los toros, que otros matadores, auxiliados por
empresarios deshonestos, le tendían zancadillas, que había caído en manos de
falsos amigos y de apoderados desleales. Se le seguía viendo en su Mercedes
blanco, recostado, con sus trajes de colores claros, su pelo húmedo de brillantina,
sus patillas largas, en los sillones de reluciente aluminio del Monterrey, y las
mujeres forasteras y rubias fumaban junto a él y sostenían en sus manos largos
vasos con bebidas doradas, pero en su expresión severa, en su cara fina y
pensativa que cada vez se parecía más a la de Manolete, había ahora, contaban,
una permanente amargura, tal vez el desengaño o la fatiga del éxito, de las
cámaras de los fotógrafos, de la persecución de aquellas mujeres, a las que hasta
de lejos se les veía que eran notorias lagartas y sólo buscaban de él su fama y su
dinero, que lo debilitaban, decía mi padre, disipándole las fuerzas que le habrían
sido tan necesarias para enfrentarse a los toros. Fuera de Mágina, de nuestras
calles y oficios usuales, de la complicidad urdida por la sangre, el mundo era una
selva cruel en la que sólo los canallas y los forasteros alcanzaban a sobrevivir.
Fuera de su casa y renegado de los suyos un hombre en seguida se hundía en la
depravación. En la mesa camilla, por la noche, mi abuelo Manuel me miraba
muy serio y me decía: «A que no sabes en qué se parece un muchacho de bien a
un teatro». Cómo iba a no saberlo, si me lo había repetido mil veces. Pero me
callaba, ya sin devoción, ya desdeñando aquella voz que no muchos años atrás
había contenido todas las posibilidades de la maravilla y el misterio. «Pues que
nunca se te olvide: un muchacho de bien se parece a un teatro en que se
descompone con las malas compañías».
El halago de los malos amigos, que sólo contarían con uno mientras tuviera
cinco duros en el bolsillo, el resplandor turbio de los bares, la atracción de las
mujeres que practicaban en los hombres incautos un vampirismo que los
enloquecía y los acababa consumiendo, como a Carnicerito, la blandura que traía
consigo la pereza y la comida no ganada duramente, no disputada palmo a palmo
a la tierra hostil y al clima traicionero, los vicios que enfriaban la sangre, la
temeridad de desear lo que no estaba destinado a nosotros: nos relataban los
horrores de los años del hambre como enunciando una profecía que vagamente
nos amenazaba a nosotros, los que no conocimos esos tiempos, los que no
vivíamos el año cuarenta y cinco, el único de todo el siglo del que se acordaban
por su número, cuando las semillas no germinaron en la tierra y en las ramas de
los olivos no llegaron a florecer los racimos amarillos de las aceitunas, cuando a
las recién paridas se les agriaba la leche y hasta a los hombres más colosales les
aparecían manchas pardas en la piel y se les hinchaba el vientre de comer
hierbas amargas y caían fulminados al suelo con los ojos en blanco, reventados
por el hambre. Un cuarenta y cinco es lo que hacía falta que viniera, decían,
para que supierais agradecer lo que tenéis, pan blanco y carne de pollo y no
boniatos y algarrobas, lo que os hemos dado con el sacrificio de nuestra juventud
y nuestra vida y ahora desdeñáis. Pues no podían entender que nos importara tan
poco todo lo que nos habían ofrecido, que nada de lo que fue su mundo tuviera
que ver con nosotros, ni la tierra, ni los animales, ni siquiera las canciones que a
ellos les gustaban ni su manera de vestir ni de cortarse el pelo. Mientras nos
reprendían, en el comedor, a la hora de la cena, mirábamos con indiferencia la
televisión. No ponen fe, decían, mirándonos a los más jóvenes trabajar en el
campo con desgana, con torpeza, con irritación, viéndonos terminar de cualquier
modo una tarea que hubiera requerido lentitud y paciencia para volvernos cuanto
antes a Mágina, para despojarnos de las ropas viejas que olían a sudor y estaban
manchadas de barro o de polvo y lavarnos con agua fría y vestirnos de domingo,
o peor aún, con vaqueros, pues llegó un tiempo en que también despreciamos los
severos trajes que nuestras madres nos habían encargado en el sastre o
comprado a plazos en El Sistema Métrico y ya no quisimos volver a ponernos
corbata, ni siquiera el Jueves Santo ni el día del Corpus, y andábamos, decían,
como adanes, con vaqueros y zapatillas deportivas, con el pelo casi tapándonos
las orejas, como los vociferantes maricones de los conjuntos que salían en la
televisión.
Eso buscábamos, cuando subíamos agrupados hacia la plaza del General
Orduña con las manos en los bolsillos y los cuellos de los chaquetones levantados,
como marineros o gángsters, mis amigos y yo, Serrano, Martín, Félix, todo lo que
más miedo les daba a nuestros padres, miedo y una especie de aguda
repugnancia física, buscábamos las malas compañías y el humo y las canciones
en inglés que sonaban en el Martos, queríamos dejarnos el pelo tan largo que nos
llegara a los hombros y fumar marihuana y hachís y LSD —suponíamos
vagamente que el LSD también se fumaba—, queríamos viajar en autostop al
otro extremo del mundo y hacia el fin de la noche oyendo con los ojos cerrados
a Jim Morrison o subir una tarde a la Pava y no regresar nunca, o volver varios
años más tarde tan cambiados que nadie nos reconocería, enmascarados por el
pelo largo y la barba, con botas y chaquetones militares, con la cara de furia,
experiencia y dolor de Eric Burdon, con camisetas como la que llevaba Jim
Morrison en la portada de aquel disco que un día apareció en casa de Martín,
llevado por su hermana, nos dijo, a quien se lo había prestado una amiga
extranjera. Y nos sentíamos atrapados en la víspera interminable de la libertad y
de la nueva vida, detenidos en un límite cuya oscuridad ulterior nos atraía tanto y
nos daba tanto miedo como el olor y la cercanía de las mujeres, inaccesibles y
próximas, sentadas junto a nosotros en una banca del instituto, tan cerca que nos
rozaba el perfume limpio de su pelo y el aroma un poco acre a tenue sudor y a
tiza que venía de ellas en las últimas clases, tan imposiblemente lejos como si
pertenecieran a otra especie entre cuyas costumbres no estaba la de advertir que
existíamos, al menos en el mismo grado que los tipos mayores que las esperaban
al salir, los que las invitaban los domingos a
gin tonics
en la barra del Martos o
entraban con ellas en la penumbra rosada de la discoteca que había al fondo del
patio, cuya puerta acolchada nosotros nunca habíamos cruzado no sólo por falta
de dinero, sino porque no conocíamos a ninguna muchacha que quisiera
acompañarnos.
Pero eran las vísperas, al menos para mí, sólo me faltaba un curso para irme
de Mágina, si me daban la beca, si obtenía las notas muy altas que me eran
necesarias para conseguirla, y de antemano me despojaba del miedo y de la
nostalgia, me veía subiendo al amanecer hasta la acera del Martos, que a esas
horas estaría cerrado, llevando en la mano derecha la maleta en la que guardaba
mi ropa, mis libros y mi máquina de escribir, mirando con desdén al pasar las
mismas calles y casas que había estado viendo durante tantos años para ir al
colegio de los Salesianos y luego al instituto, despreciándolo todo, sintiendo casi
piedad por los que no se iban, por los hombres cabizbajos que a esa hora salieran
hacia el campo con la brida de un mulo echada sobre los hombros, por los
tenderos de guardapolvos grises que estarían levantando cortinas metálicas o
disponiendo cajas de frutas en la acera, igual que mi padre en el mercado. Me
iría, antes de un año, calculaba, en octubre, y cuando volviera, si volvía, yo
también sería un forastero, un renegado, un nómada. Y ahora descubro, al cabo
de dieciocho años, media vida después, que yo soy en parte ese desconocido en
quien soñaba convertirme entonces, que tal vez, si me he encontrado con Nadia,
no he sido del todo infiel a la solitaria locura de aquel adolescente a quien ya no
se le parece mi cara.
L
LEGARON UN MEDIODÍA
de principios de octubre, recién terminada la
feria, de la que aún quedaba un desbaratado recuerdo en las filas de bombillas y
de faroles y banderas de papel colgadas sobre algunas calles, en el cartel de toros
con el nombre de Carnicerito en el centro que les llamó la atención —
especialmente todo a ella, que aún encontraba esas cosas exóticas— en la puerta
de cristal del Consuelo, junto al cocherón sombrío donde por fin se detuvo el
autocar, ahogándolos en humo de gasolina mal quemada, después de ocho horas
interminables de viaje. Llegaron fatigados, sobre todo él, con sueño, porque
habían salido de Madrid a las siete de la mañana, sin hambre, con un poco de
náuseas por culpa de las últimas curvas de la carretera, que seguía siendo tan
infame como en los recuerdos del comandante Galaz. Desde el segundo o el
tercer día en Madrid, donde pasaron dos semanas, en un hotel más bien triste y
oscuro de la calle Velázquez, ella había notado en su padre actitudes o síntomas
que lo aproximaban a una vejez de la que hasta entonces lo consideró a salvo: tal
vez, en parte, porque su manera tan anticuada de vestir, que era casi la norma en
el suburbio universitario donde habían vivido hasta entonces, revelaba
plenamente su anacronismo en España, donde observó con sorpresa que la gente
obedecía la moda con una unanimidad desconocida para ella en América. Por
primera vez se sorprendió a sí misma calculando cuántos años tenía, no porque
hasta entonces lo hubiera creído más joven, sino porque lo veía fuera de tiempo e
invulnerable a sus injurias, con esa edad invariable y heroica que los niños
atribuyen a sus padres. Era un hombre alto, vertical, con el pelo gris y escaso en
las sienes, con gafas de montura recia, y usaba todavía sombrero y pajarita y
trajes oscuros que en el curso del viaje habían adquirido un punto de abandono.
Desde la muerte de su mujer había empezado a beber de una manera discreta,
pero también asidua y ostensible para ella, su hija, que a lo largo de la mayor
parte de su vida había dedicado a él una atención pasional y exclusiva y advertía
en su comportamiento, en su manera de mirar e incluso de mover las manos,
turbulencias secretas de las que ni él mismo era consciente: veía en él el sentido
y el peligro del mundo, la extensión del tiempo y el enigma de la simulación y el
dolor, había crecido a su lado, la educaron sus palabras, le dieron un país irreal y
un idioma arbitrario y un pasado al que eligió pertenecer aunque lo desconociera.
En los Estados Unidos nadie lo habría tomado por norteamericano: pero en
España el laconismo de sus gestos lo distinguía radicalmente de sus
excompatriotas, de manera que ni en un lado ni en otro era soluble su figura en
las apariencias comunes de la multitud. Que ella recordara, no lo había sido ni en
su propia casa, no parecía visiblemente vinculado a nada ni a nadie, ni siquiera a
los objetos de su cuarto de trabajo, en el que por lo demás ni ella ni su madre
tenían idea de a qué se dedicaba, cuál era el motivo de que le diera ese nombre.
Afilaba cuidadosamente lápices con una cuchilla de afeitar, los ordenaba sobre la
mesa, de mayor a menor, leía el
New York Times
o
la Enciclopedia Británica
, o
libros de exploraciones geográficas y de ciencias naturales escritos en inglés,
nunca libros ni periódicos españoles.
Una mañana, a principios de septiembre, en su casa de Queens, ella estaba
sentada en la cocina y miraba el desayuno que iba enfriándose, porque la noche
anterior él había llegado muy tarde y bastante bebido —que ella recordara,
nunca volvió tarde ni bebió de ese modo mientras vivía su mujer—. Salió del
cuarto de baño envuelto en un albornoz y oliendo a jabón y a crema de afeitar,
pero también, a pesar de la ducha tan larga, a alcohol transpirado durante la
noche, se detuvo junto a ella y le acarició fugazmente la cara, sin mirarla del
todo, como pidiéndole perdón, se sentó frente a su plato de huevos revueltos y a
su tetera enfriada, sacó las gafas del bolsillo del albornoz y se las puso con una
especie de dificultad moral, tomó la taza entre las dos manos, sopló hacia ella,
como si todavía humeara, volvió a dejarla en la mesa, con un aire súbito de
desaliento y de vejez, casi de indignidad, sintió su hija, porque el albornoz le
estaba demasiado corto, y le dijo (siempre hablaba con ella en español): «Qué te
parece si nos vamos a España».
Pero no fue una decisión repentina, un arrebato provocado por la culpabilidad
o por un deseo íntimo de huida o de restitución: meses antes, sin decirle nada a
ella, ni por supuesto a su mujer, que estaba ya internada en el hospital, había
escrito a la embajada española para solicitar un pasaporte al que llevaba más de
treinta años diciéndose a sí mismo que renunciaba para siempre. Tal vez ya lo
tenía antes de que su mujer muriera, tal vez la proximidad de ese fin lo había
animado a pedirlo. Pero eso pertenecía a una parte de él sobre la que su hija
nunca quiso o supo hacerse preguntas, a una médula de soledad y al mismo
tiempo de complicidad que a los dos les resultaba incómoda porque excluía a una
mujer que había vivido tantos años con ellos sin dejar de ser una extraña, aunque
fuera la esposa de uno y la madre de la otra, aunque los hubiera rodeado tan
opresivamente como el aire en un día de calor y ocupado la casa en que los tres
vivían con una eficacia y una capacidad de presencia que sólo descubrieron del
todo cuando estuvo ausente y la casa se quedó como sepultada en un vacío
abismal, y ellos dos incómodos en sus habitaciones de siempre, como huéspedes,
como conspiradores remordidos por el éxito y la canallada de su confabulación.
Que no fueran responsables de su enfermedad y de su muerte no los eximía de
culpa sobre la estridente desdicha de su vida, hacia la que él mantuvo siempre la
misma frialdad respetuosa que tal vez era su única forma de relación con el
mundo, con los objetos y los seres humanos, a excepción de su hija. La
enfermedad cardiaca que al final la mató se parecía en los últimos años a un
lento y obstinado suicidio. Un día, muy cerca ya del final, la llamó a la cabecera
de su cama y le dijo: «Él no quería que tú nacieras. Me pidió que abortara».
Murió, la acompañaron al cementerio, asistieron al funeral católico que ella
había exigido en sus últimos días —con la sospecha desesperada y rencorosa de
que ni después de muerta accederían a concederle un deseo— y desde que
volvieron a la casa devastada para siempre por su ausencia ya no la nombraron
más ni la recordaron en voz alta, y sólo hablaron de ella dieciocho años después,
tan lejana como si no la hubieran conocido nunca, como si no hubiera
acompañado al comandante Galaz durante una parte de su vida o no hubiera
engendrado a esa mujer de ademanes nerviosos y melena rojiza que sostenía en
una cama de hospital la mano helada y casi azul de su padre y lo asistía en la
vecindad de la muerte con una ternura y una lealtad que había estado negándole
desde que él acató la vejez y la inutilidad de toda memoria y todo orgullo y ella
quiso desprenderse de la infancia y de la adolescencia con un gesto de coraje y
crueldad. La primera noche que estuvieron solos después de la muerte de su
madre ella fue al dormitorio y lo encontró fumando en la cama, junto a la
lámpara encendida. Se sentó junto a él y le quitó cuidadosamente el cigarrillo de
los dedos porque ya estaba casi consumido y la columna de ceniza iba a caerle
sobre las solapas del pijama. Se quedó un rato junto a él, oyéndolo respirar,
mirándolo a veces sin encontrar sus ojos, le apretó la mano, lo hizo tenderse, y
luego se acostó a su lado y apagó la luz, acordándose de cuando era una niña y él
se acostaba con ella para salvarla de los malos sueños. A la noche siguiente volvió
a dormir junto a él, no le hacía preguntas y casi no lo rozaba, se quedaba
encogida bajo las mantas, con la cara en la almohada, olía el humo de su
cigarrillo, cuando notaba que iba a dejarlo en el cenicero de la mesa de noche
ella apagaba al mismo tiempo la luz. Pero después él empezó a retrasarse por las
noches, le hacía la cena y la dejaba tapada sobre la mesa de la cocina y se
acostaba con un libro en las manos y mirando con frecuencia el despertador,
inquieta sin motivo, sin preguntarse con detalle qué hacía, adónde iba ahora que
se había jubilado en la biblioteca, que nunca desde que ella recordaba se había
retrasado ni una sola noche. Se dormía antes de que llegara, pero en cuanto la
llave se introducía en la cerradura abría los ojos, no encendía la luz, se hacía a un
lado para dejarle sitio, procuraba no moverse, no oler a alcohol, a perfume denso
y barato algunas veces. Llevaba más de un mes durmiendo de nuevo en su
propia habitación cuando él le propuso que viajaran a España.
Habían volado de Nueva York a Madrid: el silencio sobre la mujer hacia la
que ninguno de los dos sintió nunca algo parecido al amor se contagió sin que se
dieran cuenta a todas las cosas. Pasaron quince días de septiembre en un hotel y
él apenas le mostró la ciudad de la que había estado hablándole desde que tuvo
edad para comprender palabras, juzgar fotografías, interpretar mapas de
continentes y países. Se limitó a pasear algunas tardes junto a ella en silencio,
bajando por Velázquez hasta Alcalá y el Retiro, señalándole en los atardeceres,
desde la plaza de la Independencia, la perspectiva levantada y lejana de la Gran
Vía, de la torre del Círculo de Bellas Artes, del edificio de la Telefónica, del que
le había contado que lo utilizaban como punto de referencia los artilleros de las
baterías franquistas que castigaban la ciudad desde el primer otoño de una guerra
más mitológica para ella y mucho más familiar que las de Vietnam o Corea.
Madrid había sido un nombre dotado de esa sonoridad definitiva que tienen
algunos nombres en la infancia y un paisaje del heroísmo y de un sentido de la
felicidad que se encarnaba misteriosamente en la figura de su padre y al mismo
tiempo lo aislaba de la realidad exterior. De modo que la belleza de la ciudad en
aquellos días de septiembre, su luz fría, sus verdes y azules de acuarela, el violeta
de sus atardeceres, estremecido por la intermitencia de los letreros luminosos, la
conmovieron sin sorprenderla, ofreciéndole la sensación, para ella desconocida,
de pertenecer a ese lugar, de estar más vinculada a él que sí hubiera nacido, igual
que su padre, en un primer piso del barrio de Salamanca, en una calle por la que
sin duda pasaron más de una vez pero que él no quiso precisar, acaso muy cerca
de una iglesia blanca y de cresterías góticas donde lo sorprendió una mañana de
domingo, descubierto, respetuoso, arrodillándose en uno de los últimos bancos
cuando sonó la campanilla de la consagración, inmovilizado de estupor cuando
volvió la cara hacia un lado y la vio a ella, que lo había seguido sin que él lo
advirtiera, y que al verlo detenerse dubitativamente ante la entrada de la iglesia y
quitarse el sombrero y avanzar unos pasos por el corredor central como no
atreviéndose a una profanación había notado que en unos pocos segundos su
padre se le volvía un desconocido, ese hombre mayor, vestido de oscuro, con
cautelosos andares, con espaldas anchas y rectas, que se parecía tanto a
cualquiera de los otros que a esa hora se acercaban a la iglesia, llevando del
brazo a mujeres con tacones altos y vestidos de entretiempo y estolas de piel. Era
tan joven e ignoraba tantas cosas sobre él que no le fue posible darse cuenta de
que a quien se parecía su padre aquella mañana era al hombre que podía haber
sido si no hubiera roto para siempre, en Mágina, en las primeras horas nocturnas
de una confusión que velozmente se desbocaría hacia la guerra, con el destino
que le fue asignado desde que nació.
Lo vio solo en la iglesia, envejecido, ridículo en su apariencia de devoción, las
dos manos pálidas posándose en la madera gastada del banco, el anillo de boda
que era el recuerdo inerte de una mujer a la que nunca había querido, los labios
moviéndose como si fingieran una oración, y todo él tan extraño en aquella
penumbra, entre aquella gente, obesos militares con fajines morados y mujeres
con velos translúcidos, hombres de trajes a rayas, bigotes finos y caras
embotadas, y en el altar un cura que daba la espalda a los bancos de la iglesia y
recitaba en latín. Estaban en uno de los últimos bancos, pero cuando entró ella
hubo caras que se volvieron para mirarla y reprobar su presencia, su pantalón
vaquero, sus zapatillas, su pelo suelto y largo, con reflejos de oro y de cobre bajo
el temblor de la claridad de las velas. Se quedó de pie junto a su padre con un
sentimiento casi de protección y él tardó un poco en volverse y en verla, y
cuando lo hizo le sonrió y le apretó un instante la mano. Una música de órgano y
un murmullo unánime de alivio crecieron cuando la misa terminó, pero su padre,
en vez de salir, se sentó en el banco y fue mirando una por una las caras de los
que pasaban en dirección a la calle, y cuando pareció que no quedaba nadie más
siguió sin moverse, las manos unidas y blancas entre las rodillas, la expresión
atenta y abatida, como si a cada minuto que pasara fuese aceptando más
desoladamente la vejez «Vámonos», dijo ella, pero él, sin mirarla, negó con la
cabeza, le hizo con la mano un gesto muy antiguo con el que solicitaba su
paciencia, como cuando la llevaba al cine y ella estaba aburrida, siguió sentado
mientras un sacristán recorría las naves laterales con un apagavelas. Entonces
notó que su padre se ponía levemente rígido, que se contraía un poco, que sus dos
manos se curvaban infinitesimalmente sobre sus rodillas, que retrocedía inmóvil
a un círculo más escondido de su soledad: nadie más que ella habría podido
notarlo, averiguaba las sensaciones de él tan simultáneamente como dicen que
las perciben dos hermanos gemelos, pero lo veía alejarse aunque él le sonriera y
le tomara otra vez la mano y la mirara con una expresión de fidelidad y gratitud
que nadie más que ella pudo ver nunca en sus ojos. De la sacristía, al lado
izquierdo del altar, estaba saliendo una lenta comitiva, el sacerdote que había
dicho la misa vestido ahora con una sotana negra y reluciente, una mujer de pelo
blanco y cabeza torcida en una silla de ruedas que empujaba un hombre de cara
redonda, bigote y traje negro, y junto a la que avanzaba como montando guardia
un militar más joven con la gorra de plato bajo el brazo derecho. Venían desde el
fondo de la iglesia hacia la claridad del atrio con una solemne y opaca
determinación, y a medida que avanzaban la luz del día daba un tono más blanco
al pelo de la mujer en la silla de ruedas, como un halo de algodón que volvía más
seco el rictus de su boca torcida, caminando con la acompasada lentitud de una
procesión, agrupados, desafiantes, acorazados en sí mismos, como si posaran
para una fotografía de familia y la individualidad de cada uno se cumpliera del
todo en la manera en que caminaban sin separarse, el hombre del traje negro
empujando suavemente la silla con las ruedas de caucho que se deslizaban con
un rumor de ventosas sobre el pavimento, el militar a la derecha, ceremonioso y
severo, con el brazo izquierdo doblado en ángulo recto y adherido al costado y la
gorra tan perfectamente horizontal como una ofrenda, el sacerdote a la izquierda,
sonriendo con una cierta abyección de criado, con la cabeza baja, murmurando
tal vez palabras de despedida o de consuelo. La mujer parecía aislada por
completo del mundo, no sólo de la iglesia, sino también de la compañía de los
otros y del impulso que la conducía hacia la salida, como idiota, moviendo la
boca en una especie de oración, con los labios pintados de rojo como una sonrisa
superpuesta a su cara y al maquillaje blanco y rosado en los pómulos. Él, su
padre, apenas volvió la cabeza cuando pasaron a su lado, y ella no pudo ver la
expresión de sus ojos, pero olió a perfume eclesiástico y a loción de afeitar y a
polvos de arroz y vio los ojos del hombre vestido de negro fijarse en ella y tal vez
desearla con una mirada turbia y fugaz que había visto otras veces en
desconocidos solitarios y de mediana edad, y condenarla al mismo tiempo sin
posibilidad de absolución. Unos segundos más tarde ya no quedaba nadie en la
iglesia y el sacristán daba una palmada desde el altar mayor que resonó en el
espacio cóncavo y les ordenaba por señas que se fueran, sin miramientos, como
un guardián atareado.
No le preguntó nada, se colgó de su brazo cuando salieron de la iglesia
acordándose del orgullo con que hacía ese gesto a los doce o trece años, en
mañanas de domingo más frías pero con una luz semejante, cuando
acompañaban a su madre hasta la puerta de la iglesia y se quedaban paseando
hasta que ella salía por avenidas de árboles que en otoño adquirían tonalidades
azules y púrpura, llegando hasta un espacio abierto de marismas desde donde
veían la silueta azulada de Manhattan, al otro lado de la lenta anchura marítima
del East River, los tornasoles metálicos de las agujas de los rascacielos, las
formas verticales de la ciudad alzadas sobre el agua como espejismos de la
bruma. Se enganchaba de su brazo, apoyaba la mejilla en su hombro, rozándole
la cara con la melena lisa y rojiza, y no necesitaba cruzar con él más que unas
pocas palabras triviales en español para sentir que estaría a salvo de todo
mientras siguiera formando parte de su alma. No le importaba saber tan poco
sobre la vida que había tenido antes de llegar a América: lo veía como una figura
sin pasado, solitaria y erguida en el vacío del tiempo anterior al nacimiento de
ella, aislada de su trabajo en la biblioteca de la universidad y hasta de la figura
simétrica pero distante de su madre, con la que hablaba durante las comidas sin
mirarla a los ojos, educado y ausente, con un pliegue casi imperceptible de
disgusto en un ángulo de la boca. Le traía regalos, juguetes de latón pintado,
cuentos de Calleja, álbumes de cromos con las tintas gastadas, libros de
fotografías en blanco y negro sobre un país que para ella fue hasta los dieciséis
años tan íntimo e inaccesible, tan alejado de su experiencia diaria como las
tierras por donde viajaban los héroes vagabundos cuyas aventuras le leía él para
que se durmiera por las noches. Su imaginación se había educado en los
recuerdos españoles de su padre: recuerdos detallados y asiduos, pero también
impersonales, de los que él borraba cuidadosamente toda señal de emoción y
toda referencia a su propia biografía, como si le mostrara un paisaje quedándose
junto a ella para mirarlo, despojado de presencias humanas. Nunca le habló de sí
mismo, ni siquiera cuando viajaron juntos a España, por un pudor o una timidez
de los que sólo prescindió dieciocho años más tarde, en una residencia de
ancianos de New Jersey, en los últimos días de su última vida, él, que tantas había
tenido, que había transitado por ellas casi con la misma indiferencia con que se
trasladaba de guarnición y de ciudad durante su juventud, cuando aún creía que a
un hombre sólo le está permitido conocer una sola biografía, y que la suya estaba
determinada ya hasta el día de su muerte: matrimonio, hijos, ascensos regulares
en el escalafón, tedio, disciplina, retiro, decrepitud, aniquilación final tras la que
no quedarían de él otras huellas en el mundo que unos cuantos diplomas y
fotografías, algún rasgo en las caras envejecidas de sus hijos.
En el Retiro, aquel domingo, en un merendero a la sombra de los árboles, tan
cerca del estanque que llegaba a la umbría donde ellos estaban una brisa
húmeda, él la invitó a un vermú con berberechos y la observó, sin probar nada,
con la misma atención con que la miraba inclinarse sobre las páginas ilustradas
de un libro español cuando era una niña y estaba aprendiendo a leer y repetía
dubitativamente cada sílaba rozando el papel con el dedo índice. Le gustaba el
vermú, y como casi nunca había tomado alcohol la mareaba un poco, a pesar del
sifón, y el sabor delicado de los berberechos le daba una felicidad en el paladar
que desde entonces siempre asociaría a Madrid y a las mañanas indolentes de
domingo. Untaba trozos de pan en el caldo tibio, se mojaba los dedos, se atrevía
luego a chupárselos, imaginando la expresión de disgusto con que la habría
mirado su madre, tomaba un sorbo más de vermú y se limpiaba los labios con
una servilleta de papel y aunque no alzaba los ojos sabía que él la estaba mirando
y que le sonreía. «¿Los conocías?», preguntó, y su padre, que había introducido
un cigarro en la boquilla y se disponía a encenderlo, dejó el mechero sobre la
mesa y le dijo distraídamente que no: a esa misma iglesia lo llevaban a él cuando
tenía la edad de su hija, explicó, y se detuvo para encender el cigarrillo, había
entrado en ella porque al pasar la reconoció de pronto y olió los cirios y escuchó
las notas del órgano y fue por un instante como si tuviera diecisiete años y
hubiera salido a pasear por la calle Velázquez con su uniforme de cadete. «Me
pareció que los conocías», dijo ella, «y que te daba un poco de miedo que ellos
te conocieran a ti». Su padre bebió un trago de vermú y sonrió antes de hablar,
igual que hacía siempre cuando iba a mentirle y los dos lo sabían. «Soy muy
viejo y hace muchos años que falto de Madrid. Ya no conozco a nadie». Llamó
con una palmada al camarero y tardó un rato en reunir las monedas que debía
pagarle: le costaba aceptar y calcular el valor que ahora tenía el dinero en
España, y le repugnaba tocar el perfil metálico y ennoblecido del general
Franco, a quien había conocido en el casino de oficiales de Ceuta, comprobando
que no le llegaba más arriba de los hombros.
«Quiero llevarte a Mágina», le dijo, en el mismo tono que si le hiciera una
declaración impersonal. «Si te gusta la ciudad podemos quedarnos allí todo el
invierno». Tal vez necesitaba compensarla por algo, disculparse ante sí mismo
por haberle mentido, por no ser ya o no haber sido nunca el héroe de su infancia.
«Y qué haremos luego», dijo ella. «Podemos volver a América si tú quieres».
«Lo que yo quiero es vivir en tu país». Él bebió un poco más de vermú y
sacudió la ceniza de su cigarrillo con un gesto que pertenecía a una elegancia
antigua, desconocida para ella, anterior a la guerra, y no hubo el más leve tono
de tristeza en su voz. «Éste ya no es mi país. Ya no hay ninguno que lo sea».
Eso había querido darle siempre: lo que él no tenía, todo lo que perdió sin
saber cuánto iba a importarle, a pesar suyo: la transparencia del aire de Madrid,
los azules de la sierra de Mágina, un golpe de viento con olor a barbechos
mojados entrando por la ventanilla levantada de un tren, el habla de las mujeres
en los mercados y de los hombres en los bares, los ojos de la gente, las miradas
francas y hasta crueles de los desconocidos en las calles, la ropa colgada en los
balcones desde donde llegaba la música de un programa de radio, el sabor del
pan y el brillo crudo del aceite, todas las cosas banales y necesarias que a él
nunca iban a serle restituidas y que ella echaba de menos sin haberlas conocido
siquiera. Desde que llegó a Madrid estuvo huyendo de la sorda evidencia del
desengaño y del fraude: nada más bajarse del avión todos los años de su vida en
América se le desvanecieron como si hubiera pasado allí unas pocas semanas:
pero poco a poco también se le fueron perdiendo los años más lejanos que había
ido a buscar, y se vio despojado, tan absurdo como un turista al que le roban su
documentación y su dinero y todo su equipaje, colgado en el vacío, sin
expectativas ni nostalgia, sin más compatriota verdadera ni punto de referencia
estable que su hija.
Tenía miedo cuando llegaron a Mágina: miedo a decepcionarla o a perderla,
o a ser desenmascarado por su perspicacia. Bajó tras ella del autocar, viéndola
moverse con una gracia fatigada entre los otros viajeros, más alta y más joven
que ellos, intocada en su entusiasmo por el remordimiento o el dolor, con su
pantalón vaquero muy ceñido y su pelo tan largo, los pómulos pecosos, el aire
indudable de extranjera que le daban la forma del mentón y el tono de la piel,
impaciente por recoger el equipaje y salir a la ciudad, atenta a él, enderezándole
el lazo y limpiándole la ceniza de la chaqueta, haciéndole preguntas a las que él
contestaba con una benevolencia que jamás había empleado en su trato con
nadie. Pero sus ojos y su voz eran españoles, pensaba siempre con orgullo, el
brillo de las pupilas y el acento de Madrid con que hablaba, heredado del suyo, y
más ahora, cuando la excitaba tanto la inminencia de conocer la ciudad y le
preguntaba cómo se sentía, si estaba cansado, si se acordaba de los paisajes que
habían visto desde la ventanilla durante el viaje y de las calles por donde el
autobús entró a la ciudad. Un hombre desaliñado y con aire de mansedumbre
alcohólica que empujaba un carrito de mano se ofreció a llevarles el equipaje
hasta un hotel que estaba muy cerca, el Consuelo, en la misma acera, apenas
unos metros más allá. Salieron a la calle tras él y el comandante Galaz se quedó
unos instantes desorientado por la intensidad de la luz y por la extrañeza de
encontrarse en una ciudad que había recordado durante treinta y seis años y que
ahora no reconocía: edificios altos, garajes, una avenida por la que discurría
ruidosamente el tráfico. Era como haberse equivocado de ciudad, no tanto
porque ésta no se pareciera a Mágina como por el hecho de que era exactamente
igual a casi todas las que había atravesado el autobús desde que salieron de
Madrid.
Pasó el brazo por el hombro de su hija y ella le estrechó la cintura. No me
acuerdo de nada, le dijo, no sé ni dónde estoy. Un poco antes de que llegaran al
Consuelo se abrió la puerta de un bar y desde el interior vino una ráfaga de
música que a ella le resultó instantáneamente familiar, el estribillo de una
canción de los Rolling Stones,
Brown sugar
: nunca había esperado oír una de esas
canciones en España, acostumbrada desde niña a asociar el país de su padre a los
discos de los años treinta que algunas veces él escuchaba como una concesión
algo avergonzada a la nostalgia. Le gustó verse abrazada a él en las cristaleras del
bar, en medio de la hiriente luz del mediodía, y notó que el borracho triste que les
llevaba el equipaje los miraba de soslayo con expresión de intriga, inseguro tal
vez de que fueran padre e hija o asombrado de que caminaran por la calle
abrazándose: casi nadie lo hacía por entonces en Mágina, sólo algunas parejas de
forasteros o de novios voraces que se enredaban escandalosamente en los
parques como serpientes pitón, según denunciaba el párroco integrista y taurino
de San Isidoro. Sentía que al cobijarse en él al mismo tiempo lo estaba
protegiendo de algo. Lo había cuidado desde mucho antes de que muriera su
madre, lo había esperado por las noches y le había preparado la cena y la ropa
limpia para el día siguiente mientras su madre bebía cócteles y fumaba
cigarrillos sentada frente al televisor o permanecía encerrada con llave en su
dormitorio, le ordenaba los libros y los papeles en su despacho, iba a buscarlo
algunas tardes a la biblioteca universitaria donde trabajaba y volvía con él
tomada de su brazo. Había en ella como una sólida disposición conyugal que se
acentuó tras la muerte de su madre: en Mágina, en el hotel Consuelo, cuando lo
vio sentarse en la cama y dejar las gafas y el sombrero en la mesa de noche y
frotarse los ojos con las manos abiertas, como queriendo ocultar tras ellas su cara
de fatiga, lo sintió más frágil que nunca, más incluso que cuando lo sorprendió
reclinado e inhábil en el último banco de una iglesia de Madrid. Mientras ella
deshacía el equipaje e iba distribuyendo la ropa en los armarios y los objetos de
aseo en el cuarto de baño con la misma atención reflexiva y el mismo aire de
perennidad que si fueran a quedarse allí el resto de sus vidas, su padre fumó
despacio y luego se acercó a la ventana y sin descorrer los visillos se quedó
mirando la avenida, las aceras sombreadas de árboles, el asfalto con un paso de
cebra recién pintado y un semáforo que todavía no funcionaba, el edificio de
ladrillo rojo de enfrente, con persianas de un verde suave y sanitario, que debía
de ser una
high school
, pensó él, comprobando con desagrado que tardaba en
acordarse de la palabra española. Al fondo, sobre las terrazas y los ángulos rectos
de los bloques de pisos, vislumbró agujas de torres, y creyó escuchar entre el
ruido del tráfico el reloj de la plaza del General Orduña: era como si aún no
hubiera llegado de verdad a Mágina, como si el desaliento o la torpeza lo
hubieran empujado a claudicar de su búsqueda cuando ya estaba casi en el fin
del viaje: al emprender cada etapa, desde que dejó cerrada su casa de Queens y
subió con su hija al taxi que los llevaría al aeropuerto Kennedy, se había sentido
en el arranque definitivo del regreso, pero cada vez, en cada llegada, en cada
nueva partida, no había encontrado la plenitud que se prometía a sí mismo sino
una nueva postergación, una sequedad interior que jamás llegaba
verdaderamente a conmoverse. Aeropuertos, estaciones de ferrocarril, hoteles,
garajes donde arrancaban autobuses, ciudades entrevistas en una lejanía tan
inalcanzable como la del horizonte. Ahora estaba en una habitación que podría
encontrarse en cualquier ciudad, mirando una avenida y una fila de árboles y un
edificio de ladrillo rojo que no podía asociar al nombre de Mágina, viendo sobre
los tejados, como una línea azul de montañas remotas, los pináculos de algunas
torres hacia las que ya no tenía empuje para caminar.
Cuando se volvió hacia el interior de la habitación el contraste con la luz de la
calle le hizo verla casi a oscuras: le sorprendió que su hija estuviera allí,
terminando de ordenar su ropa en un armario mientras cantaba por lo bajo una
canción en inglés. No se acostumbraba a que hubiera crecido y madurado tanto
en los últimos tiempos y a que hubiera en sus gestos y en la expresión de su cara
una especie de gravedad jovial que estuvo siempre en ellos pero que se había
acentuado tras la muerte de su madre. Sentía al mirarla una mezcla insensata de
orgullo, incredulidad y pavor. Era inverosímil que esa muchacha hubiera sido
engendrada por él, pero también lo eran casi todos los hechos de su vida desde
una noche en que se abotonó serenamente el uniforme y se puso la gorra de plato
delante del espejo en su dormitorio del pabellón de oficiales del cuartel de
Infantería de Mágina y bajó despacio por las escaleras que conducían al patio y
vio formado en él un batallón y escuchó las órdenes gritadas por otros hombres
que hasta ese momento habían sido sus compañeros de armas y unos minutos
después serían sus enemigos, sus víctimas o sus prisioneros. No había elegido
arrebatadamente una causa, no lo habían cegado ni la pasión política, que le era
indiferente, ni una voluntad de heroísmo heredada de sus mayores o inoculada en
su inteligencia durante la guerra de África. Ni siquiera sabía entonces, en las
primeras semanas de aquel mes de julio, en qué medida anidaba la
desesperación en su alma como una enfermedad secreta. Tan sólo se dijo,
mientras estaba afeitándose y oía en el patio las voces de mando y los taconazos
de la tropa, que no podía tolerar que un grupo amotinado de capitanes y tenientes
rompiera la disciplina desobedeciendo sus órdenes. Lo que ocurrió después no lo
había previsto, y tampoco era responsabilidad suya: los disparos, los incendios,
las multitudes, la sangre, los cadáveres con el vientre desgarrado y las piernas
abiertas tirados por las cunetas y los terraplenes en los mediodías de bochorno, el
entusiasmo y las esperanzas de vencer que nunca compartió.
«En qué estarás pensando»: su hija, parada frente a él, le alzaba la barbilla y
le obligaba a mirarla. El color castaño claro de sus ojos era muy parecido al de
las pecas de sus pómulos, y su pelo, negro en la penumbra, adquiría un
resplandor de cobre cuando el sol lo alumbraba. «Si quieres podemos dar un
paseo ahora mismo. Tengo ganas de enseñarte la ciudad, aunque quién sabe, a lo
mejor me pierdo». Sin decir nada ella le sonrió echando el pelo hacia un lado y
lo besó en la mejilla, pero ya no tenía que alzarse sobre las puntas de los pies
para hacerlo. Era tan raro de pronto que esa muchacha cincuenta años más
joven que él fuera su hija y que ninguno de los dos tuviera otro vínculo
perdurable en el mundo. El comandante Galaz se acordó sin remordimiento de la
mujer con el cuello torcido que era empujada en una silla de ruedas sobre las
losas de una iglesia, del hombre vestido de negro y del militar que sostenía en la
mano izquierda su gorra de plato: se había fijado involuntariamente en las tres
estrellas de capitán que había en su bocamanga. Cuántas vidas puede vivir un solo
hombre, pensaba, cuántos azares, cuánto tiempo. Pero estaba seguro de que si en
la más antigua de sus vidas no hubiera llegado a Mágina una tarde de abril ahora
no existiría esa muchacha que él no había deseado que naciera y cuya sola
presencia lo justificaba ante sí mismo. Comieron en el restaurante del hotel y
luego, a media tarde, salieron a la calle tomados del brazo, dispuestos a caminar
por la ciudad como una pareja de turistas excéntricos.
S
ENTADO JUNTO A LA VENTANA
, al final del aula, mirando hacia el patio
donde hacían gimnasia las chicas, el libro de literatura abierto sobre el pupitre,
porque estamos en la clase del Praxis, el deseo de salir de allí cuanto antes, el
reloj que no avanza, el olor a tiza y a sudor de la clase, qué ganas de fumar, de
que este tipo sin corbata se calle o al menos no diga praxis cada cuatro palabras y
deje de fingir que no es un profesor sino uno de más de nosotros, qué urgencia
por caminar despacio bajo los árboles que hay a la salida del instituto, con los
libros en la mano, con el cigarrillo en la boca, y encontrarme con Marina, no
para mirarla casi de soslayo, no para intercambiar unas palabras que apenas
puedo pronunciar y seguir caminando luego y estar solo y marcharme a la
huerta de mi padre, sino para esperarla, como otros esperan a sus novias, hacia
las seis, en el Martos, después de poner unos discos en la máquina y de pedirme
un café con leche, o mejor un cuba libre, escuchar
Jinetes en la tormenta
entornando los ojos para no ver nada más que el humo y oír ese rumor de lluvia
y cascos de caballos, esa voz de Jim Morrison, mirar desde el fondo de la barra
hacia las cristaleras de la entrada, por donde ella pasará camino de su casa o de
quién sabe dónde, con su macuto de gimnasia y sus zapatillas de deporte, con el
pelo recogido en una coleta, pero no para acercarme al cristal y verla pasar y
morirme de tristeza y ni siquiera atreverme a morir de deseo, sino para saber
que va a venir y esperar su llegada, oliendo a jabón de ducha y a colonia de
madreselva, viéndola entrar en el Martos y acercarse a mí y besarme
rápidamente en los labios con esa familiaridad de las pasiones fortalecidas por la
costumbre, la clase de pasiones que seguiré metódicamente esperando y
perdiendo a lo largo de la otra mitad de mi vida, la falda tan breve, las zapatillas
blancas, los calcetines caídos de color malva que me gustan tanto, mostrando los
tobillos, la piel morena de sus piernas, el verde húmedo de sus ojos tan grandes
en la penumbra del bar, todo tan natural y tan imposible, yo sentado en el último
banco de la clase y ella abajo, en el patio, ahora la distingo, con pantalón azul y
camiseta blanca, la distingo con un estremecimiento entre la hilera de las chicas
que corren siguiendo el ritmo que marca el silbato de la profesora de gimnasia y
de hogar, a la que llaman la Medusa, y de la que dicen que le gustan las mujeres,
veo sus pechos saltando bajo la camiseta, me van a sacar a la tarima para que
lea un trabajo de literatura que no he hecho y yo estoy teniendo una suave y
sigilosa erección, pensando en ella, viéndola correr por el patio de cemento,
imaginando que estoy en el Martos y viene hacia mí y se adhiere a mi vientre
mientras suena en la máquina de discos una canción bronca y golfa de los Rolling
Stones,
It’s
only
rock’n
’roll but I like it
, pero de cualquier modo me gustan mucho
más los Doors, no hay nadie como Jim Morrison, nadie que murmure o grite o
escupa esas palabras,
Riders on the storm
, los jinetes cabalgando en una noche de
tormenta, yo mismo, solo, fugitivo de Mágina, cabalgando en la yegua de mi
padre, no hacia la huerta, sino hacia otro país, viajando en un coche por una
carretera que no termina nunca, esa canción de Lou Reed,
fly, fly away
,
márchate, vuela lejos, o la otra, la de Jim Morrison, viaja hacia el fin de la
noche, toma la autopista hacia el fin de la noche, o esa que tanto le gusta a
Serrano, desde que la oímos por primera vez en la máquina del Martos la está
poniendo siempre, y pega el oído al altavoz porque dice que el bajo lo hipnotiza,
la última que han traído de Lou Reed,
take a walk on the wild side
. Serrano y
Martín me piden que les traduzca las letras, y cuando hay algo que no entiendo lo
que hago es inventarlo, para que no sepan que mi inglés no es tan bueno como
ellos imaginan y como yo mismo quisiera que fuese, y en cualquier caso la
traducción casi siempre aniquila el misterio, porque lo que nos dicen esas voces
no está exactamente en ellas sino en nosotros mismos, en nuestra desesperación
y entusiasmo, y por eso muchas veces, cuando hemos fumado y bebido mucho,
lo mejor es oír una canción que casi no tenga letra, una de Jimi Hendrix, por
ejemplo, las distorsiones furiosas de la guitarra y esa voz lejana que está como
perdiéndose siempre entre un vendaval, ese ritmo que nos excita y nos hace
cerrar los ojos y olvidarnos de nosotros mismos y de la ciudad donde hemos
nacido y adonde milagrosamente llega esa música que nació tan lejos, al otro
lado de un mar que yo no sólo no he cruzado, sino que ni siquiera he visto.
Hablo de un extraño, de quien fui y ya no soy, del espectro de un desconocido
cuya verdadera identidad sería lastimosa o ridícula si me encontrara frente a
ella, si no hubiera extraviado, por ejemplo, los diarios que escribía entonces y
pudiera leerlos otra vez, enrojeciendo de vergüenza, supongo, de lástima y
piedad por él, yo mismo, y por su sufrimiento y sus deseos, por su amor absurdo
y destinado al fracaso y su sentido tribal de la amistad. Es en la música donde tal
vez lo encuentro, en las canciones de entonces que ahora vuelvo a oír y me
conmueven igual que si el tiempo no hubiera pasado y aún fuera posible
enaltecerlo o corregirlo, agregarle una sabiduría que nos fue inaccesible, una
ironía y una felicidad que casi nunca, entonces y después, dejaron de ser
imaginarias: jinetes en la tormenta, nosotros tres, imaginando que huimos, con
nuestros sueños de San Francisco y de la isla de Wight y nuestras caras
implacables de Mágina, jinetes en la tormenta que pasean los domingos por la
plaza del General Orduña y la calle Nueva mirando a las muchachas con
melancolía famélica y se gastan las pocas monedas que les dan jugando al
futbolín en el salón Maciste, comprando Celtas cortos en los soportales, subiendo
hacia el Martos para introducir en la ranura de la máquina nuestros últimos duros
y cerrar los ojos bebiendo una cerveza e imaginando que fumamos marihuana y
no un cigarrillo negro. A Félix no le gusta venir con nosotros al Martos, yo noto
que se aleja de mí, le gusta el latín y la música clásica, y a mí el inglés y la
música pop, cuando estamos agrupados junto a la máquina de discos como
alrededor de un fuego que nos vivificara Félix pone cara de aburrimiento y lleva
distraídamente el ritmo con el pie, no bebe cerveza, casi no fuma, no habla de
mujeres, sólo piensa en sacar buenas notas para que le den la beca salario,
porque su padre sigue inmovilizado en la cama y muy pronto morirá, y su madre
los ha sacado adelante a él y a sus hermanos fregando suelos y escaleras en las
casas de los señoritos. Félix va por la calle silbando tenuemente un adagio
barroco y en seguida se despide de nosotros, se va a la biblioteca pública a
traducir latín, parece que vive para eso, en su casa tiene siempre puesta la radio
pero no oye «Los cuarenta principales» o «Para vosotros jóvenes», sino
programas interminables de música clásica. A veces siento que es infiel a mí, a
nuestro pasado en la calle de la Fuente de las Risas, cuando yo inventaba historias
para contárselas únicamente a él, pero tal vez, me digo con remordimiento, la
verdad es lo contrario, que yo le he sido infiel, que prefiero estar con Martín y
Serrano, porque a ellos les gustan las mismas canciones que a mí y detestan ir a
clase y vivir en Mágina y quieren dejarse el pelo largo y vestir vaqueros
gastados con inscripciones
hippies
y fumar marihuana y hachís.
El Praxis dice que no quiere ser el típico profesor que hace preguntas y exige
respuestas de memoria, que él busca otra manera de enseñar, otra praxis, repite,
infaliblemente, y también dice mucho «en tanto en cuanto», si nos hace salir a
la tarima es para entablar un diálogo de tú a tú, pero pregunta, vaya si pregunta:
abre el cuaderno donde tiene apuntados nuestros nombres y yo me encojo
instintivamente en la última banca como para evitar que me alcance un disparo,
pero por esta vez hay suerte, porque ha caído otro, el de la banca que hay delante
de la mía, Patricio Pavón Pacheco, que en los exámenes se sienta siempre a mi
lado para copiarme, que no tiene idea de literatura ni de praxis ni de historia y ni
siquiera de religión y falsifica certificados médicos para irse a fumar y a beber
anís al Martos durante la hora de gimnasia, que en las clases de dibujo usa la
regla y el compás para tocar una imaginaria batería mientras canta por lo bajo
Get on your knees
, de los Canarios, o esas canciones infectas que empiezan a
sonar cuando se acerca el verano, lleva el pelo largo y escurrido de grasa y no se
quita nunca en clase las gafas de sol con montura dorada y cristales verdes, usa
camisetas entalladas y pantalones de pata de elefante y cinturones con ancha
hebilla metálica y dice dedicar los domingos a seducir marmotas y fuma rubio
mentolado y enciende los cigarrillos con un mechero de la Legión. Patricio
Pavón Pacheco está orgulloso de su nombre, dibuja las iniciales en el interior de
un círculo con el emblema
hippie
, le importa un rábano el instituto porque él lo
que quiere es hacerse legionario y seducir extranjeras, dice que los veranos los
pasa de camarero en Mallorca y que no da abasto a tirarse a tantas alemanas y
suecas y holandesas como se le ofrecen, y alguna vez, disimuladamente, debajo
de la banca, me muestra un pequeño envoltorio de papel de plata y lo deslía y se
lo pasa fugazmente bajo la nariz y me invita a que lo huela, y ese olor dulce y
penetrante que no se parece a ningún otro me estremece de miedo y de
curiosidad, chocolate, me dice por lo bajo, con su voz salivosa, le das una calada
a una mujer y se vuelve loca, sobre todo si lo mezclas con cubalibre y con rubio
mentolado. El Praxis, en la tarima, ha dicho sus dos apellidos mirando hacia el
fondo de la clase, como si no supiera a quién aludía, «Pavón Pacheco», y él,
como si ya estuviera en la Legión y sonaran las primeras notas de su himno, se
ha puesto en pie y ha levantado la mano y ha dicho, «Patricio», y ha salido
contoneándose entre dos filas de bancas, más alto de lo que en realidad es gracias
a la desmesurada plataforma de sus zapatos a la moda, con los pulgares en la
hebilla del cinturón, sin molestarse siquiera en llevar su cuaderno de ejercicios,
para qué, si no ha hecho la redacción sobre un poeta olvidado de Mágina que al
Praxis le gusta mucho, se queda de espaldas a la pizarra con los brazos cruzados
y las piernas abiertas, mirando de soslayo al profesor, sin quitarse las gafas,
como un cantante en un escenario, y un minuto después, cuando ya ha
cosechado un sermón del Praxis sobre algo que él llama la responsabilidad
autoasumida, vuelve a su banca y antes de sentarse me sonríe y me parece que
me guiña un ojo, petulante y feliz, con una desahogada vanidad de proxeneta. Al
Praxis se le nota mucho que ha venido nuevo este año, se sienta en una banca
cualquiera en vez de en la mesa del profesor y dice que quiere ser amigo nuestro
y que al final de curso no haremos exámenes tradicionales, de todo lo cual
obtuvo Pavón Pacheco la temprana consecuencia de que es un piernas, un
botarate y un julái. Mientras el Praxis lee en voz alta unos versos sobre la guerra
que no terminan nunca yo miro a Marina haciendo flexiones en el patio, y me
marea la agitación de sus pechos debajo de la camiseta blanca, me imagino
acariciándoselos, tomándolos en las palmas de mis manos, besando sus pezones,
que en un sueño que tuve eran de color verde oscuro, como el maquillaje de sus
párpados, y me da vergüenza, la misma que me queda después de masturbarme,
vergüenza y sobre todo un dolor tan perpetuo como el de un enfermo crónico.
Veo las espaldas de mis amigos en las bancas anteriores, los hombros hundidos,
los codos sobre el libro, imaginando que estudian, igual que yo, Serrano se vuelve
hacia mí y me hace un gesto, le da un codazo a Martín, nos sonreímos un instante
como juramentados, y cuando el Praxis solicita tímidamente silencio vuelven a
interesarse por el libro de texto y yo también miro el mío y escribo en él el
nombre de Marina. Voy a cumplir diecisiete años y desde los catorce estoy
enamorado de ella, y aunque somos compañeros de clase apenas hemos hablado
cuatro o cinco veces, casi nunca fuera del instituto, desde luego, cuando nos
cruzamos por la calle me dice adiós y si hay suerte me sonríe, se le nota que no
acaba de verme, y casi lo agradezco, porque si me viera la indiferencia
probablemente se convertiría en hostilidad, si me viera como yo me veo por las
mañanas, en el trozo de espejo que hay colgado en la cocina, sobre la palangana
donde me lavo con el agua que mi madre ha sacado del pozo antes del amanecer
y calentado en el fuego, exactamente igual que lo hacían su madre y su abuela,
qué pobreza, ni cuarto de baño tenemos, me lavo a manotadas con la misma
furia con que se lavaban cuando yo era niño mis tíos, me peino, procurando que
el pelo me cubra las orejas, miro mi nariz, que según mi abuela Leonor se
parece al asiento de una bicicleta, me hago la raya, me echo el flequillo sobre los
ojos, es inútil, siempre tendré cara de palurdo, cara de hortelano, de mocetón de
Mágina, quién pudiera parecerse a Jim Morrison, o a Lou Reed, con sus gafas
oscuras, sus chaquetas de cuero, su cara chupada, y no la mía, que es una cara
de hogaza, una cara irremediable que no mejoran ni el flequillo sobre la frente ni
las solapas subidas de mi guerrera azul marino de la Guardia de Asalto, que
rescaté del fondo de un armario y me pongo como un gesto de insumisión contra
mis padres, y lo peor es que aún quedan señales del grano morado que me salió
en la punta de la nariz, es un tormento diario cuya virulencia luego no sabré
recordar, el asco hacia uno mismo, la vejación de verse desnudo y saber que no
se es deseado, la barba irregular, los granos en la cara, los cortes que me hago al
afeitarme, las camisas a cuadros naranja y los jerseys de ochos que me hace mi
madre, por no hablar de la vergüenza de los calzoncillos, cuando nos desnudamos
para la clase de gimnasia, los calzoncillos blancos de tela que me llegan a la
mitad de los muslos, cortados y cosidos por mi madre y mi abuela, enormes,
como calzones de futbolista, hasta Martín y Serrano se ríen de mí, porque ellos
usan calzoncillos modernos, de esos que en la televisión llaman
slips
, ceñidos a las
ingles, por no hablar de la humillación de no saber saltar el potro ni ese artefacto
temible al que llaman el plinto, echo a correr temblando y cuando he de
impulsarme para dar la voltereta me quedo inmóvil como un mulo asustado, los
pies hincados en el suelo, las manos colgando a lo largo del cuerpo, es inútil,
nunca me atreveré, el profesor de gimnasia, don Matías, que también nos da
formación del espíritu nacional, me grita y me llama cobarde y hasta me
empuja, pero no puedo, no sé, soy tan torpe como los más gordos de la clase, el
pelotón de los torpes, nos llama don Matías, y entonces yo me acuerdo de cuando
mi padre me dice que me monte de un salto en la yegua y yo lo intento y me
quedo colgado a la mitad, cayéndome ignominiosamente por el lomo, queriendo
asirme a la crin, volviéndome hacia él con la cabeza baja para que no vea que he
enrojecido, para no ver la decepción en su cara. «Qué poca sangre tienes», me
dice, cuando no sé hacer algo que él quisiera que hiciese, cuando no subo de un
salto a la yegua o no tengo fuerzas para ajustarle la cincha o para cargarme un
saco de hortaliza a la espalda. Sin duda me lo repetirá también esta tarde, cuando
llegue a la huerta y lo encuentre enojado porque he tardado mucho, sonará la
campana del final de la clase, las chicas habrán desaparecido del patio, ella
también, estarán duchándose y saldrán desnudas y envueltas en toallas húmedas
al pasillo de los vestuarios, el pelo mojado sobre la cara, la piel reluciente, eso no
sé imaginarlo, nunca he visto desnuda a una mujer, ni siquiera en fotografías, se
pondrán blusas ligeras y pantalones vaqueros y zapatillas de deporte y saldrán a
la calle con sus bolsas al hombro camino de cualquiera sabe qué citas con tipos
mayores y más altos que yo, y si hay suerte me cruzaré con ella y me dirá
adiós, y si no la hay saldré deprisa con mis libros bajo el brazo y ni siquiera
esperaré a Martín y a Serrano ni me detendré a oír un disco en el Martos, porque
mi padre está esperándome, tengo que llegar a casa cuanto antes y cambiarme
de ropa, me tengo que poner botas y pantalones viejos y bajar lo más rápido que
pueda hacia el camino de las huertas para ayudarle a mi padre a cargar la
hortaliza en la yegua, para subirla luego al mercado, adonde él irá a vender
mañana, antes de que amanezca, con su chaqueta blanca y esa sonrisa que para
nosotros es desconocida, porque sólo la usa ante sus parroquianas, las mujeres
que van todos los días a comprarle y le hacen bromas y le dicen, parece mentira,
lo joven que estás. Y es cierto, lo pienso ahora, en el pasillo, cuando todavía
suena la campana y se abren las puertas de todas las aulas y el aire se llena de
voces y de olores femeninos, en el mercado parece mucho más joven que en
casa o en la huerta, será porque mira y sonríe abiertamente y hay un timbre de
jovialidad en su voz. Pero no sé quién es ni cómo es y sólo empezaré a
comprenderlo cuando pasen los años y el odio y la necesidad de sublevarme
contra él se extingan y empiece a descubrir lo mucho que nos parecemos.
Al salir de la clase he perdido a Martín y a Serrano, voy por el pasillo
mirando de soslayo las piernas desnudas de las chicas, las más valientes, las que
siguen desafiando el viento frío de las tardes de finales de octubre, casi todas
llevan ahora medias o calcetines altos. Bajo las escaleras, arrastrado por un río
de gente que irrumpe de las aulas en cuanto suena la campana, quiero ir más
despacio para darle tiempo a que se vista y aparezca con su cara sin maquillar y
su macuto al hombro pero los otros me empujan y en seguida estoy en el
vestíbulo, busco a alguien, a Martín, a Serrano, que ya estarán esperándome
enfrente del instituto, en la acera del Consuelo, fumando cigarrillos. En vez de
marcharme hago como que me intereso por una lista de calificaciones clavada
en el tablón de anuncios y mientras miro de soslayo hacia el corredor de los
vestuarios de las chicas, salen algunas de sus compañeras, con el pelo mojado,
con minifaldas y calcetines blancos y zapatillas de deporte, pero no ella, tal vez
ya se ha ido, y entonces tengo un acceso de miedo y de celos, habrá salido
corriendo para encontrarse con alguien, ese tipo alto y mayor y vestido de negro
con el que la he visto algunas veces. Tengo que apresurarme, si no salgo rápido
ya no la veré, no está en las escaleras, tampoco en el paseo, bajo los árboles,
puede que haya ido al Martos, cruzo la calle sin mirar el semáforo, no sólo por
impaciencia, sino por falta de costumbre, porque los han puesto hace muy poco,
me asomo al bar del Consuelo, pegando la cara a la cristalera donde hay un
cartel de Carnicerito de Mágina, pero Marina no está en la barra, veo fugazmente
a un hombre mayor que parece forastero, con gafas, con pajarita, con un traje
oscuro, el viento de la tarde de octubre huele a lluvia, paso junto a los cocherones
de la Pava, de donde viene un olor nauseabundo y también excitante a gasolina y
a neumáticos, entro en el Martos y nada más empujar la puerta de cristales se
me sobresalta el corazón y me contrae el estómago un nudo de inminencia,
estará aquí, pienso, casi puedo reconocer su perfume igual que lo reconozco
cuando entro tarde a clase y todavía no la veo, pero no hay nadie en la larga
barra de cinc, ni siquiera mis amigos, y las luces de la máquina de discos
parpadean en la penumbra del fondo, está sonando una canción,
Proud Mary
, no
la versión de los Credence, sino la de Ike y Tina Turner, en el aire vibran
densamente la batería y el bajo, camino hasta el final, donde está la puerta que
da a un pequeño jardín y luego a la discoteca —
Acuario’s
— en cuya casi
oscuridad mis amigos y yo no nos hemos internado nunca, y en uno de los
divanes que hay contra la pared veo a una pareja que se abraza al amparo de la
soledad y de la sombra, una melena negra, tal vez la de Marina, unas piernas
desnudas a pesar del frío de la tarde de octubre. Sin darme cuenta me quedo
mirándolos besarse, con alivio porque la chica no es Marina y también con
envidia, porque yo nunca he besado ni abrazado a una mujer, mirando los muslos
anchos de ella y la mano avariciosa y experta del tipo que los va recorriendo
desde las rodillas y se introduce debajo de la minifalda y luego sube rudamente
para estrujarle los pechos, y es al fijarme en el anillo que hay en esa mano y en
la esclava de plata que brilla en la muñeca cuando descubro quién es él, aunque
su cara sigue oculta entre el pelo de la chica, reconozco los pantalones de
campana y los zapatos de plataforma y la grasienta melena con flequillo de
Patricio Pavón Pacheco. No se ha quitado las gafas de sol y cuando se aparta de
la boca de ella limpiándose los labios seguramente le cuesta trabajo distinguirme
en medio de su verdosa oscuridad, me saluda, con su risa de mono, me invita a
que me siente con ellos y pida algo de beber, un pippermint con hielo, me
sugiere, señalando las dos copas de un verde translúcido que ni siquiera han
probado, y me hace un gesto procaz de complicidad señalando a la chica, que
tiene la cara basta y muy pintada y los pechos muy grandes y me sonríe de un
modo que me desconcierta, como invitándome a algo y burlándose al mismo
tiempo de mí. No es del instituto, seguro, ni tampoco extranjera, será una
marmota, como dice Pavón Pacheco, que en los intermedios de las clases me
muestra enigmáticos envoltorios de condones, me enseña palabras de tipo
técnico, dice —nombres de posturas, de vicios o de enfermedades venéreas— y
me da consejos sobre las mujeres que debo elegir: las marmotas tragan, las putas
tienen buen corazón, enamorarse es una debilidad de maricones, todas las
extranjeras vienen a España buscando lo mismo, lo malo es que casi ninguna
llega a Mágina, se quedan todas en Mallorca o en la Costa Brava o en la Costa del
Sol.
Tengo que irme, le digo, no me atrevo a preguntarle si ha visto a Marina,
porque sospecho que se reiría de mí, cuando miro por última vez a la posible
marmota se ha inclinado hacia la mesa para tomar su copa y veo la camisa
entreabierta y la hendidura entre sus dos pechos blancos y apretados. Casi
enrojezco, menos mal que las gafas verdes y la poca luz no permitirán que
Pavón Pacheco descubra mi torpeza, les digo adiós y ya no me ven, porque están
besándose otra vez, hundiendo cada uno la lengua en la boca del otro, lamiéndose
las barbillas y los labios y respirando muy fuerte y como sofocados, ahora suena
en la máquina una canción erótica que Pavón Pacheco me hizo traducirle y que
según él es muy buena para arrimarse y meter mano,
Je
t’aime
, moi non plus
.
Salgo a la calle acordándome de la cercanía y del olor de Marina cuando se
sienta por azar a mi lado en alguna clase y no sé imaginar a qué sabrán sus besos,
doy una vuelta por el parque, donde ya no queda nadie del instituto, en el reloj
lejano de la plaza del General Orduña dan las seis y empiezan a sonar campanas
en todas las iglesias de Mágina, apresuro el paso, resignado a no verla,
take a
walk on the wild side
, pienso, las manos en los bolsillos y la mirada vigilante que
se detiene a examinarme cuando paso junto a algún escaparate, imagino que
ando como un lobo por una calle de Nueva York o de París, que vivo solo y tengo
veinte años y no dieciséis, bajo por el callejón de Santiago hacia la calle Nueva,
donde es posible que ella esté paseando con alguien, tal vez la veré un poco más
adelante, en la calle Mesones, donde hay una heladería en la que la he visto
algunas veces, pero la heladería ya ha cerrado, o en la plaza, a donde puede
haber ido para comprar cigarrillos en los puestos de los soportales. Compro un
Celtas, lo enciendo y me quedo un rato fumando mientras miro las carteleras del
Ideal Cinema, los libros y los cuadernos bajo el brazo, las manos en los bolsillos,
mi figura solitaria y ansiosa reflejada en las cristaleras del Monterrey, mis ojos
volviéndose con un reflejo de angustia hacia la torre del reloj, donde ya son las
seis y cuarto: aún no sé que voy a vivir así la mayor parte de mi vida futura,
caminando solo por ciudades que únicamente se parecerán a Mágina en su
desolación, buscando a alguien, un amigo o una cara de mujer que seguirá siendo
más o menos la misma aunque varíen sus rasgos o el color de su pelo y sus ojos,
acuciado por relojes que señalan obligaciones y límites, perdido, igual que ahora,
que esa tarde de finales de octubre, mirándome de soslayo en las cristaleras de
los bares o en los espejos de las tiendas, inventándome a mí mismo como a un
personaje de novela o de cine que nunca acaba de pertenecer plenamente a una
historia.
Bajo por los soportales, y al llegar a la esquina de la calle Gradas tengo la
tentación de asomarme al salón Maciste, donde tal vez están jugando al billar mis
amigos, pero se me ha hecho tarde, intolerablemente tarde, toda mi vida llevaré
un cronómetro insomne en el interior de mi conciencia, descarto la posibilidad de
encontrarlos y enfilo la acera del Rastro camino de la Cava y del barrio de San
Lorenzo, si me doy prisa aún puedo llegar a la huerta de mi padre antes de que
sea de noche. Las barberías, las tabernas con su olor a vino fermentado y sus
letreros en forma de televisor, los coches aparcados entre las acacias que serán
cortadas dentro de unos años, los hondos solares de palacios derribados donde se
levantan armazones de pilares de hormigón y vigas metálicas, el semáforo
recién instalado en el cruce del Rastro y de la calle Ancha, junto al que mucha
gente se detiene todavía no para cruzar sino para ver cómo parpadea el diligente
hombrecillo verde y se convierte en un hombrecillo rojo que espera con las
piernas abiertas, las aceras más anchas y los jardines de la Cava, que bajan
hacia los miradores del sur costeando la muralla y por donde todas las tardes se
pasean las parejas de novios: andaba siempre por la ciudad sin mirarla, odiándola
de tan sabida como la tenía, renegando de ella, creyéndola definitiva y estática y
sin darme cuenta de que había empezado cruelmente a cambiar y que alguna
vez, cuando volviera, ya casi no la reconocería. Iba a doblar la esquina de la
calle del Pozo cuando miré sin atención hacia los jardines que rodean la estatua
del alférez Rojas y vi a un hombre y a una mujer que venían hacia mí
caminando entre los rosales y los macizos de arrayán. A la luz ya violeta y
escasa del atardecer el dolor me permitió distinguir a Marina con más precisión
que mis pupilas: aún llevaba los pantalones del chándal y las zapatillas deportivas,
y en vez de un bolso colgaba de su hombro el macuto de gimnasia, pero se había
dejado el pelo suelto y se cubría los hombros con una cazadora. Junto a ella iba
un tipo mucho más alto a quien yo no había visto nunca. Andaban un poco
separados, sin tocarse, él muy atento a algo que Marina le decía, ella moviendo
las dos manos y mirándolas como para estar segura de la claridad de su
explicación. Conocía ese gesto porque se lo había visto hacer en clase muchas
veces. Me quedé inmóvil en la esquina durante unos segundos, viéndolos
acercarse, seguro de que no me veían, distraídos por una conversación que de
vez en cuando interrumpía la risa de Marina. No me verían aunque siguiera sin
moverme cuando pasaran a mi lado, aunque ella detuviera un instante sus
grandes ojos verdes en mí y sonriera y me dijera adiós. Volví la cara, bajé aún
más la cabeza, caminé en dirección a mi casa sobre el empedrado de la calle del
Pozo, y cuando oí de nuevo, sin volverme, la risa de Marina, sentí con un
ensañamiento de celos y de humillación que estaba riéndose de mí, de mi cara,
de mi desdicha, de mi amor, del barrio donde vivía y de la vida que llevaba.
En mi casa, en el comedor ya a oscuras, sentadas junto a la última claridad
de la ventana, mi madre y mi abuela Leonor cosían escuchando en la radio el
consultorio de la señora Francis. Entré sin decir nada, intoxicado de infortunio,
dejé los libros en la mesa y no respondí cuando mi madre me dijo que me diera
prisa en cambiarme, que iba a llegar tarde a la huerta. Subí a mi cuarto, puse en
el tocadiscos una canción de los Animals, y mientras la oía y procuraba repetir la
letra imitando el acento de Eric Burdon me quité los vaqueros y la guerrera azul
y las zapatillas de deporte y me puse la ropa de ir al campo como si vistiera por
obligación un uniforme indigno, las botas viejas y manchadas de barro seco, los
pantalones de pana que olían a estiércol, un jersey grande y gris que había sido
de mi padre. Gritaba en silencio, movía los labios como si la voz de Eric Burdon
fuera mía, delante del espejo procuré poner su cara torva y temeraria y me
eché el pelo por detrás de las orejas y me lo aplasté con agua para que mi padre
no pensara que lo tenía demasiado largo, bajé corriendo las escaleras y salí a la
plaza de San Lorenzo sin pararme ni a decir adiós. Pensaba, dentro de un año me
habré ido, me prometía no regresar nunca, me juraba a mí mismo que si mi
padre me preguntaba por qué había tardado tanto no le contestaría. Cuando llegué
a la huerta ya era de noche, mi padre había terminado de cargar la hortaliza en
la yegua y me miró sin decir nada cuando le conté que había tenido que
quedarme hasta las seis y media en el instituto. Dentro de la casilla, alrededor de
una lumbre de tobas de alcaucil, el tío Pepe y el tío Rafael y el teniente
Chamorro liaban cigarrillos y se pasaban una botella de vino contándose historias
de la guerra y acordándose del comandante Galaz. «Lo vi ayer», decía el
teniente Chamorro, «os juro que lo vi». Pensé con desdén, con rencor, casi con
odio, que estaban como muertos, que se pasaban así la mayor parte de sus vidas,
impotentes, atados a la tierra, invocando fantasmas.
D
ESPERTÓ SIN UN SOLO RESIDUO
de fatiga o de sueño, un poco antes del
amanecer, cuando aún había una oscuridad de noche cerrada en la ventana, y se
quedó quieto, con los ojos abiertos, en una actitud de alerta sin motivo,
escuchando tras la pared la respiración de su hija, que dormía en la habitación
contigua. Pero estaba seguro de que lo había despertado algo, no un sobresalto del
sueño sino un accidente de la realidad, y al moverse quería, como un cazador,
que se repitiera ese mismo sonido ahora que él estaba en guardia y podía
descubrir su naturaleza y su origen. Porque al despertar había notado un impulso
de su juventud, la energía alarmada y súbita de los amaneceres de cuartel, y
después el sosiego que tanto le complacía cuando era un cadete y al abrir los ojos
comprobaba que aún no era inminente el toque de diana. Eso había soñado,
pensó, que tocaban diana, que había vuelto al internado militar o a la academia y
que si no saltaba rápidamente de la cama sería castigado. Encendió la luz de la
mesa de noche, se puso las gafas y miró su reloj: eran las siete en punto. Y justo
cuando el segundero alcanzaba la señal de las doce oyó un sonido muy lejano y
muy débil que lo conmovió como si aún le durara el impudor de los sueños:
estaban tocando a diana en el cuartel de Mágina, y el viento del oeste le traía esas
notas tan debilitadas como si sonaran al fondo de la distancia del tiempo. Había
dormido con la ventana abierta, porque antes de acostarse bebió más de lo que su
hija hubiera aceptado y no quería que oliera rastros de alcohol cuando entrara a
buscarlo: aún no circulaban automóviles, y en el silencio de la madrugada los
sonidos tenían una claridad nítida y estremecida, como los colores de un paisaje
a la luz de un día limpio de noviembre. Los pájaros en el parque próximo, las
primeras campanadas de las iglesias, el reloj de la plaza del General Orduña, que
dio las siete un poco después, cuando ya se había extinguido el eco de la corneta
que tocaba diana y el comandante Galaz seguía inmóvil bajo las sábanas,
imaginando el escándalo de pisadas de botas por las escaleras del cuartel, las
caras de miedo y sueño de los soldados que corrían hacia la formación medio
vestidos todavía, las gorras en la nuca, los cordones desatados, los más torpes
quedándose atrás o arrollados por los otros, los gritos broncos de los cabos de
cuartel y los sargentos de semana.
Caras sin afeitar, cabezas despeinadas, cuerpos mal aseados con olor a noche
y a mantas y uniformes viejos, miradas de aburrimiento, de miedo, de
melancolía, de hambre. La formación se cerraba con un ruido de botas y de
manos abiertas golpeando los costados al unísono. En su dormitorio del pabellón
de oficiales él también se levantaba a las siete, aunque no estuviera de servicio.
Saltaba de la cama como si fuera una íntima vejación permitirse un instante más
de pereza y hacía treinta flexiones rápidas y elásticas sin apoyar ni una sola vez
el vientre en el suelo y luego se erguía de un salto y se daba una ducha de agua
fría que lo incorporaba definitivamente a la lucidez cruel del despertar y la
disciplina. A las siete y cuarto su ordenanza le servía el café, ardiente y sin
azúcar, y solía encontrarlo inmóvil ante la ventana abierta, tal vez sosteniendo
todavía la navaja de afeitar, limpiando lentamente su filo en una toalla, como si
la navaja fuera un arma y la luz del amanecer el indicio de un ataque enemigo.
Conservaba una memoria infalible para los nombres, y todavía se acordaba del
último ordenanza que tuvo: Moreno, Rafael Moreno, un soldado flaco, con la
nariz larga y fina, con las orejas grandes, con una atemorizada lentitud
campesina en sus gestos. Dejaba el servicio de café sobre la mesa de pino donde
había siempre una pistola en su funda y un libro forrado con papel de periódico,
y antes de salir daba un desmañado taconazo y se cuadraba echando muy atrás
la cabeza. «¿Ordena alguna cosa más, mi comandante?». «Gracias, Moreno,
tráigame en seguida las botas». Las botas limpias, relucientes de grasa, las
hebillas bruñidas, la gorra de plato con una ligera inclinación a la izquierda
calculada frente al espejo. En el cuarto de baño se vio despeinado y en pijama,
con un rastro de barba blanca y gris, con la piel del cuello pálida y un poco
descolgada. Para afeitarse bien se puso las gafas y procuró que el ruido del agua
en el grifo no despertara a su hija. El orden inflexible de los objetos, de las
palabras y las horas, de cada gesto singular, la mirada interrogando en el espejo
algún signo de debilidad o de sueño, las yemas de los dedos deslizándose sobre la
piel del mentón para comprobar que no había una sola aspereza, un descuido
mínimo en el afeitado, el libro forrado para que nadie leyera su título y guardado
bajo llave antes de salir, la atención detenida durante los últimos segundos en el
valle donde amanecía, al otro lado de la ventana, en la figura del jinete sin
nombre que cabalgaba de noche y cuyos rasgos parecían rejuvenecer con la
claridad de la mañana. El tubo de luz sobre el espejo del lavabo le daba a su piel
una blancura excesiva y acentuaba las arrugas a los lados de la boca y las bolsas
de los párpados. Le olía a alcohol el aliento: al expulsarlo el espejo se empañó y
dejó de ver su cara. La barbilla alta, las mandíbulas apretadas, la mirada al
frente, enconada y vacía como un grito de mando. Ahora sería por lo menos
general de división, y los domingos por la mañana, al terminar la misa, con su
uniforme de gala y su fajín y la pechera brillante de condecoraciones,
empujaría devotamente el coche de inválida de aquella mujer de pelo blanco y
boca caída que ni siquiera lo había mirado al pasar junto a él. Su cabeza oscilaba
como si ya no la sostuvieran los músculos del cuello, y tenía un rosario enredado
en las manos. Qué alivio, en el cuartel de Mágina, despertarse en una cama
donde estaba solo, en una habitación donde no había más que una mesa desnuda
y una pequeña estantería y un grabado en la pared y a donde no entraba nadie
más que él y su ordenanza, porque no tenía la costumbre, como otros oficiales,
de invitar a los compañeros a beber y a jugar a las cartas y a hablar zafiamente
de mujeres después del toque de silencio. Nadie sabía su secreto: carecía tan
absolutamente de vocación militar como de cualquier otra vocación imaginable.
Era como si desde que nació le hubiera faltado un órgano interno que los demás
hombres poseían, pero cuya ausencia no era perceptible y podía hasta cierto
punto ser disimulada con éxito. En lugar de ese órgano, una especie de víscera
que segregaba orgullo y coraje y honor, el comandante Galaz imaginaba desde
la adolescencia que tenía una oquedad de aire, un espacio oculto y vacío, como
un cofre sellado que no contiene nada. Pero también hay hombres que viven con
un solo riñón y cobardes que se vuelven héroes en un rapto de pánico. Para no
ser descubierto había pasado la primera mitad de su vida cumpliendo con una
exasperada precisión hasta las normas más ínfimas de la disciplina militar. En el
internado, en la academia, en las guarniciones de la Península y de África donde
estuvo sirviendo desde los veinte años, veía a otros permitirse negligencias a las
que él nunca accedió. Bebía muy poco, fumaba al día cinco o seis cigarrillos, y
los fumaba siempre a solas, en su habitación, no porque temiera alentar en los
otros alguna sospecha de debilidad, sino porque el tabaco le procuraba un efecto
narcótico al que únicamente en la soledad le parecía prudente abandonarse. El
jefe de la guarnición, el coronel Bilbao, que había sido compañero de su padre, lo
animaba siempre a buscar una casa en Mágina: no podía quedarse en ese cuarto
del pabellón de oficiales que era más bien la celda de un monje; le convenía,
para no estar tan solo, traerse pronto a su mujer y a su hijo, teniendo en cuenta
además que ella estaba embarazada. El coronel Bilbao tenía el pelo blanco y
encrespado y el cuello inclinado hacia adelante como un ave al acecho y la cara
morada de coñac y embotada de insomnio. Su despacho estaba en la torre sur,
bajo la terraza de los reflectores, y la luz de las ventanas que daban al valle y al
patio del cuartel no se apagaba en toda la noche. A la cinco o a las seis de la
madrugada dormitaba en su sillón de madera labrada con la guerrera floja y un
hilo de saliva colgándole del labio inferior, grueso y rojo en la cara tan pálida
como la desgarradura de una herida. Su asistente llamaba a la puerta del
dormitorio del comandante Galaz y le pedía de parte del coronel que tuviera la
bondad de acudir al despacho. «Galaz, si no fuera porque usted es tan amable de
venir a hacerme compañía a estas horas ya me habría pegado un tiro». La
noche de julio en que se voló la cabeza el coronel Bilbao también parecía
dormitar en su sillón con la guerrera desabrochada y la cabeza caída sobre el
pecho, pero el hilo de saliva que le colgaba de la boca era rojo y espeso y había
manchado un pliego de papel con el emblema de la guarnición donde el coronel
sólo había escrito el nombre de la ciudad y la fecha. El coronel Bilbao tenía en
Madrid una hija divorciada a la que suponía perdida en el activismo político y el
libertinaje y un hijo inepto al que odiaba porque a los treinta años no era más que
un sargento sin porvenir ni vocación. El coronel Bilbao dedicaba una parte de su
insomnio a escribir a sus dos hijos cartas insultantes que no siempre rompía al
amanecer. Sentado frente a él, el comandante Galaz bebía café y cortos sorbos
de
brandy
y lo escuchaba en silencio. «Galaz, ¿sabe usted por qué tenemos hijos?
Para que nuestros errores duren más que nosotros».
Apagó la luz del cuarto de baño y cerró la puerta suavemente, terminó de
vestirse con el mismo esmero que ponía cuando llevaba uniforme y se preparaba
para asistir a un desfile solemne. La camisa limpia, doblada por su hija y
guardada en un cajón, el chaleco, la americana, el pequeño escudo de la
universidad en el ojal, la pajarita, el sombrero. Las madrugadas ya eran frías,
pero descartó el abrigo como una innoble concesión a la vejez. Entró a tientas en
el dormitorio de su hija: dormía de lado, abrazando la almohada, con la boca
entreabierta y el pelo en desorden sobre la cara, tenuemente blanca a la luz del
amanecer. Se removió bajo las sábanas, dijo algo en voz alta, unas palabras
indescifrables que tal vez estaba soñando en inglés, y luego su cuerpo volvió a
serenarse y se extendió un poco más sobre la cama. Hija mía, error mío,
herencia mía no buscada ni merecida, que mirarás el mundo cuando yo esté
muerto y llevarás mi apellido y una parte de mi memoria cuando ya nadie se
acuerde de mí. Le dejó una nota en la mesa de noche: volvería antes de las
nueve. Ahora los soldados estarían lavándose y haciendo las camas urgidos por
los cabos de cuartel y dentro de unos minutos sonaría la corneta para la
formación del desayuno, y luego vendría el aviso del cambio de guardia. En el
bar del hotel bebió un té con leche. Su estómago ya no toleraba el café, pero le
gustaba tanto olerlo que procuraba ponerse cerca de alguien que estuviera
tomándose una taza. Pensó pedir una copa de aguardiente, pero temió que más
tarde su hija le oliera el aliento. No le diría nada, pero lo miraría con un gesto de
reprobación que era el único que había heredado de su madre: también había
heredado de ella la forma de la barbilla y el color del pelo y de los ojos, pero no,
por fortuna, la frialdad de su expresión. Vivió durante dieciocho años con una
mujer en cuya mirada no había nadie, frente a dos pupilas tan objetivas como el
cristal de un espejo, y ahora ni siquiera tenía que intentar olvidarla para no
sentirse responsable de su desgracia, su enfermedad y su muerte. No era difícil
olvidar, sino acordarse de ella. Algunas noches se despertaba creyendo oír los
latidos de su corazón, que resonaban como golpes metálicos desde que le
implantaron unas válvulas artificiales, como avisos de amenaza y chantaje.
Luego los golpes se detuvieron en la habitación del hospital y fue como si alguien
hubiera desconectado un televisor. Ni él ni su hija volvieron a encender el que
ella siempre miraba, silencioso ahora e inútil como un mueble anacrónico, con su
pantalla convexa y gris reflejando la sala que ella nunca más iba a limpiar con
devoción neurótica y el sofá donde ya no estaba sentada, con su alto peinado
rígido y su maquillaje excesivo, con una copa transparente en la mano.
Golpes metálicos resonando en el pecho de una mujer enferma como una
torpe maquinaria que sostenía en ella el ritmo difícil de la vida: redobles de
tambor y toques de trompeta a lo lejos, viniendo del oeste, traídos hacia él por el
viento en el que había un olor a lluvia próxima. Frente a la entrada del cuartel ya
se habría formado la guardia y un suboficial estaría izando la bandera. Salió del
hotel y caminó despacio por la avenida, contra el viento, pasando junto a los
garajes donde empezaban a levantarse las cortinas metálicas y los escaparates
inmensos de las tiendas de coches y cruzándose con oficinistas madrugadores y
ateridos, estudiantes que subían hacia el instituto, hombres del campo que
llevaban de la brida sus bestias. En el lugar de la antigua estación ahora había un
parque con una gran fuente en el centro: por las noches la veía iluminada desde
su habitación, y el conserje le había explicado, con orgullo local, que no había en
toda la provincia un chorro de agua que subiera tan alto o tuviera aquellos
cambios de luces. Bajó hasta la calle Nueva, se detuvo en la esquina del hospital
de Santiago, pensando continuar en dirección a la plaza del General Orduña, pero
entonces vio frente a él una ancha calle con dos filas de castaños de Indias que
descendía hacia el sur y parecía acabarse frente al mar. Las casas blancas a
ambos lados eran más bajas que las copas de los árboles, y en lo más hondo, a la
derecha, contra el perfil alto y brumoso de la sierra de Mágina, se veía sobre los
tejados el depósito de agua del cuartel. «No tiene pérdida», le habían dicho una
vez en la estación, «en cuanto llegue al final de la calle Nueva podrá ver el
depósito». Vestía aquella mañana un traje de lino gris claro que le daba, junto al
bronceado de Ceuta, un cierto aire de indiano. Llevaba una maleta ligera en la
que no guardaba más que su uniforme con la estrella de ocho puntas recién
cosida a las bocamangas, su correaje y su pistola, unos pocos libros forrados con
papel de periódico, una muda de ropa interior. Pero estaba cansado del viaje y no
tenía ganas de llegar tan pronto al cuartel y empezar la ceremonia extenuante de
presentaciones, parabienes y saludos, el probable encuentro con viejos
compañeros, los brindis con mediocre jerez en la sala de oficiales. Parecía
mentira, le dirían, con entusiasmo, con envidia oculta y rencor, treinta y dos años
y ya era comandante. En Ceuta, su mujer, cuando supo la noticia, compró dos
benjamines de champán y rompió a llorar mientras brindaban, se atragantó y
manchó su amplio vestido de embarazada. En cuanto encontrase una vivienda
adecuada mandaría a buscarla: quién sabe cómo sería esa ciudad perdida a
donde iba destinado, Mágina, qué incomodidades deberían ella y el niño soportar
si desde el principio se marchaban con él. En los recuerdos y en los sueños
algunas veces las confundía a las dos: la hija y esposa y madre de militares
españoles, la bibliotecaria americana con la que se casó veinte años después por
la exclusiva razón de que la había dejado embarazada la única vez que se acostó
con ella. Algo tenían en común: las dos eran católicas, hacia ninguna de las dos
había sentido nada que se pareciera al amor. Incluso hubieran podido
intercambiar sin dificultad los reproches que preferían hacerle, el hábito de las
lágrimas en los dormitorios oscuros y tras las puertas cerradas y del vengativo
silencio. Se recordó liviano y solo, en la mañana de abril, en una ciudad
desconocida, sin necesidad ni nostalgia de nadie, sin la obligación perpetua de
simular y asentir, caminando por calles empedradas donde verdeaba la grama al
sol oblicuo, dorado y tibio de las once, sentado luego en un café, en los soportales
de una plaza donde había una torre y la estatua circundada de acacias de un
general a quien él conocía, porque sirvió a sus órdenes en la guerra de África. El
perfil de la estatua era singularmente fiel a su modelo: en la plaza de Mágina,
como en las barrancas peladas de Marruecos, el general Orduña miraba hacia el
sur con la altanería estupefacta de quienes ganan batallas por casualidad y no
llegan a comprender en qué momento ni por qué motivo un confuso desastre se
convierte en victoria.
Pero ahora la calle que iba hacia el cuartel no se llamaba Catorce de Abril
sino Dieciocho de Julio: la sórdida fecha tenía para él algo de conmemoración
personal. Si no hubiera ido solo no se habría atrevido a bajar por ella: cómo
explicarle a su hija que no tenía nostalgia de haber sido un militar, que lo que
estaba buscando no era un escenario muerto y tal vez vergonzoso del pasado, sino
la solución a un enigma imposible, el de su vida hasta los treinta y dos años, el de
su entrega inflexible a una tarea que nunca le importó: la de llegar a ser lo que
otros decidieron que fuese y aclimatarse desde el final de la infancia a la
disciplina militar tan sin esfuerzo ni deseo como si no hubiera otro destino posible
para él. Al cruzar la calle Nueva desde la esquina del hospital casi le arrebató el
sombrero el viento que venía de las colinas de olivares del oeste. La pendiente le
obligaba a caminar más aprisa y le concedía el sentimiento tranquilizador de no
ser él mismo quien guiaba sus pasos. Parecía que la calle y el horizonte se
ensanchaban y que eran más altos los castaños. Con las puertas de las casas
abiertas de par en par las mujeres barrían y fregaban los zaguanes y algunos
hombres con boinas y pellizas y pantalones de pana cinchaban mulos atados a las
rejas y luego emprendían el camino del campo echándose sobre los hombros las
riendas de cáñamo. Al bajar por la acera le llegaba el olor caliente de las
cuadras y oía ráfagas de seriales y de canciones de la radio mezcladas con voces
agudas de mujeres que apuraban a sus hijos porque se les estaba haciendo tarde
para ir a la escuela. Niños con mandiles azules, con carteras al hombro, con el
pelo mojado y aplastado, salían de los portales y se quedaban mirándolo con
interés y recelo, igual que algunas mujeres que lo examinaban sin disimulo y
sólo seguían barriendo cuando él había pasado. Pero ya no tenía aquel miedo
absurdo a ser reconocido que estuvo inquietándolo los primeros días. Quién iba a
conocerlo después de tantos años, a quién de los supervivientes de entonces podía
importarle su regreso, si él mismo ya era otro, si ni siquiera tenía la sensación de
volver. Tan desconocido como entonces, tan despojado, tan sereno, llegó al final
de la calle, a la explanada desnuda frente al terraplén y al horizonte del valle,
sumergido todavía en una niebla azul claro en la que se hundían como raíces
colosales las estribaciones de la Sierra. A la derecha, al otro lado de las casas, se
alzaba el volumen de piedra oscura del cuartel, con sus torreones en los ángulos,
con los alféizares de ladrillo rojo, con el portalón abierto entre dos garitas con
almenas y el escudo rojo y dorado del arma de Infantería. A la izquierda, hacia
el este, se prolongaban por las laderas arboladas de las huertas las ruinas de la
muralla antigua de Mágina, los tejados y las fachadas blancas de los miradores,
las iglesias de los barrios del sur. Ésta sí era la ciudad que él había conocido, la
que había ido descubriendo a lo largo de una mañana perezosa de abril, con las
manos en los bolsillos de su pantalón de turista o de indiano, pues le habían
guardado la maleta en aquel café de la plaza del General Orduña, con una
secreta felicidad indolente que le era más valiosa porque hasta entonces apenas
había sabido que existiera y no iba a durarle más que unas pocas horas. «Mi
comandante, ya nos tenía preocupados, lo esperábamos a primera hora de la
mañana, y el coronel Bilbao nos dijo que usted nunca se retrasa». En cuanto vio
a aquel teniente tan joven cuadrarse ante él y mirarlo con sus ojos fijos y
fanáticos bajo la visera de la gorra supo que era un peligro. Pero eso fue más
tarde, después de las siete, cuando ya anochecía. Se quedó dos horas sentado en
el velador de los soportales, rodeado por el rumor de los grupos de hombres del
campo que fumaban de pie y parecían esperar algo que no llegaba a suceder, se
permitió, pues nadie iba a saberlo, una cerveza y un vermú, comió
tranquilamente en una fonda de la calle Mesones, disfrutando de cada minuto
memorable y trivial, mirando por la ventana a las mujeres que pasaban, bajó al
azar por una calle con cafés y pequeñas tiendas de tejidos y se encontró de
repente en una plaza que le pareció de una horizontalidad ilimitada, con palacios
de piedra amarilla y escalinatas y patios con columnas de mármol y una iglesia
al fondo que tenía una portada con bajorrelieves de centauros y estatuas de
mujeres con los pechos al aire que sostenían escudos nobiliarios. Como en las
ciudades marítimas, un abismo de azules se desplegaba al final de algunas calles
orientadas al sur. De vez en cuando, entre el escándalo de las campanas, oía los
toques lejanos de la trompeta del cuartel y un redoble de tambores monótonos.
Pero, inexplicablemente para él, que había vivido siempre acuciado por los
relojes y las obligaciones, no tenía prisa, y volvió hacia el centro de Mágina
desviándose al azar por los callejones umbríos y las pequeñas plazas con acacias
o álamos donde sólo escuchaba voces y ruido de cubiertos en el interior de las
casas, cascos de caballerías, pasos igual de solitarios que los suyos. Al volver una
esquina lo sorprendió una espadaña por donde la hiedra había trepado hasta
alcanzar la cruz de hierro que la culminaba y la fachada de un palacio
flanqueado de rudas torres medievales que tenía en el alero una fila de gárgolas.
Luego no supo en qué lugar de la ciudad había encontrado la tienda del anticuario
donde compró el grabado de Rembrandt que colgó aquella misma noche en su
dormitorio del pabellón de oficiales. Andaba distraído y cansado, por culpa de la
caminata tan larga y de la cerveza y el vermú, llevaba un rato queriendo
orientarse y decidió que debía preguntar a alguien. La tienda ocupaba la planta
baja de un palacio con los muros abombados y las piedras oscurecidas de
humedad y de líquenes, y en el escaparate, tras la reja de una ventana, había un
arcón viejo, un almirez de cobre, un jarrón agrietado de porcelana azul, un
grabado sombrío, sin enmarcar, con los bordes gastados y curvándose hacia el
interior como los de un pergamino. Un hombre joven cabalgaba sobre un caballo
blanco por un paisaje nocturno. Había tras él la sombra boscosa de una montaña
y el perfil de algo que parecía un castillo abandonado, pero el jinete le daba la
espalda, con desdén, casi con vanidad, con la mano izquierda apoyada en la
cadera, con una expresión de absorta serenidad y arrogancia en la cara tan
joven. Era indudablemente un soldado, alguna clase de guerrero: llevaba un
gorro que parecía tártaro, un arco y un carcaj lleno de flechas, un sable curvo y
enfundado. El comandante Galaz, que no solía fijarse en la pintura ni en las
antigüedades, se lo quedó mirando un rato en el escaparate y luego entró en la
tienda y pagó por el grabado una cantidad mínima: él mismo se extrañó de
hacerlo, porque carecía de la costumbre de hacerse regalos. Pero ya siempre lo
llevó consigo y lo tuvo colgado frente a sí en todos los lugares donde vivió su vida
futura y su destierro. Lo había traído ahora, en su equipaje escaso, guardado en
un cilindro de cartón, lo desclavó otra vez y lo volvió a guardar en la misma
funda el día en que decidió volver para siempre a América, y cuando su hija,
dieciocho años más tarde, al día siguiente de su entierro, fue al almacén de la
residencia de ancianos a recoger las cosas que le habían pertenecido, sólo
encontró un baúl lleno de fotografías tomadas en Mágina, una Biblia en español y
un cilindro de cartón en cuyo interior había media docena de diplomas militares
y aquel grabado del jinete que cabalga temerario y sonámbulo en medio de la
oscuridad.
No quiso continuar acercándose a la puerta del cuartel: ya oía, sobre la grava
del patio, los pisotones de los soldados que hacían instrucción y las voces de
mando de los suboficiales. A los sesenta y nueve años aún soñaba
angustiosamente algunas veces que escuchaba el toque de diana y no tenía
fuerzas para levantarse o carecía de una parte del uniforme, de modo que sería
arrestado en cuanto el sargento de semana pasara revista. Pero se le hacía tarde,
eran más de las nueve, cuando llegara al hotel su hija ya estaría cansada de
esperarlo. Pensó mentirle cuando le preguntara a dónde había ido. Volvió aprisa,
por las mismas calles, mirando apenas a su alrededor, un poco asombrado por su
indiferencia. En recepción le dijeron que su hija estaba desayunando en el bar.
La vio detrás de los cristales, recién duchada, con el pelo húmedo y la cara de
sueño, ajena a él, conversando en la barra con alguien. Iba a empujar la puerta y
la curiosidad y los celos instintivamente le hicieron detenerse: su hija hablaba con
un hombre a quien él no conocía, no muy joven, de treinta y tantos años, le
sonreía y se inclinaba con atención hacia él.
M
E REBELABA EN SILENCIO
contra ellos, bajando la cabeza, procurando no
mirar a sus ojos, no ver sus caras endurecidas por la obstinación del trabajo y de
la voluntad, por el estupor de no entender y la decisión de no aceptar lo que no
comprendían y les daba miedo. El mundo había cambiado a su alrededor, había
en casa televisión y frigorífico y cocina de gas y hasta un grifo de agua corriente
en el patio, había tractores en el campo y máquinas de cavar y segadoras, pero
en ellos la única novedad era el asombro, porque el recelo que ahora sentían no
era sino una derivación del miedo de siempre, del terror vivido, aprendido y
heredado, del hábito de hablar en voz baja y con medias palabras y no poseer
más garantía de supervivencia que la mansedumbre y la reclusión
inquebrantable en los lazos de sangre. De qué manera había cambiado todo, que
rápido, como en esas películas en las que se ve a una pareja de granjeros pobres
y recién casados que cortan y amontonan fatigosamente troncos en medio de un
valle salvaje, y empiezan a construir una cabaña, y en seguida la cabaña está
terminada y es invierno y sale humo por la chimenea, y en el interior, junto al
fuego, la mujer amamanta a un niño rubio, y en un parpadeo de los ojos el
granjero mísero va vestido con levita y sombrero blanco y conduce un coche de
caballos por una alameda que no ha tardado ni dos minutos en crecer, y en el
siguiente fotograma el niño que hace nada era amamantado es adulto y se
despide de su madre para ir a la guerra, y vuelve de ella al cabo de varios años,
y sus padres tienen el pelo blanco y lo reciben en el porche de una casa con
columnas delante de la cual no hay un coche de caballos, sino un automóvil, y ya
no hay manera de saber quién es el padre ni quiénes son los hijos ni de quién es
el funeral que se celebra en un cementerio con césped unos segundos antes de
que ascienda la música y aparezcan en la pantalla las palabras
«The end»
. Pues a
esa velocidad se transfiguraban las cosas, no ya en los relatos de los viajeros que
venían de Madrid contando maravillas, sino en la misma Mágina, y a ellos les
pasaba en la realidad igual que viendo las películas, que se les iba el hilo, que no
reconocían los cambios de los personajes, que no alcanzaban a cubrir los tiempos
eludidos entre los fotogramas ni a vincular el pasado inmediato con el vertiginoso
presente. Que un niño de pecho se convierta en adulto en dos minutos de película
ofendía el riguroso sentido de la verosimilitud de mis abuelos, pero no era más
concebible que un guarnicionero al que habían conocido siempre cosiendo
albardas y jáquimas en un portal fuera ahora un magnate de la ferretería, por
ejemplo, o que un triste vendedor a comisión de máquinas Singer poseyera una
cadena de tiendas de electrodomésticos y condujera un Dodge Dart. Todo era
inverosímil: las familias en cuyos cortijos trabajaba mi abuelo en su juventud
ahora estaban en la ruina, y sus palacios eran derribados para construir bloques
de pisos. Los hijos desobedecían a los padres y abandonaban el campo para
trabajar en la construcción, en los talleres de coches o de carpintería metálica;
las mujeres fumaban en público y llevaban pantalones, los hombres se dejaban
el pelo largo y parecían mujeres, a los cantantes no se les entendía, se estaba
volviendo habitual el escándalo: contaban que un hijo del subcomisario Florencio
Pérez, que iba para cura, abandonó de repente el seminario y se hizo comunista
y ateo, y cuando vino a Mágina traía el pelo por los hombros y una barba sucia y
enredada, así como una novia o amante extranjera con una falda tan corta que se
le veían las bragas. «¡Casas de veinte pisos!», declamaba mi abuelo Manuel,
«¡Cintas magnetofónicas! ¡Máquinas de varear los olivos!». Platos de duralex,
muebles de formica que relegaron como una vergüenza a los pajares las pesadas
mesas y aparadores y las sillas de anea en las que anidaban las chinches, neveras
que enfriaban las cosas sin necesidad de cargarlas de hielo, estufas de butano,
braseros eléctricos… Pero todo, en el fondo, era falso: la carne de los pollos
gigantes sabía a paja, los huevos de las gallinas condenadas al insomnio en las
granjas modernas tenían las yemas pálidas y no alimentaban, la leche de botella
debilitaba a los niños, el butano era más venenoso que el humo de un brasero mal
apagado y podía estallar como una bomba derrumbando casas enteras, la luz de
los televisores podía dejarlo ciego a uno, los cantantes de la televisión en realidad
no cantaban, sólo movían los labios y agitaban las caderas, la mitad de las
noticias que daban en los telediarios eran mentiras, los americanos no habían
llegado a la Luna, si se continuaba abandonando la tierra aquel simulacro de
prosperidad se hundiría para devolvernos al año cuarenta y cinco, a los tiempos
más negros del hambre.
Bajo el brillo como de tecnicolor que había adquirido el mundo ellos
sospechaban la torva perduración de todas las viejas amenazas: no confíes en
nadie más que en ti mismo y en los tuyos, no te señales nunca en nada, que no se
te olvide lo que les pasó a tantos que se destacaron por ambición o imprudencia, o
ni siquiera eso, que tuvieron mala suerte y fueron arrastrados cuando llegó la
venganza como por una inundación: el vecino de la casa de al lado, o su hijo,
aquel que vivía en Madrid y escribía en los periódicos y murió en un tiroteo con
los guardias civiles, el pobre tío Rafael, que se pasó diez años en el servicio
militar y volvió medio tísico y comido de piojos y de feroces sabañones que al
cabo de casi treinta años seguían lacerándolo, el teniente Chamorro, asediado
siempre por la policía, tan habituado como un ladrón a las humedades y a las
humillaciones de la perrera. En la huerta, cuando el teniente Chamorro, en los
descansos del almuerzo, hablaba de la revolución social y de la colectivización de
la tierra, el tío Rafael lo escuchaba embobado y mi padre se quedaba
mirándome de soslayo y yo lo notaba cada vez más incómodo. En invierno,
hacia las diez de la mañana, comíamos embutidos y carne con tomate en la
casilla, al calor de la lumbre, y en verano buscábamos la sombra fresca de un
granado y mi padre me mandaba a buscar tomates, cebollas, pimientos y
guindillas que yo lavaba bajo el chorro helado de la alberca y luego él cortaba en
trozos menudos y aliñaba con aceite y sal en una fuente de barro, y el tomate
carnoso y fresco y los trozos de pan untados en aceite tenían en el paladar un
sabor inmediato de paraíso y de abundancia que otorgaba una sagrada
materialidad a las invocaciones libertarias del teniente Chamorro: la tierra era
pródiga y agradecía el trabajo honrado y cuidadoso, sólo algunos hombres
rapaces la convertían en un infierno envenenado de necesidad y de usura, y
alguna vez, en el porvenir, igual que en los primeros días de la humanidad, la
única tarea noble sería el trabajo de las manos y el de la inteligencia, y el dinero
y la explotación del hombre por el hombre se habrían olvidado. Mi padre, tan
indiferente a la fatiga y a la somnolencia como al resplandor de aquellas
profecías, se ponía en pie, limpiaba su navaja en el pantalón, daba una palmada.
«Venga, a trabajar, que se os van las horas muertas diciendo tonterías». El
teniente Chamorro, viejo y digno, con su boina sucia y sus gafas graduadas,
movía la cabeza mientras tapaba su fiambrera y respondía con palabras
aprendidas en los ateneos de su juventud. «Protesto enérgicamente. El peor
enemigo de la libertad y de la justicia no es la dictadura de Franco, sino la
ignorancia de los pobres». El teniente Chamorro había aprendido a leer y a
escribir durante su servicio militar en el cuartel de Mágina, donde alcanzó el
puesto de cabo mecanógrafo un poco antes de que empezara la guerra. Se enroló
en las milicias que combatieron en la Sierra el avance de los facciosos desde la
provincia de Granada, y con sorpresa suya descubrió que tenía aptitudes para la
estrategia y el mando. Por iniciativa del comandante Galaz fue enviado a la
Escuela Popular de Guerra de Barcelona, de donde salió con el grado de teniente
de Artillería. Fue apresado en la retirada de Cataluña, pasó varios años en la
cárcel y cuando lo soltaron volvió a Mágina para trabajar otra vez a jornal en el
campo. Pero seguía leyendo cualquier libro que encontraba con la misma pasión
con que había leído casi todos los de la biblioteca del cuartel, y tenía una máquina
de escribir donde mecanografiaba con lentitud y paciencia recuerdos de su vida
y prolijos tratados de economía libertaria cuyas hojas iba quemando por
prudencia a medida que las terminaba. Algunas tardes y casi todos los domingos
bajaba a la huerta con el tío Pepe y el tío Rafael para ayudar a mi padre. Si
faltaba varios días seguidos era que lo habían llevado preso a la perrera, no
porque hubiera conspirado, pues según decía ya le faltaban fuerzas y entusiasmo,
y lo cansaban la inutilidad, la poca ventilación y el exceso de humo de las
reuniones clandestinas, sino por costumbre, porque el general Franco iba a pasar
cerca de Mágina camino de sus cacerías en la Sierra o porque se anunciaba la
visita a la ciudad de un ministro o de un arzobispo. Entonces el subcomisario
Florencio Pérez, que era amigo suyo de la infancia, iba a su casa con una
expresión patética de contrición y de luto y le decía, sentado en la mesa camilla,
tomando tal vez un dulce y una copa de aguardiente que la mujer del teniente
Chamorro le ofrecía como a una visita de respeto: «Chamorro, no tengo más
remedio, me veo en la triste obligación de cumplir con mi deber».
Tres patas para un banco, decían ellos de sí mismos, el tío Pepe, el tío Rafael
y el teniente Chamorro, bajando por el camino hacia la huerta de mi padre, el tío
Pepe y el tío Rafael, que eran hermanos y no se parecían en nada, montados en
un burro grande y resabiado que al menor sobresalto echaba las orejas hacia
atrás y descubría los dientes, señal de que tenía la intención de morder, el
teniente Chamorro en una burra diminuta que se quejaba en las cuestas como un
ser humano bajo el peso de su dueño, al que le arrastraban los pies calzados con
unas abarcas de goma de neumático. El tío Rafael era flaco y pequeño, no tenía
suerte en la vida, se quejaba, nada le salía bien, compraba un burro y lo
engañaban, se iba al servicio militar y lo soltaban siete años después, lo llevaron a
la guerra y combatió en las batallas más feroces, en la ofensiva de Teruel los pies
se le helaron y estuvo en nada que se los tuvieran que cortar, como al cojo que
vendía pipas y alquilaba novelas y tebeos en la plaza del General Orduña. El tío
Rafael vestía chaquetas viejas y jerseys de pobre, con los puños deshilachados, y
aunque era muy limpio parecía siempre que llevaba sin afeitar varios días, se
mataba trabajando sin fruto, su único hijo varón se le había ido a Madrid,
dejándolo solo. El tío Rafael hablaba poco y muy bajo, como pidiendo perdón. El
tío Pepe era alto, vigoroso y seco como un álamo en invierno, bajaba a la huerta
con traje y chaleco de pana, sombrero de fieltro y unas botas de orejas que
jamás estaban sucias de barro ni de polvo, hablaba con circunloquios doctorales,
se detenía tan minuciosamente en los pormenores de cada tarea que acababa
siendo un perfecto inútil, nunca tenía aire de fatiga, de malhumor ni de
amargura, le daba palmadas animosas al tío Rafael, venga, hermano, no te
pongas así, que tampoco será para tanto, lo admiraba todo, me señalaba con un
cuidadoso dedo índice la punta del primer brote en las ramas todavía peladas de
una higuera o un tallo ínfimo de trigo recién aparecido en la tierra, fíjate, sobrino
segundo, parece que está muerta pero las semillas se mueven por dentro igual
que las lombrices, consagraba horas de sosiego budista a liar cigarrillos o a
recortar un trozo de badana para adherirlo al interior de la bota y que no le rozara
los juanetes, se ponía a contar algo y nos exasperaba a todos, la más breve
narración se le perdía en ramificaciones y en exactitudes, y cuando emprendía
el relato de la noche en que se volvió de la guerra éste duraba casi tanto como
aquella aventura: el tío Pepe se volvió de la guerra como quien se vuelve del
campo porque lo ha sorprendido la lluvia. Lo alistaron casi al final, en Caballería,
le dieron una sumaria instrucción, un fusil y un mulo y lo mandaron al frente.
Del mulo todavía se acordaba: alto, decía, castaño oscuro, muy noble, con cara
de bondad, iba montado en él, se hacía de noche, oía retumbar cañonazos, veía
en las cunetas cadáveres de mulos y de caballos con los vientres abiertos y
gusaneras en las vísceras, y él pensaba, hay que ver, con el apaño que me haría
a mí en Mágina un animal así, tan absorto iba pensando en sus cosas que se fue
quedando rezagado, y cuando quiso acordar era noche cerrada, se puso a llover,
pensó que corría el peligro de constiparse, detuvo al mulo, le dio media vuelta y
sin esconderse de nadie ni temer que lo detuvieran o lo fusilaran por desertor
tomó el camino de Mágina, llegó al cabo de dos días, ató las riendas del mulo a la
reja de su casa y cuando su mujer salió y le preguntó que de dónde venía él le
dijo con toda naturalidad: de dónde voy a venir, pues de la guerra. «Por eso la
perdimos», decía el teniente Chamorro, «por aquel desbarajuste que había en
nuestro bando». Yo me cansaba de oírlos, terminaba rápidamente de almorzar y
me iba bien lejos para fumar un cigarrillo sin que me viera mi padre. El teniente
Chamorro no fumaba ni bebía ni entraba nunca en las tabernas, que eran pozos
abiertos por el capital, decía, para ahogar en vino la rabia de los pobres. «¿Y qué
ha sacado usted de todo eso, de tantas palabras y tantas penalidades?». Mi padre
lo desafiaba, de pie ante él, más fuerte y más joven, con un orgullo íntimo que
yo le conocía muy bien, el de haber adquirido su tierra sin ayuda de nadie y
haber convertido en pocos años aquella huerta abandonada en una de las más
fértiles de Mágina. La primera vez que me llevó a ella era una vaga extensión de
tierra yerma, con las acequias borradas por malezas secas, con la casilla y los
corrales en ruinas, con la alberca densa de ovas y casi desaparecida entre haces
de juncos. Durante años lo sacrificó todo, vendió la casa de la Fuente de las Risas,
se entrampó con usureros, trabajó desde el amanecer hasta mucho después de la
caída de la tarde y hasta tuvo que humillarse ante mi abuelo Manuel para que nos
admitiera indefinidamente en su casa de la plaza de San Lorenzo. Pero ahora la
tierra desaparecía bajo un verdor como de selva geométrica y el agua brotaba
sin límite por el chorro de la alberca y cada tarde, fuera invierno o verano,
subíamos al mercado una gran carga de hortalizas, y criábamos cerdos y vacas
y era posible que muy pronto tuviéramos una máquina de cavar y un Land
Rover. Él, mi padre, era el dueño, y el teniente Chamorro, con aquellos gestos
ceremoniales y aquellas palabras que sonaban a sermones, un peón a jornal. Lo
admiraba por saber tanto y haber leído tantos libros, pero no quería dejar que
delante de mí prevaleciera su ejemplo. «Pues lo que he sacado, a mi edad, es
una salud mucho mejor que la vuestra, porque no meto en mi cuerpo esos
venenos que vosotros tomáis. Y lo principal de todo, que voy con la cabeza muy
alta, y no he engañado a nadie en toda mi vida ni he abusado de nadie, y no
escondo mis ideas aunque me lleven preso y aunque sepa que moriré sin ver
instaurada en esta tierra ingrata la instrucción pública y la justicia social. He
dicho». «Qué palabras», murmuró el tío Rafael. «Chamorro, has sido siempre
un pico de oro»; el tío Pepe hizo ademán de abrazar al teniente Chamorro, pero
él lo apartó echando a un lado la cara, y me pareció que debajo de los cristales
de las gafas se limpiaba una lágrima. Era un hombre pequeño y fornido, a pesar
de la edad, con la cara aplastada, con una vigorosa y delicada eficacia en el
trabajo de la huerta. «Tú estudia mucho», me decía, «lee todos los libros que
puedas, aprende idiomas, hazte ingeniero o médico o maestro, pero si subes
gracias a tu esfuerzo y al sacrificio de tus padres no les vuelvas la espalda a los
que no han tenido las mismas oportunidades que tú. Tu padre es un poco raro, y
parece muy serio, pero aunque no te lo diga se muere de orgullo cuando le llevas
notas altas. Dice que escribes a máquina con los diez dedos, que entiendes a los
extranjeros y que puedes leer sin mirar al papel, como los locutores esos de la
televisión. Estudia mucho pero aprende también a cavar y a regar y a coger
aceituna y a ordeñar las vacas. El saber no ocupa lugar, y todo lo que tenemos
viene de la tierra y del trabajo, y nunca sabe nadie lo que le traerá el día de
mañana».
Creía con inquebrantable candidez en esas cosas: que el saber no ocupaba
lugar, que el mundo era un pañuelo, que preguntando se llegaba a Roma, que la
mejor lotería era el trabajo y la economía. Yo trabajaba junto a ellos, desde el
amanecer los domingos y en los días de vacaciones, con una mezcla de
involuntaria ternura y enconado desdén los veía rudos, monótonos, ignorantes,
pero también leales y dignos en virtud de un instinto que sólo ellos poseían y les
era tan propio como el color cobrizo de la piel o la aspereza y el vigor de las
manos. Cuando mis compañeros, en vísperas de Navidad o a finales de mayo,
aguardaban con una impaciencia nerviosa a que acabaran las clases, yo contaba
los mismos días con desconsuelo, pensando que no vería a Marina, que tendría
que madrugar y quedarme en los olivares o en la huerta desde que saliera el sol,
limpiando cuadras, echando el pienso a las vacas y a los cerdos, arrancando
patatas o cebollas o cavando la tierra o arrastrándome sobre ella para recoger
aceituna. Al principio me dolían todos los huesos y se me levantaba la piel de las
manos, pero luego la cara se me ponía morena y los brazos musculosos y notaba
una energía desconocida en mi cuerpo y las palmas de mis manos adquirían una
dureza semejante a la del cabo de una azada. Y por las noches, cuando volvía
exhausto y me lavaba a manotazos con agua fría en la cocina, cuando me
cambiaba de ropa y salía a buscar a mis amigos o a rondar la calle donde vivía
Marina, me sentía a la vez fuerte y distinto a los otros, mayor que ellos, con una
plenitud física mezclada de furia y de amargura que ellos no podían conocer. Las
clases, los exámenes, me parecían obligaciones pueriles: no estudiaba, como
otros, para que mi padre me comprara una bicicleta o me llevara de vacaciones
a la playa, sino para ganarme un porvenir no atado a la tierra, para irme pronto
de Mágina sin morirme de hambre. Cada uno de mis amigos había elegido ya su
vida futura, y hasta el réprobo Pavón Pacheco estaba seguro de su porvenir
como proxeneta y legionario. Martín quería ser científico; Serrano, que hasta los
quince años había aspirado a ingresar alguna vez en la mafia, en calidad de
pistolero, ahora quería convertirse en poeta o en guitarrista de rock; Félix se
preparaba a conciencia para estudiar clásicas y lingüística y hacerse profesor.
Pero no había nada que yo quisiera ser exactamente el día de mañana, como
decían con reverencia mis mayores: no quería ser algo, sino ser alguien, una
figura solitaria y novelesca concebida en la infancia, hecha irresponsablemente
de personajes de películas, de aventureros de novelas y de tebeos, de
desconocidos que pasaban por la plaza de San Lorenzo y a los que yo me
quedaba mirando como si prefigurasen mi apariencia futura, la identidad
escondida y cambiante que yo deseaba para mí, y a la que en los últimos
tiempos había añadido el pelo largo y la barba y los viajes no por el centro de
África ni por los mares del Sur en busca de islas desiertas sino por las carreteras
de Europa y de los Estados Unidos. Quería ser algunas veces como el dueño del
Martos, que recibía del extranjero aquellos discos imposibles de escuchar en la
radio o de conseguir en las tiendas de Mágina: había sido, se contaba, marinero
en un barco mercante, había vivido en Amsterdam, se había dedicado al
contrabando en fronteras y puertos tropicales y ahora, hacia los treinta años,
retirado de todo, cansado de aventuras, regentaba su bar y su discoteca como un
antiguo forajido que se resigna a la nostalgia y a la legalidad. Quería cambiar a
mi antojo de nombre, de ciudad, de país y de idioma, y mientras caminaba solo
por las calles de Mágina o trabajaba en silencio en la huerta, al lado de mi padre,
estaba inventándome de manera incesante pasados y porvenires, y había días y
semanas enteras que dedicaba a la invención detallada de una sola vida, en París,
por ejemplo, con diecinueve años, con una novia nórdica, descargando frutas en
los mercados y escribiendo piezas de teatro del absurdo en una buhardilla, o en
San Francisco, de batería de rock, viviendo con Marina, que había dejado un
matrimonio infeliz en España y había subido a un avión transoceánico arrebatada
de nostalgia por mí, y me buscaba entre los
hippies
de la ciudad, y pasaba
hambre hasta encontrarme, y al final me veía por casualidad y casi no me
conocía con mi pelo tan largo y mi barba parecida a la del batería de los
Credence… Pero en algún momento cualquiera de esas vidas empezaba a
aburrirme, notaba un hastío de la bohemia y del sexo que era frecuente en
algunas novelas, vislumbraba una desconsolada vejez, y sin salir de la huerta de
mi padre ni de mi cuarto en la plaza de San Lorenzo cambiaba por completo de
vida, tenía veintisiete años, era corresponsal en Roma y bebía desengañadamente
ginebra en una terraza de la Via Veneto, participando con fluidez y desgana en
una conversación trabada en diversos idiomas, harto de mujeres cosmopolitas y
de aventuras sexuales de una noche. Hubo temporadas en las que renuncié al
rock y a las carreteras y fui comandante guerrillero en la sierra de Mágina,
donde dirigía con éxito un atentado contra el general Franco, inspirándome con
avidez plagiaría en las historias que contaba el teniente Chamorro, y luego
entraba en la ciudad, por la calle Nueva, en un
jeep
descubierto, al frente de una
columna de barbudos con estrellas rojas en las boinas y banderas rojas ondeando
entre la multitud, sobre las torres de las iglesias, en el balcón de la comisaría, en
el pedestal de la estatua otra vez derribada del general Orduña. Yo era un
guerrillero frío, sereno, despiadado, con la expresión de Che Guevara en aquella
foto que tenía en su habitación la hermana de Martín, que estudiaba segundo en la
universidad y nos prestaba a veces discos tediosos de cantantes prohibidos y
ejemplares de
Mundo Obrero
. Yo no tenía compasión con los fascistas hacinados
en el patio del instituto —habilitado provisionalmente como campo de
concentración—, ni participaba tampoco en las celebraciones tumultuosas de mis
hombres. Ahora a quien plagiaba era al comandante Galaz de las narraciones del
tío Rafael: alto, solitario, implacable en el mantenimiento de la disciplina y la
justicia, me encerraba a solas en mi espartana habitación del cuartel general y
nadie, ni mis amigos y lugartenientes —Félix, Martín, Serrano—, conocía el
secreto que me atormentaba. Una noche, a oscuras, bajo la lluvia, montaba solo
en un
jeep
y me dirigía a cierto chalet de la colonia del Carmen que gracias a
mis órdenes expresas no había sido incautado. Bajaba de un salto junto a la verja,
soportando con indiferencia militar la lluvia que me chorreaba por el uniforme,
hacía sonar la campanilla. Se encendía una luz en el vestíbulo y una mujer joven,
despeinada, con mal color pero muy hermosa todavía, Marina, salía a abrirme al
jardín con un chal sobre los hombros. Teníamos preso a su marido, un notorio
franquista, y bastaría mi firma para que saliera libre. Me suplicaba, con sus
grandes ojos verdes anegados en llanto, como decían siempre en las novelas y en
los seriales de radio, me juraba que su marido no era un conspirador, me
prometía entregárseme, casi me arrastraba a su dormitorio. Tenía desabrochada
la blusa y yo podía ver una luz macilenta el inicio de los pechos blancos que
había visto desnudos y con los pezones pintados de verde oscuro en un sueño. Yo
no le contestaba al principio. Dejaba la azada en el suelo y no seguía arrancando
patatas de la tierra oscura y removida, y mi padre decía a mi lado, «pero
hombre, que es para hoy, que se te van los pavos». La miraba fríamente a los
ojos, ocultando todo el deseo, todo el sufrimiento y la ternura de tantas tardes en
las aulas y en los pasillos del instituto, tantos años atrás. Sin decirle nada, hacía allí
mismo dos llamadas de teléfono: una al campo de concentración, para
pronunciar el nombre odioso de su marido —a quien ella, en lo más íntimo de su
corazón, no amaba— y ordenar que lo pusieran inmediatamente en libertad. La
otra a la frontera, para que los dejaran salir del país. Sacaba del interior de mi
uniforme verde olivo un sobre y se lo tendía a Marina. Eran dos pasaportes. Los
dejaba caer, mirándome con sus ojos nuevamente empañados de lágrimas, pero
ahora de gratitud y acaso de amor. Me besaba en los labios, quería decirme algo,
yo la hacía callar con un gesto, salía al jardín, donde aún diluviaba, dejaba
entornada la verja, saltaba al
jeep
y lo ponía en marcha sin encender los faros y
no me volvía para mirarla por última vez.
Te vas a quedar ciego de tanto leer, acabarás cazando moscas con la gorra,
cómo pueden caberte en la cabeza tantas palabras, te quedarás sordo con esa
música tan alta, qué piensas, que no te fijas en nada, que vas como alelado, se
conoce que escribir a máquina te cunde más que coger aceituna. Vivía enfermo
de palabras y voces, las palabras silenciosas de los libros y las voces de las
canciones y de las emisoras extranjeras que sintonizaba después de media noche,
atrapando a veces con un sentimiento de orgullo y de triunfo una frase entera en
inglés o en francés, reconociendo nombres, imaginándome que era yo quien
hablaba en un estudio iluminado, en el último piso de un rascacielos, imitaba
sonidos y acentos con la felicidad de oírme convertido en otro, pero las voces que
ahora más me trastornaban no eran las de las emisoras ni las de mis mayores,
sino las que sonaban dentro de mí con la perpetua y sucesiva confusión de una
radio cuyo sintonizador gira alguien buscando al azar. No quería ser algo, no
quería tener una carrera y una novia y luego una esposa y dos o tres hijos y una
oficina o un aula y una casa con televisión en color y cocina eléctrica y cuarto
de baño, odiaba esa posibilidad con la misma furia con que odiaba quedarme en
Mágina y trabajar en el campo, quería no estar atado a nada ni a nadie y no
tener raíces, y vivir en la realidad de mi vida de adulto como vivía en las
imaginaciones solitarias de la huerta. Ahora mis padres, mis abuelos y mis tíos
eran sombras que murmuraban advertencias y recuerdos gastados por el tedio de
su repetición. Sus horas de silencio y sus gestos de dolor me resultaban tan
indiferentes como las carcajadas y las caras encendidas de sus celebraciones, y
cuando llegaba el día del final de la aceituna y había en el campo grandes
damajuanas de vino tinto y canastas de tortas de pimentón y las mujeres se
morían de risa cantando coplas obscenas, o cuando terminaba la matanza o era el
día de mi abuela Leonor y los portales y el corral de la plaza de San Lorenzo se
poblaban innumerablemente de tíos y de primos, yo me quedaba al margen, con
una botella de cerveza en la mano, emborrachándome con disimulo y suavidad,
escapándome a mi cuarto del último piso para oír un disco en inglés y fumar un
cigarrillo y para imaginarme que volvía a la ciudad muchos años después,
barbudo y enigmático, al amanecer, con un petate de nómada al hombro, huraño
y célebre, reconciliado en la distancia con ellos, acompañado por una amante
rubia y extranjera con las piernas muy largas que provocaba el escándalo y la
envidia en la vecindad.
Comía en silencio, me levantaba de la mesa en seguida, subía a mi cuarto
como a la estancia más inaccesible de una torre. Si mi padre quería retenerme,
mi madre intercedía en voz baja: «Déjalo, que tiene que estudiar». «Pues no sé
cómo puede estudiar con la habitación llena de humo y con el ruido de esa
música». Se quedaban sentados frente al televisor, en la habitación donde el reloj
de pared al que solía darle cuerda por las noches mi abuelo llevaba años
detenido, fijos en la fosforescencia azul de la pantalla, mirando con
indiscriminado asombro el espectáculo continuo y fantasmal de los anuncios, de
las películas y los noticiarios, y decían que no era bueno que el aparato se
calentara y que esa luz podía hacer daño a los ojos. Mi padre durmiéndose en un
sillón, agotado por sus madrugones inhumanos, mi abuela Leonor haciendo
preguntas sobre el argumento de las películas o la identidad confusa de los
personajes, mi madre con las manos siempre ocupadas en una labor de costura o
de punto, mi abuelo Manuel adormilado, con ese aire de severidad y de agravio
que se le iría acentuando a medida que se adentrara en la vejez. Mi abuela
Leonor, cuando me levantaba, me pedía que me quedara un poco a su lado, me
cogía la mano para que me sentara junto a ella, ya no hablas conmigo, me decía,
ya no te acuerdas de cuando eras chico y me pedías que te leyera los tebeos, y
yo qué iba a leerte, si casi no sé, y me lo tenía que inventar. Pero me agobiaba
esa ternura porque recelaba en ella una trampa para devolverme a la docilidad
de la infancia, y ya no me paraba a escuchar las historias de mi abuelo sobre la
emparedada de la Casa de las Torres o la bravura de aquel batallón de la Guardia
de Asalto que sucumbió entero en la cuesta de las Perdices, me desprendía de
ellos, subía de dos en dos las escaleras, sin ver siquiera aquellas habitaciones por
las que había deambulado de niño buscando fotografías en el interior de los
cajones y objetos misteriosos en las alacenas, sin acordarme del miedo que me
daba cuando iba a acostarme y se apagaba la luz y uno de mis tíos me cantaba
desde abajo, «ay mama mía mía mía quién será, cállate hija mía mía mía que
ya se irá». Me encerraba en mi cuarto, que tenía dos balcones, uno que daba a la
plaza de San Lorenzo y el otro a la calle del Pozo y al horizonte abierto del valle
del Guadalquivir y de la Sierra, y allí casi lograba sentir la exaltación de estar
solo, ponía un disco muy alto, me tendía en la cama con una novela y un
cigarrillo encendido, seguro de que nadie subiría a sorprenderme fumando, y ya
estaba en mi buhardilla de París o en ese hotel de la frontera mexicana del que
hablaba Eric Burdon en una canción: la alta cama de hierro, con los barrotes
helados en las noches invernales, la mesa camilla, el baúl y el estante donde
guardaba mis libros, mis cuadernos de ejercicios con tapas azules y mis diarios
de monótona y exacerbada desdicha. Me asomaba al balcón y era tan intenso mi
deseo de irme que de antemano lo veía todo como si estuviera recordándolo. La
plaza ya sin árboles, con algunos coches aparcados, la luz amarilla del farol en la
esquina de la Casa de las Torres, el pavimento de tierra apisonada donde tantas
veces yo había jugado a las bolas o buscado insectos diminutos entre la grama.
Pero algunas casas ya estaban deshabitadas, y no había parejas de novios
hablándose en las puertas y acogiéndose a la penumbra de los zaguanes. Fumaba
en el balcón y veía mi sombra proyectada en la plaza como la figura del héroe
sin lealtades ni raíces en quien quería convertirme. En las noches de temporal,
cuando el viento y la lluvia sacudían todos los cristales y los postigos de la casa,
me imaginaba que vivía en un faro junto al mar, y me gustaba acordarme,
encogido y caliente bajo las mantas y la piel de oveja que cubría la colcha, de la
noche de invierno en que me contaron que nací. Llegaba al hotel de una ciudad
fronteriza y nadie sabía mi nombre ni podía averiguar mi origen. No oía el
tráfico ni las sirenas de la policía, como en la canción de Eric Burdon, sino los
clamores de los pavos en los corrales de la vecindad y los llamadores en las
casas de la plaza, no barrían el techo y las paredes los faros de los coches que
pasaban como ráfagas por una autopista cercana, pero si cerraba los ojos y me
dejaba adormecer por el tabaco y graduaba el volumen del tocadiscos podía
escuchar truenos lejanos y un rumor de tormenta y cascos de caballos mientras
surgía de la nada la voz de Jim Morrison cantando como una promesa y una
letanía
Riders on the storm
.
U
N NOMBRE ESCRITO
en una cartulina, en la primera línea de un formulario,
escondido entre docenas de nombres y apellidos y filiaciones y edades, en uno
de los paquetes de fichas atados con una goma elástica que llevaba todas las
semanas a la comisaría un botones del Consuelo, y que habría acabado en el
incinerador o en las estanterías del sótano después de un examen reticente,
aunque distraído, si el subcomisario Florencio Pérez no se empeñara en revisarlos
aunque ya lo hubieran hecho sus subordinados. Decía subordinados por llamarlos
de algún modo, porque en realidad vivía atemorizado por ellos, chuleado, ésa era
la verdad, pensaba cuando la ira le permitía concederse una palabra innoble,
encerrado en su despacho, asediado más bien, liando cigarrillos con mano un
poco temblorosa frente al balcón que daba a la plaza del General Orduña y
conjeturando endecasílabos que ya no iba a escribir, imponiéndose tareas
monótonas y absorbentes, como aquella tan inútil de revisar una por una las
fichas de los hoteles cuando ya las habían repasado los dos inspectores a sus
órdenes, los de la secreta, les decían en Mágina, aunque no había nadie que no los
conociera o que viéndolos por primera vez no dictaminara su condición de
policías, policías modernos, eso sí, de nueva ola, como los curas de clergyman,
pensaba el subcomisario con resentimiento y desdén, sin bigotes de cepillo,
mirada ceñuda y trajes mal planchados y como de luto: los dos llevaban bigote,
desde luego, pero eran bigotes feraces, caídos hacia las comisura de la boca,
como los de un presentador de la televisión, con esa repulsiva y nada higiénica
proliferación capilar que constituía para el subcomisario el signo más lacerante
de los nuevos tiempos. Llevaban, al unísono, patillas largas y gafas de sol con los
cristales verdes y en forma de pera, corbatas de lazo ancho, camisas con los
picos de los cuellos monstruosamente largos, chaquetas de doble cruce con
botones dorados y pantalones de pata de elefante, y en vez de los inveterados
cafés con leche y carajillos de coñac que habían nutrido desde que el mundo era
mundo o desde que el subcomisario recordaba las mañanas inhóspitas y las
noches en blanco de los policías de Mágina, ellos cruzaban con arrogancia taurina
la plaza del General Orduña y se acodaban en la barra de aluminio del
Monterrey para tomar cañas con gambas a la plancha o cubalibres de ron,
jugándose las convidadas a los chinos e intimando con las mujeres rubias que
fumaban en los veladores de los soportales y con los hijos más perdidos de las
mejores familias de la ciudad, entre los que también solía verse, con gran dolor
del subcomisario, que aliaba a la afición taurina el patriotismo local y la
preocupación por los desvíos de la juventud, a Carnicerito de Mágina, que había
tenido una actuación más bien deslucida en la última feria de octubre y pasaba el
invierno holgazaneando en los bares y dejando aparcado su Mercedes blanco en
las zonas prohibidas, sin que los municipales se atrevieran nunca a ponerle una
multa.
A él, al subcomisario Florencio Pérez, los inspectores le llamaban, con
bochornosa franqueza, «el abuelo», le daban palmadas en la espalda, según la
nueva moda de la espontaneidad, se interesaban afectuosamente por la fecha
próxima de su jubilación: ¡había que dar paso a las generaciones jóvenes!
Fumaban Winston de contrabando y redactaban impresentables informes
enturbiados de siglas y de faltas de ortografía que el subcomisario ya ni siquiera
se molestaba en subrayar con lápiz rojo. En la mesa camilla del teniente
Chamorro, sentado frente a una copita de anís y un plato de borrachuelos, el
subcomisario Florencio Pérez, excombatiente, excautivo, exsecretario de la
Acción Católica de Mágina, daba salida a su amargura: «Chamorro, no se me
obedece, no se me tiene consideración, no se respetan mis canas. ¿No fui yo
siempre abanderado de todos los avances de la criminología? ¿No he dedicado
con abnegación ejemplar mi vida entera al servicio del Régimen? Pues ahora me
apartan como a un retablo viejo» (y al decir lúgubremente esta última frase se
dio cuenta con satisfacción fugaz de que le había salido un alejandrino: célebre o
desconocido, uno era poeta desde que nacía, lo llevaba en la sangre).
De modo que llegaba por las mañanas después de tomarse el primer café con
leche en el Royal, al principio de la calle Mesones, tosiendo con solemnidad
cavernosa por culpa del primer cigarrillo liado, y al pasar junto a la cola de
pueblerinos que habían llegado en los primeros autocares de línea para hacerse el
carnet de identidad gozaba de un breve preludio de orgullo recobrado cuando los
veía apartarse a su paso y dejar libre la puerta de la comisaría, con un murmullo
de respeto, algunos hombres hasta se quitaban las boinas o los arcaicos sombreros
que se habían puesto para venir a la capital de la comarca, y las mujeres usaban
todavía pañolones negros y refajos de luto y no sabían firmar: olían a campo, a
sudor, a penuria, como las muchedumbres feroces que solían invadir la plaza
muchos años atrás, pero eran dóciles y se acercaban a las ventanillas con el
mismo recogimiento que al confesionario, y cuando él, por hacer algo, y a
espaldas siempre de los inspectores, accedía a rellenarles a algunos de ellos la
solicitud de carnet y les indicaba con seca amabilidad la esquina del impreso
donde debían trazar una de aquellas firmas laboriosas, los veía maravillarse de lo
que él mismo llamaba la sencillez de su trato con los inferiores y lo anegaba un
modesto acceso de felicidad evangélica, bienaventurados los mansos, pensaba,
bienaventurados los limpios de corazón. Pero pasaba junto al cuerpo de guardia y
los policías de uniforme gris miraban hacia otro sitio para no cuadrársele, y en
cuanto a los inspectores prefería no verlos, andaba por el pasillo sombrío
husmeando su olor a colonia Varón Dandy como un animal pusilánime que
olfatea sus depredadores, temiendo encontrarse con alguno de ellos y no ser
saludado con el debido respeto. Con frecuencia, a primera hora de la mañana
había suerte, porque los inspectores no llegaban, como él, en cuanto daban las
ocho en el reloj de la plaza, ya que según decían dedicaban las noches a
practicar informaciones oculares por los locales de esparcimiento donde tenían
su refugio los malhechores de la ciudad y a vigilar con sigilo los domicilios
particulares en los que había fundadas sospechas de que celebraban reuniones
clandestinas los elementos subversivos de la localidad, entre ellos el teniente
Chamorro, de quien le constaba al subcomisario, y a cualquiera, que a las once
de la noche estaba puntualmente dormido, después de echarle a su burra
diminuta un buen pienso de paja mezclada con trigo abundante, beber un gran
vaso de agua para limpiar el organismo y leer durante media hora en la cama
algún libro de enseñanza y provecho.
Tenía sobre la mesa, que seguía siendo su arqueológica mesa de roble, pues le
negaba resueltamente la entrada a su despacho a los muebles metálicos, los
paquetes de fichas de los últimos dos meses, ordenados por hoteles y fondas. Era
verdad que el turismo progresaba en Mágina, aunque decayera tanto después del
verano y de la feria de San Miguel. En un artículo de
Singladura
lo había
expresado con vehemencia Lorencito Quesada: el turismo era el nuevo maná del
siglo veinte para estas tierras secularmente retrasadas. Había encendido su
estufilla eléctrica, que le calentaba los pies en aquella nevera donde nunca daba
el sol, por culpa de la sombra húmeda de la muralla, aunque nunca podría
compararse al calor familiar de un brasero de orujo. Había rezado un
padrenuestro frente al crucifijo colgado entre las fotografías del Caudillo y de
José Antonio, y luego, tras un examen rápido de la plaza, de los soportales y de la
estatua impávida del general —«… eternizan el bronce tus hazañas…»— se
frotó las manos como siempre que tenía por delante una tarea placentera y se
dispuso a dedicar las horas más tranquilas de la mañana a la revisión de las fichas
de los transeúntes. Desprendía las gomas elásticas, ponía un montón de cartulinas
a su izquierda, junto al pisapapeles de la basílica de Montserrat, las golpeaba por
los cantos como un mazo de naipes para que no sobresaliera ningún pico, se
olvidaba de todo, hasta del paso del tiempo y de los campanazos estremecedores
del reloj de la torre, ya no oía el ruido cada vez más molesto del tráfico que
entorpecía la plaza, se humedecía el pulgar de la mano derecha, inspeccionaba
reflexivamente la primera ficha de todas, como para asegurarse de que no era
una falsificación, y conforme iba leyendo nombres y fechas de llegada y salida
y lugares de origen la imaginación se le iba hacia las ciudades y países de donde
procedían los viajeros, pensando a veces con un poco de remordimiento tardío
que él no había estado casi en ninguna parte, aunque en el fondo tampoco le
importaba, dónde se podía vivir más a gusto que en Mágina, la Salamanca
andaluza, como escribía siempre Lorencito Quesada, con el embrujo de sus
calles, la nobleza de sus palacios, el esplendor de su Semana Santa, a la que no le
hacía sombra ni la de Sevilla, la acendrada devoción y la austera sencillez de sus
gentes, la majestad de sus iglesias, de ese hospital de Santiago al que todos
reputaban como segundo Escorial. Y al cabo de una o dos horas, ya fatigado de
leer nombres de desconocidos, pasaba las fichas con menos atención —había una
separada de las otras, con una indicación que decía: «¡ojo!»: era la de un
profesor que había llegado a principios de curso al instituto, y del que se tenía
información fehaciente sobre sus actividades de proselitismo en la Universidad
de Madrid—, cuando vio de pronto aquel nombre escrito, y se subió las gafas
sobre la nariz para estar seguro de que lo había leído correctamente. Al principio
dejó la cartulina frente a él, sin mirarla de nuevo, aislada, tan singular al lado de
las otras como la estatura de un hombre que sobresale de una multitud. Leyó de
nuevo el primer apellido, Galaz, escrito a bolígrafo sobre una línea de puntos, con
mayúsculas, como una arrogante afirmación, y comprobó que no podía tratarse
de una coincidencia, porque el nombre y el segundo apellido eran los que él
recordaba, y luego sus ojos se detuvieron en la firma y vio que no había
cambiado mucho en los últimos treinta y siete años: era igual a la que había al pie
de la orden mecanografiada que decretaba la puesta en libertad del detenido
Florencio Pérez, y que él había guardado siempre en un cajón de su mesa de
noche como recuerdo de los tiempos en que estuvo a punto de ser fusilado. La
edad coincidía, y el lugar de nacimiento, Madrid, pero en el apartado de la
profesión ponía bibliotecario, y su residencia actual era una ciudad de los Estados
Unidos que se llamaba Jamaica, Queens: qué raro, él siempre pensó que Jamaica
era un país del Caribe, pero cualquiera sabía, si el mapa del mundo no hacía más
que cambiar, igual que todo, ahora los países variaban de nombre con la misma
facilidad que los conjuntos de música moderna en los que cantaba su hijo menor,
el que más disgustos le daba, el preferido en secreto, el hijo pródigo.
Pero más valía no seguir por ahí, pues la congoja le entraba en seguida, y
luego no había modo de librarse de ella, era como un dolor de cabeza que no se
quita en todo el día, como aquella obsesión por las rimas imposibles que lo
trastornaba en su juventud. Fue hacia el balcón con la ficha en la mano, sin
acordarse de encender de nuevo el cigarrillo que se le había apagado en los
labios, oyó pasos cerca y con precaución instintiva la guardó en el bolsillo de la
chaqueta, por miedo a que uno de los inspectores la viera, la misma clase de
miedo que lo impulsaba en otro tiempo a esconder bajo llave sus versos. Miró
una por una las figuras que cruzaban la plaza como si de un momento a otro
fuera a aparecer en ella el comandante Galaz, alto y viejo, vestido de paisano,
pero reconocible, seguro, acompañado por una hija de dieciséis años, tan sereno
y distante como cuando ocupaba el despacho donde estaba ahora mismo el
subcomisario. Así que no era un muerto, como tantos otros, ni un fantasma cada
vez menos recordado: estaba en Mágina, pasaría más de una vez bajo aquellos
balcones, confundido entre la gente de los soportales, quizá se habría cruzado con
él en la calle Nueva, aunque era imposible que lo recordara, el subcomisario
Florencio Pérez le había hablado una sola vez, recién salido de la prisión, cuando
su amigo Chamorro le dijo que tenía el deber de ir a darle las gracias. Pero como
había estado, daba por supuesto que el comandante Galaz seguía en Mágina, en el
hotel Consuelo, y era posible que ya se hubiera ido, sacó la ficha y buscó en ella
el día de salida, pero el espacio estaba en blanco: tenía que llamar al Consuelo,
pero era preciso que lo hiciera sin identificarse, quién sabe lo que pensarían de
aquel huésped si la policía se interesaba por él. Volvió a sentarse ante su mesa, se
levantó para cerrar con llave la puerta, se arrepintió de hacerlo y la abrió otra
vez, no fueran a despachar con él los inspectores y pensaran cualquier cosa al
encontrarla cerrada, qué apocamiento y qué nervios, parecía mentira, el jefe de
la policía de Mágina atribulado por el miedo a sus inferiores, toda la vida así,
había cosas que no se remediaban con la edad, que iban a peor, como la falta de
carácter. Levantó el auricular del teléfono, volvió a posarlo en la horquilla, de
pronto tenía calor y apagó la estufa, lió con torpeza un pitillo, miró de nuevo el
nombre y la firma y la fecha de llegada, hacía casi dos meses, lo normal era que
el comandante y su hija ya se hubieran marchado, y de cualquier modo eso a él
qué le importaba, después de tanto tiempo: seguro que no había venido para
conspirar, así que él no faltaba a su deber si no ordenaba que lo siguieran, y
tampoco podría decir nadie que amparaba a un enemigo del Régimen si
separaba aquella ficha de las otras y la hacía pedazos muy pequeños y los tiraba
a su papelera.
Buscó en la guía el número del Consuelo, y cuando lo había marcado y
estaba oyendo la señal sacó un pañuelo y se lo puso delante de la boca, como los
secuestradores en las películas, para que no pudieran reconocer su voz: si alguien
entraba entonces colgaría inmediatamente y diría que estaba resfriado: valiente
espectáculo, a su edad, en su despacho, imitando a los forajidos del cine. Una voz
contestó, pero él hablaba tan bajo que el otro debió de pensar que se trataba de
una broma o de una equivocación, y estuvo a punto de colgar. Dijo, tras aclararse
la garganta y guardar el pañuelo, que era un amigo del señor Galaz. Al principio
el recepcionista no se acordaba del nombre. Dijo que buscaría en el registro. El
subcomisario Florencio Pérez, con el auricular humedecido por el sudor de su
mano, miraba con desasosiego la puerta del despacho. Por fin volvió la voz: el
señor Galaz y su hija se habían marchado del hotel hacía casi un mes, y no
dejaron dicho adónde. Colgó con un sentimiento de alivio y de impunidad que a
los pocos minutos y para su sorpresa se había convertido en desengaño, en apatía,
en aburrimiento. En su papelera los trozos diminutos de cartulina lo sobresaltaron
como una acusación. Rompió con desgana algunos formularios y los tiró encima.
Sin duda estaba volviéndose irreparablemente viejo: ya tenía nostalgia hasta de
los peores meses de su juventud, de aquellos días turbulentos de persecuciones y
amenazas en que las turbas se apostaban a la salida de misa para apedrear a los
fieles, cuando estalló el Movimiento, cuando parecía seguro que la guarnición de
Mágina se sumaría a él, cuando de pronto, en unas horas de una noche de
insomnio, todo se desbarató y él tuvo que empezar a esconderse sin haber
cometido otro delito que la valiente proclamación de su ideario y de su fe, como
escribió luego en sus memorias, aquellas que tan en vano se empeñó en publicar
después de su muerte el incansable Lorencito Quesada. Qué habría hecho
durante tantos años aquel hombre, por qué caminos inimaginables del destierro
había llegado a convertirse en bibliotecario y a vivir en los Estados Unidos: por
qué volvía ahora, por qué había tardado tanto.
Se acordaba de su estatura y de sus briosos ademanes militares, pero no de su
cara: pensó inventar un pretexto y hacerle una visita a Ramiro Retratista, que sin
duda guardaba en su archivo alguna foto del comandante Galaz. Pero le daba
aprensión ir al estudio de Ramiro, y también un poco de remordimiento, porque
cuando casó a su hija le había encargado el reportaje de bodas a un fotógrafo de
la competencia, que los hacía en color. Además, desde que no era obligatorio el
blanco y negro en las fotografías de carnet de identidad y se había instalado un
fotomatón en una esquina de la plaza, el estudio de Ramiro se estaba quedando
sin sus clientes más seguros, y el subcomisario, cada vez que se encontraba con
él, sentía una mezcla atosigante de culpabilidad y compasión, muy parecida a la
que le inspiraban los vendedores del mercado de abastos a los que nadie les
compraba. Les compraba él, desde luego, los sábados por la mañana, y cuando
volvía a casa y su mujer inspeccionaba las hortalizas mustias y la carne más bien
averiada que había traído en el cesto lo llamaba inútil y le decía que si tuviera lo
que tienen los hombres e hiciera valer su autoridad volvería al mercado a exigir
la devolución de su dinero.
No fue al estudio de Ramiro Retratista: se le partía el alma con sólo ver el
escaparate donde aún quedaban unas pocas fotos polvorientas de reclutas y de
rancias parejas de novios, así como un retrato grande, pero también antiguo, de
Carnicerito de Mágina, tomada el día de su alternativa: se había publicado en el
Dígame
, y aún podía verse su recorte amarillento en algunas tabernas de la
ciudad. Ahora donde la gente iba a retratarse era a un establecimiento nuevo de
los soportales que tenía un letrero luminoso, «Fotoimagen 2000», y un
escaparate tan ancho como los de las tiendas de electrodomésticos en el que
resplandecían audaces fotos en color, tomadas a veces desde ángulos tan raros
que al subcomisario le daba mareo quedárselas mirando: las parejas de novios
aparecían envueltas en una bruma rosada, o sonriendo en el interior de una
televisión, o sobrevolando con los brazos extendidos la torre bulbosa del Salvador,
entre las nubes, como en la portada de un disco de música moderna. «No
entiendo nada», pensaba, y se lo dijo aquella noche al teniente Chamorro. «No
entiendo la poesía que hacen ahora, si es que puede dársele ese nombre a lo que
no respeta las sagradas normas del metro y de la rima, no entiendo los cuadros
que pintan ni las canciones que cantan ni las palabras que dicen en los bares, por
no entender no entiendo ni el lenguaje que ahora se usa en los informes
policiales. Nada más que siglas, Chamorro. ¿No podíais simplificar un poco los
nombres de vuestras organizaciones políticas? Yo creo que ni vosotros mismos os
entendéis, y aunque me esté mal decirlo también nos confundís a nosotros. Y al
fin y al cabo todos buscáis lo mismo, digo yo, que es derribar al Régimen…». El
subcomisario Florencio Pérez, cuando iba a visitar a su amigo sin la obligación de
detenerlo, lo hacía a escondidas, dando vueltas primero por los callejones del
barrio de San Lorenzo, procurando que ya hubiera oscurecido y que nadie lo
viese. «No me calientes la cabeza, Florencio, que te veo venir. Tú sabes que yo
he repudiado siempre por igual la mentira de la política y la esclavitud de la
religión». El subcomisario tomó un bocado de borrachuelo, bebió un sorbo de
anís y empezó a hablar con la bola dulce y harinosa en la boca, soltando pizcas
de saliva y de azúcar. «¡No compares, Chamorro, y no sigas por ahí, que me
voy a enfadar!». «¡Y tú no hables con la boca llena, que me pones perdido!
Parece mentira, hombre, con lo fino que eres y lo bien que te criaron, y no
puede uno acercarse a ti cuando estás comiendo». La mujer de Chamorro entró
de la cocina para poner paz entre ellos. Lo hacía siempre que oía levantarse las
voces. «Venga, Florencio, una copita más y otro borrachuelo, que tienes mala
cara esta noche». «Y tráele un cenicero», dijo magnánimo el teniente
Chamorro, «se está muriendo de ganas de fumar y no se atreve a pedirme
permiso». Él bebía agua fresca: no le gustaba la del grifo, y la traía en cántaros
de la fuente de la Alameda, en el pequeño serón de su burra quejumbrosa. El
subcomisario Pérez se apresuró a sacar la petaca y el librillo automático de papel
y lió ávidamente un cigarro. Pensaba que su amigo tenía rarezas de santo y
austeridades de las que él no era capaz. Pero se había jurado que no le diría nada
sobre su descubrimiento de aquella mañana: cuando él sellaba sus labios ni el
suplicio más atroz lograría que quebrantara el silencio: como los mártires
cristianos en las mazmorras de Nerón, como los cautivos en las checas. Pero el
anís, los borrachuelos, el brasero tan caliente bajo las faldillas, la hospitalidad de
aquella casa, infaliblemente despertaban en él la tentación de sincerarse. «No sé
lo que me pasa, Chamorro», dijo, después de expulsar una bocanada que llenó
de humo la habitación. «Pues qué te va a pasar, hombre —el teniente Chamorro
tosía y agitaba las dos manos para apartar el humo—, que eres un beato». «Lo
que soy es un mierda, con perdón de tu mujer, que no me habrá oído. Lo que me
pasa es que no tengo carácter, ni autoridad, ni nada. Mi hijo menor, que parecía
tan bueno, que me iba a dar la alegría de abrazar el sacerdocio, ahí lo tienes,
donde quiera que esté, con esas melenas y esas barbas de salvaje y drogándose
y revolcándose en la promiscuidad, cantando a gritos como un pagano de la
selva. Mi hija, cuando voy a su casa, me manda a por perejil, o a por vino, me
pongo a mi nieto en las rodillas para jugar al caballito y se ríe de mí, o se aburre
y se baja y me dice que lo deje ver tranquilo los dibujos animados. Mi hijo
mayor, desde que es subcomisario y está destinado en Madrid, me mira por
encima del hombro. Y si es mi mujer ni te lo cuento, Chamorro. Le pido que me
acompañe a la novena de la Virgen y me contesta que con lo que tiene rezado ya
le sobra, y que la humedad de la iglesia no es buena para su reuma». Lo
confortaba escucharse a sí mismo, cuidar con igual esmero su vocabulario que su
flagelación. El teniente Chamorro se limpió las pizcas de borrachuelo de la cara
y vertió un poco más de anís en la copa, alejando mucho de sí la mano que
sostenía la botella, como por miedo al contagio. «¿Y qué me ha faltado a mí en
la vida?», continuó el subcomisario: «lo tuve todo, con modestia, pero sin
privaciones, con la estrechez de aquellos tiempos, estudios, suerte, hasta gané una
guerra. Imagínate que hubieran ganado los tuyos en vez de los míos. Tú serías
ahora general, o gobernador, algo muy grande. Y yo ¿qué soy?». «Un beato,
Florencio, un beato tremendo». «Católico, Chamorro, católico, apostólico y
romano, a fuer de buen español». El teniente Chamorro dio un golpe con los
nudillos en la mesa: «Ya empezamos, hombre. Y yo entonces, porque no voy a
misa ¿soy turco?».
No le diría nada: se lo había jurado a sí mismo, tenía tan sellados los labios
como si lo obligara el secreto de confesión. Miró el reloj: ya eran las diez. A las
diez y media como máximo tendría que estar de vuelta en su casa. Pero hacía
frío y viento en la calle y en la mesa camilla del teniente Chamorro estaba uno
en la gloria, con aquel brasero ardiente de candela, que cuando lo removían con
la paleta envolvía la habitación entera en un calor tan dulce como el de las
mantas, con aquellos borrachuelos tan en su punto y aquel anís que los empapaba
en la boca y les ayudaba tan suavemente a deshacerse y a bajar al estómago.
Pero si no se lo decía a su amigo Chamorro, que conoció al comandante Galaz,
que sirvió a sus órdenes, que intercedió ante él para que soltaran de la cárcel a
aquel joven policía devoto, pero inofensivo, atrapado por equivocación entre una
gavilla de conspiradores falangistas ¿a quién más se lo podría decir? Se puso tan
serio que se le alargó un poco más la cara, miró en dirección a la cocina, donde
fregaba platos la mujer de Chamorro, le hizo a éste una seña para que cerrara la
puerta, para que se acercara un poco más a él. «Chamorro, júrame que si te
cuento una cosa no se la repetirás a nadie». «Yo no juro, porque no creo en
Dios». El subcomisario gesticuló de impaciencia y estuvo a punto de decirle a su
amigo que aunque no lo creyera aún podía salvarse, y que él rezaba todas las
noches para que volviera al seno de la Iglesia, aunque fuese en su lecho de
muerte, como tantos ateos, como don Mercurio, aquel médico masón, pero se
contuvo, porque ya era tarde, y porque se moría de ganas de romper su propio
juramento. «Pues prométemelo por tu honor, Chamorro». «Prometido». El
subcomisario había liado otro cigarrillo. Procuró echar poco humo, pero era
inútil, su mujer se lo decía, echaba más humo que nadie, más que una
locomotora, atufaba la casa. Puso voz misteriosa: «Alguien que tú y yo
conocemos y que hacía muchos años que faltaba de Mágina ha estado aquí. Yo lo
he descubierto. Y no me preguntes quién es, porque no estoy seguro de que deba
decírtelo». El teniente Chamorro apartó el humo como si fuera una cortina y se
echó a reír. «El comandante Galaz. El que te salvó la vida cuando los tuyos
armaron la que armaron. Y tú nos pagaste cruzando las líneas para pelear contra
nosotros». No podía creerlo: hasta su mejor amigo lo defraudaba, hasta un
proscrito sabía tanto como el jefe de policía. Hizo lo posible por fingir que sólo
había revelado una parte del secreto: «Ha sido difícil, pero estamos recobrándole
la pista. Parece que al irse de aquí después de unas semanas continuó viaje hacia
el sur…». El teniente Chamorro se puso en pie con un gesto terminante y fue a
abrir la ventana: el humo azul y gris se agitaba y salía velozmente hasta perderse
en la oscuridad, desplazado por el aire frío. «No te canses, Florencio, ni me
cuentes embustes. No tenéis que buscarlo porque él no se esconde. Y además no
se ha ido de Mágina. Vive en un chalet de la colonia del Carmen».
C
ÓMO ES POSIBLE
que ni siquiera ahora, cuando ella me lo cuenta, me
acuerde de nada, que no me quede ni un indicio de lo que sin duda vi y olvidé, el
jardín abandonado donde tomaban los gatos el sol en las mañanas de invierno,
saltando entre las hojas secas y empapadas que cubrían la grava o quedándose
inmóviles como gatos egipcios en lo alto de la tapia junto a la que yo pasé tantas
veces, cuando me atrevía a acercarme a aquel barrio donde yo pensaba que sólo
vivían millonarios para rondar la casa de Marina, que estaba tan cerca. Era el
barrio de los chalets, la colonia del Carmen, al noroeste de la ciudad, junto a la
carretera de Madrid, en el límite de los descampados donde se alzó
solitariamente durante muchos años el colegio de los Salesianos y donde después
empezaron a construir bloques de pisos. Allí imaginaba yo que vivían
misteriosamente los ricos, los médicos, como el padre de Marina, los abogados,
los ingenieros, en casas ocultas detrás de tapias encaladas o de verjas de hierro y
rodeadas de cipreses y setos de arrayán, casas con timbres y cuartos de baño y
placas doradas en las puertas; que esa gente invisible viviera tan lejos de mi
barrio, en el otro extremo de la ciudad, era sin duda una prueba de la lejanía que
les otorgaba el dinero: en los anocheceres de verano se oía el rumor de los
aspersores y de las máquinas de cortar el césped, y si uno daba vueltas por allí
olía a jazmines y a celindas y a hierba mojada y lo sobresaltaban los ladridos de
los perros: risas y voces, conversaciones tranquilas en sillones de hierro pintados
de blanco, olor de cloro y chapoteos de cuerpos en las piscinas que no podían
verse desde la calle.
Nadia se ríe y dice que exagero: no habría ni tres piscinas en toda la colonia.
Eran casas pequeñas, de una sola planta casi todas, con jardines modestos,
muchos de ellos agostados por el polvo y el humo de la carretera. Las agrandaba
mi imaginación acuciada por la extrañeza de aquellos lugares en los que sólo
podía considerarme un buscador furtivo, y también, lo pienso ahora, un vago
resentimiento de clase. De modo que no veía lo que estaba delante de mis ojos,
pero tuve que verla a ella, seguro que la vi, y ni siquiera me fijé, cegado por la
obsesión estéril de un amor que buscaba sordamente su plenitud en la
imposibilidad y el fracaso, como tantas veces antes y después en mi vida: es
mentira que uno, aunque esté despierto y camine y hable, vea las cosas, es
mentira la certidumbre del recuerdo consciente. Me cruzaría con ella y con su
padre, lo sé porque ella sí me vio, porque no iba con los ojos vendados, dice que
me veía andar a solas por las calles de tapias bajas y acacias con mis pantalones
vaqueros y mi chaquetón azul y mi flequillo negro y ondulado sobre la frente, y
que le llamaba la atención mi manera tan artificiosa y literaria de fumar, el
cigarrillo colgando de una esquina de la boca en mi cara redonda de diecisiete
años, y la mirada oblicua y ansiosa de mis ojos, y que por eso, cuando volvió a
verme, no tardó ni cinco minutos en recordar.
Pero ella entonces, al contrario de mí, lo miraba todo con la fijeza ávida del
deslumbramiento, estaba viviendo en la ciudad que había imaginado desde que
era una niña, por primera vez en su vida había cruzado en un avión el Atlántico y
todo lo que veía desde que aterrizó a este lado del océano era para ella un
tranquilo prodigio, vivía una indolencia perpetua, unas vacaciones que no parecía
que tuvieran fin, en un presente que se prolongaba día tras día sin exigencias ni
amenazas, lejos de América, de la casa donde había agonizado su madre con una
válvula artificial en el corazón que sonaba como un tambor en el silencio de las
noches de insomnio, al otro lado de un tabique. Veía por la ventana de su
dormitorio las luces de Manhattan, a donde la llevaron de niña muy pocas veces,
tan pocas que sólo conoció bien la ciudad mucho más tarde y nunca dejó de
sentirse en ella extranjera, igual que en todas partes: eso tenemos en común, una
mezcla perpetua de incomodidad y desahogo, una predisposición a establecernos
en los lugares durante media hora o diez días como si fuéramos a quedarnos para
siempre o de vivir en ellos muchos años sin perder la sensación de
provisionalidad ni la apetencia de nomadismo, de paréntesis entre viajes y vidas
y tránsitos de un idioma a otro. De niña sabía que a su madre y a las amigas de
su madre tenía que hablarles de una manera y a su padre de otra, pero no que
algunas veces hablaba en inglés y otras en español. Sabía desde que fue a la
escuela y empezó a jugar con otras niñas y a visitar sus casas que no era del todo
idéntica a ellas, y sólo muy tardía y laboriosamente descubrió que la médula de
la diferencia radicaba en su padre, y eso al mismo tiempo la desconcertaba y la
hacía sentirse orgullosa de él: su padre no tenía el pelo rubio y la cara colorada,
no hablaba gangosamente a gritos, no tomaba de la mano a su madre ni recibía a
las visitas con una sonrisa tan escandalosa como una carcajada. Su padre no tenía
amistad con ningún hombre del vecindario, ni les servía bebidas en el jardín, ni se
ponía pantalones cortos las tardes de verano para regar el césped o encender la
barbacoa. Se parecía más bien a los abuelos de otras niñas, sobre todo a los que
hablaban inglés con un acento extranjero muy fuerte, pero eso a ella le parecía
un mérito y no una desventaja, tal vez porque entonces distinguía muy
vagamente la juventud de la vejez, y en cualquier caso prefería esta última. Su
padre no iba en coche al trabajo, sino caminando, ni siquiera sabía conducir, y
esto también lo distinguía de los otros padres, y algunas veces, desde que ella tuvo
ocho o nueve años, la llevó con él en tren a Manhattan, a apartamentos de
escaleras sombrías, en casas de ladrillo rojo, donde había otros hombres que eran
como él, no sólo porque hablaban español, sino porque se vestían de manera
parecida y tenían expresiones semejantes en sus caras y ponían discos que ella
se sabía de memoria porque los escuchaba en su casa. Aún ahora no puede oír
algunos pasodobles,
En el mundo
, o
Suspiros de España
, sin que se le humedezcan
los ojos y se le ponga un nudo en la garganta: se ríe de sí misma, está segura de
que la encuentro ridícula, pero no lo puede remediar, ni quiere, oye los arrebatos
de la orquesta y la voz brava y oscura de Concha Piquer y no le hace falta
acordarse de aquellos viajes en tren a Manhattan y de su mano oprimida por la
mano caliente y grande de su padre para que la traspase una nostalgia impúdica
y un sentimiento de felicidad y desamparo, aquellos apartamentos con muebles
arcaicos y platos de cobre y fotografías españolas en las paredes, los tocadiscos
donde sonaban himnos republicanos y canciones de Miguel de Molina, los
hombres y las mujeres que estaban sentados ceremoniosamente en los sofás
dejando en el suelo o sobre las mesas las tazas de té y las copas de jerez y
saliendo a bailar, enlazándose por la cintura con una delicadeza que ella sólo
había visto allí, nunca en los raros
parties
que celebraba su madre, sacándola a
ella algunas veces y enseñándole a mover los pies mientras su padre, que jamás
bailaba, la miraba sonriendo desde una esquina del salón, callado, orgulloso de
ella, con un vaso intacto en la mano, siguiéndola con los ojos mientras asentía a
las palabras de alguien.
Intuía con un orgullo precoz y sin necesidad de explicación que aquellos
hombres y mujeres a los que visitaba con su padre no eran como los demás, y
que sus casas tenían algo de islas cerradas y también inseguras en medio de una
vasta realidad cotidiana que también para ella resultaba hostil, aunque era la
única que conocía. Regresaban en el último tren y su madre ya estaba acostada,
pero no había retirado la copa y la cubitera con el hielo derretido que estaba en
una mesa baja enfrente del sofá ni había apagado la televisión. Se ponía con
sigilo el pijama, se cepillaba el pelo, se lavaba los dientes. Acodado en la puerta
del cuarto de baño, su padre tenía la misma leve sonrisa que le había brillado en
los ojos durante la fiesta: una sonrisa que apenas le curvaba los labios, que tal vez
sólo existía para que ella la viera. Le daba un beso, le decía en español buenas
noches, se acostaba sin apagar la luz y esperaba con los ojos cerrados a que él
entrara, se lo pedía en silencio. Él llamaba quedamente a su puerta y cuando se
acercaba a la cama traía un libro español en las manos. Escuchaba su voz
mientras iba durmiéndose y le parecía que estaba haciéndose cada vez más débil
y que al mismo tiempo decrecía la luz hasta que un silencio rumoroso de voces y
una oscuridad sin terror la envolvían. Ya estaba dormida, pero notaba en la cara
el embozo que él le había subido y luego el beso que le daba en la frente y la
mano en su pelo y por fin los pasos que iban alejándose y el ruido callado de la
puerta. Soñaba con los dibujos de los cuentos que él le había leído: y algunas
veces con el hombre a caballo y el bosque y el castillo en tinieblas de aquel
grabado que él tenía en la pared de su estudio.
La imagino habituándose poco a poco a las calles y al invierno de Mágina,
guiada al principio por su padre, aventurándose luego a caminatas solitarias que
alguna vez la llevaron sin duda al barrio de San Lorenzo, a la calle del Pozo,
donde se la quedarían mirando las vecinas, tal vez mi madre o mi abuela Leonor
mientras barrían la puerta y rociaban el empedrado con el agua de fregar,
cruzándose conmigo, subiendo luego, al volver, por la plaza del General Orduña
y la calle Trinidad hasta la Torre Nueva, donde se encendía de noche la fuente
luminosa, paseando por la acera del instituto, a la hora en que sonaba la campana
y se abrían las puertas y mis amigos y yo cruzábamos la avenida Ramón y Cajal
para oír discos y beber cañas en el Martos. La puedo distinguir entre las chicas
que salen con bolsas de gimnasia a la espalda o cuadernos y libros abrazados
contra el pecho, y no sólo por la forma de su cara y el color de su pelo, sino
porque camina de otro modo, sin contonearse, como ellas, porque no lleva bolso
y no va maquillada y parece más joven que las muchachas de su edad. Pero tal
vez no la imagino, tal vez mi memoria es más lúcida que yo y la estoy
recordando, no exactamente a ella, sino a una de las muchachas extranjeras que
aparecían de vez en cuando en Mágina y que llevaban consigo el mismo aire de
inaccesible libertad y promesas que me embargaba al oír canciones en inglés en
la máquina del Martos. Marina y sus amigas usan zapatos de tacón, se ponen
rímel en las pestañas y cremas en la cara, se sombrean los párpados, se depilan
las cejas, van todos los viernes por la tarde a la peluquería: ella camina entonces
igual que ahora, con una naturalidad indolente, deteniéndose a mirar cualquier
cosa y olvidándose entonces de la dirección en la que iba, lleva botas vaqueras o
zapatillas deportivas y una cazadora que le está un poco grande. Pasa junto a la
puerta del instituto, tal vez me ve cruzar ante ella y le suena mi cara, piensa que
se le está haciendo tarde y que ya es hora de ir a casa para prepararle a su padre
la cena: anochecerá pronto y ha empezado suavemente a llover. Choca con
alguien, se vuelve para disculparse y lo hace en inglés, es un hombre al que ha
visto antes, pero ahora mismo no se acuerda, un hombre de unos treinta y tantos
años, con chaqueta de pana, con corbata, con gafas, con una cartera negra de
profesor. Y yo, que no la he visto y ni siquiera sé que existe, que en ese momento
introduzco una moneda en la máquina del Martos y voy a sentarme junto a mis
amigos con una cerveza en la mano para escuchar una canción de Jimi Hendrix
—Martín empieza a mover rítmicamente la cabeza y consulta unos apuntes de
química, Serrano aspira un cigarrillo con los ojos entornados y deja que el humo
vaya saliendo despacio de su boca, con ese gesto que según nos han dicho ponen
los fumadores de hachís, Félix está como en otro mundo, aburrido de esa música
que no llega a gustarle—, siento ahora celos al imaginar ese encuentro, y quiero
que ella no choque con ese hombre o se disculpe y no lo reconozca: nos vimos en
el Consuelo, dice él, sonriendo, a principios de octubre, los dos acababan de llegar
a la ciudad y se hospedaban allí, tú me dijiste que esperabas a tu padre, que
temías que se hubiera perdido, porque había salido antes de que te despertaras y
te dejó una nota diciendo que volvería a las nueve, y ya eran las diez: estaban en
la barra, tomándose un café con leche, él nervioso, le dijo, señalando por las
cristaleras hacia el instituto, al otro lado de la calle, iba a ser su primer día de
trabajo y aunque ya tenía varios años de experiencia siempre era difícil empezar
un nuevo curso en una ciudad extraña, con alumnos desconocidos, con profesores
tal vez poco hospitalarios, siempre le pasaba lo mismo, llegaba a un instituto y no
se reprimía a la hora de expresar sus opiniones y los compañeros le volvían la
espalda. De modo que ahora se alegraba mucho de verla, porque en estos dos
meses se acordó muchas veces de ella, preguntándose si se habría acostumbrado
a la ciudad y al país, viniendo de tan lejos, de los Estados Unidos, la capital del
imperio, dijo, echándose a reír, repitiendo una broma que ya había formulado
con una cierta cautela la primera vez. Miró el reloj, tenía prisa pero le daba
tiempo a invitarla a un café, y ella se encogió de hombros y le dijo que sí, la
aturdía un poco la velocidad de sus palabras pero llevaba mucho tiempo sin
hablar más que con su padre y con las mujeres de las tiendas, y su padre
últimamente tampoco hablaba mucho, prefería pasear solo y regresar cuando
ella estaba acostada: pero no dormía, desde que era niña no podía dormirse hasta
que él no llegaba a casa, permanecía despierta, con la luz apagada, y miraba las
agujas fosforescentes del despertador cuando oía abrirse la verja y luego la
puerta de entrada, vigilando sus pasos, notando que él no encendía las luces y que
chocaba con los muebles y se quedaba mucho rato en el cuarto de baño y luego
caía sordamente en la cama.
Cruzaron la avenida, y ella propuso al azar que entraran en el Martos, pero él
dijo que no, que en ese bar había siempre mucho ruido y además solía estar lleno
de alumnos. Fueron al Consuelo, así repetirían su primer encuentro, dijo él,
riéndose, el gran hijo de puta, el luchador ejemplar, el héroe de la praxis y de las
condiciones objetivas, que nos dejaba fumar en los exámenes y usar libros y
apuntes, con su olor a tiza en los dedos y sus campechanos paquetes de Ducados,
desplegando su palabrería ante ella como la cola de un pavo real, considerando
de soslayo sus muslos, sus caderas, sus pechos sin sostén, bajando el tono de la
voz para confesarle que él era un represaliado político, que lo habían boicoteado
en la universidad y por eso tenía que ganarse la vida en institutos de provincias,
sin contar los años pasados en el exilio, desde el sesenta y tres al sesenta y nueve.
«Mi padre ha pasado más de treinta», dijo ella: inmediatamente se arrepintió de
confiar en un desconocido, y se sintió incómoda, insegura, un poco desleal,
impaciente por irse. Pero la sonrisa del otro, José Manuel, se llamaba, los amigos
le decían Manu, se agrandó al escuchar esas palabras que ella, ahora apretando
los labios, mirando con nerviosismo el reloj, hubiera preferido no decir, y se
inclinó más hacia adelante, encaramado sobre un taburete, acodado en la barra,
rozándole casi las rodillas, las manos, echándole el humo en la cara cuando
encendió un cigarrillo negro. Miraba a un lado y a otro, se inclinaba hacia ella
bajando la voz, pero el bar estaba casi vacío, con poca luz: ella tenía que contarle,
tenía que presentarle a su padre, probablemente se sentirían solos en España,
desorientados, aislados de la lucha que aquí seguía manteniéndose aunque
muchos en el exilio creyeran que no, que todo el país estaba idiotizado por la
televisión, los toros, el desarrollismo y la Iglesia: incluso sectores importantes de
la Iglesia, a él le constaba, se estaban alineando en posiciones democráticas, y
hasta algunos militares, y empresarios no monopolistas, de modo que muy pronto
iba a producirse un cambio irreversible en la correlación de fuerzas.
Ella sonreía, nerviosa, sin atreverse, por cortesía, a mirar otra vez su reloj, sin
entender nada, ninguna de esas palabras tan ajenas a su español antiguo, aunque
advirtiendo, eso sí, las miradas de él que no iban a encontrarse con sus ojos, que
descendían hacia sus ingles ceñidas por el pantalón vaquero o se instalaban en un
punto indeterminado del aire para dirigirse con cautela a sus pechos. Le parecía
guapo, tenía el pelo negro ya un poco canoso y más bien largo, los ojos oscuros y
brillantes, las manos grandes, con las yemas de los dedos manchadas de nicotina
y de tiza, pero no la atraía, aún no, me ha dicho, la desconcertaba, porque nunca
había estado a solas con un hombre de esa edad, y porque estaba segura que a su
padre no le gustaría si lo viera, no le gustaba la gente que hablaba y sonreía
demasiado. Lo imaginaba solo y esperándola, sentado en el sofá del comedor, sin
encender la luz, aunque estaba lloviendo y ya anochecía, mirando él también su
reloj y el grabado del jinete colgado en la pared, y pensó que debía irse y no se
movió del taburete, aturdida por las palabras del Praxis y por los movimientos de
sus manos como por los pases magnéticos de un hipnotizador, así se recuerda
todavía ahora, callada, fascinada, escuchándolo, y aunque se burla de su
indulgencia de entonces no elude por completo el dolor, por qué no apareciste
justo en ese momento, me dice, por qué tardé tanto en decirle que tenía que irme
y no me negué a que me llevara a casa en su coche, un ochocientos cincuenta
gris, de eso sí que me acuerdo, viejo y abollado, con matrícula de Madrid, con
pegatinas de
campings
europeos en el cristal trasero, aparcado siempre frente al
instituto. Salieron a la calle resguardándose de la lluvia bajo los aleros de las
casas, ella con la cremallera de la cazadora abrochada hasta el cuello y las
solapas levantadas, parada junto al coche mientras esperaba a que el Praxis le
abriera, repitiéndole luego que no tenía que molestarse, porque su casa estaba
muy cerca, queriendo evitar todavía que su padre la viera bajarse del coche de
un desconocido, pero no podía hacer nada, igual que cuando estaba sentada en el
taburete y pasaban los minutos y no se decidía a marcharse. Recobraba con un
poco de halago y de satisfacción una potestad que hasta entonces le pareció
irrisoria: la de atraer a los hombres, la de advertir, con una perspicacia de la que
ellos carecían, la inseguridad que les deparaba el deseo, esas miradas oblicuas,
esa especie de cobardía congénita que los encerraba en la timidez o los
empujaba torpemente al descaro. El interior del coche olía a humo de tabaco y a
la derecha del volante había un cenicero medio abierto y lleno de colillas. José
Manuel, Manu, el Praxis, se disculpó por la suciedad, puso en marcha el motor,
comprobó con irritación que las varillas del limpiaparabrisas apenas funcionaban,
enfiló la avenida de Ramón y Cajal hablándole de un mes de mayo en París de
hacía cuatro o cinco años sobre el que ella no sabía casi nada, pidiéndole detalles
sobre sublevaciones y disturbios raciales y marchas contra la guerra de Vietnam
en las universidades americanas, aunque parecía saber de todo mucho más que
ella, la anonadaba, lo sabía todo, había estado en todas partes, había vivido
ambiguas aventuras de conspiración en países del este de Europa, había
regresado clandestinamente a España, y durante meses o años se movió con
documentación falsa. Conducía distraídamente, con brusquedad y torpeza,
volviéndose para mirarla, sin atender al tráfico escaso de la noche de invierno,
rozándole los muslos cuando movía el cambio de marchas, y al indicarle ella que
torciera a la derecha para llegar a la colonia ya era tarde, bajaban a toda
velocidad junto a la muralla de piedra del hospital de Santiago, y el coche sólo se
detuvo en la esquina de la lonja con un brusco ruido de frenos, porque se había
puesto roja la luz del semáforo. «Siempre me pasa lo mismo, perdona, me
pongo a hablar y se me olvida que estoy conduciendo». Los focos que
iluminaban la fachada y las torres del hospital tenían entre la lluvia una tonalidad
anaranjada y triste que es para mí la luz de los domingos por la noche en ese
extremo de Mágina, al final de la calle Nueva, en esa zona desierta y
definitivamente inhóspita donde se daban la vuelta los matrimonios dignos y
aburridos, las parejas de novios y los grupos de muchachas para regresar en
dirección a la plaza del General Orduña, para no seguir avanzando hacia el
desamparo nocturno de la carretera que llevaba a la capital de la provincia: sólo
iban más allá parejas abrazadas que buscaban la sombra, más allá de la piscina y
de la gasolinera, cuyas luces blancas tenían algo de límite entre la ciudad y lo
desconocido. Ella le dijo que no importaba, que la dejara allí, incluso buscó la
palanca de la puerta y quiso abrirla y bajarse, ya no llovía y con sólo caminar
unos pocos minutos llegaría a casa, pero no se bajó, habría bastado una palabra,
un movimiento de la mano, uno de esos gestos impremeditados y vulgares que
condenan o salvan la vida de uno. Pero entonces yo ya estaba perdida, me ha
dicho, y miraba la calle tras el cristal del coche con la misma distancia con que
la miraría alguien que ha sido raptado, un preso con la cara adherida a la tela
metálica del furgón celular. Focos anaranjados, faroles amarillos en las esquinas,
parejas lentas de novios bajo los paraguas, campesinos rezagados que volvían del
campo llevando de la brida a sus bestias. Las manos grandes del Praxis asieron
con una especie de vehemencia el volante cuando giró sin precaución a la
derecha. «Indícame por dónde es, te dejaré en la misma puerta de tu casa». Las
varillas del limpiaparabrisas habían despejado un doble semicírculo en el sucio
cristal y ahora veía frente a ella la carretera y los últimos edificios, y tuvo miedo
no de que el coche continuara avanzando en línea recta más allá de la gasolinera,
sino de desear que eso ocurriese, sentada en la oscuridad junto a un desconocido
que le hablaba sin mirarla y le rozaba los muslos con su mano derecha,
preguntándose qué hora sería, con la sensación de que había pasado mucho
tiempo desde que salieron del Consuelo y de que se deslizaba vertiginosamente
inmóvil hacia una clase de experiencia en la que no contaría con el abrigo de una
voluntad anclada en la figura y en la sabiduría de su padre. Pero era eso, en el
fondo, lo que más la atraía: no el hombre de treinta y tantos años que procuraba
sigilosamente tocarla y se apartaba en seguida como si hubiera recibido una
pequeña descarga eléctrica sino un poderoso sentimiento de riesgo y de
soberanía en el que no contaba con nadie más que con ella misma. Señaló una de
las últimas calles laterales, por aquí mismo, dijo, a la derecha, y el Praxis
rápidamente obedeció, ahora sí subían hacia la carretera de Madrid y la colonia
del Carmen, y al ver de lejos las tapias blancas de los chalets y las altas siluetas
de los árboles sintió un alivio en el que había algo de decepción, el miedo le
pareció de pronto pueril y el tiempo, en su reloj de pulsera, recobró su forma y
su duración usuales, no era medianoche, no había huido ni perdido nada, eran
apenas las ocho, la hora a la que regresaba muchas tardes, y posiblemente su
padre no estaría en casa, o no le habría dado importancia a su retraso, abstraído
en un libro o en un periódico, levantando un instante los ojos cuando ella entrara
para mirarla por encima de las gafas, en el comedor con muebles viejos y
alquilados entre los que se movía con una tranquila actitud de huésped satisfecho,
casi de propietario, que no tuvo nunca en su casa de América.
Pero la luz estaba encendida, y los visillos descorridos, y la mancha de
claridad se extendía a través del pequeño jardín inundado de hojas por los
primeros vendavales del invierno hasta llegar a la verja. Vio a su padre de pie
tras la ventana del comedor, y deseó que el Praxis no saliera del coche, aunque
ahora no sentía desconfianza ni atracción hacia él. A ninguno de los dos se le
ocurría una despedida convincente. Él apagó el motor y detuvo los
limpiaparabrisas ya inútiles y en el silencio incómodo que no sabían romper
escucharon el rumor poderoso del viento invernal entre los árboles de la colonia.
Vuelto a medias hacia ella encendió un cigarrillo y la llama del mechero iluminó
una cara que ya no parecía joven: la cara de alguien dotado de la vida y la
experiencia remota de los hombres maduros. Pensó que la iba a besar y que tal
vez no se negaría: se acordó de otras despedidas semejantes, junto al porche de
madera blanca de su casa de Queens, compañeros de la
high school
que la traían
de una fiesta en los coches de sus padres y que al intentar ávida y confusamente
besarla le dejaban en la boca un sabor agrio de cerveza y tabaco. «Bueno»,
dijo, sonriendo, con un exceso anglosajón de formalidad, tendiéndole una mano
en el espacio angosto del coche, como si hubiera salido a despedirlo al vestíbulo,
«ya sí tengo que irme». ¿Habría sido más correcto invitarlo a entrar, al menos
para darle la ocasión de agradecer el ofrecimiento y rechazarlo con una
disculpa? Pero sospechaba, dentro de su confusión, que si lo invitaba a entrar él
aceptaría, y no podía imaginarse entonces el encuentro con su padre, el modo en
que éste lo miraría de arriba abajo con un creciente desagrado por su desaliño y
su locuacidad. Vagamente acordaron que volverían a verse: él estrechó su mano
sin retenerla más de unos segundos y no puso en marcha el motor ni encendió los
faros hasta que no la vio desaparecer al otro lado de la verja. Sabiendo que era
observada cruzó la calle más erguida, consciente de su estatura y de su paso, del
ritmo con que movía sus caderas, tan incómoda como si llevara zapatos altos de
tacón. Mientras empujaba la verja pensó volverse hacia el coche que aún no se
había movido para decir adiós con un gesto de la mano, pero entonces escuchó
con alivio el motor y vio su sombra y los barrotes proyectados por los faros sobre
la grava del jardín. De nuevo en la oscuridad, que olía a tierra húmeda y a hojas
podridas, abrió la puerta de la casa y frotó las suelas de las botas contra la
alfombra donde ponía «Bienvenidos». Al colgar su cazadora en la percha del
vestíbulo comprobó que el abrigo y el sombrero de su padre aún estaban
mojados: sin duda él también acababa de volver y no había tenido tiempo de
inquietarse por su ausencia. Si él le preguntaba decidió no mentirle: pero su padre
no le preguntó. Estaba sentado en el sofá, junto a una mesa baja donde había una
lámpara encendida y dos copas de coñac, de espaldas a la ventana, con un libro
sobre las rodillas y una pequeña estufa eléctrica cerca de los pies, y no parecía el
mismo hombre cuya silueta oscura había visto ella unos minutos antes asomada
al jardín. Pero ya conocía el modo rudimentario en que disimulan los hombres y
se dio cuenta de que esa actitud era falsa: la había esperado de pie junto a la
ventana, había visto el coche e intentado vislumbrar la cara del conductor, al oír
que se abría la puerta de la verja se había apresurado a sentarse de nuevo en el
sofá y a fingir que estaba tan absorto leyendo que ni siquiera advirtió su llegada.
La luz de la lámpara acentuaba su perfil agudo y sus rasgos angulosos y enjutos,
sus cejas espesas, la doble arruga vertical a los lados de la boca. En la penumbra
de la habitación se hacía más cerrada la noche por la que cabalgaba el jinete del
grabado. Su padre alzó los ojos del libro, por encima de las gafas, y como hacía
siempre que ella llegaba se las quitó para esperar un beso, sonriéndole. Sentada
muy cerca de él, en un brazo del sofá, le tocó la cara con sus dedos fríos y le dijo
que en seguida iba a ponerse a prepararle la cena. Le preguntó qué estaba
leyendo: había notado que al aproximarse ella su padre volvía el libro boca abajo
y lo deslizaba hacia el ángulo más apartado de la mesa. Como en broma él
retuvo su mano: no era algo que a ella pudiera interesarle. Ágilmente, riendo,
como cuando era niña y jugaban a pelearse, alargó la mano libre y obtuvo lo que
buscaba y se apartó de él hacia el otro extremo de la habitación. Pero no se
trataba de un libro: eran dos fotografías con marcos de cartulina y protegidas con
papel de seda, cada una de ellas con una firma en cursivas doradas en el margen
inferior derecho, dos erres mayúsculas y enlazadas como en el emblema de los
Rolls Royces, Ramiro Retratista, leyó. Su padre, serio de pronto, le pidió que se
las devolviera. Ella encendió la luz del techo para verlas mejor y levantó el papel
de seda que protegía la primera: un militar joven, retratado en escorzo, con la
gorra de plato un poco ladeada y una estrella de ocho puntas sobre la visera,
sonriendo apenas bajo un bigote muy fino. En la segunda, que era sin duda una
instantánea, el mismo militar, mirando hacia arriba desde el tramo intermedio de
una escalinata, permanecía en posición de firmes y tenía la mano derecha
extendida junto a la sien. Tardó en reconocer a su padre porque era la primera
vez en su vida que veía imágenes de su juventud.
H
ABÍA SONADO EL TIMBRE
y al oírlo pensó que sería su hija quien llamaba,
pero le extrañó, porque ella nunca se olvidaba las llaves, igual que no se olvidaba
de recoger la ropa sucia del cuarto de baño ni de retirar cada noche antes de
acostarse los ceniceros o las copas, con un sentido del orden natural e instintivo,
que la circundaba en la casa como el olor de la colonia que usaba, sin esfuerzo,
sin premeditación, del mismo modo que otras personas fomentan el desorden con
su sola presencia. Entraba en su dormitorio cuando ella no estaba, no por esa
turbia curiosidad policial de un padre hacia su hija adolescente, sino para
complacerse a solas y sin las limitaciones del pudor en la ternura de que ella
existiera, veía su ropa en el armario, sus libros alineados en una estantería, sus
discos, que él íntimamente detestaba, los pares de zapatillas deportivas y de botas,
la ropa interior y las camisas y jerseys doblados en los cajones, y le gustaba el
limpio olor femenino y el orden en el que parecían cobijarse todas las cosas, y
cada pormenor le confirmaba su amor hacia ella y la gratitud por la fortuna que
había tenido al engendrarla, al asistir a su crecimiento y a su aprendizaje, al
haberla inducido tal vez, involuntariamente, a poseer una serena actitud de
certidumbre que se manifestaba en la disposición de los objetos que le
pertenecían tan indudablemente como en los rasgos de su cara o en su manera de
mirar.
Pero había sonado el timbre otra vez, era posible que ella hubiera vuelto y
que al detenerse ante la verja se diera cuenta de que olvidó las llaves al salir, se
disculparía cuando él le abriera, y se levantó del sofá y pensó que nada más
entrar vería el cenicero colmado y la botella de coñac sobre la mesa de la
lámpara, reprobando en silencio esos indicios de desorden. Él mismo fue así en
otro tiempo, aunque con una crispada obsesión de la que ella carecía, un
maniático del lugar exacto de las cosas, de las superficies pulidas, de los
uniformes abrochados sin una sola arruga, correas relucientes, botas charoladas,
habitaciones desnudas, mesas sin un rastro de ceniza, papeles clasificados en los
cajones, filas de soldados que revisaban sus ojos como la cinta métrica de un
agrimensor. Desde lejos, desde la barandilla de la galería a la que se asomaba
con desgana el coronel Bilbao, la formación era una especie de milagro
geométrico, un rectángulo de cabezas y hombros y una oleada simultánea de
brazos que se dirigían a las culatas de los fusiles y piernas que se ponían rígidas
sobre la grava: pero de cerca se veían las caras, los rasgos de estupidez y de
pobreza, la mugre y el desgaste de los uniformes, los ojos con legañas, con una
inmóvil desesperación por huir de la que nadie más que él parecía darse cuenta.
Pero también él lo olvidaba, o cerraba los ojos para no ver que el orden de la
guarnición y de las filas de soldados era una maquinaria implacable de sumisión
y desdicha, como el de una oficina o una fábrica o un tajo de segadores. Se había
acostumbrado a no saber, a no mirar más allá de cierto límite, a no imaginar que
existía otro mundo a un paso del cuartel donde la gente no llevaba uniforme ni
caminaba en línea recta y marcando el paso. Había conocido desde niño una sola
forma de vivir y no se le ocurría que pudiera haber otras, que él pudiera no haber
sido un militar. No amaba el Ejército, pero tampoco amaba a su primera novia el
día que se casó con ella, y nada de eso le impidió ser un oficial modélico ni un
marido escrupulosamente fiel. El mundo exterior lo desconcertaba. La mayor
parte de los militares con los que trataba le parecían incompetentes o absurdos,
pero podía distinguir grados en su nulidad o en su estupidez: al menos los entendía,
mientras que a los civiles los encontraba incomprensibles, como si vivieran en
otro país o tuvieran costumbres que sería preciso estudiar no para imitarlas sino
para deducir las normas de su comportamiento. Durante años le pasó lo mismo
con los americanos, y no sólo porque le costó habituarse a su inglés, sino porque
no lograba predecir sus reacciones ni calcular con un poco de tranquilidad lo que
estarían pensando mientras lo miraban a los ojos. Únicamente lo serenaba o lo
disculpaba la apariencia del orden: un objeto fuera de lugar lo sobresaltaba como
un ruido de carcoma en la noche o la primera grieta que anuncia la ruina de una
casa, y por eso cuando pasaba revista a una dependencia o a una formación los
oficiales inferiores se quedaban paralizados de miedo, en posición de firmes,
pues no pasaba por alto ni la menor deficiencia y lo examinaba todo como si
llevara una lupa o un microscopio, el polvo bajo las camas, la limpieza de las
cocinas, el brillo y la eficacia de las armas, y como nunca anunciaba de
antemano sus visitas de inspección los oficiales y los suboficiales del cuartel de
Mágina perdieron desde su llegada la negligente rutina en la que habían vivido los
últimos años, consentida por la misantropía alcohólica del coronel Bilbao y
favorecida por la ausencia de jefes intermedios: en la cantina de los soldados ya
no había papeles ni restos de comida tirados en el suelo, el calabozo fue
desinfectado y encalado, los camareros de la sala de oficiales usaron otra vez
chaquetillas y guantes blancos, los jergones del cuerpo de guardia volvieron a
tener sábanas limpias y los centinelas de descanso ya no se quejaban del olor a
caballo de las mantas ni del martirio de las chinches. Pero no era, como
sospechaban algunos de sus enemigos, un militar filántropo, o uno de aquellos
oficiales politizados que simpatizaban abiertamente con la tropa: cuidaba del
cuartel y de los hombres a su mando como se habría ocupado de mantener a
punto un automóvil si el azar impasible de su vida lo hubiera destinado al trabajo
de chófer, con la misma indiferencia y perfección con que llevaba a cabo todos
los actos obligatorios de su vida, y jamás se le habría ocurrido un gesto de
familiaridad con un soldado, no por desprecio, sino por un sentido de la jerarquía
idéntico al que le inducía a abstenerse de la más mínima falta de consideración
hacia un superior. Cruzaba la puerta de una compañía y el cuartelero rígido, que
al oír el paso rápido de sus botas se había apresurado a tirar el cigarrillo y a
alisarse el uniforme, anunciaba con un grito su aparición, y en el interior se oía
un rumor unánime de botas y de manos con las palmas abiertas golpeando
costados, y aparecía el capitán o el suboficial de más alta graduación y se le
cuadraba con un ímpetu olvidado hasta entonces en el cuartel. Él no mandaba
descanso en seguida, respondía tranquilamente al saludo, veía el nerviosismo o el
miedo del capitán o del sargento de semana y lo dejaba firme casi un minuto
entero, mirándolo a los ojos, complacido por la brusca suspensión de todo
movimiento que provocaba su llegada, y luego exigía que se lo mostraran
detalladamente todo, desde las armas hasta el orden y la limpieza de la
furrielería y los libros de contabilidad de la oficina, con una actitud no
amenazadora, pero sí impenetrable, que desconcertaba a sus subordinados más
que un grito o que la promesa de un arresto, con una distancia sin altanería que
descartaba de antemano cualquier posibilidad de confabulación o indulgencia. En
la sala de oficiales y en la de suboficiales se murmuraba sobre su dureza
inflexible y su orgullo: se atribuía a despreciables influencias políticas la rapidez
de su carrera. No confraternizaba con nadie, no participaba en las
murmuraciones usuales sobre un próximo levantamiento militar, no visitaba el
casino ni el prostíbulo, no se le pudo atribuir una querida, no entraba a la sala a
tomar una copa cuando salía de servicio: incluso no parecía que saliera nunca, ni
que tuviera otra vida fuera del cuartel ni más aficiones que el cumplimiento
neurótico de las ordenanzas y la lectura de enciclopedias sobre estrategia militar
cuyos volúmenes alineados en la biblioteca del cuartel nadie había abierto en los
últimos veinte años. Hablaba con fluidez idiomas extranjeros, contaban, había
pasado dos años en una academia militar de Inglaterra, la misma a la que asistió
de joven, durante su destierro, el rey don
Alfonso XII
, explicó con orgullo, en un
brindis celebrado en su honor, el coronel Bilbao. Salvo el día de su llegada, nadie
recordaba haberlo visto de paisano. Estaba casado, tenía un hijo, esperaba otro,
pero pasaban las semanas y su mujer no venía a reunirse con él. El coronel
Bilbao, tan desdeñoso con todos, tan encerrado siempre en su despacho de la
torre, lo mandaba llamar a cualquier hora del día o de la noche y se quedaban
horas enteras conversando. Entre los oficiales su único defensor era el teniente
Mestalla: joven, nervioso, entusiasmado, fanático, adicto a la gimnasia, a las
marchas, a los ejercicios de tiro, a las duchas de agua helada. El tedio de aquella
guarnición de tercer orden, la frustración y el alcohol no habían tenido tiempo de
gastarlo. Castigaba con fría brutalidad a los soldados torpes o cobardes, los
humillaba si no se atrevían a saltar el potro o eran incapaces de trepar por una
cuerda, y ansiaba parecerse al comandante Galaz, salvar a la patria, combatir en
una guerra para ascender en seguida o recibir a título póstumo una laureada. «Mi
comandante, perdone el atrevimiento, pero debo decirle que antes de que usted
llegara esto parecía más que un cuartel un balneario para viejos reumáticos».
Tan excesivamente joven, con su desprecio petulante hacia lo que él llamaba la
vida civil, con ese temblor de las mandíbulas apretadas cuando se quedaba
inmóvil ante una formación. No pestañeó cuando el comandante Galaz
desenfundó tranquilamente su pistola y le apuntó al pecho, pero las mandíbulas le
temblaban como si mordiera una presa. Disparó contra él como contra un espejo
que le devolviera una imagen monstruosa de sí mismo: lo hizo apenas una hora
antes de que le tomaran esa foto que su hija no hubiera debido ver, una de las dos
que le trajo, enmarcadas en cartulinas con un filo dorado, aquel hombre del
impermeable azul marino, la bufanda y la boina, que dijo llamarse Ramiro y
haberlo conocido antes de la guerra y se quedó parado ante él, sin atreverse a
entrar todavía: sonó por segunda o tercera vez el timbre una tarde de noviembre
y al asomarse a la ventana del salón el comandante Galaz vio que era un
desconocido y no su hija quien había llamado.
Un cobrador tal vez, un vendedor a domicilio, con una especie de boina de
plástico que hacía juego con el impermeable y una flaca cartera de plástico
negro bajo el brazo, la clase de cartera donde se guardaban facturas modestas o
documentos de gestoría. Esperaba debajo de un paraguas, aunque llovía muy
poco, con un aspecto más bien patético de docilidad y paciencia, como un
cobrador infortunado. Se enredó lastimosamente con el paraguas, la cartera y la
boina cuando quiso descubrirse y tenderle la mano al comandante y buscar algo
en sus bolsillos, todo al mismo tiempo, y el paraguas mal cerrado cayó al suelo y
la mano que se dirigía hacia la boina se detuvo y quiso rescatar la cartera que
también se caía, sujeta por el codo. Sacó la otra del bolsillo, pero tampoco pudo
estrechar con ella la mano del comandante Galaz porque tenía algo entre los
dedos, una pequeña tarjeta de visita. Su cara redonda, con una gran papada que
abrigaba cuidadosamente la bufanda, tenía una ajada desolación infantil, aunque
sin duda no era mucho más joven que el comandante Galaz, pero era una cara
con blanduras femeninas, temblorosa, casi imberbe, una de esas caras lunares
que en vez de madurar se reblandecen y debilitan con los años. Como un viajero
desesperado que no acierta a subir su equipaje a un tren ya en marcha se quitó la
boina y la guardó arrugada en un bolsillo, abandonó el paraguas en el suelo, le
entregó la cartera al comandante Galaz, como intentando poner método al
desastre, buscó otra vez la tarjeta de visita, que se le había perdido, la encontró
mojada y arrugada entre los pliegues de la boina de plástico, murmuró su
nombre, acertó a sonreír, resoplando suavemente, como si en el último minuto
hubiera alcanzado el tren.
«Claro que usted no se acuerda de mí, después de tantos años, tampoco es
que habláramos mucho, la verdad es que hablar, lo que se dice hablar, sólo
hablamos una vez, cuando usted fue a mi estudio para hacerse aquella fotografía
de uniforme, bueno, tampoco era mi estudio, entonces yo trabajaba para don
Otto Zenner, que en paz descanse, mi maestro, pero aquel retrato sí que me
acuerdo de que se lo hice yo, cuando usted acababa de llegar a Mágina, le
pregunté que si era un retrato oficial o familiar y usted me dijo que las dos cosas,
que se lo iba a enviar dedicado a su señora, y al verlo el otro día por la plaza del
General Orduña me sonó su cara y en seguida me acordé, será por mi trabajo
pero yo tengo una memoria muy buena para las caras, y la de usted no ha
cambiado mucho, lo natural, claro, con los años, y me dije, Ramiro, sería un
detalle que le llevaras esa foto al comandante Galaz, y entonces me acordé de la
otra, es mucho peor, claro que es una instantánea, yo me había comprado
entonces una cámara portátil con mis ahorros, y un
flash
moderno, sin que don
Otto lo supiera, don Otto decía que esa manera de hacer fotos era un insulto a
nuestro arte sublime, y me iba por ahí a retratar a la gente que veía por la calle,
como los repórters internacionales, y aquella noche en que estalló el Movimiento
me tiré a la ciudad con mi cámara y me dije, Ramiro, ésta va a ser una noche
histórica, decían que los del cuartelillo de la Guardia Civil estaban sublevados, y
que ustedes, los militares, iban a salir del cuartel para tomar el ayuntamiento, la
plaza estaba llena de corros de gente y ya se veían armas y banderas, se había
declarado la huelga general, y don Otto me ordenó que atrancara la puerta y
cerrara los postigos, porque los bolcheviques intentarían asaltarnos de un
momento a otro, yo lo obedecí, lo dejé en el laboratorio, borracho, escuchando
himnos alemanes en su gramófono, y me escapé por la puertecilla de atrás,
hacía un calor tremendo, ya era de noche y aún subía fuego de las piedras, me
encaminé al cuartel a ver lo que pasaba y entonces vi un gentío que venía de allí,
los militares ya han salido, me contaron, en una columna de coches y camiones,
parece que van hacia el ayuntamiento, estaban abiertos los balcones de todas las
casas y las luces encendidas y se oían muy alto las emisoras de radio, así que en
lugar de al cuartel fui a la plaza de Santa María, y logré entrar en el
ayuntamiento, rodeado de gente, todo el mundo hablaba a gritos y se oía una
música muy fuerte en la radio, un desbarajuste, pero nos callamos todos al oír los
motores de los camiones de ustedes, yo me asomé a una ventana de la planta
baja, en una oficina que estaba llena de papeles tirados en el suelo, y vi llegar los
camiones, se alinearon en la plaza, delante de la iglesia de Santa María, y
empezaron a bajar los soldados, yo estaba muerto de miedo, pero no paraba de
hacer fotos, pensaba que si moría esa noche a lo mejor se salvaba por casualidad
la película y me recordaban como a un héroe, y luego salí al patio y me asomé a
la escalinata donde estaba el alcalde y lo vi subir a usted, solo, con la pistola al
cinto, sin prisa pero con mucha energía, sin mirar a nadie, y el alcalde, a mi lado,
temblaba de miedo, suponía que usted iba a detenerlo o a matarlo, y entonces
usted se paró en el segundo o en el tercer escalón y se cuadró, y yo disparé la
cámara y no oí lo que usted decía, pero aquí tiene la foto, una copia, y la otra
también, la primera, en cuanto lo vi me dije, Ramiro, a lo mejor es una
impertinencia de tu parte, pero seguro que al comandante Galaz le gustará tener
estos recuerdos».
Hablaba sin levantar los ojos, gordo y tímido, hundido en el sofá, sin quitarse
el abrigo que llevaba debajo del impermeable ni la bufanda bien doblada para
que le protegiera la garganta y el pecho de cualquier peligro de enfriamiento,
con las rodillas juntas y la cartera de plástico en el regazo. Se había resistido a
entrar, él no quería ser una molestia, tan sólo había venido para entregar aquellas
fotos, pero el comandante insistió, no por verdadero interés, sino por cortesía, y
Ramiro Retratista volvió a disculparse al entrar en el vestíbulo y dio
profusamente las gracias cuando el comandante le ayudó a desprenderse del
impermeable, era un honor para él ser recibido en aquella casa, pero no quería
molestar, se sentaría nada más que un momento, y lo hizo al principio en el borde
del sofá, con la cartera entre los brazos, disponiéndose a abrirla, no le parecía
correcto aceptar una copa, pero negarse con insistencia era una falta de buena
educación, así que bebió un poco de coñac, con aire de continencia, apenas
mojándose los labios, y poco a poco se fue hundiendo en el sofá y bebía a tragos
más largos, aunque protestaba cuando el comandante se disponía a servirle un
poco más, no le sentaba bien la bebida, se le subía muy pronto a la cabeza y
hablaba más de la cuenta, pero empezó a encontrarse más a gusto, sin miedo ya
a las corrientes de aire, con el calor del coñac en el estómago y arrebolándole la
cara y el de la estufa eléctrica tan cerca de los pies. No tenía costumbre de
beber, y aún se acordaba con remordimiento de las feroces borracheras
solitarias que le deparaba en otro tiempo el aguardiente alemán de don Otto
Zenner, pero tampoco tenía costumbre de hablar y aquella tarde, casi sin darse
cuenta, sació las ganas retardadas de hacerlo, y aunque el comandante no
hablaba mucho más que el sordomudo Matías le sonreía de un modo que a él lo
animaba a no detenerse, sirviéndole de vez en cuando un poco más de coñac,
asintiendo a sus palabras con las manos enlazadas sobre las rodillas, en una
actitud que a Ramiro le parecía la más propia de un caballero que él hubiera visto
nunca, la cabeza erguida, la frente alta, los ojos claros y atentos bajo la sombra
de las cejas, aquel aire tan viril que le daban las dos arrugas verticales a los lados
de la boca, el traje de
sport
, la pajarita, los zapatos recios y elegantes: calculó
que sería un poco más viejo que él, pero la vejez no lo había abatido ni le había
desfigurado los rasgos, porque éstos, más que por la carne o por la piel, estaban
definidos por los huesos, modelados en una dureza como de pedernal que
permanecería indestructible hasta que se muriera. Las arrugas de la frente se le
acentuaron cuando miró las fotografías, pero no sonrió con esa satisfacción
automática de quien contempla su cara. Miró primero la foto hecha en el estudio,
se pasó una mano larga y pálida por el mentón, no se acordaba de cuándo se la
hizo, aunque sí del motivo, su mujer le había pedido una foto con el uniforme
nuevo, con la estrella de comandante en la gorra de plato y en la bocamanga, y
él quizá se la envió después de escribirle una dedicatoria en el margen, y luego
supo, por una carta de ella, que la había enmarcado y la había puesto sobre el
piano vertical del salón, y que se la mostraba al niño para que no olvidase la cara
de su padre y le diera besos como a una estampa religiosa. Durante cuánto
tiempo la habría conservado, qué habría hecho con ella cuando le dijeron que él
había traicionado a los suyos y destruido su carrera, que estaba al otro lado, no
sólo de las fronteras establecidas por la guerra sino también de las que trazaban
implacablemente la decencia y el honor, la lealtad a la familia, a la religión y a
la patria, a todas las palabras que él había obedecido sin fervor, pero con una
entrega absoluta, con una dedicación sin fisuras, hasta aquella noche de julio en
la que fue tomada la segunda fotografía, ya convertido, en ese mismo instante,
en un desertor y un apóstata, en un renegado para el que no podría haber
indulgencia o perdón. Imaginaba el llanto, los gritos, la mujer hinchada y
sudorosa apartando la foto de todas las demás que había sobre el piano y
tirándola al suelo y pisándola hasta romper el cristal en añicos, cortándose con
una esquirla aguda cuando se inclinara para recogerla y mirar de nuevo la
sonrisa invariable y desgarrarla o quemarla literariamente en la hornilla de la
cocina, desmayada tal vez, víctima simultánea de su traición política y de su
deslealtad sentimental, caída pesadamente al suelo con su vientre a punto de
abrirse en el parto de un hijo al que él ya no conocería, el oficial de treinta y seis
años que caminaba junto a una silla de ruedas por el pasillo central de una iglesia
de Madrid.
Se puso las gafas para ver más claramente el rostro de su juventud. Oía
hablar a Ramiro Retratista, lo miraba con asidua atención, sin hacerle caso, sin
creer del todo que sus palabras aludían a él. No asociaba esa cara con ningún
recuerdo, no la encontraba parecida a la que veía cada mañana y cada noche en
el espejo, y no sólo porque fuera la de un hombre mucho más joven, sino porque
lo consideraba tan extraño a sí mismo como un hijo cuyo comportamiento no
supiera explicarse. El correaje, la guerrera con las condecoraciones de África, el
bigote tan fino, la gorra de plato ladeada, la sonrisa tan preceptiva como las
insignias del arma de Infantería cosidas junto al botón más alto que le ceñía el
cuello. Pero ni siquiera entonces era él ese hombre de la fotografía, el que veían
y admiraban o temían los otros, el que recibía las confidencias del coronel Bilbao
y las vacuas novedades del teniente Mestalla, y menos aún el héroe a quien unos
pocos vencidos siguieron recordando en Mágina muchos años después de la
guerra, una sombra pertinaz y todavía no abolida, descubría con sorpresa, casi
con fastidio, resucitada y alzada de nuevo desde el interior de una cartera de
plástico por ese pobre hombre sofocado por la calefacción y el coñac que seguía
hablando y se pasaba la mano blanda y sudorosa bajo la bufanda de lana. «Qué
orgulloso estará de usted su padre, Galaz»: el coronel Bilbao, a las cuatro de la
mañana, daba vueltas por su vasto despacho adornado con banderas y anaqueles
de armas, con la guerrera desabrochada, con las manos atrás y la cabeza blanca
abatida sobre el pecho, estremeciendo con los tacones de sus botas el piso de
madera encerada. «Su padre, sobre todo, pero también su suegro el general, y su
esposa, esa chica tan guapa. La conozco desde que era una niña. Cuando supe
que se había comprometido con usted me alegré como si fuera mi hija». El
coronel Bilbao dejó de pasear y apoyó las dos manos en el respaldo labrado de
un sillón, mirando al comandante Galaz tras un mechón de pelo blanco. «Le diré
una cosa, Galaz, y le exijo que no la repita nunca, o mejor todavía, que la olvide
en cuanto la oiga, porque es el dolor más grande de mi vida. Mi hija es una golfa
y mi hijo un inútil, un sargento que por sus propios méritos no pasará de
subteniente, si llega. Son mi vergüenza, Galaz. Y lo miro a usted y pienso, ojalá él
fuera mi hijo. Lo he pensado siempre, desde que usted era un cadete y su padre
me contaba sus calificaciones tan brillantes y su comportamiento ejemplar…
Puede retirarse, Galaz, le estoy robando horas de sueño, y usted es joven y
necesita dormir». Él no se permitía ninguna familiaridad con el coronel, aunque
éste lo alentara: se puso en pie, se cuadró junto a la puerta, dijo: «¿ordena usía
alguna cosa más, mi coronel?», y volvió a su dormitorio por la galería que
rodeaba el patio, conteniendo las ganas de encender un cigarrillo, postergando
unos minutos el placer de fumar para permitírselo cuando estuviera solo, tendido
en su estrecha cama militar, de espaldas a la ventana por donde se veía el valle
azul oscuro del Guadalquivir, mirando en la penumbra el grabado del jinete, con
el que había ido adquiriendo al cabo de unas semanas una especie de confianza
secreta: tampoco sobre ese hombre joven sabía nadie nada, y la expresión de su
cara era un enigma tan definitivo como el de su identidad y el de los lugares
donde estuvo el grabado antes de que llegara al escaparate de aquel anticuario
donde él lo encontró.
Se había olvidado de la presencia de Ramiro Retratista: lo oyó toser
brevemente, pudorosamente, como una señora de visita, apartó los ojos de las
fotografías y los alzó sobre las gafas enarcando las cejas pero no encontró los
suyos, fijos en las dos manos gordas y enlazadas sobre la cartera de plástico
vacía: desde que dejó de ser un militar no había advertido en ningún hombre esa
actitud de sumisión, que ahora lo irritaba, y acaso entonces también, aunque no
se permitiera a sí mismo la franqueza de reconocerlo. «Yo creo que en Mágina
no sabe nadie que ha vuelto usted», dijo Ramiro, sin levantar los ojos, «nadie se
acuerda ya de nada, pero yo sí, a lo mejor por mi trabajo, me paso los días
mirando fotos antiguas y ordenándolas, porque me ha prometido un periodista,
Lorencito Quesada, usted no lo conoce, que va a organizar una exposición de mi
obra patrocinada por el ayuntamiento, y que lo publicarán luego todo en un libro,
Hombres y nombres de Mágina, del ayer al mañana
, o algo parecido. Bueno,
Lorencito no es periodista de verdad, trabaja de dependiente en El Sistema
Métrico, pero escribe mucho en
Singladura
, aunque se queja de que nunca le
pagan, lo hace por vocación, y tiene muchas amistades en el ayuntamiento, y
hasta en la policía, es íntimo del subcomisario Florencio Pérez, y yo le digo, pero
hombre, Quesada, porque no le gusta que le llamen Lorencito, a quién le van a
interesar esas fotos tan rancias, y él dice que son un tesoro, un documento
histórico. Y lo que son es una amargura. Imagínese que abro una caja y me
pongo a mirar fotos y pienso, éste ya está muerto, y éste también, y el de más
allá, y de la mayor parte de los nombres no me acuerdo ni yo mismo, aunque lo
peor no es eso, lo peor es salir a la calle y quedarse mirando las caras de la gente
y pensar, a éste lo retraté yo cuando era un niño, esa gorda con granos era una
mujer escultural cuando fue a mi estudio hace treinta años, ese viejo que anda
doblado sobre el bastón se hacía fotos para regalárselas a sus amantes. Una
tristeza, se lo digo yo, y lo peor es que parece que nadie se da cuenta, que no
saben que envejecen, que engordan, que se les cae el pelo, que se van a morir.
Claro que usted es un caso excepcional, si me permite decírselo, por eso no me
costó ningún trabajo reconocerlo en cuanto lo vi en la plaza del General Orduña,
el otro día, que estaba usted mirando las carteleras del Ideal Cinema, lo vi de
perfil y me dije, Ramiro, ese hombre es el comandante Galaz, no ha cambiado
en tantos años, aunque tenga menos pelo, con perdón, y se le haya puesto casi
blanco, y yo sé lo que me digo, me he pasado la vida fijándome en las caras de
la gente». Rechazó una nueva dosis de coñac, ya sí que era verdad que se iba,
claro que volvería, si al comandante no le molestaba, y no le diría a nadie que lo
había visto, entre otras cosas porque hablar, lo que se dice hablar, no hablaba con
nadie, es decir, le hablaba a su ayudante, Matías, que estaba sordomudo por
culpa de una explosión, a lo mejor el comandante se acordaba, le pusieron de
mote el Resucitado, y él no lo había despedido más que nada por caridad, pues
aparte de ser más bien inútil ya entraban muy pocos encargos en el estudio, pero
qué iba a hacer el pobre si él cerraba, pedir limosna o descargar hortalizas en el
mercado de abastos.
Lo ayudó a ponerse el impermeable, le entregó el paraguas, que ya se le
olvidaba, lo acompañó a la puerta, asintiendo sin desagrado a sus palabras, le
estrechó la mano gorda y débil junto a la verja, animándolo a volver, y Ramiro
Retratista se deshacía en expresiones rancias de gratitud y monótonas disculpas,
cualquier cosa que necesitara no tenía más que pedírsela, el archivo estaba a su
disposición, y si a su hija le apetecía encargarse un retrato él se lo haría con
mucho gusto, la vio con él por la calle, era una muchacha muy guapa, un retrato
de los de verdad, de los antiguos, en blanco y negro y con sus contraluces
escultóricos, como los que hacía en sus mejores tiempos don Otto Zenner, como
los retratos inmortales de Nadar. Volvió muchas veces a lo largo del invierno, con
su impermeable y su paraguas y su boina de plástico, con la bufanda cruzada
sobre el pecho y bien pegada al cogote, para evitar lo que él llamaba la
resfrialdad del clima de Mágina, con su cartera vacía de cobrador: siempre
anunciaba que no se quedaría más de media hora y que sólo bebería una copita
de coñac y acababa yéndose de noche y consumiendo sorbo a sorbo media
botella, y una tarde de abril trajo en la cartera una fotografía de una mujer
muerta y emparedada hacía más de un siglo, bebió más de la cuenta y le confió
al comandante Galaz el gran secreto de su vida: tal vez avergonzado, dejó de ir
durante varias semanas, y cuando volvió, una tarde perfumada y calurosa de
mediados de mayo, vino tras él un isocarro inverosímil de reparto de piensos
compuestos de cuya cabina en forma de huevo emergió a duras penas un
hombre rubicundo y casi esférico que sonreía con placidez vacuna y hacía gestos
delicados y rápidos con sus manos de hércules. Matías, el Resucitado,
exayudante ya de Ramiro Retratista, que había cerrado el estudio en cuanto pudo
encontrarle esa colocación y gastado la mitad de sus ahorros en comprarle el
isocarro, abrió la portezuela de atrás y sacó de ella sin esfuerzo visible un
tremendo baúl y se lo cargó al costado para dejarlo luego en el vestíbulo del
comandante Galaz. «Me voy de Mágina, amigo mío, me marcho para siempre
de esta ciudad ingrata», dijo Ramiro Retratista, sentado otra vez en el sofá,
mirándose las manos enlazadas sobre las rodilleras de un anticuado pantalón de
entretiempo. «Pensaba quemar mi archivo, porque ni me van a hacer la
exposición ni el libro ni nada, ya sabía yo que ese Lorencito era un bocazas, un
simple, un botarate, pero me he dicho, Ramiro, el único hombre con sensibilidad
que hay en Mágina es el comandante Galaz, por qué no le regalas a él la obra
humilde de toda tu vida…».
F
UE PAVÓN PACHECO
quien lo contó en clase, quien primero difundió el
rumor de que el Praxis tenía un lío, una extranjera medio pelirroja, poca cosa,
decía con menosprecio de experto, torciendo la sonrisa, él los había sorprendido
un martes por la noche en una de aquellas discotecas cimarronas de los pueblos
próximos adonde iban paletos con el cogote rojo y agrietado por el sol,
enfermeras lagartas, criadas golfas y casados adúlteros que bebían
whisky
,
fumaban rubio americano y hacían un lamentable ridículo en la pista de baile, ya
que no eran tan jóvenes como hubiesen querido y pertenecían a la generación
del pasodoble y de las casas de putas con mesa camilla y palangana. Y allí
estaba el Praxis, nos dijo Pavón Pacheco, teníais que haberlo visto, con esa cara
de fraile que pone al recitar poesías, arrimándose a la pelirroja en un diván de
eskai granate, tan engolfado en ella que ni siquiera le devolvió el saludo, o se hizo
el loco, escondidos en el rincón más sombrío de la discoteca, un martes por la
noche, cuando no había casi nadie, sólo expeones de albañil y exdependientes
enriquecidos por el auge de la construcción, del comercio de coches o de
electrodomésticos. Estaba claro que querían ocultarse, y a Pavón Pacheco no le
extrañaba, la tía era menor de edad, seguro, él no le echaba más de diecisiete
años, pocas tetas, la cara pecosa, el tipo de ligue que podía buscarse un pasmado
como el Praxis. Pero nosotros no le dimos mucho crédito, en parte porque ya
estábamos acostumbrados a no creernos sus embustes sobre proezas sexuales y
orgías con grifa o con aspirina disuelta en
Coca-Cola
, y sobre todo porque casi
nunca, a lo largo del curso, vimos al Praxis con ninguna mujer, salvo un lunes por
la mañana en que llegó al instituto acompañado por una morena de pelo corto y
gafas redondas con montura dorada que tenía todo el aire de una profesora de
bachillerato, una de las relativamente jóvenes que se ponían pantalones y
fumaban, a diferencia de las otras, las percheronas hacendosas de la Sección
Femenina. «Iba a casarse con él», dictaminó Pavón Pacheco, «pero lo pilló en
la cama con la pelirroja y lo ha mandado a hacer gárgaras. Las acostumbras
mal y pasa eso, te escupen en la cara».
Al principio Nadia casi no se acuerda de aquella discoteca, dice que iban a
muchos lugares parecidos, en el coche de él, donde a veces había, en el
portamaletas, o debajo de los asientos, paquetes de propaganda clandestina que él
debía entregar o recoger de noche en los sitios más raros. Así fue como todo
empezó, me cuenta, por un fajo de octavillas o de periódicos oculto en una caja
de galletas, un sábado luminoso y frío de diciembre ella salió de casa para ir al
mercado y cuando bajaba hacia la calle Nueva por el callejón de Santiago él
apareció en su coche, bajó la ventanilla sucia, le preguntó que adónde iba y se
ofreció a llevarla, muy sonriente, como la otra vez, pero también muy nervioso,
fumaba sin parar y se impacientaba en los semáforos, no le miraba de soslayo
los pechos y los muslos, y al llegar al mercado, cuando se bajaron del coche,
miró con disimulo en torno suyo y comprobó que lo dejaba bien cerrado, era
muy viejo pero no tenía otro, le explicó, y había acabado por tomarle cariño,
después de tantos viajes por las carreteras de Europa. Los sábados por la
mañana, el día de la venta grande, el mercado de abastos de Mágina tenía un
escándalo y un hormigueo de zoco, había almacenes de mayoristas de frutas y
churrerías y tabernas en los callejones de alrededor, y puestos de vendedores
ambulantes de hortalizas, de especias, de macetas, de cubos de plástico, de
mantelerías de tejidos sintéticos y vajillas de duralex, y en aquella época
también de zambombas y de figuras de belén, y cuando se entraba al interior de
sus grandes naves con vigas y columnas de hierro y mostradores de mármol la
luz de la calle se convertía en penumbra y los gritos del exterior se apaciguaban
en un vasto murmullo de pasos y voces amplificado por la resonancia de las
bóvedas. «Tanto que habláis de las obras de Primo de Rivera y de Franco»,
decía en la huerta el teniente Chamorro: «Pues ese mercado lo hizo para
vosotros la República».
Olía intensamente a pescado, a hortaliza fresca, a pimienta, a embutidos, a
vísceras, a humaredas de churros, y la confusión de todos los olores adquiría a
última hora de la mañana una ligera densidad de putrefacción. Él le abría paso
entre la multitud tomándola del brazo, como guiándola por los callejones de una
medina musulmana: se acordaba de la luz blanca, de los colores planos, de las
superficies de linóleo y de plástico de los supermercados de América y notaba
aquí una excitación de los sentidos que llegaba a aturdirla de felicidad: el rojo de
las carnes sobre los mostradores, el verde oscuro y húmedo de los montones de
cebollas y acelgas, el blanco intenso de las coliflores, el brillo de las escamas del
pescado, la sangre de una cabeza de cordero recién cortada de un hachazo, la luz
espesa y dorada en un chorro de aceite vertido en una botella a través de un
embudo, el olor a vinagre y tomillo de una orza de aceitunas, y sobre todo la
simultaneidad delirante de colores y olores, de gritos agudos o broncos de
pescaderas y hueveras, de pregones de vendedores ambulantes, de aleteos de
pájaros perdidos entre las vigas de las bóvedas, bajo las claraboyas opacas de
suciedad. Me cuenta ese recuerdo que también yo poseo y quiero incluirla a ella
en la galería de figuras que me quedan de entonces, como si trucara una
fotografía de grupo para añadirle una cara, porque ahora sé que aquella mañana
en que el Praxis la llevó al mercado yo estaba allí y pude verla y la he olvidado:
con una chaqueta blanca de mi padre, de pie tras el mostrador de su puesto de
hortalizas, atontado por las voces de las mujeres, pesando patatas o cebollas o
coliflores en la balanza y no acertando a cobrar el precio exacto de cada cosa ni
a dar el cambio con la rapidez de mi padre, se te habrán ido la mitad sin pagarte,
me decía él, te ven cara de poco espabilado y abusan de ti: mi padre estaba
enfermo, le había dado un dolor en la columna vertebral y no podía moverse de
la cama, y era tan raro verlo acostado que yo me acordaba de cuando vivíamos
en el cuarto de la viga y su primo Rafael, sentado junto a su cabecera, me hacía
animales de cartón con las cajas de las medicinas. Pero no quiero que ella
interrumpa su narración, le pido que siga, que me cuente qué ocurrió en aquel
encuentro con el Praxis, me pasa igual que a ella cuando me pregunta cosas
sobre las mujeres con las que he estado y al principio me resisto a contestarle,
que tengo celos y sin embargo quiero saber. Él le había pedido que no le llamara
José Manuel, sino Manu, pero a ella le sonaba raro y excesivamente familiar,
señalaba las cosas y él le iba diciendo sus nombres españoles y le ayudaba a
pedirlas, y dice que vio una cara que le parecía conocida y se acordó de haberla
visto varias veces por la calle, en la acera del Consuelo, o en la misma colonia
del Carmen, cerca de su casa, un muchacho más o menos de su edad que iba
siempre con un chaquetón azul marino, un pantalón vaquero, un jersey de cuello
alto, que fumaba sin quitarse el cigarrillo de la boca y hundía las manos en los
bolsillos del pantalón y tenía un flequillo de pelo muy negro y ondulado sobre la
frente: como suele sucederle a quien camina a solas por una ciudad extraña, se
fijaba mucho en las caras de los desconocidos, y cuando volvía a verlos intentaba
tenazmente acordarse de dónde los había visto la primera vez: y le pareció tan
raro, me dice, verme de pronto en un puesto del mercado, con la chaqueta
blanca de vendedor, pero con el mismo aire desvalido y sombrío que cuando
daba vueltas por la colonia del Carmen en busca de Marina, desesperado de no
verla, escondiéndome si aparecía por sorpresa, rojo de pronto, acobardado,
ridículo. Dice que el Praxis me saludó, supongo que con una cierta campechanía
solidaria, pues sabía el motivo de que yo hubiera faltado a clase en la última
semana, y que luego le preguntó quién era yo, un alumno excelente, hijo de
trabajadores del campo, su padre está enfermo y él no puede venir al instituto
estos días, pero yo he conseguido que el claustro le aplace los exámenes
trimestrales. Estaba anocheciendo en la huerta, habíamos terminado de recoger
y de lavar la hortaliza, los sacos y las canastas rezumantes de agua fría estaban
ordenados junto a la alberca, y el tío Pepe y el tío Rafael ya liaban cigarrillos, yo
tenía las manos enrojecidas y heladas después de haber ayudado a desprenderles
el barro a las patatas y a las cebollas recién arrancadas de la tierra, mi padre me
dijo que le pusiera el serón a la yegua y la bajara a la alberca para cargar la
hortaliza, abrazó un saco muy grande de coliflores y lo estaba levantando con su
brío temible para alzarlo hasta el lomo de la yegua cuando se quedó doblado y
encogido y empezó a chillar de una manera que yo no había escuchado nunca,
como si fuera un animal herido y no un hombre, tenía la cara roja y los dientes
apretados, el tío Pepe y el tío Rafael tiraron los cigarrillos y vinieron corriendo, y
yo permanecí inmóvil, muerto de miedo, paralizado de espanto, viendo a mi
padre doblarse bajo el peso del saco y caer sobre el barro, junto a los cascos de
la yegua, retorciéndose de dolor. Salí al camino y logré que un Land Rover que
volvía a los olivares en busca de una carga de aceituna lo llevara a Mágina: no
paraba de chillar, con los ojos cerrados y mostrando los dientes, yo le pasaba la
mano por la cara congestionada y sucia de barro y él apretaba dolorosamente mi
brazo y seguía gritando y retorciéndose, pensaba que se iba a morir, que el dolor
lo había abatido tan violentamente como un rayo, y la imaginación, como
siempre, huía del presente y se me disparaba hacia el futuro, ya me veía a mí
mismo en su entierro, con un brazalete negro en la manga del traje, condenado a
seguir trabajando la tierra para sostener yo solo a mi familia, y me importaba
más ese ciego porvenir que el sufrimiento y la muerte de mi padre. «Tiene las
vértebras gastadas», dijo el doctor Medina esa noche, después de que el
practicante le pusiera una inyección, cuando ya dormía y no chillaba, pero sus
gritos seguían sonando como un eco en toda la casa, en mi imaginación
despavorida, aún cierro los ojos y los oigo y no puedo soportar tanto dolor, tanta
vergüenza y tanta culpa. El doctor Medina hablaba en voz alta a su lado, seguro
de que no podía despertarse: mi madre se retorcía las manos sobre el delantal y
tenía los ojos empequeñecidos por el llanto. «Este hombre lleva trabajando
como un animal desde que era niño. Es muy fuerte, pero no ha podido resistir, y
el desgaste de las vértebras no tiene remedio. La única cura es que no siga
trabajando en el campo, o por lo menos que no levante grandes pesos, y sobre
todo que no vaya solo a trabajar. Puede que el ataque se repita mañana o que
tarde cinco años, pero volverá. Y si está solo cuando vuelva el dolor imagínense
qué será de él».
Ya no podría irme de Mágina: ya no sería corresponsal, ni intérprete, ni
guerrillero en Bolivia, ni batería de rock, ni escritor de novelas experimentales o
de teatro del absurdo. De hecho ya ni siquiera podía ir por las tardes al Martos ni
a los billares del salón Maciste ni veía en clase a Marina. Por la mañana, muy
temprano, me despertaba mi madre, desayunaba rápidamente en la cocina,
junto al fuego, y me iba al mercado, tiritando de frío por las calles desiertas, con
la chaqueta blanca de vender doblada bajo el brazo. A mediodía, cuando
regresaba a casa, entraba en el dormitorio de mi padre a enseñarle la
recaudación: unos pocos billetes de veinte duros, monedas sueltas, ni la mitad de
lo que él ganaba habitualmente. «A las mujeres hay que meterles las cosas por
los ojos, hay que gastarles bromas y animarlas a comprar, y sobre todo hay que
tener mucho cuidado, porque si pueden te engañan». Pero me moría de
aburrimiento y de vergüenza y me quedaba callado detrás del mostrador, y el
puesto de mi padre, que cuando él vendía estaba siempre rodeado de mujeres
con bolsas de la compra, ahora permanecía casi siempre desierto, y las mujeres
se iban con otros vendedores, o me compraban muy poco. Lo que más
vergüenza me daba era pensar que me viera Marina, un sábado por la mañana,
cuando no había clase y ella iba con su madre al mercado, la madre teñida de
rubio, vestida de colores claros, con ese aspecto de tardía juventud que a su
misma edad ya habían perdido las mujeres de mi familia y de mi barrio. Creía
verla de lejos y me entraban ganas de esconderme bajo el mostrador. Por la
tarde, hacia las tres y cuarto, cuando mis amigos ya estarían oyendo discos en el
Martos, yo terminaba de comer, me ponía la ropa del campo, aparejaba la
yegua y me iba a la huerta, y por el camino abajo, montado en ella, murmuraba
letras de canciones,
Riders on the storm, Hotel Hell, The house of the raising sun,
Brown sugar
, pero no viajaba a cien kilómetros por hora y a través del desierto en
dirección a San Francisco, sino que cabalgaba por una vereda entre las huertas y
los sembrados de Mágina sobre una yegua vieja, y al final del camino estaba el
cobertizo donde ya esperaban el tío Pepe, el tío Rafael y algunas veces el
teniente Chamorro, y hasta que caía la noche era preciso trabajar sin sosiego
para que a la mañana siguiente pudiera abrirse otra vez el puesto en el mercado
y continuara mi suplicio secreto, el sentimiento de que un azar sin misericordia
me negaba la vida que deseaba y merecía, la que otros gozaban con una
naturalidad que a mí me hacía verlos muy lejanos, más felices que yo, dotados
de un privilegio inalcanzable.
Pero sigue contando, le digo a Nadia, por qué me haces hablar siempre de
mí: su presencia se cruza con la mía durante unos minutos y luego vuelve a
apartarse, sin que los dos sepamos nada el uno del otro, sin que suceda la
casualidad de que nos encontremos, tan próximos, casi rozándonos, y a una
distancia de invisibilidad y de abismo, un adolescente de chaqueta blanca parado
tras el mostrador de un puesto de frutas y una muchacha de pelo largo y rojizo
que lleva una bolsa de compra y va acompañada por un hombre que le dobla la
edad, que le descubre hermosas palabras españolas, que al salir del mercado le
quita la bolsa de la mano y la carga en el maletero de su coche, donde hay una
caja de cartón envuelta en hojas de periódico y atada con cuerdas: ella nota que
desconfía de algo, y sospecha que en sus maniobras de cautela hay mezclado un
cierto instinto escénico, el mismo que le hace hablarle a ella siempre en un tono
bajo de voz y contarle sus viajes y sus experiencias clandestinas dejando sin
explicar algunos pormenores, de modo que la precaución de no decir más de la
cuenta acaba convirtiéndose en una sugerencia de secretos mayores, demasiado
graves para ser revelados. En ese mismo instante, en la plena luz de la mañana
de diciembre, junto al mercado de Mágina, está ocurriendo algo que a ella la
inquieta más porque no sabe lo que es: el Praxis, José Manuel, aún no se decide a
llamarle Manu, ni se decidirá, ha comprobado los nudos del cordel que ata la
caja de cartón, ha mirado a un lado y a otro antes de cerrar con llave el
maletero, ha entrado en el coche con una naturalidad demasiado fluida para no
ser falsa y ha esperado a que ella se siente para encender el motor. Fuma,
tamborilea en el volante con los dedos mientras espera a que pase un burro
cargado hasta una altura inverosímil de jaulas de pollos, sonríe sin contestar nada
cuando ella le pregunta si está preocupado, si le pasa algo. Ahora advierte que no
se ha afeitado esta mañana y que los puños y el cuello de su camisa tienen un
cerco oscuro: no ha dormido, es posible que ni siquiera se haya acostado. Cruzan
la Corredera, la plaza del General Orduña, la calle Mesones y la calle Nueva,
pero en vez de girar a la derecha en el hospital de Santiago para llevarla a la
colonia él continúa en línea recta, hacia la salida de la ciudad, y ella vuelve a
sentir por un momento el mismo sobresalto que la otra noche. Pero ahora es de
día y no tiene miedo de este hombre, ha pensado mucho en él desde la última vez
que lo vio, aunque sin echarlo excesivamente de menos, ha descubierto que
empezaba a aburrirse en Mágina y que a veces la irrita el ensimismado
laconismo de su padre, quien ahora casi sólo habla con ese hombre de
impermeable azul marino y boina de plástico que viene a visitarlo dos o tres
veces por semana, y en los últimos días, sin proponérselo, sus caminatas han ido
derivando hacia la acera del instituto y el parque de la fuente luminosa: incluso
una tarde, hacia las seis, entró al Consuelo y se sentó a beber una
Coca-Cola
en
un taburete junto a las cristaleras: sonó una campana estridente y empezaron a
salir grupos de alumnos con libros, carpetas de apuntes y bolsas de gimnasia, y
luego profesores que se despedían en la entrada y se marchaban con aire cansino
por la acera, pero a él no lo vio, puede que no tuviera clase esa tarde, las luces
fueron apagándose en las ventanas del instituto y un bedel cerró la puerta y se
alejó guardando un gran manojo de llaves en el bolsillo del abrigo. Ha creído ver
varias veces su coche, pero no está segura, porque es de un modelo y de un color
que se repiten mucho en la ciudad, y esta mañana, al encontrarlo por sorpresa, se
ha conmovido mucho más de lo que ella misma podía imaginarse, ha descubierto
que no se acordaba de su cara ni del metal exacto de su voz, le ha gustado ver de
nuevo sus manos grandes y nerviosas sobre el volante y percibir ese olor a pana,
a tabaco negro y a tapicería sintética que hay dentro del coche. Permanece más
bien indiferente, desde luego, como el otro día, pero esta mañana se acomoda
con más familiaridad en el asiento y no piensa aún que debe volver a casa cuanto
antes para preparar la comida. Han dejado atrás los últimos bloques de pisos, la
piscina, las tapias del colegio de los Jesuitas, la gasolinera: él disminuye
bruscamente la velocidad y tuerce en un desvío, detiene el coche entre un grupo
de árboles. Para el motor, se vuelve hacia ella, acodado en el volante, está segura
de que va a decirle algo, a contarle un secreto, el motivo de que no se haya
afeitado ni cambiado de ropa esta mañana. Enciende un cigarrillo y ella cree
advertir que la mano le tiembla.
«Tengo un favor que pedirte. No debería hacerlo, pero me he pasado la
noche dándole vueltas y buscando otra alternativa y no he podido encontrarla. A
nadie puedo pedirle ayuda más que a ti. Verás, es un poco difícil explicarlo pero
me parece que estoy en peligro. Te costará trabajo entenderlo, al fin y al cabo tú
no has vivido nunca en España, y en tu país, como decía Churchill, cuando
alguien llama a las cinco de la madrugada es el lechero. Afirmación muy
discutible, pero bueno. El caso es que anoche, cuando volvía a casa, un poco
tarde, porque había tenido que recoger algo en un pueblo de por aquí, vi frente al
portal a uno de los dos sociales que hay en Mágina. En otras circunstancias habría
actuado con normalidad: estoy fichado, ellos me conocen, me vigilan de vez en
cuando y ya está, incluso si hay mala suerte pueden hacerme un registro y
encerrarme unos días. Pero ayer era distinto. Los documentos que llevo en el
coche, en esa caja de cartón, son extremadamente importantes. Por razones de
seguridad no puedo devolvérselos a los mismos que me los entregaron ni correr
el riesgo de que la policía me los coja. Así que imagínate la noche que he pasado,
vine a esconderme aquí y no he dormido ni un cuarto de hora, encogido en el
asiento de atrás, con un frío de muerte. Pensé quemar los papeles, pero sería una
catástrofe. El favor que quiero pedirte es muy sencillo, y no te lo pediría si
creyera que te pongo en peligro. A ti en Mágina no te conoce nadie, y no creo
que mucha gente se acuerde de que nos ha visto juntos. Guárdame la caja en tu
casa durante unos días. Recuerdo que me dijiste que detrás del jardín hay un
aljibe seco. Guárdala allí, sin que la vea tu padre. Cuando haya pasado el peligro
yo te avisaré. ¿De acuerdo? O, como decís vosotros: ¿O. K.?».
Se echó a reír forzadamente, afectuoso, pedagógico, como cuando nos
explicaba a nosotros las trampas ideológicas de la literatura burguesa, la escritura
como praxis, decía, y Pavón Pacheco agregaba un palote a la hilera donde
llevaba la cuenta de las veces que repetía esa palabra. Ella asintió, excitada por la
conciencia del peligro, por la proximidad de ese hombre que fumaba a su lado y
sonreía y estaba jugándose la vida y confiaba tanto en ella que le había contado
su secreto, poniéndose desde ahora en sus manos, aliándola a su destino de
clandestinidad y persecución, pero no en una habitación oscura, en mitad de la
noche, sino a plena luz del día, en una mañana transparente de invierno. Imaginó
que la detenían y que no confesaba, que él la enviaba a un viaje con una maleta
llena de documentos prohibidos: que iba a visitarlo a la cárcel y lo encontraba
con una ceja partida, con barba de varios días, con la piel morada por los golpes.
Volvieron a la ciudad y ya veía de otro modo las calles y los rostros de la gente,
presintiendo amenazas en la tranquilidad diaria de la vida, en los coches que veía
por el espejo retrovisor, en los conductores que se detenían junto a ellos en un
semáforo y la miraban fugazmente desde el otro lado de las ventanillas. Cerca de
la colonia, en un descampado, al amparo de una tapia en ruinas, se bajaron del
coche y él guardó la caja en una gran bolsa de plástico y le dijo que no se
preocupara, que no intentara ponerse en contacto con él ni se acercara al
instituto. Le sorprendió que la caja fuese tan liviana: sacó del asiento posterior su
bolsa de la compra, y con las dos manos ocupadas se quedó frente a él,
sonriendo, sin saber qué decirle, imaginando que era necesaria una severa
despedida. Él cerró de un golpe el maletero, luego la puerta de atrás, miró en
torno suyo, despeinado por el viento, alto y casi heroico en la llanura baldía y
atravesada de zanjas abiertas por las excavadoras, consultó su reloj, pareció que
iba a ponerse en seguida al volante, pero dio unos pasos hacia ella, se detuvo, le
puso las manos en los hombros, con un ademán de aliento y de orgullo, la atrajo
hacia él, buscando con su mano derecha la nuca, recorriendo con las yemas de
los dedos el nacimiento del pelo, y ella mientras tanto no se resistía ni se
abandonaba, le llegaba su aliento, cercano y cálido en el aire frío de diciembre,
echó a un lado la cabeza y la besó torpemente en la boca, con avidez y premura,
agitando la lengua entre los labios separados de ella, y luego se apartó, mirándola
como si estuviera arrepentido, como si lo desconcertara no haber sido rechazado
o recibir un beso más rápido y sabio que el suyo, entró en el coche, lo arrancó y
dio la vuelta para marcharse en dirección contraria, sacando la mano izquierda
por la ventanilla en un gesto de adiós.
Estoy tendido junto a ella, me escuece que lo besara como si yo la hubiese
visto hacerlo, la escucho con los ojos cerrados y la veo caminando de espaldas a
mí por las calles silenciosas de la colonia del Carmen, con el pelo liso y tan largo
que tenía entonces cayendo sobre los hombros de su cazadora de piel, con una
bolsa en cada mano, apretando las asas hasta que le dolían los nudillos, sin volver
la cara hacia atrás, hacia mí, con la humedad de la lengua masculina todavía en
su boca, con una expresión de serenidad y cautela que tal vez es la misma que yo
veré muchos años después. Deja las bolsas en el suelo, busca las llaves y abre la
verja, ahora el corazón le late más aprisa, teme que su padre le pregunte por esa
caja de cartón y no sepa inventar rápidamente una mentira, pisa con los tacones
de sus botas vaqueras la grava del jardín, las hojas secas que se arremolinan con
la huida de los gatos sin dueño que tomaban el sol, no ve a su padre tras la
ventana del comedor, desea que no esté, pero no quiere confiarse, deja la bolsa
de la compra en los peldaños de la entrada, y con la otra en la mano da la vuelta
a la casa muy cerca de la pared, abre la trampilla del aljibe, que chirría
intolerablemente, la sobresalta un ruido a su espalda, es un gato salvaje que al
volverse ella escapa con un bufido, esconde la bolsa, procurando que no pueda
verse desde fuera, echa el cerrojo, asegura el candado, vuelve a la puerta de
entrada y mientras cruza el vestíbulo llama a su padre en inglés,
Daddy
,
advirtiendo entonces que es una expresión demasiado infantil y sin saber todavía
que ya no volverá a usarla, pero él no le contesta, su abrigo no estaba en la
percha del recibidor, mira el grabado del jinete y piensa por primera vez que él
también tiene cara de guardar un secreto, y cuando su padre llega una hora
después ya está a punto de terminar la comida y ha preparado para él una
coctelera de
dry martini
. Pero desde ahora los actos invariables de su vida en
común, la ternura con que se besan en las mejillas al encontrarse o despedirse, el
modo en que se miran mientras están conversando, la delicadeza con que ella le
prepara una copa o le sirve la comida o retira de la mesa baja de la lámpara un
cenicero lleno, contienen una parte de simulación, una médula de deslealtad y
silencio que los dos intuyen y a la que ninguno de los dos aludirá sino después de
muchos años. En la casa hay un teléfono que sólo suena cuando alguien llama
por equivocación, y ella, que hasta ahora no reparó en su existencia, ahora lo
mira como presintiendo la inminencia de un timbrazo súbito. Piensa en la caja de
cartón escondida en el aljibe y se acuerda de esos asesinos de las novelas
policíacas que viven con el desasosiego de que sea desenterrado el cadáver de su
víctima. Por las noches no puede dormirse ni cuando ya ha oído regresar a su
padre, da vueltas en la oscuridad, la agobia el calor de las mantas, enciende la
lámpara, abre desganadamente un libro y lo cierra en seguida y siente la
tentación de salir con sigilo a la parte trasera del jardín y de examinar a la luz de
una linterna el contenido de la caja, que imagina maravilloso y temible,
custodiado por una maldición letal, como los tesoros de los cuentos de Calleja que
su padre le leía en América. Algunas veces percibe dentro de su boca un sabor
crudo y masculino, distinto al que dejaron en ella los muchachos que de vez en
cuando la besaron, mucho más fuerte, con una intensidad de deseo y peligro, con
una plenitud que excluye el juego y afirma el deseo. Una mañana no puede
vencer la tentación de subir hacia el instituto y delante del edificio silencioso y de
las puertas cerradas se da cuenta de que han empezado las vacaciones de
Navidad. Por la noche se encienden en la calle Nueva arcos de bombillas, y en la
plaza del General Orduña hay un abeto iluminado y adornado con grandes bolas
de colores metálicos, y un gran letrero de luz intermitente, con los colores de la
bandera nacional, cuelga sobre los balcones de la comisaría. En la niebla de los
anocheceres helados vuelven del campo cuadrillas de aceituneros, Land Rovers
y tractores con las ruedas manchadas de barro, reatas de mulos cargadas con
varas de brezo y sacos de aceituna. El olor que predomina en la ciudad a finales
de diciembre es un olor a tela áspera de saco, a ropa espesa y húmeda, a
aceitunas machacadas por las grandes piedras cónicas de los molinos de aceite,
que permanecen abiertos hasta media noche, con reflectores encendidos que
alumbran montañas de aceitunas entre un escándalo continuo de voces broncas
de hombres, relinchos de animales de carga, motores de Land Rovers.
Caminando por las últimas calles de la ciudad ella se cruza con los grupos de
aceituneros que vuelven del campo con sus ropas viejas y embarradas y sus
caras de fatiga, y tal vez ve entre ellas la mía, y se acuerda de la mañana en que
fue al mercado con el Praxis. Yo vuelvo a casa con la cuadrilla de mi padre, con
el tío Rafael, el tío Pepe y el teniente Chamorro, demasiado exhausto para
recitarme letras de canciones en inglés y hasta para imaginarme vidas futuras, y
cuando entro en la cocina, donde hierve en la lumbre el puchero de la cena, mi
madre y mi abuela Leonor me cuentan que mi padre ya está mucho mejor, que
el muy insensato se ha ido solo a la huerta, estaba sin vida por volver al trabajo,
ni siquiera se ha tomado hoy las pastillas que le mandó el doctor Medina, parece
que tarda demasiado y ellas tienen un disgusto muy grande, mira que si le ha
dado el ataque y está tirado como un animal sobre la tierra. Tengo prisa, tengo
ganas de ir a buscar a mis amigos y de rondar por la calle Nueva y la colonia del
Carmen a ver si hay suerte y veo a Marina, me lavo a manotadas de agua fría, la
piel de la cara se me ha oscurecido y parezco mayor porque hace días que no
me afeito, tengo las manos endurecidas por la vara con la que me he pasado todo
el día golpeando las ramas de los olivos y me duelen intolerablemente los riñones
y los brazos, pero no quiero pararme a descansar, si fuera por mí ni siquiera
cenaría, subo de dos en dos las escaleras hasta mi cuarto del último piso y
mientras me pongo ropa limpia escucho un disco a todo volumen, la voz salvaje
de Jim Morrison,
Break on through to the other side
, y la música acaba de
revivirme, me desprende de la fatiga y de la realidad como si me arrojara al
oírla a las aguas tumultuosas de un río. Entonces oigo el llamador, me sobresalta
el miedo a que ese claxon que resuena en la plaza de San Lorenzo sea el de un
coche donde traen a mi padre, me asomo a la escalera y escucho con alivio su
voz, tan fuerte y rotunda como siempre, igual que antes de que el dolor lo
derribara. De nuevo soy un proscrito y un vagabundo sin raíces ni vínculos con
nadie, ceno en silencio, mirando la televisión, sin hacer caso de mi abuelo
Manuel, que se queja de la poca aceituna que hay esta temporada y recuerda
con las mismas palabras de todos los años cosechas antiguas de una abundancia
mitológica, el año de la cosecha grande, dice, cuando las ramas de los olivos se
quebraban y la aceituna duró hasta Semana Santa, los años feraces de antes de la
guerra, cuando llovía de verdad, no como ahora, que de tanto ir a la luna y
trastear el cielo con cohetes habían estropeado el mecanismo de las estaciones.
Siempre la desesperante repetición de los mismos embustes y los mismos
recuerdos, como si vivieran uncidos a una memoria circular en la que el tiempo
no progresaba y en la que yo también sería atrapado si no huía cuanto antes. Me
levanto de la mesa sin tomar el postre, mi padre me mira con reprobación, me
dice que mañana mismo tengo que ir a cortarme el pelo, que no vuelva tarde,
que hay que madrugar, no le contesto, salgo y cierro de un portazo y lo oigo
llamarme pero no me da la gana de volver, subo por la calle del Pozo como si
anduviera indolente y temerario por las aceras de Nueva York, imitando en voz
baja el acento de Lou Reed,
take a walk on the wild side
, aunque la verdad es que
no entiendo ni la mitad de lo que dice, y tal vez paso junto a Nadia y no la veo, no
sé que ella también busca a alguien y que sin sospecharlo apetece la desdicha
con una determinación idéntica a la mía.
Noches de invierno, a finales de año, los escaparates de la calle Nueva y del
Real iluminados hasta muy tarde, altavoces con villancicos en los soportales de la
plaza del General Orduña, las acacias adornadas con bombillas intermitentes, la
estrella de Belén sobre la torre del Reloj, los grupos de mujeres caminando muy
aprisa con paquetes envueltos en papel de regalo, un brillo de luces en el asfalto
húmedo y en los adoquines, una fría oscuridad como alojada en las calles
laterales, donde no había tiendas de juguetes ni hileras de bombillas, sino los
mismos portales cerrados y las tabernas sombrías donde se emborrachaban los
bebedores de siempre, los antiguos, los de vino blanco y aguardiente a granel,
boinas torcidas y faldones al aire. Buscaba a mis amigos, iba al salón Maciste,
subía hasta el Martos, pero tal vez se habían ido al cine y esa noche ya no podría
verlos, caminaba por la calle Nueva entre el agobio de la gente y de los
villancicos, odiando las caras que veía y la ciudad en la que estaba encerrado
como un preso en el patio de una cárcel, con los pasos medidos en cualquier
dirección, con un hastío insoportable de rostros embotados por una felicidad tan
nauseabunda como una cucharada de jarabe o de aceite de ricino, buscando a
Marina, que tal vez se había ido a pasar las vacaciones a otra ciudad, alejándome
hasta más allá de las últimas luces de la calle Nueva para subir a la avenida
desierta de Ramón y Cajal y aventurarme en la colonia del Carmen y atreverme
a llegar a su casa, donde no había luces encendidas ni ladraban los perros: nos
acordamos del mismo invierno en la misma ciudad y es como si una parte de
nuestras dos vidas, la de Nadia y la mía, consistiera en una sola y duplicada
desolación, y cada uno posee y cuenta los recuerdos del otro, la búsqueda de
alguien que aparece y se pierde como un espejismo, la soledad en medio del
gentío, la huida hacia las calles mal iluminadas y hacia los confines desiertos
donde alcanzaba su insoportable plenitud la desdicha enfática de la adolescencia.
Igual que Marina, él volvió a Mágina cuando empezaron de nuevo las clases
en el instituto. Ella estaba en su cuarto, tendida en la cama, sin ganas de leer ni de
escuchar música, sonó el teléfono en el comedor y se incorporó de un salto, su
padre la llamó. Es para ti, le dijo, tendiéndole el auricular, dejó sobre la mesa el
periódico que había estado leyendo y desapareció tan discretamente que ella no
se dio cuenta hasta que oyó cerrarse la puerta del vestíbulo. No había vuelto
todavía cuando ella salió con una gran bolsa de plástico en la mano, repitiendo
mentalmente, para tranquilizarse, el nombre de una calle, el número de una casa,
la letra de un piso donde él ya estaba esperándola. Llamó al timbre, oyó un roce
de pasos, él estaría viéndola, diminuta y cóncava, a través de la mirilla, más
nervioso que ella tal vez, mucho más inseguro, necesitando fingir que tenía
demasiada experiencia para ser vulnerable. Pero no quiero que Nadia me siga
contando, incluso me niego a imaginar lo evidente, lo que esa tarde sucedió y
volvió a repetirse muchas veces hasta mediados de junio, no sólo el temblor de
los primeros abrazos y la impaciencia de manos y lenguas en el camino ya
indudable hacia el dormitorio: tampoco el juego turbio y angustioso de una
clandestinidad que no era únicamente política, ni las previsibles canciones que él
le hizo escuchar, ni todos los sueños degradados por la palabrería y la mentira. La
miro desnuda y reclamándome en la media luz de un anochecer o de una
madrugada insomne y no puedo soportar la evidencia de que otros hombres han
estado con ella y les ha sonreído al tenderles sus brazos separando los muslos
igual que me recibe a mí. Hasta ahora nunca supe que el amor quiere prolongar
su dominio hacia el tiempo en que aún no existía y que se pueden tener celos
feroces del pasado.
U
N ACTO, DIJO
, apretando la mano de ella sobre su pecho descarnado y
hundido, áspero de vello blanco, agitado por una lenta respiración laboriosa, la
cara vuelta hacia su hija desde la cabecera de la cama que ella misma había
elevado con una manivela, postrado, inaccesible, tranquilo en su casi agonía,
diciéndole ahora lo que debió o quiso decirle hacía diecisiete años, lo que
entonces prefirió callar no porque lo hubiera decidido sino porque de todas sus
costumbres la más arraigada era el silencio: también, a veces, las palabras son
actos, decisiones brutales, gestos imposibles, y él podría cifrar la mayor parte de
su vida no en lo que dijo o en lo que hizo sino en lo que calló y dejó de hacer.
Ahora, tan a destiempo, tan demasiado tarde que hablar en voz alta era lo mismo
que imaginar palabras o soñarlas, se abandonaba a una larga y borrosa
declaración interrumpida a veces por la asfixia, confusa de delirio, como un
manuscrito parcialmente ilegible por la dificultad de la caligrafía y las manchas
que han desleído en algunas zonas la tinta, y todas sus vidas anteriores y cada uno
de los hombres que había sido a lo largo de ellas confluían como corrientes de
voces tributarias en su narración y en la figura ya póstuma con que se entregaría
a la muerte. El descendiente ejemplar de una dinastía gloriosa de militares
españoles, el joven oficial rápidamente ascendido a capitán en los últimos
avatares de la guerra de África, el diplomado en la academia de Sandhurst, el
yerno de un general con título nobiliario y esposo de la hija de militares más
atractiva y distinguida de Ceuta, el austero comandante de treinta y dos años que
apenas bebía y no fumaba nunca en público y consagraba sus horas fuera de
servicio a la lectura de enciclopedias científicas en la biblioteca del cuartel, el
renegado de los suyos, el héroe de los diarios republicanos de Mágina en los
primeros meses de la guerra civil, el desterrado en Orán y luego en México y
por fin en los Estados Unidos, el bibliotecario de una universidad modesta de
Nueva York, el galanteador sin convicción de una compañera de trabajo ya un
poco mustia, aunque diez años más joven que él, entristecida por un divorcio
previo y una larga abstinencia sexual, católica, entregada confusamente una
noche, embarazada, casi a los cuarenta, mordiendo el pañuelo con que se había
secado las lágrimas en el café donde se lo confesó, donde habían bebido alguna
copa al principio, por las tardes, al salir del trabajo, el esposo y padre ya tan
maduro que su única hija americana parecía su nieta, el pulcro y todavía fuerte
jubilado que alquiló durante menos de un año un chalet en las afueras de Mágina:
su nombre invariable, el que le habían asignado cuando nació para otorgarle un
destino, abarcaba una pluralidad de identidades casi del todo extrañas entre sí: la
vida de cualquier hombre, le dijo a Nadia, podía llegar a ser tan larga que
cupieran en ella varias biografías enteras, y sin embargo ahora, en el final, sólo
era un viejo desaseado y tendido en una cama de hospital que aspiraba
desesperadamente el aire con la boca abierta y hablaba en voz baja y creía
seguir hablando cuando perdía el hilo de sus palabras igual que un hombre
perezoso y dormido cree en sueños que se ha levantado y sale a la calle y
camina con lucidez y determinación hacia el trabajo.
Apresada por su mano, ávida de oírlo, su hija se inclinaba sobre él, pero no
siempre podía entender el murmullo monótono que le fluía de los labios, las
palabras españolas pronunciadas en aquel hospital entre gritos lejanos de
enfermos y ecos de nombres repetidos por los altavoces en inglés. Un acto, dijo,
o soñó que decía, un solo acto verdadero, el más mínimo, el más desconocido,
puede cambiar la rotación del mundo y detener el sol y hacer que se derrumben
las murallas de Jericó: se quedaba callado, fatigado de hablar, y las palabras
seguían brotando en su delirio, por fin asiduas, obedientes a su voluntad, no un
ademán grandioso, no una palabra violenta que resuene bajo una cúpula, sino
algo mucho más simple, tan simple como la química del agua o la vertical de la
caída de un objeto, como la geometría que ordena en un cuadro súbito y perfecto
tras un solo grito de mando a un batallón de soldados, un hombre que ha
obedecido durante muchos años y en menos de diez segundos decide que ya no
obedecerá, y no sólo lo decide, sino que lo cumple, con incertidumbre y terror,
pero al mismo tiempo con una convicción invencible, o que está frente a una
mujer y extiende esa mano que permanecía inmóvil y como paralítica y aprieta
la mano de ella, así, como aprieto yo la tuya ahora mismo, ése es el misterio
más grande, el único, y él sólo lo descubrió en Mágina y ya no fue nunca más
quien había sido hasta entonces, el misterio de los actos no soñados o deseados o
imaginados, prescritos en las ordenanzas, detallados en los manuales de
comportamiento, sino los que irrumpen en medio de la realidad como la
llamarada de un incendio, los inauditos, los inesperados, los que modifican para
siempre la materialidad de las cosas. Le sudaba la mano y permitió que ella
desprendiera la suya, la extendió abierta y alzada delante de su cara, como para
cubrirse de la luz que entraba por la ventana, una mano abierta y untada en lodo
rojo hace diez mil años que todavía mancha la pared de una cueva, eso es un
acto para siempre, un espasmo de amor o de indiferencia o de odio que engendra
a un ser humano, igual que yo te engendré a ti, dijo, y por un instante volvió a
sonreírle con su cara indestructible y severa de veinte años atrás: actos, no
palabras, no miserables deseos ni sueños ni libros ni películas, la mordedura de
una hormiga en un pedazo de pan, el trabajo de alguien que arranca el fruto de la
tierra, el coraje aterrado de un hombre que salta de una trinchera y no sabe que
está siendo un héroe, la temeridad de no repetir nunca más una cadena de gestos
que parecían minerales y eternos. Eso me importa, nada más, eso era lo que
quería decirte, y hasta eso es ya inútil, pero me da lo mismo, tú no me puedes
entender, ni nadie que no vaya a morirse dentro de unos días, aunque a lo mejor
tú sí, tú has sentido siempre lo que yo sentía y lo has sentido al mismo tiempo que
yo: lo único que yo decidí y cumplí hasta el final en toda mi vida, el único acto
verdadero, el que la cambió definitivamente y para siempre, fue disparar contra
un teniente fanático que había desobedecido mis órdenes, matarlo sin vacilación
ni remordimiento mientras me miraba a los ojos y estaba tan cerca de mí que yo
oía rechinar sus dientes apretados y notaba el temblor de sus mandíbulas.
Se quebró todo en una noche, en un solo minuto, una raya trazada en el
tiempo, una hendidura al principio más delgada que un cabello en una superficie
de cristal o una grieta invisible en la pared de una torre, en la fortaleza hermética
de su disciplina y en la tensión nunca apaciguada de su manera de vivir
obedeciendo día tras día y de la mañana a la noche un catálogo tan minucioso de
gestos sin sentido que le permitían la sensación tranquilizadora de entregarse a
una actividad sin resquicios de pereza o de duda, ajena a los azares y a las
incertidumbres de la vida real, la que sucedía al otro lado de los muros del
cuartel, donde la gente no marcaba el paso ni vestía uniforme ni ocupaba lugares
y peldaños exactos en una jerarquía tan prolija como la de las castas en la India.
Había al menos dos hombres dentro de él, uno que era, según le gustaba a él
mismo imaginar, un autómata perfecto, una copia prodigiosamente culminada de
un ser humano, con imitaciones de ojos que brillaban y parecían mirar y de
cabellos y piel, una especie de doble o de ayuda de cámara más leal todavía que
el soldado Rafael Moreno, el ordenanza, un modelo de caballero militar, como
decía el coronel Bilbao, una figura hecha de materiales misteriosos que escondía
en su interior mecanismos sutiles, simulacros de pulmones, de corazón, de
vísceras, duplicaciones de estados de ánimo y de sentimientos y actitudes que tal
vez eran reales en los otros, el valor, la obediencia, la bondad, el orgullo, el amor
a la patria y a la familia y a los hijos, el respeto a los superiores, la franqueza con
los iguales, la rectitud y la autoridad hacia los subordinados, la desconfianza hacia
todo lo que procediera del exterior, del mundo turbulento y real, de la vida civil.
Se despertaba por las mañanas y el doble hacía acto de presencia antes de que el
ordenanza abriera la puerta y pidiera permiso para entrar con la bandeja del
café: cobraba forma visible en el espejo del lavabo, revelado, como una cara
impresa en un negativo, por el agua fría, por el jabón y la navaja de afeitar, que
iban poco a poco dibujando sus rasgos sobre el óvalo en blanco de la otra cara
que nadie veía. Pero aún quedaban zonas inseguras, un gesto de debilidad o de
apatía en la boca, un brillo demasiado penetrante en los ojos recién salidos del
sueño, y había que vigilarlo y que comprobar su perfección antes de salir, como
comprueba un actor japonés los pormenores infinitos de su maquillaje, de su
peluca y de su vestuario, y cuando a las ocho en punto el comandante Galaz
cruzaba un tramo de pasillo y bajaba las escaleras hacia el patio, golpeando las
baldosas con los tacones resonantes de sus botas, el doble ya había adquirido una
identidad absoluta que nadie, ni su dueño, podría desenmascarar, y los soldados
de guardia se cuadraban a su paso y los mandos inferiores se apresuraban a tirar
sus cigarrillos y a ajustarse el correaje y revisar con algo de pánico el brillo de
sus botas.
Sólo su padre desconfió siempre de él, le dijo a Nadia: de modo que también
él tuvo un padre a quien acaso se parecía su cara en el final de su vejez y una
inimaginable infancia a principios de siglo. Mi padre, tu abuelo, dijo, desconfiaba
de mí porque había sido un niño introvertido y de mala salud y no me gustaba
montar a caballo y me aburría en los desfiles y me hacían llorar los disparos de
salvas. Y siguió desconfiando cuando ingresé en el internado militar y obtuve las
calificaciones más altas, no sólo en historia, en geografía y matemáticas, sino
también en gimnasia, me abrazaba el día de final de curso cuando yo regresaba
del estrado con mi diploma y las medallas de buen comportamiento prendidas en
la pechera del uniforme de cadete, pero yo notaba en sus ojos, a veces húmedos
de orgullo paternal, con esa caballeresca y contenida emoción que él llamaba,
me acuerdo, laconismo castrense, que sospechaba algo oculto bajo mi
comportamiento impecable, una tendencia vergonzosa que alguna vez se
revelaría, más temprano o más tarde, cuando él estuviera más desprevenido,
como un centinela que ha velado durante toda la noche y que al amanecer cierra
los ojos un instante y ya está perdido. Me miraba muy fijo, aunque yo no lo
viera sabía que estaba mirándome con una interrogación alarmada en los ojos,
me miraba así desde la tribuna de honor de la academia durante un desfile y por
encima de las botellas y los vasos en el comedor de nuestra casa, y cuando él
mismo me entregó el despacho de teniente y nos cuadramos el uno frente al otro
antes de estrecharnos la mano con un vigor idéntico al que él usaría con los otros
alumnos sus ojos me escrutaron con más violencia que nunca, con pavor, como
si a medida que yo cumplía paso a paso todos los episodios de mi educación para
convertirme en lo que él había determinado y exigido fuera creciendo el peligro
del desastre inminente: no imaginaba cuál, porque carecía por completo de
imaginación, y la suplía con una capacidad febril de expectativa, era incapaz de
creer que no hubiera ningún motivo que justificara su temor, pero esa misma
falta le parecía ya un augurio, tanto más desesperante porque al no sospechar su
origen no podría prever un remedio o un antídoto para cuando llegara el desastre.
Lo que lo alarmaba era la falta de fisuras en mi obediencia, la pulcritud tan
absoluta de mis actos, de mis palabras, hasta de mi uniforme, que sólo podía ser,
pensaba él seguramente, la apariencia ocultadora de alguna perversidad, de
algún desorden tan oscuro que su portador, yo mismo, su hijo, el primogénito del
general Galaz, dedicaba todas las facultades y las astucias de su alma a
esconderlo. «¿No te emborrachas nunca con tus compañeros? ¿No vas con
mujeres…? Seguro que sí, no me mientas, yo también soy un hombre y he sido
joven como tú. Lo único que sí te pido es que tomes precauciones higiénicas…
¿no serás un pervertido? Te conviene buscar novia, no digo yo que ahora mismo,
porque eres muy joven todavía, sólo que lo vayas pensando, que te fijes, sin
prisa, con mucho tiento, chicas no faltan por aquí, y que cuando la hayas elegido
la respetes, pero eso no quita que de vez en cuando te permitas un desahogo, es
ley de vida, una función corporal, necesaria, imprescindible para un organismo
sano, tú me entiendes, para un hombre normalmente constituido, aunque todos
sabemos que hay aberraciones, y en el ejército como en cualquier otro sitio, por
desgracia, pero a eso no es a lo que yo iba, un poco de distracción, salir los
sábados por la noche con tus compañeros, y si no estás de pase una buena
parranda alguna vez no hace daño, pero eso sí, como un reloj a retreta, ni una
falta de puntualidad en tu hoja de servicios, ni una mancha, hijo mío…».
Involuntariamente imitaba la voz ruda de su padre, se oía a sí mismo y le
parecía que la voz de aquel hombre muerto hacía más de medio siglo se
encarnaba en la suya, desfigurándola tanto que su hija no la reconocía, igual que
su cara olvidada volvía ahora a su memoria claudicante y se le presentaba en los
espejos, en el que ella le ponía delante cuando terminaba de afeitarlo, el mismo
que acercarían a su boca cuando su aliento ya no pudiera empañarlo. Pero por
fortuna el general Galaz no vivió para conocer el cumplimiento de todos sus
vaticinios, la irrupción del desastre y de la vergüenza que aniquilaron la carrera
militar de su hijo y mancharon para siempre su nombre, y con él la gloria de
todos sus mayores, los capitanes y coroneles y brigadieres Galaz, cuyas
fotografías y retratos al óleo poblaban las paredes de su casa. El general Galaz
murió, como había vivido, temiendo lo peor y al mismo tiempo enaltecido de
orgullo, unos días después de que su hijo alcanzara el grado de comandante,
cuando ya le había dado un nieto varón que haría perdurar su apellido y faltaban
unos pocos meses para que le diera otro, y ahora no importaba que fuera una
niña: esa cosa creciendo en el vientre de ella, pensaba de vez en cuando el
comandante Galaz en su retiro de Mágina, mientras mandaba una formación o
leía en su cuarto tendido en la cama y con un cigarrillo entre los dedos,
concediéndose una claudicación secreta a la pereza, esa criatura innominada, sin
sexo, sin rasgos humanos todavía, con membranas, con arborescencias de venas
azules bajo el blando cráneo translúcido, con una forma indeterminada y acuosa
de animal submarino, latiendo en la negrura y dilatándose en su concavidad,
como un pulpo o un pez de grandes ojos idiotas, esa criatura extraña y temible
que sin embargo había sido originada por él, en una sórdida noche conyugal de la
que ni siquiera se acordaba, en un acto tan despojado de emoción o sentido como
los acoplamientos ciegos de los animales inferiores, sangre de su sangre, decían
con reverencia, sangre y vida que sin él no hubieran existido y de las que no
podría renegar: antes del amanecer, en el cuartel de Mágina, en el preludio ya
sofocante del día de su deshonra y su heroísmo, el comandante Galaz se despertó
estremecido de terror porque había soñado que una criatura acuosa como un
pulpo lo estaba mirando, y el despertar no lo alivió: la criatura existía, aunque él
no quisiera acordarse de ella, aunque hubiera encargado a su doble que
escribiera cartas y enviara fotografías dedicadas y se interesara afectuosamente
por la salud de su esposa y le mintiera que seguía buscando una casa adecuada
en la ciudad, si bien tal vez era más razonable esperar a que pasaran los calores
de julio, Mágina era un horno en verano, y ni siquiera había hospital militar. No
se levantó aún, tenía abierta la ventana que daba al valle del Guadalquivir pero no
entraba por ella ni un poco de brisa, en toda la noche no se había estremecido el
aire quieto y caliente, y la luz de la luna sobre los barbechos y los olivares añadía
al calor una consistencia caliza. Permaneció acostado, desnudo, contra su
costumbre, con los ojos abiertos, fijos en el techo muy alto donde empezaba a
notarse una cierta claridad sin origen preciso, pensando en la criatura, que no sólo
había estado en su sueño, sino que verdaderamente existía en la realidad,
acordándose del cuerpo hinchado y sudoroso que ahora mismo estaría
revolviéndose en la gran cama conyugal de la que él desertó con alivio hacía tres
meses: una mano posada en el vientre podría percibir ya los movimientos de la
criatura, golpes bruscos, sinuosas ondulaciones de reptil: en el estetoscopio se
oirían con seca claridad los latidos del corazón, muy rápidos, desacompasados,
como un galope veloz o un tamborileo de los dedos nerviosos sobre una lámina de
metal, como pequeños pasos, como si aquella cosa se le estuviera acercando
desde tan lejos, de día y de noche, infatigable, igual que el jinete del grabado,
desde la ciudad donde ella la sentía crecer y esperaba la previsible carnicería
bendecida de su advenimiento, las rodillas flexionadas y los muslos abiertos sobre
una camilla, las manos enguantadas y ensangrentadas del médico y sus
antebrazos desnudos como los de un carnicero, la criatura roja y sucia brotando
entre la sangre y las heces y levantada luego por los pies a la luz de una lámpara
que exageraba el brillo del sudor y el rojo caudaloso y oscuro de la hemorragia.
Se puso en pie de un salto, se tendió boca abajo en el suelo, se incorporó
rígidamente sobre las palmas de las manos y las puntas de los pies y empezó a
contar en voz alta las flexiones que hacía, sin descansar nunca el vientre en las
baldosas. Y luego los abrazos ofuscados de la familia de ella, los parabienes del
médico, con la frente todavía sudorosa y las tres estrellas de capitán cosidas en la
bata blanca, las felicitaciones en el cuartel, el brindis por el recién nacido en la
sala de oficiales, la caja de farias ofrecida a quien quisiera tomar uno, incluso a
los camareros, que no obstante solicitarían permiso antes de hacerlo. «Con su
permiso, mi comandante, pero un día es un día». Y él, su doble, estrechando
manos y recibiendo palmadas sonoras en la espalda y pensando, mientras
miraba aquellas caras, que alguna vez la de su hijo recién llegado al mundo se
parecería a ellas, que le aguardaba la misma vida y la misma corrupción y que
nadie sino él mismo, su padre, el autómata que lo suplantaba, habría sido
cómplice y culpable de su existencia y su segura idiotez o desgracia.
Pero estaba todo tan lejos, era tan fácil quedarse imaginariamente tendido en
la cama, con el cerrojo echado, con una noche graduada y propicia en la
ventana abierta, en el valle blanco y azulado de luna, todo tan infinitamente
lejano de él como los rastrojos incendiados y las luces diminutas que temblaban
en la ladera de la Sierra y los faros de algún automóvil solitario que brillaban con
destellos intermitentes en los caminos abiertos entre los olivares, como los silbatos
de los trenes nocturnos que pasaban a la orilla del río y avanzaban más
lentamente al emprender la subida de la colina de Mágina. Sería el otro, el
autómata a cuya sombra él se acogía como a una vestidura que lo volviera
invisible, quien bajaría al patio del cuartel unos minutos después de las ocho para
recibir las novedades de los capitanes y pasar revista a las compañías formadas
y volverse despacio y acercarse al lugar rezagado donde esperaba el coronel
Bilbao y cuadrarse ante él y decirle, a la orden de usía, mi coronel, sin novedad
en el batallón. Nada podía cambiar esa mañana, ni nunca, eso pensaba yo, le dijo
a Nadia, y ni siquiera le hacía falta pensarlo para estar seguro de que todo se
repetiría, del mismo modo que a nadie le hace falta pensar que el sol no se
detendrá en medio del cielo o que los edificios junto a los que camina no van a
caer derribados de golpe. A las siete y cuarto en punto su ordenanza le había
traído el café caliente y las botas recién embetunadas, justo cuando él se estaba
terminando de afeitar, a las siete y media examinó y firmó una relación
exhaustiva de uniformes y armas que le había entregado la tarde anterior el cabo
Chamorro, a las ocho menos diez terminó de fumar el primero de sus seis o siete
cigarrillos diarios acodado en la ventana y tiró la colilla al precipicio vertical
sobre el que se levantaba el muro sur del cuartel, a las ocho y media, después de
la formación del desayuno, tomó un segundo café en el bar de oficiales y fingió
que no advertía el silencio que se había hecho cuando él entró ni la cobarde
hostilidad en las mismas caras de todos los días, a las nueve abrió enérgicamente
la puerta de las oficinas del batallón y caminó hacia su despacho sin mirar a los
suboficiales administrativos y a los escribientes que permanecían de pie junto a
las mesas llenas de papeles, a las nueve y cinco, frente a su escritorio, bajo el
retrato oficial desde donde parecía mirarlo la cara triste y bulbosa del presidente
de la República, abrió con llave un cajón y trató de reanudar la carta mediada
que había guardado en él la tarde antes, pero el autómata se negaba aquella
mañana a escribir y la pluma resbalaba en la mano húmeda de sudor.
Nada sucedería, pensaba, nada más que el calor y el tedio de la mañana del
sábado, el ruido de las máquinas de escribir al otro lado de las mamparas de
cristal translúcido que separaban su despacho de la oficina común, los papeles,
las hojas de permisos que debía firmar, los toques de corneta a las horas
prescritas, los gritos de los suboficiales que dirigían con desgana la instrucción, el
sonido acompasado de las botas sobre la grava del patio y el de los fusiles al
golpear el suelo o los hombros de los soldados, se prohibía rigurosamente pensar
en los posibles signos de alteración o desorden que había venido percibiendo en
los últimos tiempos, reuniones a deshoras en la sala de oficiales, visitas de civiles
notoriamente armados con revólveres bajo las chaquetas de verano que entraban
en el cuartel por la puerta trasera, conversaciones interrumpidas en el comedor
cuando aparecía él, rumores sobre una próxima huelga general, sobre quemas de
cosechas y motines en los cortijos del valle, política, decía con desprecio cuando
alguien se atrevía a preguntarle su opinión, bulos inventados por gente ociosa que
no sabe atenerse a la neutralidad militar, le contestó hacía dos o tres noches al
coronel Bilbao, que a las tres de la madrugada hizo que lo llamaran para
preguntarle oblicuamente cuál sería su actitud si se produjera una intervención
del Ejército. Pero también el coronel había cambiado, ya no daba vueltas por su
despacho con la guerrera abierta, las manos a la espalda y la cabeza caída sobre
el pecho, ya no lo miraba con aquella devoción de padre fracasado que a él le
hacía sentirse tan incómodamente un impostor. En la formación general de las
mañanas, cuando él se le cuadraba para darle novedades, el coronel Bilbao
apartaba los ojos y respondía sin convicción a su saludo, y luego regresaba en
seguida a su despacho y se encerraba en él y había veces en que el capitán
ayudante no le permitía el paso al comandante Galaz, diciéndole que el coronel
estaba hablando por teléfono o que tenía una visita de mucho protocolo.
Guardó de nuevo la carta en el cajón, sin saber aún que era la última y que
nunca terminaría de escribirla, se permitió, contra su costumbre, un segundo
cigarrillo, adormecido por el calor, por el humo, por el ruido de las máquinas de
escribir y de las aspas de los ventiladores, acordándose del sueño en el que había
visto a la criatura, decidió bajar por sorpresa a las cocinas para inspeccionar el
orden y la limpieza del almacén, necesitaba no interrumpir la cadena usual de los
actos ficticios, no abandonarse a la pereza, no permitir que el doble o el autómata
bajara la guardia, inmovilizado por el desconcierto y el pánico. Una figura
borrosa apareció tras el cristal y vio moverse el pomo de la puerta, aplastó el
cigarrillo y guardó el cenicero, se irguió apoyando los codos en el filo de la
mesa: era el cabo Chamorro, pequeño y miope, con un portafolios bajo el brazo,
con unas gafas redondas de montura barata, disciplinado y rudo, con una
vulgaridad campesina en sus gestos y en su manera de llevar el uniforme. No era
de fiar, le había dicho el teniente Mestalla, se le habían encontrado en su taquilla
libros de propaganda libertaria, pero escribía a máquina más rápido que nadie y
no cometía faltas ortográficas, a diferencia de la mayor parte no sólo de los
oficinistas sino también de los mandos. El comandante Galaz simpatizaba
vagamente con él, pero se había guardado siempre de manifestarlo, porque era
tan incapaz de tratar espontáneamente a un inferior como de permitirle
confianzas a un criado. El cabo Chamorro le presentó una relación minuciosa y
seguramente imaginaria de soldados presentes en el cuartel y raciones de rancho
y él hizo como que la revisaba y la firmó, ésa era otra de sus tareas ficticias y
ocupaba un lugar secundario pero no desdeñable en el equilibrio del mundo, los
nombres copiados una y otra vez por orden alfabético, las cantidades exactas
pero también falsas de carne o legumbres o aceite, el precio al céntimo de cada
artículo y la suma detallada de todo, ilusoria y perfecta como la apariencia de
disciplina y de valor de una columna de soldados en posición de firmes. Pero
aquella mañana el cabo Chamorro no se marchó en seguida después de guardar
los papeles en el portafolios. Se quedó parado frente al comandante, y éste lo
notó y prefirió fingir que no se daba cuenta, y como el cabo no se decidía a salir
y le daba vueltas nerviosamente a la gorra entre las manos el comandante lo
miró con frialdad y le dijo, gracias, Chamorro, con una entonación indiferente y
a la vez imperiosa que abolía sin posibilidad de discusión la presencia del cabo:
así de educadamente se le ordena a un criado que abandone una habitación, y un
momento después, como si la orden lo volviera invisible, el criado ya no está.
Pero el cabo Chamorro seguía sin moverse. El cuello de su camisa estaba sucio y
él olía a sudor y a pobreza. «Mi comandante», dijo, «con su permiso de usted
tengo una cosa que decirle, a lo mejor usted pensará que es meterme en lo que
no me importa, así que si quiere arrestarme o mandarme a las cuadras estará en
su derecho, pero haga el favor de oírme antes, usted anda siempre en lo suyo y
me parece, con perdón, que no se da cuenta de muchas cosas, pero uno, aunque
no quiere, oye lo que no debe, o lo que otros no quieren que oiga, y yo he oído
hablar de usted al capitán Monasterio y al teniente Mestalla, en la biblioteca, que
ya es raro, aunque esté mal decirlo, creían que estaban solos, pero yo los oí, ayer
tarde, hablaban no sé qué de un telegrama cifrado que había venido de Melilla, y
dijeron que el único del que no estaban seguros cuando llegara la hora de la
verdad era de usted, y que si hacía falta se lo llevaban por delante. Y anoche no
vea usted la que cogieron en la sala de oficiales, aunque esté feo decirlo, mi
comandante, oían lo que contaba la radio sobre lo del ejército de África y
brindaban, a lo mejor a usted le llegaron las voces hasta su dormitorio, un
camarero amigo mío me ha dicho que el capitán Monasterio sacó la pistola y
habló de subir a detenerlo a usted mientras dormía. Muerto el perro se acabó la
rabia, eso dijo, mi comandante».
No dijo nada, no varió la expresión de su cara ni hizo una sola pregunta.
Desconcertado por su silencio, sofocado de calor, el cabo Chamorro se atrevió a
limpiarse la frente con un pañuelo sucio y permaneció firme ante él, mirándose
las puntas de las alpargatas, con el portafolios bajo el brazo y la gorra sudada
entre las manos. Seguramente lo imaginaba invulnerable, o resignado a la
capitulación o al suicidio, o aliado en secreto con los conspiradores. Después de
un breve silencio en el que siguieron escuchándose las máquinas de escribir y las
aspas de los ventiladores, el comandante dijo, «gracias, Chamorro», y el cabo
salió tan confundido del despacho que olvidó repetir la fórmula de despedida.
Una hora más tarde lo vio cruzar serena y decididamente entre las mesas
alineadas de la oficina, y creyó que cuando pasara junto a él lo miraría, pero el
comandante Galaz salió como si no viera ni escuchara a nadie, con la cabeza alta
y los ojos fríos y orgullosos de siempre, con su impecable uniforme de verano,
su pistola al cinto y sus botas relucientes, dejando tras de sí un olor a cuero
engrasado y flexible y a loción de afeitar. Va a hacer algo, pensó el cabo
Chamorro, convencido de que aquella actitud de energía y eficacia ocultaba una
determinación irremediable, va a contarle al coronel lo que yo le he dicho y
dentro de unas horas el teniente Mestalla y el capitán Monasterio estarán
arrestados en el cuarto de banderas. Pero cuando sonó el toque de fajina y los
soldados formaron en el patio aún no había ocurrido nada, y el cabo Chamorro
apenas vio de lejos al comandante Galaz: aquella tarde supo con alarma que
estaban cancelados todos los pases de salida, y su amigo Rafael Moreno le dijo
que no había visto al comandante y que la puerta de su habitación estaba cerrada
con llave.
Se abrió a las diez y media de la noche. Las seis horas que permaneció
encerrado en ella le parecieron luego al comandante Galaz tan largas como los
treinta y dos años anteriores de su vida. Había entornado los postigos de la
ventana y en la penumbra dorada y sofocante como polvo de trigo lo aplastaba el
silencio de la tarde de julio, una quietud pesada y mentirosa de siesta, un deseo
innoble de dormirse empapado en sudor. No haré nada, dijo en voz alta, no
ocurrirá nada. Aprendió esa tarde que la suma de los hábitos repetidos por un
hombre tiene la contundencia abrumadora de un glaciar. No sentía miedo, sino
una ira sin objeto ni destinatario preciso que se volvía contra él mismo convertida
en rencor. Fumaba acodado en la mesa donde había un libro y una pistola en su
funda, y frente a él, en la pared, estaba el grabado del jinete polaco, la cara
joven y tranquila, la sonrisa fría, la mano izquierda apoyada en la cadera, como
en un frívolo ejercicio de equitación. Un acto, uno solo, los dedos que
desabrochan la correa de la funda, la mano que avanza sobre la mesa y envuelve
la culata, que levanta suavemente la pistola y sitúa el cañón en la sien y el dedo
índice que busca el gatillo y lo oprime poco a poco hasta que retumba el disparo
en el techo alto de la habitación. Recordó estampas de militares fracasados y
heroicos, oficiales encerrados en una habitación a los que les era concedida la
posibilidad de una muerte honrosa. Recordó la pistolera negra de su padre, más
temible cuando estaba vacía, olvidada tal vez sobre un aparador. El último acto
digno de un soldado, cuando lo ha perdido todo y no le queda una esperanza
razonable de seguir viviendo con honor: oficiales condenados a muerte y
despojados de sus insignias en ceremonias infames se negaban a que les
vendaran los ojos y exigían el derecho a mandar el pelotón de fusilamiento. El
comandante Galaz se imaginó firme y temerario frente a una línea de fusiles, o
encerrado en aquella misma habitación y poniéndose en la boca abierta el cañón
de la pistola, no en la sien, como en los libros, porque un disparo en la sien no
siempre anula la posibilidad de la supervivencia o de una agonía miserable y
ridícula. Los suicidas son torpes, le había dicho un médico de Mágina, el doctor
Medina, la mayor parte de los suicidas mueren por equivocación o torpeza, con
una indignidad de animales desangrados.
Palabras, le dijo a Nadia con desprecio medio siglo después, cuando por fin
se disponía a enfrentarse a su muerte verdadera e invocaba con ironía y casi
piedad al joven oficial que ya no estaba seguro de haber sido, literatura y
cobardía, la tentación tan poderosa como el calor de julio de resignarse y
aceptar, de quedarse cobijado en la sombra de su vida ficticia mientras el
autómata o el doble cumplía su vocación abyecta de obediencia y los hechos
exteriores seguían sucediendo con la misma fatalidad implacable con que avanza
un glaciar o prolifera un cáncer o crece y va adquiriendo rasgos humanos una
criatura en el interior de una placenta, igual que progresaba la tarde cegadora de
julio hacia el anochecer y la sierra de Mágina, agigantada a mediodía por la
vibración del aire y casi desleído su azul en el cielo blanco de calina, cobraba
otra vez volúmenes y perfiles exactos. Se dio cuenta de que era como un
paralítico, dijo, de que la tregua ilusoria que se había concedido al encerrarse con
llave en la habitación no detenía el tiempo ni el curso de los actos de otros, y por
primera vez en su vida lo desconcertaba la evidencia de que sólo había sabido
ejercer su voluntad en el vacío. Un paralítico, repitió, tan incapaz de todo
movimiento verdadero como ahora mismo, escuchando pasos por los corredores,
estrépito de armas, de confusos partes radiofónicos mezclados con interferencias
y ráfagas de himnos, de tachundas triunfales, motores de camiones que se ponían
en marcha en los cobertizos, gritos en el patio, y yo inerte, igual que ahora,
sentado en la mesa, con la pistola y el libro frente a mí y un cigarrillo
quemándose entre mis dedos, el minutero sonando perceptiblemente en su reloj
de pulsera, las campanas de la torre dando las nueve en la plaza del General
Orduña, los pasos acercándose y los golpes en la puerta de su habitación, y él
quieto, en la penumbra, mirando la cara del jinete, observado por él, ya sin
complicidad, con un tranquilo escarnio, cientos o millares de hombres en el
interior del cuartel y en las calles de Mágina moviéndose como eficaces insectos
en la maquinaria acuciante de la realidad y sólo él inmóvil, paralizado, fumando
cigarrillos, no aniquilado por el peligro de morir ni por la indignación contra los
conspiradores sino por la sorpresa de no ser de pronto quien creía que era, quien
había sido imaginariamente tantas veces, alguien erguido sobre el esfuerzo ciego
y permanente de la voluntad, dotado del privilegio de ordenar y regir sin más
armas que el tono bajo y frío de su voz y la intensidad de su mirada.
Ya estaba oscuro cuando se levantó, sin creer del todo en lo que hacía,
impulsado por una inercia en la que no había nada de decisión ni de orgullo. Se
desnudó, cerró los ojos bajo el agua tibia de la ducha, se secó tan
meticulosamente como si en ese acto único residiera la justificación de su vida,
afiló la navaja de afeitar, examinó luego la piel de su cara para estar seguro de
que no quedaba ni un residuo de barba, pero en ningún momento pensaba en lo
que haría después, como un hombre que camina por la cornisa de un edificio y
sabe que si abre los ojos se precipitará en el vacío. Se puso un uniforme limpio,
abrillantó las botas, el correaje, las hebillas metálicas, cargó con cuidado la
pistola y se la ajustó a la cintura, se puso la gorra de plato delante del espejo,
salió al corredor donde no había nadie y luego a la galería exterior que
circundaba el patio. Brillaban luces eléctricas en todas las ventanas, como en los
edificios de una ciudad despertada a medianoche por un terremoto. Los soldados
se estaban agrupando desordenadamente en compañías, con los cascos de acero
y el armamento completo, y los cabos primeros y los suboficiales gritaban
órdenes furiosas. En alguna parte redoblaba sin descanso un tambor y sonaba a
todo volumen un disco viejo de marchas militares. Con el casco torcido sobre la
cabeza y el fusil en las manos el cabo Chamorro vio a lo lejos al comandante
Galaz, que caminaba hacia la torre donde estaban encendidas las luces del
despacho del coronel Bilbao. Iba tranquilo, braceando despacio, con la mirada al
frente, como si no viera lo que sucedía en el patio y no oyera los gritos ni el
rumor de ganado de los hombres ni el estruendo de los camiones que calentaban
motores en los cobertizos. Bajo la luz amarilla y violenta de los reflectores la
figura solitaria del comandante Galaz tenía un aire más bien patético de
fragilidad y obstinación. Sentía que cada paso que daba era una proeza y que
caminaba anestesiado o en sueños y en realidad no estaba moviéndose. En la
antesala del despacho, el capitán ayudante, que tenía inclinada la cabeza sobre un
aparato de radio donde sonaba inequívoca y chillona una voz militar, se cuadró
delante de la puerta y le dijo que el coronel no podía recibirlo. No hizo un
ademán para apartarlo, tan sólo lo miró y el capitán ayudante se hizo a un lado, y
la puerta se abrió sin que él tuviera conciencia de haberla empujado. Sobre la
mesa del coronel había una botella mediada de coñac y un gran teléfono negro
que ya estaba sonando cuando entró el comandante. Pero no parecía que el
coronel escuchara el timbrazo hiriente y repetido cada pocos segundos, o que
pudiera ver algo o escuchar cualquier otra cosa. Tenía desabrochada la guerrera
y se le habían formado oscuras manchas de sudor en las axilas, le caía sobre la
frente un mechón blanco y húmedo y olía a coñac y a transpiración. Durante un
segundo parecía que el teléfono había callado: inmediatamente volvía a sonar,
con estridencia monótona, casi con saña y desesperación. Pero el coronel no lo
veía, ni veía tampoco al comandante Galaz. Miraba fijo la botella de coñac y la
volcaba sobre un vaso de cristal opaco que se derramaba sobre los papeles de la
mesa y las solapas abiertas de la guerrera cuando la mano morada e insegura lo
acercaba a los labios. «Mi coronel», dijo, «mi coronel», en el mismo tono que
si estuviera hablándole a un hombre medio dormido. El teléfono dejó de sonar. El
coronel Bilbao lo miró, sorprendido por el silencio, y luego sus ojos se movieron
tan lentamente como si se arrastraran sobre los papeles de la mesa hasta
encontrar la botella y el vaso y luego la cara del comandante Galaz. Por un
instante casi le sonrió como otras veces, con una avergonzada devoción de padre
incompetente y beodo, y la cabeza se le volvió a descolgar sobre el pecho y la
mano tanteó en busca del vaso vacío y lo volcó. «Una copa, Galaz», dijo, sin
encontrar la suya, manoteando como un ciego, «déjelos que se maten entre sí,
que no quede ni uno». El teléfono empezó a sonar otra vez, con una monotonía
infatigable de cólera. Desde el patio venía un redoble de tambores. El coronel
Bilbao derribó de manotazo involuntario el teléfono y se escuchó en el auricular
una lejana voz metálica y luego un pitido intermitente. Cuando el comandante
Galaz salió del despacho ya no había nadie en la antesala. Arrancó el cable de la
radio que el capitán ayudante había dejado encendida al marcharse. Nadie en los
corredores iluminados ni en las oficinas, nadie más que él en la escalinata de
mármol por donde bajó al patio oyendo resonar como ecos de disparos los
tacones de sus botas. Ahora los redobles de tambor y el paso unánime de los
soldados que maniobraban para alinearse frente al arco de salida ahogaban las
órdenes y los insultos rutinarios de los oficiales. Sentía que avanzaba en dirección
a una muralla en movimiento. Un capitán dio el grito de alto y el batallón se
detuvo. El teniente Mestalla, con el sable al hombro, estaba al frente de una
compañía cuyo capitán se había dado de baja por enfermedad unos días antes.
Era el capitán Monasterio quien mandaba la formación. Ahora sólo se oían sobre
la grava los pasos del comandante Galaz. Cientos de caras iluminadas por los
reflectores y muy parecidas entre sí lo estaban mirando acercarse. «¡Capitán
Monasterio!», dijo en voz alta y clara: nadie lo había oído nunca gritar. El capitán
Monasterio se volvió lentamente hacia él, que seguía acercándose, los brazos
oscilando junto a las caderas, la mitad de la cara tapada por la sombra de la
visera de la gorra, los tacones de sus botas aplastando la grava con un ritmo
metódico. «A la orden de usted, mi comandante, sin novedad en el batallón», el
capitán Monasterio se cuadró, gordo y sudoroso, con una mirada fija de cobardía
y de odio que era idéntica a la de todos los oficiales y suboficiales de la primera
fila: el comandante Galaz, solo y firme frente a todos ellos, sin más defensa que
su arrogancia y su pistola, recordó la sensación de saltar sobre una trinchera y oír
a su alrededor silbidos de disparos. «Capitán Monasterio», dijo, «ordene
derecha y descanso y luego rompan filas». El capitán Monasterio había dejado
caer la mano y volvió la cara hacia los otros oficiales, como pidiéndoles
desesperadamente ayuda. La presencia inmóvil y compacta de las hileras de
soldados tenía el espesor de un muro contra el que chocaran las voces. El teniente
Mestalla salió de la formación y dio unos pasos hasta llegar a la altura del capitán
Monasterio. Era demasiado joven y demasiado soberbio y ya no tendría tiempo
de corromperse ni aprender. Su admiración fanática hacia el comandante Galaz
se había transmutado en odio con esa rapidez extrema con que cambia el sentido
de los afectos en las adolescencias retardadas sin que varíe la locura de su
intensidad. «Nadie va a ordenar rompan filas», dijo, y el esfuerzo del desafío y
del grito le quebró la voz. «Póngase firme, teniente»: el comandante Galaz habló
tan bajo que sólo el teniente Mestalla y el capitán Monasterio oyeron lo que
decía. El teniente Mestalla separó un poco más las piernas y se cruzó de brazos.
«Yo no obedezco a un traidor». Mientras desabrochaba la funda de su pistola el
comandante Galaz seguía mirándolo a los ojos. Apretaba los dientes y un leve
espasmo nervioso le estremecía las mandíbulas. El comandante Galaz sacó la
pistola, le quitó el seguro, vio una geometría inmóvil de caras y miradas
detenidas en él, volvió a decirle en voz baja al teniente Mestalla que se pusiera
firme, pero las piernas siguieron separadas y los brazos cruzados retadoramente
sobre el pecho y el teniente no miró ni una vez la pistola que se alzaba en
dirección a él. Permaneció erguido unos segundos al recibir el disparo, que
provocó en la formación un sobresalto unánime, un movimiento parecido al del
agua de un lago donde se arroja una piedra. Cayó sentado, abrazándose el
vientre, mirando al comandante Galaz con más sorpresa que terror, y nadie se
movió ni se acercó a él en los minutos larguísimos que duró su agonía. Dos horas
más tarde las tropas salieron en camiones del cuartel abriéndose paso entre los
grupos de gente que lo rodeaban, subieron por la avenida del 14 de Abril,
cruzaron la calle Nueva y la plaza del General Orduña, donde el ruido de los
motores ahogó en un silencio de expectación y acaso de miedo los gritos de una
muchedumbre armada de hoces, palos y horcas y banderas rojas que retrocedía
separándose ante la luz de los faros. Los camiones se detuvieron en la plaza de
Santa María, ante la fachada del ayuntamiento, donde había gente en los
balcones y estaban encendidas todas las luces. Mirando fríamente a los ojos al
capitán Monasterio el comandante Galaz le ordenó que formara con rapidez el
batallón y le diera novedades. Pasó revista luego a las filas inmovilizadas y tensas
en posición de firmes tan lentamente como si el tiempo y la realidad no contaran.
Les dio la espalda, corrigió con las puntas de los dedos la inclinación de su gorra
de plato y abrochó la funda de su pistola, y mientras caminaba solitario y erguido
hacia la escalinata del ayuntamiento se extrañó del silencio y le pareció el
preludio de un balazo que le acertaría en la espina dorsal. Estaba seguro de que
iba a morir, le dijo a Nadia, casi lo esperaba, con una oculta avidez sin temor.
Hacia las seis de la madrugada, después de una noche de borrachera y de
insomnio, todavía solo en el cuartel, el coronel Bilbao, que había escrito el
encabezamiento de una carta dirigida tal vez a uno de sus hijos, se abotonó la
guerrera, se ajustó el correaje y se disparó un tiro en la boca.
E
STÁ SONANDO UNA CANCIÓN
y no sé desde dónde me llega ni cuál es su
título, una voz quejumbrosa y familiar aunque no sepa de quién es ni cuánto
tiempo hace que no la oía, la he encontrado moviendo al azar el dial de la radio
mientras conduzco de noche y en seguida reconozco el ritmo del bajo y repito la
letra, ha empezado a oírse en la máquina de un bar, en una calle de Mágina, o en
una habitación de la casa futura de Nadia, en una pluralidad de lugares y tiempos
que la música vuelve simultáneos, y en los segundos que tardo en acordarme del
cantante y del título revivo como a tientas una tarde de junio despojada todavía
de su fecha exacta, pero no de una vigorosa sensación de entusiasmo y de
pérdida, de pesadumbre de verano próximo, un dolor sin alivio hecho con los
mismos materiales de la felicidad, un perfume de madreselva y unos ojos verdes
sombreados de rímel, unas piernas morenas y desnudas, de tobillos delgados, un
cuerpo acariciado en los sueños, vislumbrado de lejos en las calles de la ciudad o
en el patio del instituto, rozado con fugacidad y deseo en una banca, o en el
tumulto a la salida de la clase, con los pormenores que luego excitan el insomnio,
la transparencia de una camisa que revela los tirantes del sujetador, esa cabeza
inclinada sobre la que se derrama el pelo negro y esa penumbra de la blusa
donde resplandece un temblor de carne blanca y cálida y apretada, Otis Redding,
me acuerdo, y la canción es
My girl
, yo voy silbándola un domingo de finales de
mayo o principios de junio, a la caída de la tarde, viendo al final de la calle
Nueva un ocaso rojizo que brilla en los azulejos de las cúpulas del hospital de
Santiago, he dejado a mis amigos jugando al billar en las honduras lóbregas del
salón Maciste y he salido a la calle Gradas y luego a la plaza del General Orduña
con el presentimiento imperioso de que voy a ver a Marina, y ellos ya ni se
extrañan, acostumbrados a mis rarezas, aburridos de mi silencio: dice Martín,
burlándose, que se me ha puesto cara de cantante melódico, y Félix que estoy en
los sitios como si ya me hubiera ido de ellos, pero no puedo evitarlo, y menos
ahora, que han acabado las clases y sólo veo a Marina en el instituto durante los
exámenes, procuro sentarme cerca de ella, algunas veces en la misma banca, y
otras en la de atrás, le veo los muslos morenos y ceñidos por la minifalda y la
blusa entreabierta y la dejo copiarme o le digo en voz baja las respuestas que ella
no sabe, incluso una mañana, el viernes pasado, nos encerramos juntos en un
aula vacía para preparar el examen de inglés, y le chocaba mi pronunciación
americana, aprendida en los discos, se fijaba sonriendo en mis labios y curvaba
golosamente los suyos, y de tenerla tan cerca y oler su perfume ligeramente
ácido y ver su boca y su lengua tan húmeda apareciendo entre los labios pintados
empecé a sentir una excitación parecida al mareo, vacío en el estómago y
debilidad en las rodillas, y por miedo a que advirtiera la prueba evidente de lo
que me sucedía crucé las piernas y me aproximé un poco más al filo de la mesa,
pero eso fue peor, porque encontré las suyas, y en vez de echarnos hacia atrás
las mantuvimos juntas, y entonces, más hondo que el perfume y que el olor del
champú y del jabón de baño, noté otro olor que no sabía definir ni nombrar,
aunque tuviera a mi disposición alguna burda palabra suministrada por Pavón
Pacheco, y pensé con secreta avidez y vergüenza en lo que hallarían mis manos
si se deslizaran muslos arriba y traspasaran el filo tenso de las bragas, y Marina,
que hasta ese momento había sido poco más que una presencia intangible hecha
a partes iguales de asombro, de onanismo y de literatura, como casi todas las
mujeres a las que he amado después en mi vida, salvo una, la última, se convirtió
para mi solivianto en una mujer verdadera y carnal, con pechos que podían
acariciarse y apretarse, con bragas tal vez humedecidas y secreciones y olores
que no procedían de un perfume de color dorado y nombre poético sino de la
evidencia de un cuerpo que existía tan materialmente como el mío y podría ser
tocado y besado y mordido si yo seguía acercándome a ella y ponía mis labios
en su boca y derribaba los libros y las hojas de apuntes para estrecharla contra
mí, para hundir mi cara en sus pechos y mi mano en sus muslos y perderme en
la mirada de sus grandes ojos verdes, de un verde agreste y húmedo, como una
umbría de agua y de vegetación en una tarde de verano, un verde transparente
que brillaba más por el contraste con la piel morena de su cara, ese moreno
suave de las piscinas y el dinero, el pelo negro y la sombra verde oscuro del
maquillaje de sus párpados: fue tan sólo un instante, el tiempo inasible que
transcurre entre dos campanadas de reloj o dos timbrazos de un teléfono, el
vértigo que precede a un salto que al final no se dará, y cuando terminó todo
volvió a ser imposible y yo fui de nuevo aniquilado por la cobardía y la desdicha.
La sonrisa aún duraba en los labios de Marina, pero había cambiado la expresión
de sus ojos, y ahora me miraba otra vez como si no acabara de verme, como ve
una mujer de diecisiete años a un tipo de su misma edad, con una naturalidad
asexuada y tal vez compasiva, sus piernas ya separadas de las mías debajo de la
mesa, su voz nasal, de hija de médico que vive en un chalet, pronunciando con
descuido unas palabras inglesas, preguntándome qué iba a hacer cuando
terminara el curso, adónde iría de vacaciones, por qué carrera me había
decidido. Me pareció que había un tono de nostalgia en sus palabras al hablar de
un futuro en el que seguramente no volveríamos a vernos, y pensé decirle que la
iba a echar mucho de menos, que no podía soportar la idea de no encontrarme
con ella todas las mañanas en el instituto, pero las cosas que imaginaba nunca
cobraban el sonido de mi voz ni la consistencia de la realidad, y cuando sonó en
el pasillo el timbre que anunciaba el examen de inglés salí con ella en silencio y
me decía que iba a atreverme a invitarla a una cerveza en el Martos, pero no me
atreví, tan fácil como hubiera sido, y no sólo por el miedo y casi la certeza de
que me diría que no, sino porque era incapaz de concebir la posibilidad de que
ocurrieran las cosas que más desesperadamente deseaba.
Y ahora me marcho como un sonámbulo del salón Maciste oyendo a mi
espalda los golpes nítidos de las bolas de billar y el belicoso estrépito de los
futbolines y la luz de la tarde y el olor de las acacias y del agua en la plaza del
General Orduña se agregan al recuerdo de la mirada de Marina y a la voz de
Otis Redding escuchada al pasar bajo un balcón abierto o en la radio de un coche
para ofrecerme la seguridad insensata de que estoy a punto de verla y de que la
habría perdido si me hubiera quedado unos minutos más con mis amigos. Me
miro en el escaparate de esa tienda nueva de fotos que hay en los soportales,
compruebo con satisfacción que el flequillo me cae sobre los ojos y que el pelo
me tapa las orejas, me veo delgado y ágil con mi pantalón vaquero, mis
zapatillas deportivas y mi blusa negra, casi me parezco de lejos a Lou Reed en la
luna del escaparate, aunque me haría falta una cara más chupada y unas gafas
oscuras. No recuerdo por qué razón, llevaba más dinero que de costumbre aquel
día: compro unos cuantos cigarrillos rubios en el puesto de ese hombre con las
piernas cortadas que estuvo en la guerra con el tío Rafael, huelo uno de ellos,
pasándolo despacio bajo la nariz, el papel tan suave, el olor penetrante y delicado
del tabaco americano, el mareo que da, ya lo dice Pavón Pacheco, la vida buena
es cara, hay otra más barata, pero eso no es vida: me lo pongo en los labios,
vuelvo a mirarme en el escaparate, vigilo a mi alrededor por miedo a que me
vea algún conocido de mi padre, subo a la calle Nueva, sin encender aún el
Winston, porque es un placer muy caro y hay que administrarlo, y presiento con
emoción y pavor que cada paso que doy me aproxima a ella, la veré dentro de
unos minutos, irá sola y me dirá que había salido en mi busca, que se ha pasado
el fin de semana esperando una llamada de teléfono, le propondré con el
desapego de los tipos adultos que venga conmigo a tomar una cerveza y a oír
algún disco, y cuando esté sonando
Take a walk on the wild side
en la máquina del
Martos le iré traduciendo en voz baja la letra y me acercaré tanto a su cara que
sin darse cuenta ya estará besándome. La imaginación se apresura por delante
de mí, yo aún voy caminando por la acera de la calle Mesones donde acaban de
abrir la heladería de Los Valencianos y una parte enajenada y ansiosa de mi
alma ya ha entrado en el porvenir y está viendo la verja de la casa de Marina,
viéndola a ella, perfeccionando los detalles de una de mis mentiras preferidas, las
que no cuento a nadie más que a mí mismo: nos hemos citado por teléfono, he
marcado sin nerviosismo ni error el número de su casa desde una cabina, he
llegado a la colonia del Carmen silbando perezosamente
My girl
y en cuanto he
tocado el timbre ella ha salido al jardín con una falda muy corta y una sombra
verde oscuro alrededor de los ojos, con esa manera tan dispuesta de andar y esa
mirada llena de promesas que tienen las mujeres cuando acuden a una cita.
Tanto deseo en vano, hacia tantas mujeres, durante tantos años, tantas
figuraciones y propósitos y fervores estériles, confinados a la imaginación,
alimentados y envenenados por ella, derribados por el desengaño, el dolor y el
ridículo, sobrevividos en canciones que devuelve intactas el azar, en páginas
cuadriculadas de diarios que sólo una confusa piedad hacia lo que he sido no me
deja romper, irrevocables decisiones que nunca se convirtieron en actos y
perduran como fantasmas de la voluntad mucho después de que el sentimiento
que las dictó se haya extinguido.
Pero hay algo en ese atardecer de domingo que antes no existía, una
sensación de premura y despojo que ha ido creciendo a medida que se acercaba
el final del curso. Se ha adelgazado la consistencia de las cosas y los colores son
ahora más vivos bajo una luz ya de verano, y los olores más intensos, el tiempo
discurre con una desconocida liviandad y parecen más breves las clases y los
días y hasta las canciones, una moneda en la ranura de la máquina de discos y en
menos de tres minutos se acaba la música, y con ella la exaltación de tanta
ternura imaginada, la plenitud furiosa de las guitarras y la batería, tantas
afirmaciones y huidas y búsquedas demasiado perentorias para que alguien o
algo las satisficiera. Y en esa urgencia detenida, en la repetición de caminatas,
canciones, exámenes, encuentros fugaces con Marina, días tachados en los
calendarios, aprendíamos lentamente y por primera vez que nuestras vidas de
siempre estaban a punto de cambiar, y había delante de nosotros fechas
definitivas y pasos que ya no tendrían vuelta. Era, aquella tarde de domingo, con
las heladerías ya abiertas y las muchachas vestidas de colores claros, con un azul
de postal en el cielo de Mágina, sobre las casas de cal blanca y las torres doradas
por el sol, el descubrimiento inaudito de que algunas cosas ocurren por última
vez: en la semana siguiente habría un último examen en el instituto, y cuando
pasara el verano y terminaran los días tibios de la feria de octubre ya no
volveríamos nunca más a las aulas. Viviríamos otras vidas en ciudades lejanas, y
el tiempo habría perdido su tediosa eternidad circular, la rotación de los cursos,
de las cosechas, de los trabajos en el campo, hasta de los paisajes amarillos,
ocres, verdes, azulados, que habíamos visto sucederse en el valle del
Guadalquivir desde antes de tener memoria o uso de razón. Desde ahora el
tiempo era una línea recta que se prolongaba en dirección al porvenir y al vacío,
como en las canciones con ritmo de blues y velocidad de viaje en coche por una
carretera que nos gustaban tanto, y yo sentía que acaso estaba repitiendo por
última vez la caminata de siempre hacia el hospital de Santiago y la colonia del
Carmen en busca de Marina: pensaba en el futuro tan próximo, en mi vida en
Madrid, miraba desde el final de la calle Nueva la carretera sin misterio donde
terminaba la ciudad y regresaban a mí el miedo y la excitación de mirar junto a
Félix, cuando éramos niños, desde los terraplenes de la calle Fuente de las Risas,
el valle ilimitado y los picos de la sierra de Mágina sabiendo que más allá de las
montañas azules que una vez había atravesado a pie y muerto de fatiga y de
hambre mi abuelo Manuel, y por la que se volvió tranquilamente de la guerra el
tío Pepe montado en un mulo, había otras llanuras, otras ciudades mucho
mayores que la nuestra, y después ríos cuyos nombres ignorábamos y
cordilleras más altas y mares de un azul tan oscuro como el de los planisferios:
iba buscando a Marina aquella tarde y ya me veía solo y extraviado en una calle
de Madrid y era como cerrar los ojos de noche y soñar que alzaba el vuelo y que
veía en el fondo de la oscuridad luces de casas que temblaban como velas,
bombillas encendidas en las últimas esquinas de ciudades sin nombre, boscosos
archipiélagos iluminados por la luna con reflejos metálicos.
Era domingo, tenía dinero en el bolsillo, me imaginaba solitario y audaz. En
un bar al que íbamos de vez en cuando porque en su máquina de discos había dos
o tres buenas canciones pedí un cubalibre y estuve oyendo a Janis Joplin cantar
Summertime
. Sentado al final de la barra, junto a las cristaleras, veía al otro lado
las casas de la colonia, la calle por donde salía Marina todas las mañanas para
subir al instituto. Era un bar triste y más bien sucio, uno de esos bares
inexplicables que permanecen abiertos en una zona poco frecuentada de la
ciudad y en los que no entra casi nadie. Pero me gustaba oír allí a Janis Joplin,
que en aquella máquina era una rareza, su voz furiosa y quemada entre los discos
de Manolo Escobar, de
Fórmula V
o de Porrina de Badajoz, incluso había uno
mucho más antiguo,
Soy minero
, de Antonio Molina, que nada más sonar me
hundía en una congoja y en una felicidad inconfesables, como las canciones de
Joselito, qué vergüenza y qué rabia. Me gustaba sobre todo estar solo y saber que
no me conocía nadie en un barrio tan distante del mío, y labrarme, con la ayuda
del cubalibre, del cigarrillo americano y de la música, una identidad misteriosa,
arbitraria y futura: un tipo que bebe y fuma acodado en una barra de cinc, que
mira por la ventana con la misma curiosidad neutral de un forastero y cruza el
bar en dirección a la máquina iluminada de naranja y de rosa y elige de nuevo
una canción en inglés sin quitarse el cigarrillo de la boca. Agradecía como un
grito de aliento y de complicidad la rabia póstuma de Janis Joplin, llegada a
Mágina y a aquel bar y a mi vida quién sabe por qué suma de azares, venida
desde otro mundo donde hacía mucho tiempo que dejó de escucharse, pues no
me daba cuenta entonces de que la mayor parte de las voces que oía en los
discos eran voces de muertos, y de que las promesas de libertad fulgurante que
venían a ofrecerme se habían extinguido varios años atrás. Jimi Hendrix, Janis
Joplin, Jim Morrison, Otis Redding, estaban muertos cuando a nosotros nos
revivían sus discos, de Eric Burdon y de Lou Reed nos dijeron que eran muertos
en vida, aniquilados por la heroína y el alcohol, las canciones de los Beatles que
más nos gustaban pertenecían a un pasado lejano, que había existido cuando
nosotros sólo oíamos las novelas de Guillermo Sautier Casaseca y esas canciones
de Antonio Molina que me seguían deparando a traición una dulzura insoportable.
Íbamos a llegar tarde al mundo, pero no lo sabíamos, nos preparábamos
avariciosamente para asistir a una fiesta que ya había terminado, yo entornaba
los ojos y aspiraba el humo del cigarrillo rubio y notaba el efecto del cubalibre y
el remoto verano anunciado por Janis Joplin y desmentido por su desastre y su
muerte se dilataba ante mí como un candente paraíso de desarraigo y de viaje,
cabellos largos y guitarras y sexo: en Madrid, en Nueva York, en San Francisco,
en un bar donde yo estaría acodado en la barra y escuchando a Janis Joplin,
aparecería Marina, y el temple de la experiencia y la temeridad del alcohol me
empujarían hacia ella, no hacia un noviazgo tímido y tedioso, no hacia el
matrimonio, la estabilidad y los hijos, sino hacia una celebración salvaje y
libertaria del deseo. Queremos el mundo y lo queremos ahora, decía una canción
de Jim Morrison que me sobrecogía como un anuncio de apocalipsis.
Apuré el cubalibre. Pregunté cuánto valía, conté el dinero que llevaba y pedí
otro más. Puse
Summertime
por tercera vez y cuando volvía a mi lugar de la
barra vi a Marina al otro lado de la calle. Pensaba tanto en ella, era tan incapaz
de recordar su cara, que cuando la veía tardaba un poco en reconocerla: con el
pelo recogido cambiaban sus facciones, parecían más anchos sus pómulos y sus
ojos más grandes, era otra y ella era misma, y esa modificación, como la que
sucedía cuando llevaba pantalones después de varios días de ponerse una falda,
agregaba al reconocimiento del amor el aliciente de lo inesperado, la codiciosa
intuición de que en una sola mujer hay varias mujeres, un prisma sucesivo de
perfiles y miradas que uno desearía distinguir y atesorar para que la monotonía
no gastara nunca su atención insaciable. Aun de lejos advertí que iba muy
pintada, que esperaba a alguien, que parecía menos joven que en el instituto. La
vi quieta en la acera, con un bolso al hombro, tan inaccesible y súbita como una
figuración de mi deseo, con los pechos altos y las caderas ceñidas y los muslos
desnudos en el atardecer todavía luminoso de junio, y me gustó tanto que me
quedé paralizado, igual que la otra mañana, cuando estaba como un idiota frente
a ella en un aula vacía recitando verbos irregulares ingleses y me llegaba el olor
denso de su cuerpo sin que yo me atreviera a sostener su mirada ni a adelantar
un poco más mis rodillas. El personaje tan laboriosamente edificado por mí con
el auxilio del alcohol y la música se desvaneció igual que arde un guiñapo de
paja: ya era de nuevo yo mismo, nadie, yo soy aquel que por la noche te
persigue, cantaba Martín burlándose de mí cuando me sorprendía merodeando
por la colonia del Carmen. Miraba hacia donde yo estaba pero no me veía, tal
vez se estaba viendo a sí misma en las cristaleras del bar. Bebí un poco más de
cubalibre, un hombre desesperado y maduro que se entrega al alcohol, mareado
ya, casi borracho, invisible, espiando a Marina desde un bar sombrío donde ya
era de noche, acordándome ahora de la voz de Otis Redding, de la manera dulce
y terminante en que sonaban las trompetas, como si anunciaran la llegada de una
mujer y la culminación de una cita,
My girl
.
Muy pronto ya no estuvo sola: el mismo tipo alto de otras veces, tan sólo tres
o cuatro años mayor que yo pero a una distancia tranquila y humillante de mi
adolescencia, de mis granos en la cara y de mi timidez sin remisión, sonriente,
con los rasgos duros, como definitivos y forjados, no como yo, que tenía la cara
y el cuerpo a medio hacer, según me decía mi abuela Leonor: los vi besarse, no
en la boca, qué alivio, sino en las mejillas, un beso en cada una, como hacían los
que regresaban en vacaciones de la universidad, seguro que el tipo estudiaba en
Granada o en Madrid o había terminado ya la carrera y hasta tenía coche o una
moto rugiente y llevaba a Marina abrazada a su cintura, su vientre y sus pechos
adheridos a él y su pelo negro y largo al viento. Al menos no se cogieron de la
mano. Los vi subir por Ramón y Cajal y sin que mediara una decisión de mi
voluntad pagué los cubalibres y salí tras ellos. Ahora yo era el espía de la canción
de Jim Morrison o un pistolero sentimental y despiadado que persigue por los
callejones turbios y los clubs a la mujer sin escrúpulos que lo engaña con su peor
enemigo. Iba por la otra acera, rozando la pared, no sólo por precaución, sino
porque no tenía costumbre de fumar rubio americano y beber cubalibres, lejos
de ellos, pero no tanto que no pudieran descubrirme si se volvían, aunque me
daba igual, estaba algo borracho y era invisible, murmuraba imitando la voz de
Jim Morrison, soy un espía en la casa del amor, conozco el sueño que estás
soñando ahora mismo, conozco tu miedo más secreto y profundo, sé la palabra
que anhelas escuchar, lo sé todo. Poco a poco me iba ganando la desolación de
los anocheceres de domingo, más intensa en las calles anchas y despobladas de
aquella zona de la ciudad, entre garajes cerrados, bloques de pisos y escaparates
de tiendas de coches, una desolación sedimentada desde los domingos
inacabables de la infancia y hecha de aburrimiento y de vacío, de miedo a las
primeras clases de los lunes, agravada minuto a minuto por la declinación de la
luz y la llegada de la noche: ya se encendían las primeras farolas sobre la
avenida y parpadeaba el ámbar en los semáforos, y cuando Marina y el intruso
que caminaba junto a ella se internaron en el parque Vandelvira ya
resplandecían en la claridad tenue del final de la tarde los chorros de agua
luminosa de la fuente y venía hacia mí una brisa húmeda: los perdí entre los setos
y los árboles, temí que estuvieran besándose en un banco, o que hubieran
abandonado el parque sin que yo lo advirtiese, pero no, los vi muy cerca,
sentados en la glorieta que circundaba la fuente, de espaldas a mí, un brazo del
tipo sobre los hombros de Marina, su mano rozándole la nuca erguida y el
nacimiento del pelo, con descuido, como sin interés, mientras ella, de perfil, le
contaba algo y se reía: era un hijo de puta, desde luego, un hipócrita, se
aprovechaba de su ingenuidad y de sus pocos años e intentaba abusar
brutalmente de ella, que lo rechazaba despeinada y gritando, y entonces
intervenía yo, lo golpeaba en la cara, le daba un rodillazo en las ingles, con una
maniobra sucia él me echaba arena en los ojos y un grupo de amigos suyos que
andaban rondando por allí se le unían para darme una paliza con las cadenas de
sus motos, me resistía como un tigre, mordía, golpeaba, arañaba, caía sin
conocimiento al suelo, y cuando volvía a abrir los ojos Marina estaba pasándome
un pañuelo humedecido por la cara tumefacta y se abrazaba a mí con sus ojos
verdes relucientes de ternura y de lágrimas, de arrepentimiento y gratitud. Al
cabo de unos minutos ella se levantó y dio unos pasos hacia la fuente,
contoneándose mucho, casi bailando, será puta, murmuré con rencor y
vergüenza de mí mismo, se volvió hacia él y estuvo a punto de verme.
Clandestino, ridículo, sin dignidad, encogido tras el tronco de un árbol, vi su silueta
perfilada contra los chorros azules, verdes y amarillos del agua, que iluminaban
su cara con tonalidades fugaces, la vi acercarse de nuevo a él, oscilando sobre
unos zapatos muy altos, aquellos zuecos con la suela de corcho que llevaban
entonces las mujeres, y extender las dos manos ante sí, como si interpretara una
canción. Para mi dolor y mi escarnio distinguía su risa entre el ruido del agua,
veía el brillo de sus pómulos maquillados y adivinaba la expresión de sus ojos,
pensando que ninguna mujer me había mirado nunca así, que esa mirada me
pertenecía y me estaba siendo robada por los ojos de otro.
Al levantarse él la abrazó. Caminaron tomados por la cintura, la cabeza de
ella reclinada en su hombro, los rizos sueltos de su pelo acariciándole la cara,
imaginé, con la misma exactitud que si tocaran la mía, oliendo su perfume como
si fuera yo quien la estaba abrazando. Decidí que no la miraría nunca más:
cuando llegara mañana al examen de literatura con el Praxis me sentaría en una
banca alejada de ella, y si me pedía que me pusiera a su lado le contestaría
lacónicamente que no. Me volveré ahora mismo, iré a buscar a mis amigos,
beberé con ellos hasta perder el juicio y la memoria, volveré tambaleándome a
casa, con el cigarrillo colgado de los labios, desengañado, cínico, sin esperar nada
del amor ni de nadie, dispuesto a marcharme sin que nadie sepa adónde. Salieron
del parque y ya era de noche: paseaban muy despacio por la acera del instituto,
se besaron mientras esperaban que cambiara al verde el semáforo, y yo supe,
todavía oculto, indigno como un merodeador, que cuando cruzaran la calle
entrarían en el Martos y que yo no tendría voluntad para no seguirlos. Me
engolfaba como en un éxtasis de sufrimiento en la humillación atroz de no ser
deseado, en una ciénaga de novelerías y de versos de Bécquer y de estribillos
masoquistas. Los vi entrar en el Martos y esperé unos minutos en la otra acera,
dando vueltas junto a la verja del instituto, fumando mi penúltimo cigarrillo
americano. Crucé la calle como si me dirigiera hacia la consumación de un acto
inhumano o heroico que trastornaría mi vida: estaba menos borracho de alcohol
que de palabras. Tras la barra, el dueño del Martos me saludó como a un cliente
de confianza: haría como él, me enrolaría en un barco y buscaría el olvido en la
ginebra y en las mujeres de los puertos. No miré hacia el fondo, hacia el lugar
íntimo donde estaba la máquina de discos y desde donde venía ahora una
pestilente canción sentimental, no sé si de Nino Bravo o de Mari Trini: seguro que
el tipo la había puesto para ella, seguro que ésa era la música, por llamarla de
algún modo, que a los dos les gustaba. Marina solía decirme que lo malo de las
canciones en inglés era que no se entendían, imbécil, pensé ahora, como si
hiciera falta. Resuelto a todo, pedí otro cubalibre. Había mucha gente en la barra
esa noche, parejas de novios que tomaban raciones y vermús cogidos de la mano
y ruidosas pandillas envueltas en humo y en risas excitadas, pero al fondo, cerca
de la máquina, sólo estaban sentados ellos dos, el tipo con su cara odiosa de
chulería adulta y experiencia, Marina tan maquillada que le relucían los pómulos
con un brillo de aceite, con las piernas cruzadas, sosteniendo un cigarrillo con los
extremos de los dedos y bebiendo de un vaso con hielo: por un momento la vi
desde fuera del amor, durante unos segundos dejé de quererla. Miraba en
dirección a mí pero no me veía. El tipo se puso en pie, se acercó a la máquina,
muy alto, con los hombros anchos y las manos en las caderas, un chulo de
mierda, se inclinó sobre el panel iluminado donde estaban los títulos de las
canciones y echó una moneda, ya verás lo que pone, me dije: volvió junto a
Marina y ella lo atrajo hacia sí extendiendo su mano con las uñas pintadas y
entonces empezó a sonar una canción espantosa, de Demis Roussos, una canción
que le taladraba a uno los oídos,
We shall dance
, pero a ella debió de gustarle
mucho, porque siguió la melodía moviendo los hombros y echando a un lado la
cabeza como si perteneciera a un coro bondadoso, estúpido y feliz, el que sonaba
en el disco acompañando a aquel gordo de barriga opulenta bajo la túnica de
flores. Ya casi no sentía celos, sino rabia, hacia ella y hacia el tipo y hacia Demis
Roussos, y más que nada hacia mí, por estar enamorado de una mujer a la que le
gustaban esas canciones y esa clase de seductores repulsivos, por estar
espiándola y emborrachándome solo en la barra del Martos en vez de andar por
ahí con mis amigos, con razón se burlaban de mí y huían de mis confidencias
tristes y de mi premeditado aire de desesperación.
Pero no me iba, no hacía nada, sólo beber y lacerarme con aquella música y
con las torpes carcajadas que oía a mi alrededor como una niebla alcohólica, y
encendía mi último cigarrillo y miraba de soslayo entre el humo a las dos figuras
que se abrazaban en el rincón más oscuro del Martos: me sobresalté de pronto, se
marchaban, Marina estaba en pie y se alisaba la falda, pasarían a mi lado y me
sería imposible fingir que no los había visto, iba a ponerme rojo, seguro, colorado
de humillación y de vergüenza, no me quedaba tiempo para huir. Pero no se iban,
el tipo abrió la puerta de cristales que daba al jardín y a la discoteca
Acuario’s
y
la dejó pasar delante a ella, a quién pensaba engañar con galanterías semejantes,
y desde el interior vino retumbando un ritmo de batería y de bajo. Era tarde, más
de las diez, yo no iba a cruzar esa puerta, no me quedaba dinero para pagar la
entrada, incluso no estaba seguro de poder sostenerme cuando bajara del
taburete y perdiera el apoyo de la barra. Me veo a mí mismo entrando en aquel
pequeño jardín con las plantas iluminadas desde abajo por tubos fluorescentes y
empujando por primera vez en mi vida la puerta acolchada de una discoteca con
el mismo temblor con que pisaría el umbral de un prostíbulo. No vi nada al
principio, ningún portero me pidió que pagara una entrada, me envolvió un ritmo
denso que golpeaba en la oscuridad rojiza como un corazón entre los blandos
tejidos del pecho y cuando empezaron a oírse las trompetas reconocí la canción
que estaba sonando:
My girl
, pero no la cantaba Otis Redding, sino los Rolling
Stones. Vi divanes tapizados de un rojo muy oscuro, espejos, luces giratorias que
me daban vértigo, camisas blancas que fosforescían, lentos cuerpos abrazados y
en pie que casi no se movían. Di unos pasos sin ver el suelo ondulado que pisaba,
vi a Marina durante menos de un segundo bajo una luz verdosa y luego roja, la
sombra de su cuerpo confundida con la sombra del otro, los brazos colgados de su
cuello, las caderas moviéndose muy lentamente contra él, la cabeza echada
hacia atrás y los ojos cerrados. Una voz me llamó: «¡Pero qué sorpresa, madre
mía, si es mi amigo el políglota! ¿Cómo es que no estás estudiando para el
examen de mañana?». En una especie de cubículo, turbiamente alumbrado por
una luz que fluía debajo de la mesa, Pavón Pacheco se arrellanaba con la
suficiencia de un gángster, recostado como en un trono en la pared acolchada,
rodeando con sus brazos a dos mujeres de pechos grandes y caras chupadas, de
edad indefinible, con un aire al mismo tiempo de adolescencia enferma y
depravada madurez, provocado sin duda por la ambigüedad de la luz, el
maquillaje excesivo y el brillo vacuo y vehemente de los ojos. Había con ellos
alguien más, un hombre, pero estaba medio oculto en la sombra, únicamente se
veían sus dos manos, que manejaban con velocidad y sigilo un pequeño montón
de tabaco y una hoja de papel de fumar. «Siéntate con nosotros, políglota, que te
voy a presentar a estos amigos». Yo no veía bien las caras, desfiguradas por la
luz amarilla que subía del suelo, no alcancé a oír los nombres, tan sólo me fijé en
que una de las mujeres no llevaba sujetador y en que el hombre que parecía
estar liando un cigarrillo tenía una serpiente tatuada en cada uno de sus
antebrazos, nervudos y pálidos. «Un lejía», dijo Pavón Pacheco con orgullo al
presentármelo, «un caballero legionario recién llegado de Melilla». Las dos
mujeres me miraban y se reían entre sí tapándose la boca y daban manotazos y
mordiscos a Pavón Pacheco, cuyas dos manos se alargaban simultáneamente
hacia los escotes. Una de ellas dijo, «pero si tiene cara de niño», y tardé un poco
en darme cuenta de que hablaba de mí y en ponerme colorado, pero ya casi no
me acuerdo de lo que ocurrió desde entonces, empezó a oírse a Roberta Flack
cantando
Killing me softly with his song
y yo miraba con disimulo inútil a Marina
y al tipo que se abrazaba a ella y le hundía la cara en la nuca y le aplastaba las
nalgas con sus dos manos abiertas y me sentía morir no suavemente sino con una
lentísima crueldad, las dos mujeres se reían simultáneamente abriendo mucho
sus grandes bocas pintadas y dándose palmadas en las rodillas mientras los dedos
incansables de Pavón Pacheco buscaban bajo sus faldas y sus blusas, yo tenía en
la mano un cubalibre que no recordaba haber pedido y que en cualquier caso no
podría pagar, el legionario de los antebrazos tatuados me ofrecía un burdo
cigarrillo muy ancho en un extremo y muy delgado en el otro, que ardía mal y
despedía un humo resinoso. Pavón Pacheco me lo quitaba de los labios
diciéndome, «pero no lo fumes así, hombre, que no es un Celtas», y me
enseñaba cómo debía fumarlo, con una larga aspiración, igual que aspiraban sus
pipas de opio los chinos de las películas, reteniendo mucho rato el humo,
expulsándolo muy despacio, con los ojos cerrados, cobijándolo en el interior de
la mano ahuecada, pero yo apenas podía fijarme ya en nada, percibía una
espesa aleación de música, de humo dulce, de carcajadas y alcohol y olores y
penumbra, me moría de risa sin recordar el motivo y veía agrandarse frente a
mí las bocas de aquellas dos mujeres, que mostraban unos dientes estropeados y
mezquinos, y distinguía en la blancura temblona de sus pechos leves venas azules,
tenía el paladar estragado de tabaco y ginebra y cada vez que chupaba uno de
aquellos cigarrillos notaba como un roce de lija en la garganta, me atragantaba,
hablaba rápidamente en inglés y las dos mujeres se reían y las palabras que yo
mismo pronunciaba se alejaban vertiginosamente hacia atrás, como las chispas
de un cigarro que alguien sostiene en la ventanilla abierta de un coche disparado
a doscientos kilómetros por hora, saliendo de Mágina en mitad de la noche,
viajando sin tregua en una dirección desconocida. De pronto noté que me
sudaban las manos, que tenía gotas heladas de sudor en la frente, sonaba una
música rápida y violenta que me golpeaba en las sienes como los guantes de un
boxeador encarnizado, Pavón Pacheco, el legionario y una de las mujeres habían
saltado a la pista y bailaban como poseídos, ya no oía a Roberta Flack ni veía a
Marina, y la otra mujer estaba hablándome y sus palabras se me perdían una
fracción de segundo antes de que llegara a entenderlas, llevaba gafas graduadas,
de culo de vaso, unas gafas atroces, y yo no había reparado en ellas hasta ese
momento, o tal vez era que acababa de ponérselas, me decía que a ella también
le gustaba mucho leer libros, pero que no tenía tiempo, con aquella vida, qué
vida, le pregunté, pero iba a morirme, si no salía y respiraba aire fresco iba a
vomitar, allí mismo, sobre la mesa y las copas, sobre la moqueta fluorescente en
la que brillaban puntos rojos y amarillos de luz, tenía que levantarme y me
faltaban las fuerzas, pero ya estaba en pie, avanzaba tambaleándome y sin ver
dónde pisaba entre un enredo de cuerpos que se movían en la oscuridad al ritmo
de la música como una de aquellas gusaneras que aparecían en la huerta entre
los grumos de estiércol, iba a morirme de asco, imaginaba cualquier cosa y la
veía, vi un instante a Marina retorciéndose entre unos brazos masculinos, crucé el
jardín iluminado entre un rectángulo de muros tan altos como los de un pozo y
luego mi mano se deslizó a lo largo de la barra del Martos y giró el pomo de una
puerta y me encontré solo y extraviado en el aire frío de la noche, sin saber
dónde estaba ni hacia dónde podría dirigir mis pasos, parado en medio de la calle,
con las piernas abiertas, viendo mi larga sombra delante de mí, escuchando con
un residuo último de lucidez las campanadas de las doce que sonaban en la plaza
del General Orduña. Volví a oírlas, las conté otra vez y sonaron nada más que
cinco. Pero tiritaba de frío y ya no estaba en la puerta del Martos, sino en un
lugar que me costó reconocer, sentado en un escalón de piedra lisa y helada,
apoyando la nuca contra la madera áspera de una puerta. Bombillas en las
esquinas, un rumor de hojas de árboles movidas por un viento imperceptible, una
casa con dos torres muy altas y un alero de gárgolas. Estaba en la plaza de San
Lorenzo, echado contra la puerta de mi casa, acababan de dar las cinco de la
mañana y yo no sabía cómo pude llegar hasta allí ni cuánto tiempo llevaba
tiritando de frío en el escalón. Se me habían borrado de la memoria las cinco
últimas horas, lo último que recordaba eran las campanadas de las doce y el
terror a que mi padre me estuviera esperando levantado. Oí un ruido de pasos, un
cerrojo que se descorría, los goznes de una puerta. Una luz amarilla proyectó mi
sombra sobre la tierra apisonada de la plaza. Mi padre, muy alto frente a mí, con
su pelo canoso, con su chaqueta de vender bajo el brazo, acababa de levantarse
para ir al mercado y estaba mirándome con incredulidad y desprecio, como si
no pudiera soportar el asombro por la vergüenza que sentía.
N
ADIA SE ECHA A REÍR
, desconcertada al principio, halagada por los celos
retrospectivos de él, que se parecen tanto a los suyos, entorna los ojos castaños y
se toca ligeramente los labios con las yemas de los dedos, está queriendo
acordarse con detalle de algo o encontrar unas palabras que sean tan exactas
como el metal claro de su voz y sonríe en silencio, aprieta los labios, adelanta un
poco el mentón, traga saliva, él ya conoce esos gestos y sabe que preludian un
tranquilo monólogo, y al mirar tan de cerca su cara pensativa y delgada entre la
ancha melena que le llega a los hombros desnudos se pregunta cómo fue cuando
tenía diecisiete años y llevaba el pelo largo y liso y partido por la mitad y la
frente descubierta, en qué se parecían a los de la mujer de ahora los rasgos de la
muchacha medio norteamericana que llegó a Mágina con la de que iba a
descubrir el país perdido y la oculta biografía de su padre y acabó comprobando
después de unos pocos meses que los lazos íntimos de su mutua lealtad se les
habían extraviado a los dos en el viaje desde América y que era tan imposible su
restitución como una marcha hacia atrás en el tiempo, hacia el momento no
percibido por ella, aunque sí por él, pues llevaba años esperándolo, como el vigía
de una fortaleza en el desierto que ha empezado a ser sitiada mucho antes de que
se distinga la primera silueta lejana del primer enemigo, en que se bifurcaron sus
dos vidas, no porque apareciera alguien, el hombre que le arrebataría a su hija,
sino porque surgieran en ella los estigmas de la mujer futura en la que sin saberlo
ya estaba convirtiéndose, la que permanecería soberana y joven en el mundo
cuando él, su padre, declinara en dirección a la muerte y se perdiera en ella
exactamente igual que si no hubiera vivido nunca.
Pero ella no podía imaginar entonces la intensidad desesperada y lacónica del
amor de su padre. La descubrió mucho tiempo después, en una residencia de
ancianos de New Jersey, durante cada uno de los días que tardó en llegarle una
muerte serenamente deseada, cuando él le contó por fin las vidas que había
vivido antes de que naciera ella y volvieron a mirarse como no se miraban desde
aquel único invierno que pasaron juntos en Mágina. El hombre alto y enérgico de
cuyo brazo iba ella por los aeropuertos y luego por los vestíbulos de los hoteles y
las calles luminosas de Madrid le parecía ahora un jubilado monótono y más bien
egoísta que pasaba las tardes sentado en un sofá con una chaqueta vieja, unas
gafas de leer y una copa al alcance de la mano y mantenía desganadas
conversaciones en voz baja con otro anciano prematuro, el fotógrafo gordo que
hasta el mes de abril no se quitó el abrigo y la bufanda por miedo a las corrientes
de aire. La incomodaba notar detenidos en ella los ojos claros e inquisitivos de su
padre, alojados en la sombra de sus cejas espesas, le hacía temprano la comida
para poder irse cuanto antes, fregaba rápidamente los platos y ordenaba con
descuido la cocina y el comedor, algunas veces se olvidaba de vaciar los
ceniceros y salía a toda prisa, no sin pintarse antes los labios y los ojos, y su
padre, sentado en el sillón, con las gafas caídas sobre la nariz aguileña y un libro
o una copa en la mano, la miraba irse en silencio o le decía adiós con una
pesadumbre mal disimulada por la sonrisa de siempre, la que los había aliado por
encima de todo y sin necesidad de palabras hasta una noche cualquiera del
invierno anterior, cuando ella volvió un poco más tarde de lo habitual y no le
contó dónde había estado y él no hizo ninguna pregunta y supo con sólo mirarla
que todo lo que había esperado y temido desde que ella alcanzó la pubertad
estaba empezando a ocurrir. Alguna vez se iría para siempre como se iba ahora
cada tarde, adulta, extraña, maquillada, transfigurada no por las formas de sus
caderas y sus pechos sino por la posesión de un secreto que a él le era inaccesible
y lo confinaba gradualmente en la impotencia asombrada y quejumbrosa de la
vejez.
A las dos y media ya estaba en la calle, cuenta Nadia, muchas veces ni
siquiera comía para alargar unos minutos más el tiempo de la cita, subía hacia el
instituto, con la esperanza de verlo desde la otra acera o en el interior de algún
bar adonde hubiera ido para beber una cerveza con sus compañeros, pero si lo
veía por la calle no se acercaba a él, ni siquiera le decía adiós, era una norma de
seguridad, o una precaución de adúltero inhábil, pero a ella, sobre todo al
principio, no le importaba obedecerla, le gustaba verlo entre los demás, singular
y secretamente suyo, más alto que los otros, con su pelo rizado y canoso y sus
grandes manos moviéndose en el calor de una charla trivial: incluso alguna tarde,
a la hora de salida, había caminado en dirección contraria a los grupos de
alumnos que abandonaban el instituto y lo había visto venir conversando con
alguien y casi enrojecer apartando los ojos de ella. Le gustaba pensar que
compartían una aventura tan clandestina como el activismo político, una
intimidad hermética tras la puerta cerrada del piso que él tenía alquilado en un
edificio nuevo al norte de la ciudad, en una calle fea y anónima que aún no
estaba asfaltada, y donde no era fácil que se fijaran en ellos. Tenía una llave, la
escondía por las noches debajo del colchón o en una bolsa de maquillaje recién
adquirida, la llevaba bien escondida y apretada en la palma de la mano cuando
subía en el ascensor y cruzaba el pasillo oloroso a pintura reciente y a madera
nueva, y si él no había llegado aún se tendía a esperarlo en el sofá y fumaba uno
de sus cigarrillos negros, escuchando con impaciencia el ruido del ascensor y los
pasos de los vecinos, apagando el cigarrillo y poniéndose en pie cuando oía la
llave de él en la cerradura para verlo en el umbral en cuanto la puerta se abriera,
su pelo rizado y canoso, su chaqueta de pana, el aire de fatiga con que dejaba en
el suelo la cartera negra, la sorpresa inagotable y la avidez con que la miraban
sus ojos y le oprimían la cintura las manos que luego dejaban en su cara y en su
boca un olor a tiza y a nicotina, una certeza delicada y absoluta de predilección.
En América, el año anterior a su viaje, había estado con jóvenes de su misma
edad que la besaban y la tocaban y se tendían sobre ella en el asiento trasero de
un coche como si no tuvieran tiempo ni capacidad de verla, como si les diera
igual que fuera ella o cualquier otra la muchacha a quien acariciaban con
nerviosa premura: y a ella le ocurría casi siempre lo mismo, la empujaba una
curiosidad abstracta, como ajena a su cuerpo, rápidamente borrada por la
fugacidad y la decepción. Al abrazarla él decía su nombre y la miraba a los ojos.
«No deberías venir a estas horas, seguro que te ha visto alguien»: pero ya estaba
derribado y vencido por el deseo, pues nunca había creído que pudiera
ofrecérsele sin condiciones ni límites un cuerpo como el que iba descubriendo
codiciosamente al despojarla de la ropa, aquella resplandeciente desnudez
vertical que se le había acercado la primera noche y que surgía cada vez como
intocada y limpia de sus pantalones vaqueros caídos en el suelo y de las bragas y
la blusa y los calcetines rojos de lana. Miraba de soslayo el reloj que había
dejado sobre la mesa de noche, a las tres y cuarto como máximo tenía que
levantarse, se daba una ducha rápida, se vestía angustiosamente mientras ella
permanecía cansada e inmóvil en la cama, abrazando un almohadón, a las tres y
veinticinco salía otra vez con su chaqueta de pana oscura y su cartera, y muchas
veces, cuando volvía de clase, a las seis, ella estaba dormida, desnuda bajo las
mantas, o intentando leer uno de sus libros de bolsillo y de aficionarse a las
canciones sudamericanas y francesas que a él le gustaban, perezosa, sonriendo,
muestra siempre los dientes al sonreír, blancos y fuertes entre la curva roja de
los labios, entorna los ojos brillantes bajo las pestañas y se le forman dos pliegues
a los lados de la boca, sus facciones adquieren una expresión de salud y de burla,
dispuesta para el amor, con una franqueza sin duda desconocida para él hasta
entonces y no siempre tranquilizadora. En las tardes y los anocheceres
prematuros del final del invierno él le enseñó la lentitud, aunque es posible que
también la aprendiera al mismo tiempo que la inventaba para ella, la persiana
bajada, porque en el piso no había cortinas que graduaran la penumbra, la
lámpara en el suelo, cerca de la cama, una canción de Jacques Brel en el
tocadiscos y su voz en el oído de Nadia repitiendo la letra, con un acento
impecable, imaginaba ella, y traduciéndosela luego mientras le ponía su
cigarrillo en los labios y le besaba los hombros, el cuello, los pómulos pecosos,
ne
me quitte pas
, y reanudaba muy lentamente las caricias, como si derramara
sobre ella todos los saberes de la experiencia y de la admiración, cuidadoso,
literario, devoto, recitándole letras de canciones francesas y versos de Neruda,
con accesos de desvarío que la arrastraban a una violenta y estremecida
revelación de sí misma y paréntesis de callada tristeza, al final, ya recostado en
la almohada y fumando de nuevo, voluntariamente, sinceramente enigmático,
dejándole entrever en sus palabras la sombra de la imposibilidad y la separación,
un pasado de infortunios y peligros heroicos, de mujeres memorables
encontradas y perdidas en el curso de una sola noche. Cuando ella miraba el
reloj y empezaba a vestirse él ponía en el tocadiscos una canción de Joan Manuel
Serrat: «Te levantarás despacio, poco antes de que den las diez…».
«Era como una película», dice Nadia, riéndose, no de él, sino de sí misma,
«como una de aquellas películas francesas que a él le gustaban y que yo no
había visto». Al paso de los años se ha ido volviendo más cautelosa y más sabia,
ya no confía igual que antes en su resistencia solitaria al dolor, pero ha afianzado
su ironía y no ha perdido ni uno solo de los gestos de entonces, la costumbre de
sentarse en la cama abrazada a un almohadón, su manera ensimismada de
hablar, tocándose los labios con las yemas de los dedos cuando no encuentra la
palabra o el giro exacto que busca, la indolencia gustosa, la falta absoluta de
sentido del tiempo, la risa súbita que le ilumina los ojos antes de romper
nítidamente en su voz. Se da cuenta de que Manuel lleva un rato callado y deja
de reír y de hablarle del otro, le toma la cara entre las manos, aprieta contra él su
vientre cálido y sus muslos. «Me recuerdas a mi padre», dice, «él también tenía
celos y callaba, prefería no saber, igual que tú, celos y miedo a que me pasara
algo malo, al fin y al cabo era un español a la antigua y quería preservar la honra
de su hija, aunque él no le diera ese nombre, le llamaría juventud o inocencia y
estaba seguro de que yo sola no sabría protegerme, y a ti te pasa más o menos lo
mismo, te imaginas que fui deslumbrada y engañada por un seductor veinte años
mayor que yo, te lo cuento y quieres salvarme, subir a una máquina del tiempo
como al corcel de un caballero medieval y rescatarme cuando estaba a punto de
ser ultrajada. Pero nadie me engañó, y menos José Manuel, o el Praxis, como le
llamabas tú, y si hubo alguna mentira la inventé y me la conté yo misma y me la
creí porque yo quise creerla, porque me apetecía y me excitaba, cómo iba a
engañarme él, si era transparente, aunque él pensara lo contrario, aunque se
sintiera culpable por no decirme la verdad y por estar siéndole infiel a su
compañera y a sus principios, se marchaba todos los fines de semana a Madrid y
no me decía que allí estaba con otra mujer, como si yo no me diera cuenta nada
más que mirándole la cara que traía los lunes, pero me daba igual, por lo menos
al principio, quería tenerlo y lo tenía, estaba segura de que si me comparaba con
otra era yo quien salía ganando, y no me importaba que fuera la vanidad y no el
amor lo que le hacía seguir conmigo, iba a esperarlo a su piso y abría la puerta
con mi llave, miraba sus papeles y sus libros, tenía cientos de ellos apilados en el
suelo, contra la pared, pero a mí no me sonaban los títulos de casi ninguno de
ellos ni los nombres de los autores, salvo dos o tres, y me abrumaban, me sentía
un poco idiota, como si no hubiera leído ni un solo libro en mi vida, o al menos
ninguno de los que eran imprescindibles para él, usaba también ese adjetivo para
referirse a las películas y los discos que le gustaban. Yo le registraba los cajones,
aunque él me lo tenía prohibido, pero ya sabes lo curiosa que soy, hasta le
encontré una foto enmarcada de su mujer que había escondido en el fondo del
armario, a lo mejor volvía a ponerla en la mesa de noche cuando yo me
marchaba, una cara carnosa, un poco mustia, ya sabes, con melena corta y
gafas redondas, no su mujer, su compañera, cuando por fin se atrevió a
hablarme de ella decía esa palabra con reverencia, como para disuadirme de
que yo la insultara, no estamos casados pero precisamente por eso mi
compromiso con ella es más sincero y más fuerte, eso me dijo la última vez.
Pero me gustaba mucho, aunque no fuera por las razones que él creía, me
gustaba que me llamara por sorpresa a medianoche y me llevara a tomar una
copa fuera de Mágina, en algún bar de la carretera, o a cenar con un grupo de
camaradas suyos en una cortijada, algunas veces a la luz de un candil, les decía
que yo era la hija de un militar republicano exiliado y yo me sentía orgullosa no
sólo de mi padre, que estaría en casa esperándome sin poderse dormir, sino
también de él, y pensaba que para aquella gente era una compatriota y no una
extranjera, porque yo también les ayudaba, aunque él casi nunca me lo permitía,
por miedo a comprometerme, se quedaba muy serio y me decía, cuanto menos
sepas mejor para ti. Pero como actor era bastante malo, igual que la mayoría de
los hombres, y poco a poco empezó a irritarme no que me mintiera, sino que lo
hiciera tan mal, cuando le daba el ataque de responsabilidad o de culpa se
inventaba reuniones para no estar conmigo, me llamaba con mucho misterio
para decirme que había peligro y que no fuera al piso, y cuando volvió de las
vacaciones de Semana Santa estuvo varios días muy serio, me abrazaba con
desesperación y luego se apartaba de mí con esa vergüenza que os da a los
hombres si no estáis a la altura de vuestra vanidad, le preguntaba qué piensas, y
él decía que nada, vuelto de espaldas a mí, y a lo mejor al día siguiente ya
parecía el mismo de antes y me llevaba en el coche a cenar en un merendero
junto al río, pero en mitad de la conversación volvía a poner aquella cara tan
seria, como de estar agobiado por problemas que yo no podía entender, a lo
mejor se imaginaba que estaba actuando en una película sueca o francesa en la
que pasan minutos y minutos sin que nadie diga nada y a mí me daban ganas de
soltarle una bofetada y exigirle que me dijera de una vez lo que no se atrevía a
decirme, pero no, yo fingía que no me daba cuenta y él se quedaba ya toda la
noche con aquella cara de víctima o de canalla atormentado, y entonces
comprendí que si no había cortado ya conmigo era porque prefería esperar al fin
de curso para que todo acabara sin necesidad de una ruptura abierta. No quería
hacerme daño, claro. Nunca quieren hacerlo. Como si bastara una mentira para
suavizar ese horror de que a uno lo dejen».
Y entonces fue cuando de verdad empezó a necesitarlo con una devoradora
urgencia física y tuvo lucidez para medir el arrebato en que vivía, un fervor
acrecido al transmutarse en insatisfacción y luego en sufrimiento, una agobiante
incapacidad de no pensar en él o de cumplir las costumbres y las obligaciones
diarias, la limpieza de la casa, el orden de su habitación, la compra, la comida, la
conversación cada vez más difícil con su padre, que se convertía dolorosamente
para ella en una figura inerte cuando no en un posible acusador. Era ella quien
llegaba ahora después de medianoche y quien no encendía la luz al cruzar el
comedor camino de su dormitorio, y él quien permanecía despierto esperándola
y no hacía preguntas a la mañana siguiente. Tendida en su cuarto, con el pestillo
echado, alguna tarde en que José Manuel le había avisado por teléfono para que
no fuera a verlo, oía a su padre hablar en voz baja con aquel fotógrafo gordo que
ahora llevaba, en vez del impermeable azul marino y la gorra de plástico, un
lastimoso traje de entretiempo, y desplazaba hacia ellos una parte de la
impaciencia y la rabia que le había provocado la cancelación de la cita. Se
imaginaba hablándole fríamente al otro, burlándose de su cobardía, provocándole
un deseo que ya no iba a satisfacer, viendo en sus ojos la incapacidad masculina
de aceptar el rechazo. Se complacía amargamente en recapitular las pruebas de
su vanidad, su palabrería, el gusto con que se escuchaba a sí mismo cuando creía
estar maravillándola a ella, sus manías verbales, praxis, en tanto en cuanto,
imprescindible, el desasosiego y hasta el miedo que se apoderaban de él si ella
emprendía en el amor alguna imperiosa iniciativa. Sonó el teléfono y se puso en
pie tan rápidamente como la primera vez que él la llamó. Pero tampoco ahora se
dio prisa en salir: se miró en el espejo, esperando que su padre golpeara la
puerta, tardó un poco en contestar, como si hubiera estado dormida, en el
comedor le sonrió a Ramiro Retratista y le dijo buenas tardes antes de ponerse al
teléfono, y el fotógrafo hizo ademán de levantarse y se le cayó de las rodillas un
libro muy grande que parecía una Biblia y una foto antigua de mujer. «… Y de
ese modo descubrí que las palabras de aquella carta estaban sacadas del Cantar
de los Cantares», le oyó contarle a su padre mientras ella aceptaba una cita para
esa misma noche, no en el piso, sino en una taberna sórdida y proletaria de los
Miradores, detrás de la iglesia del Salvador, un sitio con carteles de Carnicerito,
cubas de vino bronco y anaqueles de botellas estriadas donde sonaban en una
radio mugrienta confusos programas de flamenco que parecían estar siendo
emitidos diez o quince años atrás: no había letrero en la puerta, pero la taberna
tenía un nombre brutal, Nadia no logra acordarse, era el apodo del dueño, un
apodo feroz, se pasa la lengua por los labios. Matamoros, dice, pero sabe que no,
y es Manuel quien recuerda, Ahorcamonos, y los dos se echan a reír, él también
fue allí algunas veces con sus amigos, cuando entre todos sólo reunían el dinero
suficiente para una botella de vino blanco y malo, y les llamaba la atención ver
entre los albañiles de cara enrojecida y los borrachos lívidos y de pelo aplastado
a algunos barbudos con libros bajo el brazo que se sentaban con las cabezas muy
juntas en las mesas del fondo, detrás de una cortina sucia.
Cuando la levantó, con una pegajosa sensación de repugnancia en los dedos,
él aún no había llegado. La primera vez que estuvo allí, una noche de invierno en
la que el viento batía los árboles oscuros de los miradores, le pareció un lugar
opresivo, pero también caliente y abrigado, casi novelesco, con aquellas caras
sombrías que la miraban fijamente y que le hicieron acordarse de los
guerrilleros de boina calada, cejas peludas y piel cobriza y aceitosa que le
ayudaban a Gary Cooper en
Por quién doblan las campanas
. Ahora la taberna le
pareció nauseabunda y patética y se enojó con él por haberla elegido y luego
consigo misma por hacerle caso. En la radio Juanito Valderrama cantaba
El
emigrante
. Olía a humo de picadura y de Celtas, a ropa sudada y a madera
empapada en vino agrio. Cómo la mirarían, piensa Manuel, cuando la vieran sola
y extranjera y tan joven en aquel lugar donde no entraban mujeres, donde las
caras y las voces y hasta el sonido de la radio y la luz de las bombillas desnudas
tenían una turbiedad rancia, un anacronismo de miseria antigua que tal vez ella
no podía notar tan crudamente como nosotros, y que a los tipos recién venidos de
la universidad, desertores transitorios del Monterrey y de los bares sólo para
socios de la calle Nueva que frecuentaban sus padres, les resultaba proletario y
exótico. Entró sin mirar nada más que un instante hacia la barra, atemorizada y
resuelta, y las pupilas beodas que la siguieron mientras cruzaba hacia el
reservado tenían la misma consistencia pegajosa que la cortina y la madera de la
mesa donde se sentó, apoyando la espalda en la cal húmeda de la pared, frente a
la puerta, como si vigilara la llegada de un enemigo. Él vino tarde, disculpándose,
con la chaqueta bajo el brazo, con la cartera negra en la mano, abultada de libros
y de hojas de examen, ya habían empezado los finales y se pasaba noches en
blanco corrigiendo, aunque él no creía en el sistema, lo encontraba rígido y sobre
todo injusto, pero a ver quién cambiaba la rutina de los profesores, y la de los
alumnos, desde luego, acostumbrados a copiar apuntes y a repetir de memoria
nombres y fechas, el próximo lunes tenía examen con los del último curso y
había decidido permitirles que consultaran libros y animarlos a que expresaran
sus opiniones personales. Movía las manos frente a Nadia, con ademanes rápidos
de prestidigitador, echado hacia adelante, los codos apoyados en la mesa, como
si estuviera en un aula. Pero no paro de hablar, dijo, advirtiendo el silencio
indiferente de ella, incómodo ante su mirada, que ahora lo traspasaba como una
mano que se extiende para descubrir la inconsistencia de una sombra. Encendió
un cigarrillo, dio una palmada, llamó al tabernero por su nombre, le sonrió
cobardemente a ella al preguntarle qué iba a beber: nada. Él pidió media de vino
del país. Se puso muy serio y por fin la miró abiertamente a los ojos. Saber de
antemano lo que estaba a punto de escuchar no lo hizo menos doloroso para ella,
pero sí más humillante, porque asistía a una representación mediocre, en la que
no había ni una sola palabra que no hubiera sido repetida y gastada muchas
veces, por ese mismo hombre y por otros, en cualquier idioma y en cualquier
lugar, palabras de cobardía masculina, de sinceridad embustera y tortuosa, de
compasión indeseada, de arrepentimiento y consuelo y futura lealtad a pesar de
todo. Eso era lo que distinguía ella al escucharlo, no frases que se enlazaban entre
sí sino palabras aisladas y viles, dañinas como agujas, suaves, venenosas,
comunes, y tras ellas un desasimiento de la realidad y un dolor tan pesado como
un bloque de plomo, que volvía casi trivial el motivo que lo provocaba y también
al hombre ahora educado y extraño que movía las manos ante ella o hendía
nerviosamente con la uña del dedo índice la superficie áspera de la mesa,
hablándole con una entonación condolida y un poco paternal mientras al otro lado
de la cortina se oían voces lentas de borrachos y coplas flamencas y en el
exterior, a unos pasos de ella, duraba un anochecer estático de principios de
verano y en el aire tibio y tenuemente azul, sobre los muros con escudos y la
cúpula de bronce del Salvador, se cruzaban en vuelos fulminantes los vencejos.
No quería seguir viendo aquella cara de justificación y penitencia, de mentira y
de culpa, no quería oír las palabras que él seguía diciéndole, con la cabeza baja y
la mirada huidiza, como si confesara, nunca más, recuerdo imborrable, deber,
arrebato, sinceridad, coherencia, compañera, en tanto en cuanto, vida por
delante. Descubría que ni la lucidez ni el desprecio mitigaban el dolor y que
seguía siendo intolerable aunque lo ocultara el instinto de la dignidad. Salieron de
la taberna y se negó a que él la llevara a su casa en el coche. Parados el uno
frente al otro, como aquel día de diciembre en que ella aceptó guardarle la caja
de cartón, él le acarició la cara con una especie de temerosa vehemencia en los
dedos y le repitió el estribillo de una canción que habían escuchado juntos
muchas veces:
«On
n’oublie
rien de rien, on
n’oublie
rien du tout»
. «Vete a la
mierda», dijo Nadia, apartándose con un gesto ofendido y huraño que le
devolvió por un instante el orgullo, y cuando lo miró otra vez vio una expresión de
estupor o de lástima hacia sí mismo en sus ojos y en su boca, como si le
suplicara, como si fuera él quien había sido abandonado, quien no podía soportar
el dolor.
Nunca más volvió a verlo. Vio el ochocientos cincuenta con matrícula de
Madrid pasar despacio a su lado y alejarse por la plaza de Santa María y siguió
caminando con la mirada en las losas y los pulgares asidos al cinturón de sus
vaqueros. Cruzó sin pausa ni fatiga la ciudad entera hasta la colonia del Carmen,
sin ver nada ni pensar nada, diciendo en voz baja insultos en español y en inglés
que surgían de sus labios con la misma fluidez sin voluntad con que avanzaban
por delante de ella las punteras de sus zapatillas blancas, rítmicas, indiferentes,
hipnóticas, llevándola por aceras y plazas adoquinadas que ella no veía, junto a
escaparates iluminados y portales oscuros, entre un difuso rumor de figuras
humanas y motores de coches, de canciones oídas al pasar en los bares, tras una
niebla de carcajadas y voces. Se recuerda caminando siempre en la noche
perfumada de junio, tendida en su dormitorio, la cara contra la almohada y los
brazos colgando a los lados de la cama, saliendo al comedor para buscar
cigarrillos cuando creía que su padre ya estaba dormido, odiándolo por su
corrección anglosajona, por su apariencia de frialdad, mirándose al amanecer en
el espejo, con las pupilas afiladas de insomnio y un cerco rojizo en los párpados,
con una punzada en los riñones tan furiosa como un dolor de muelas, fea y
pálida, muchos años mayor al cabo de una sola noche, revolviéndose, negando,
decidida a no permitir la indignidad y a no dejar sin castigo la mentira: fue a la
tarde siguiente cuando revivió, se acuerda de que era una tarde vacía y silenciosa
de sábado y de que su padre no estaba, se dio un largo baño caliente, sumergió la
mano bajo el agua y la fue subiendo por los muslos y cuando los apretó sobre
ella hasta que le dolieron las ingles ya era la mano de él la que estaba tocándola.
Se cepilló el pelo, se puso las bragas y el sujetador que él prefería y se maquilló
pensativamente antes de vestirse, apenas una sombra en los ojos y un poco de
carmín en los labios, eligió una falda y una blusa de colores vivos, unos tacones
bajos. No quería seducirlo de nuevo, sino desafiarlo. Atravesaba en pocas horas
varias edades de su vida futura, empujada por el vaticinio de una conciencia de sí
misma que sólo poseería del todo diecisiete años después. No llevaba bolso: la
llave del piso le hería la palma de la mano. Pulsó el timbre antes de abrir, y
cuando empujó la puerta aún no había descartado la posibilidad de encontrarse
con él. Sin encender la luz del pequeño vestíbulo lo llamó: por el modo en que
sonaba su voz supo que no estaba y que seguramente no vendría. Recorrió el
pasillo sin cuadros ni lámparas, el comedor, el dormitorio con las persianas
echadas, con el tocadiscos en el suelo y un cenicero lleno de colillas sobre los
libros apilados en la mesa de noche. En el cuarto de baño olió intensamente una
toalla y un frasco destapado de loción de afeitar. Todo permanecía igual que la
última vez, cinco o seis tardes antes, pero en la inmovilidad de las cosas ella
notaba un cambio más definitivo porque era invisible. Sin que se modifique su
apariencia exterior un lugar o un rostro pueden volverse desconocidos y hostiles.
Iba por las habitaciones como anestesiada, con los ojos secos y el corazón
sobresaltado cada vez que oía el ruido del ascensor o unos pasos, o el motor del
frigorífico que se ponía en marcha en la cocina. Buscó en el armario la foto de la
mujer de la melena corta y las gafas redondas, pero ya no estaba. La chaqueta
de pana osciló levemente en su percha y ella buscó en los bolsillos y encontró un
billete del Metro de Madrid, el capuchón de un bolígrafo y un paquete casi vacío
de Ducados. Encendió uno y para aliviar el mareo se tendió en la cama,
doblando bajo la nuca la almohada que olía fuertemente a él. Pensaba, repetía en
voz baja: no siento nada, no estoy aquí, no he venido a esperarlo. Se quitó los
zapatos y al flexionar las rodillas la falda amplia del vestido quedó recogida entre
sus muslos. Lo veía aproximarse despeinado y desnudo, triunfal en su virilidad
tan rápidamente recobrada, vanidoso, asombrado de ella, arrodillándose en la
cama, ascendiendo, mientras en el tocadiscos sonaba a poco volumen una
canción muy lenta y en un rincón ardía una vela que daba un brillo tembloroso
de aceite al sudor de los cuerpos: ahora la cera derretida cubría el cuello de la
botella y el disco de Jacques Brel tenía una leve capa de polvo, y un rastro
ofensivo de sudor duraba en las sábanas que él no había cambiado.
Llevaba dos noches sin dormir. Cerró los ojos, se cobijó de cara a la pared,
las rodillas en el vientre, los puños cerrados sobre el pecho, el oído atento a los
ruidos de la calle, que le llegaban desde esa tranquila lejanía de las primeras
tardes del verano, negándose a llorar, cruelmente obstinada en la inmovilidad y
en la espera, minuto a minuto, aplastada por la lentitud gratuita y enrarecida del
tiempo que sólo impone el insomnio con la misma eficacia que el dolor. Supo que
iba quedándose dormida como habría notado gradualmente los efectos
paralizadores de un veneno o de la inyección de un anestésico. Despertó en la
oscuridad, distinguiendo poco a poco las rayas de luz eléctrica que filtraba la
persiana. Era de noche y ya estaban encendidas las farolas de la calle. «Te
levantarás despacio», recordó, «poco antes de que den las diez». Tenía mal
cuerpo y le pesaba tanto la cabeza como si antes de dormirse hubiera bebido y
fumado mucho. El olor de las colillas en el cenicero le dio náuseas. Encendió la
luz inhóspita del techo, se quedó un rato sentada en la cama, conteniendo el
mareo, los codos en las rodillas y la cara en las manos, moviendo de un lado a
otro la cabeza, como si se meciera a sí misma, mirando las baldosas y sus pies
descalzos entre la celosía de los dedos cruzados. Ponerse en pie, calzarse, oprimir
el botón del ascensor y bajar a la calle era una secuencia de gestos imposibles.
Entonces sonó el timbre de la puerta y ella apartó las manos de la cara con un
acceso indeseado de temor y alegría que desbarataba todos los propósitos de su
dignidad. Pero no era él, no podía serlo, él no llamaría al timbre de su propia
casa. Decidió esperar: sin duda alguien llamaba por error. Cualquiera que fuese
volvía a tocar el timbre, ahora muchas veces seguidas, con impaciencia o ira,
golpeaba también la puerta con los puños. Salió descalza al pasillo escuchando el
roce de sus pies en las baldosas y los breves crujidos de sus articulaciones. Ahora
los golpes hacían temblar la madera de la puerta y no eran sólo golpes de puños,
sino de algo más duro y terminante, un pesado objeto de metal. Levantó la tapa
de la mirilla y no vio nada: una voz que murmuraba muy bajo le pareció durante
una fracción de segundo la voz de él diciendo su nombre. La luz del corredor se
apagó. Cuando volvió a encenderse apareció en la mirilla una cara diminuta y
convexa, con ojos abultados y bigotes larguísimos, con una boca que se abrió
desmesuradamente al gritar. «Abran», escuchó, y los golpes redoblaron en la
puerta, «policía». Retrocedió en la oscuridad hasta que su espalda encontró la
pared, tenía de pronto unas ganas furiosas de orinar y todo su cuerpo temblaba
inconteniblemente, las manos, el mentón, las rodillas, se fue encogiendo contra la
pared como si el terror la disminuyera de tamaño y los golpes vibraban en su
nuca igual que en el tabique donde la apoyaba, y cuando la puerta se abrió
violentamente después de un ruido de arañazos en la cerradura y la luz del
corredor irrumpió en el vestíbulo los policías la encontraron acuclillada en un
rincón, mirándolos con los ojos muy brillantes y abiertos entre el pelo en
desorden que le tapaba la cara.
Se nos ha olvidado cómo eran aquellos cabrones de sociales, dice Manuel, o
hemos preferido no acordarnos: eran jóvenes, eficaces, brutales, de una chulería
calculada y grosera, tan estridente como el color de sus camisas y el tamaño de
sus corbatas y de las pistolas que esgrimían. Mientras uno de ellos, el que parecía
mayor y más cruel, registraba las habitaciones derribando a patadas las pilas de
libros y pisando los papeles y los discos tirados en el suelo, el otro, más delgado,
tal vez más joven, con el pelo castaño y las patillas un poco más cortas, la
condujo a ella al sofá apretándole dolorosamente un brazo y sin dejar de mirarla
guardó la pistola en la sobaquera y le preguntó por él. «Si te portas bien no
vamos a hacerte nada. Mi compañero es un poco bruto, así que será mejor que
procures no irritarlo. No tenemos nada contra ti, por ahora. Así que será mejor
que nos digas donde está tu amigo. Estás nerviosa, a que sí. ¿Quieres un
cigarrillo?». Se lo estaba encendiendo cuando el otro salió del dormitorio. Los
botones del chaleco parecían a punto de reventarle sobre el torso hinchado por la
ira. Adelantó una mano en la que llevaba todavía la pistola, cogida por el cañón:
todo su cuerpo se encogió en el sofá al sentir que iba a ser golpeada con la culata
y casi percibir el sabor de la sangre en su boca. Pero no pueden hacerme nada,
pensaba, yo no soy española: era como decirse «estoy soñando» en medio de
una pesadilla y no lograr sin embargo que se desvaneciera el peligro. Los dedos
blancos y crueles como los de un cirujano se cerraron en torno a su barbilla,
hundiéndose en la piel, oprimiéndole las mandíbulas: la hizo levantar la cara y
mirarlo tan de cerca que le rozaban los labios los pelos negros del bigote. La
saliva le olía a tabaco rubio, y la piel a colonia. Le hablaba como escupiéndole,
ella nunca había oído en español palabras tan obscenas, le daban tanto miedo
como la boca húmeda del policía y el metal reluciente de la pistola. El pulgar y
el índice de la mano que había levantado su cara ahora le mantenían torcidos los
labios, y el hombre hablaba mirándola a los ojos, haciendo preguntas sucias que
celebraba con una carcajada, eligiendo insultos que ella no había oído hasta
entonces, amenazas precisas como una cuchillada. «No era nadie el tipo.
Encima de rojo corruptor de menores. Y ahora se larga y si te he visto no me
acuerdo, así que tú, además de puta, tonta». «Venga, hombre, déjala ya, ni que
fueras su padre». El otro policía la ayudó a levantarse y le puso un nuevo
cigarrillo en los labios. Se acomodó junto a ella en el asiento posterior del coche
donde la llevaron a la comisaría. No pensaba en José Manuel, sino en su padre,
con un sentimiento feroz de culpabilidad y lejanía lo imaginaba esperándola en la
casa de la colonia del Carmen, acostado, sin poderse dormir, contando, igual que
ella, las campanadas del reloj de la torre. No la llevaron a una celda, como había
supuesto, a un lugar pequeño y lóbrego con un jergón y un ventanuco enrejado.
La hicieron pasar a una oficina común, con una mesa y un archivador metálico
y una silla de madera donde le ordenaron sentarse, en medio de la habitación,
bajo una lámpara de luz muy blanca. En la pared había un retrato de Franco y un
calendario con una fotografía en color de la Virgen del Gavellar, patrona de
Mágina. La dejaron sola mucho tiempo, y cuando volvió a abrirse la puerta, a su
espalda, el policía que entró fue el de las patillas más largas y el bigote más
espeso, ahora con la corbata floja y en mangas de camisa. Usaba tirantes y no se
había quitado la sobaquera, pero ya no llevaba la pistola. Se quedó de pie, junto a
ella, apoyando un codo en el respaldo de la silla, repitiéndole metódicamente los
mismos insultos y amenazas, ahora en voz baja, casi al oído, como si le hiciera
una confidencia, una babosa proposición. Con el mismo gesto de la vez anterior,
que sin duda usaba habitualmente con los detenidos, le oprimió la barbilla con el
pulgar y el índice torciéndole el labio inferior y la obligó a levantar la cara hacia
él. La voz fue de nuevo sonora y brutal: «Serás todo lo americana que quieras,
pero como no cantes ahora mismo tú no te vas de aquí sin una manta de hostias».
Le soltó la cara y ella sostuvo su mirada. El terror se había ido convirtiendo en
una especie de resignación o sorda indiferencia. Entonces se abrió la puerta y sin
entrar en el despacho el otro policía le hizo una señal a su compañero. «El viejo
ha venido», le oyó decir, «quiere que se la lleves ahora mismo». «¿El viejo? ¿A
estas horas? No me jodas, hombre, dile que se vaya a dormir, que la tengo en el
bote». «No veas como se ha puesto, si parece otro. Me he hecho el loco y me ha
amenazado con una sanción».
De mala gana el policía más corpulento la tomó por la muñeca y la hizo
cruzar un pasillo con puertas de cristales cerradas y subir una escalera. En un
despacho con muebles envejecidos y oscuros un hombre de sesenta y tantos
años, de pelo crespo y gris, con la cara cuadrada y el labio inferior grueso y
caído, la invitó a sentarse frente a él y le dijo secamente al policía que los dejara
solos. «Pero, jefe, si estaba al caer, si la hemos cogido como quien dice
in
fraganti
». El subcomisario Florencio Pérez tuvo por fin un rasgo de carácter y
dio un puñetazo rotundo encima de la mesa: «Usted se calla y obedece y si
quiere hablar me pide antes permiso. Y ahora hágame el favor de salir». Ni un
gallo en la voz, ni el más leve temblor en el labio. El policía se encogió
ostensiblemente de hombros e hizo un gesto de desdén, pero cuando iba a salir sus
ojos se encontraron con los del subcomisario y no se atrevió a cerrar de un
portazo. «No se preocupe, hija mía, no le va a pasar nada. Son jóvenes y los
pierde la imprudencia, pero lo que es a mí, con mis años, no les tolero que me
falten al respeto. Puede irse ahora mismo a su casa. Es muy tarde, así que
imagino que su padre estará preocupado por usted». Se levantó y era más bajo
de lo que parecía cuando estaba sentado. Con una galantería rancia y algo
desmedrada le cedió el paso en la puerta y la tomó delicadamente del brazo
mientras bajaban al vestíbulo. Al pasar junto al despacho de los inspectores irguió
los hombros y alzó la barbilla. Hacía fresco en la plaza del General Orduña, y
resonaban en ella el agua de la fuente que hay al pie de la estatua y las voces de
los taxistas que conversaban frente al edificio de la comisaría. El subcomisario
Florencio Pérez, llevando aún a Nadia del brazo, se acercó a uno de ellos, alto y
nudoso, con los hombros muy anchos y una cabeza grande y pelada: «Julián, me
va a hacer usted el favor de llevar a esta señorita a su casa. En la colonia del
Carmen, ella le indicará el número». Le abrió él mismo la puerta trasera, se
inclinó un poco al dejarla pasar y ella pensó que iba a besarle la mano.
«Señorita, disculpe por todo, y preséntele mis respetos a su padre». Ni una duda,
ni una palabra en falso, ni una concesión. «¿Lo conoce usted?», dijo Nadia, ya
subida en el taxi. «Nos conocimos hace mucho tiempo. Pero seguramente él no
se acordará de mí». El taxi negro y grande arrancó y el subcomisario Pérez lo
siguió mirando hasta que desapareció tras la esquina de la calle Mesones. A la luz
del vestíbulo de la comisaría lió con el pulso firme un cigarrillo, sin perder ni una
hebra, pasó golosamente la punta de la lengua por el filo engomado y echó a
andar fumando camino de su casa, a pasos cortos, con las manos atrás, con la
cabeza alta y el humo saliéndole a chorros por la nariz, calculando el embuste
que iba a decirle a su mujer cuando se tendiera junto a ella en la cama y las
palabras con que al día siguiente se lo contaría todo a su amigo Chamorro.
F
UERON LAS VACACIONES MÁS LARGAS
, las más odiosas de mi vida, y no
acabaron con el fin del verano. Un ministro lunático del general Franco había
decidido que el curso no empezara en octubre, sino en enero, así que debimos
postergar durante tres meses inacabables nuestra huida de Mágina. Sólo Serrano
no esperó: ni siquiera había esperado a que terminara el curso. Para amargura de
su padre, dejó de ir a clase y de cortarse el pelo a mediados de mayo, y en junio
se marchó en autostop a una ciudad de la costa, dispuesto a hacerse barman,
seductor de extranjeras y batería de rock. Martín y yo elaboramos vagos
propósitos de unirnos a él, pero ni su padre ni el mío nos dieron permiso, y
nuestro plan de escapar cualquier noche subiéndonos a un mercancías en la
estación de Linares se fue quedando atrás a medida que el calor de julio
progresaba y nosotros nos acomodábamos a las costumbres tediosas de las
vacaciones: en el desván de su casa Martín pasaba los días haciendo tentativas de
experimentos químicos y escuchando discos, y yo me iba por las mañanas a la
huerta y volvía de noche, después de subir la hortaliza al mercado. El tío Pepe, el
tío Rafael y el teniente Chamorro bajaban algunas veces a ayudarnos. El tío
Rafael, que sólo en verano no vivía martirizado por los sabañones, acababa de
comprarse, no sin graves quebrantos, un burro grande y fuerte, muy dócil, de
pelaje castaño, y lo acariciaba y le hablaba como a un hijo y aseguraba que era
la alegría de su casa, no como el otro que tuvo, el que mordía, el que le vendió un
sinvergüenza aprovechándose de su candidez. Un domingo de julio, por la
mañana temprano, cuando ya habíamos recogido con la fresca varias canastas
de higos y tomates y estábamos almorzando a la sombra de una higuera, el
teniente Chamorro nos contó que el comandante Galaz y su hija se habían
marchado de la ciudad y tal vez de España. «País desgraciado», dijo, en el tono
de voz que tanto admiraban el tío Pepe y el tío Rafael, «sus mejores cabezas
acaban siempre en el destierro». «Y aquí no quedamos más que los melones»,
murmuró el tío Rafael, como si respondiera a una letanía. «Pues éste ya mismo
se nos va a ir también», dijo el teniente Chamorro señalándome. «A ver, nene,
háblanos en inglés». Me daba vergüenza, pero en secreto era muy vanidoso de
mi facilidad para los idiomas, y les recité lo más rápido que pude la letra de
Riders on the storm
. Dejaron de comer y me miraban con la boca abierta. «Qué
mérito», dijo el tío Pepe, «qué mérito más grande». «Igual que nosotros», el
tío Rafael movió tristemente la cabeza, «que no sabemos ni hablar en español».
«No es lo mismo», dijo el teniente Chamorro, «su padre se ha sacrificado para
que tenga estudios, y nosotros a su edad ni nos acordábamos del poco tiempo que
fuimos a la escuela. ¿O es que se os ha olvidado de lo mala que estaba la vida
entonces?». «Y tú por lo menos sabes leer bien y hasta escribes a máquina. Pero
anda que yo, que es mirar un periódico y se me juntan las letras, y ya lo veo
todo negro y me quedo dormido. Por eso me engaña cualquiera. Me dicen,
Rafael, lee y firma, y yo hago como que leo y firmo sin enterarme de nada». El
tío Rafael ataba su burro a la sombra del cobertizo y le mezclaba mucho trigo a
la paja del pienso. Lo cargaba muy poco, no fuera a quebrársele, y de vez en
cuando abandonaba el trabajo para ir a verlo, como un padre reciente. Una tarde
de septiembre fue a una viña por una carga de uvas y mientras las cortaba dejó
al burro alado al tronco de un álamo. Estalló una tormenta y un rayo hendió el
álamo por la mitad y carbonizó el burro. Cuando el tío Rafael llegó corriendo en
medio de una granizada feroz sólo quedaban intactas la jáquima y las herraduras.
Le dio un enfriamiento que se complicó en pulmonía y el tío Rafael se murió de
fiebre y de tristeza unas semanas después. En el velatorio, el tío Pepe, con traje
negro, con sombrero negro, con un gran brazalete negro en la manga derecha,
dejaba correr las lágrimas por sus mejillas altas y huesudas y repetía sin
consuelo: «Un santo, mi hermano Rafael era un santo».
Por las noches, cuando dejaba a la yegua encerrada en la cuadra y me
lavaba en el corral, iba a reunirme con Martín y Félix en una taberna próxima a
la puerta de Granada que se llamaba La Cueva Árabe y tenía una terraza desde
la que se divisaba todo el valle: ardían líneas amarillas de fuego en los rastrojos y
se veían parpadear como estrellas lejanas las luces de las aldeas de la Sierra.
Casi todos los discos que había en la máquina eran muy malos, salvo uno de Led
Zeppellin,
Whole lotta love
, pero daban el vino muy barato y en la terraza corría
fresco y se escuchaba el ruido del agua en las acequias de las huertas y el viento
en las higueras y en los granados. Echábamos de menos a Serrano: le teníamos
envidia, sobre todo Martín y yo, y en el fondo de nosotros mismos sentíamos
vergüenza por no haberlo acompañado. Félix daba clases particulares de latín y
de griego, desde las nueve de la mañana a las ocho de la tarde, sin otro descanso
que el de la comida. Su padre llevaba diez años inmovilizado en la cama, y su
madre sufría tales dolores en las piernas que ya le era imposible seguir fregando
suelos y escaleras, y eso que desde que se inventaron las fregonas, decía, ya no
era un trabajo tan arrastrado como antes. Pero Félix parecía confortablemente
adaptado a la adversidad y a la pobreza: nunca, y lo conocía desde los seis años,
lo oí quejarse, nunca perdía aquella íntima y serena sonrisa que lo hacía parecer
un poco lejos de todo, pero no extraviado, como yo, sino instalado en un reino
apacible y exclusivamente suyo que sin duda se fortaleció con su devoción por el
latín, la lingüística y la música clásica, tres saberes igual de impenetrables para
mí. Me desconcertaba que no se hubiera enamorado nunca: no podía creerlo
cuando me confesaba que desconocía la tristeza y el entusiasmo excesivo. Él
también se marchaba en octubre, pero no a Granada, como Martín, ni a Madrid,
como yo, sino mucho más cerca, al colegio universitario de la capital de la
provincia. Decía juiciosamente que resultaba más barato y que así podía estar
más cerca de sus padres. Fue el único de nosotros que no se desesperó cuando
supimos que el curso empezaría en enero. Con curiosidad, con una cierta mirada
de condolencia y de burla, me preguntaba por mi amor a Marina: qué siente uno,
por qué elige a una mujer y no a otra. Al querer explicárselo yo me acordaba de
cuando éramos niños y le contaba historias que iba inventándome a medida que
hablaba. Pero prefería que mis amigos no me nombraran a Marina. Se había ido,
como todos los veranos, a Benidorm, pero ya no volvería en octubre, y antes de
irse la habíamos visto pasear por la calle Nueva del brazo de aquel tipo al que yo
seguía odiando, y sentarse con él en la terraza del Monterrey, tomada de su
mano, haciéndole cariños ridículos, casi domésticos, como si ya estuvieran
casados y fueran felices.
No conseguía recordar dónde había estado aquella noche de domingo entre
las doce y las cinco, pero ya no me preocupaba, aunque mi padre estuvo una
semana sin hablarme. Al día siguiente, mientras esperábamos a que el Praxis
llegara para entrar al examen de literatura, Pavón Pacheco me guiñó un ojo,
como a un cómplice, y yo me puse colorado y procuré no acercarme a él. En
cuanto al Praxis, no se presentó. Dijeron que estaba muy enfermo en Madrid y
fue otro profesor el que nos puso el examen de literatura. Sin estudiar casi nada
terminé el curso con notas muy altas: era seguro que me darían la beca. Ya no
rondaba por la colonia del Carmen, y si alguna noche subía con Martín y Félix
por las calles cercanas al instituto me daba la sensación un poco triste de que
habían pasado años y no meses desde que acabó nuestro último curso. Veía llegar
algunas noches el autobús de Madrid y notaba una emoción temerosa y ávida en
la boca del estómago: yo también iba a irme, y Madrid y la universidad serían el
primer paso de una vida entera de pasiones y viajes. Ni a mí mismo me lo
confesaba, pero me moría de miedo. En el comedor de mi casa, mirando las
catástrofes del telediario, mi abuelo Manuel, que tenía ya setenta años y seguía
trabajando vigorosamente en el campo, suspiraba y decía: «Hay mucho malo
por el mundo». Veía reportajes sobre exploraciones espaciales y aseguraba que
todo era mentira. «Muy bien», concedía, «han llegado a la Luna: ¿pero me
quieres explicar por dónde han entrado?». Durante las transmisiones del Tour de
Francia se lo llevaban los demonios: hombres como castillos, en lo mejor de su
vida, y en vez de trabajar en algo de provecho se extenuaban como idiotas
corriendo en bicicleta. Bebía en la comida algún vaso de vino más de la cuenta,
se le encendía la cara y ya no paraba de hablar hasta que mi abuela Leonor,
sentada junto a él, le daba un pellizco en el costado. «Manuel, que no te entra la
lengua en el paladar, que te bebes un vaso de vino y te da por enhebrar embustes
y ya no hay quien te pare».
Aquel año, en la feria de octubre, no toreó Carnicerito de Mágina: se había
estrellado con su Mercedes blanco contra un árbol, en una recta sin peligro de la
carretera de Madrid. Iba solo en el coche, pero en la huerta y en mi casa se
habló de la influencia de las malas mujeres, de la bebida, de los amigos golfos, y
mi abuelo, muy serio, con los ojos azules empañados de llanto, porque a medida
que envejecía se le agravaba la facilidad para las lágrimas, declaró: «Dime con
quien andas y te diré quien eres», y me miró a mí, y yo supe en seguida lo que
iba a preguntarme a continuación: «A que no sabes en qué se parece un
muchacho de bien a un teatro». Mi abuela Leonor le dio un pellizco fulminante y
mi madre y mi hermana se taparon la boca para contener la risa y respondieron
a coro al mismo tiempo que él: «¡En que se descompone con las malas
compañías!». Lorencito Quesada escribió en
Singladura
que el entierro del
diestro de Mágina había sido una imponente manifestación de duelo. Ofició el
funeral don Estanislao, el párroco taurino de San Isidoro, y cuando salió el ataúd
de la iglesia, cubierto con el capote y la montera del malogrado orfebre del
estoque —fueron días de luctuosa gloria para nuestro reportero local, que sólo
entonces vio en primera página una crónica firmada por él, si bien, por mala idea
o por descuido, no figuraban más que las iniciales de su nombre— repicaron al
unísono todas las campanas de Mágina, y estalló una batería de cohetes, como si
Carnicerito hubiera cortado juntas al morir todas las orejas que no logró en las
corridas de sus últimos años. Se acordó erigirle por suscripción pública una
estatua y el ayuntamiento convocó un certamen poético en su honor: para
sorpresa de todos, no se llevó el premio ninguno de los autores consagrados de la
ciudad (que, en opinión de Quesada, era vivero de poetas) sino alguien cuyo
nombre no llegó a saberse, pero que ganó por unanimidad el entusiasmo del
jurado con un soneto anónimo que luego fue inscrito al pie de la estatua en una
lápida de mármol artificial. Los más celebrados fueron los dos últimos versos:
Desde Mágina alumbra las Españas
el brillo cegador de tus hazañas.
Lorencito Quesada comparó en
Singladura
el misterio del poema sin firma
con otros enigmas insondables de la Humanidad: el de la autoría del
Lazarillo
y
del
Romance anónimo
, el de la identidad del Soldado Desconocido y de los
arquitectos posiblemente alienígenas que edificaron las pirámides de Egipto. En
enero, el día de mi cumpleaños, mi padre me enseñó en Madrid la hoja del
periódico donde aparecían el soneto anónimo y el artículo de Lorencito Quesada,
junto a una foto muy borrosa del acto de inauguración del monumento a
Carnicerito, en el que apenas hubo discursos y no llegó a tocar la banda de
música, mi padre no sabía si por culpa de la desidia de las autoridades o porque
les duraba todavía el disgusto que se habían llevado con la muerte del almirante
Carrero Blanco. La estatua, aunque de cuerpo entero, tampoco era gran cosa, y
mi padre no acababa de encontrarle el parecido ni aprobaba el lugar donde
decidieron instalarla: un pequeño jardín casi en las afueras de Mágina, medio
perdido en una de las anchas encrucijadas de asfalto que ya desbordaban la
ciudad por el norte.
Yo llevaba tan sólo unos pocos días en Madrid, en una pensión modesta y
aseada de la calle San Bernardino, muy cerca de la plaza de España, y ya me
acordaba de Mágina como si hubiera pasado mucho tiempo desde que me
marché: sentía, inconfesablemente, desamparo y nostalgia, sobre todo al
anochecer, cuando me sentaba ante un libro de texto y miraba por la ventana las
paredes húmedas de un patio de luces por donde subían voces de conversaciones
familiares y olores de guisos. Llevaba patillas largas y bigote, y cuando mi padre
llegó ya tenía las mejillas sombreadas de barba: una barba irregular, algo escasa,
que tal vez se acabaría pareciendo a la de Che Guevara. Pensé afeitármela
cuando mi padre llamó por teléfono a la pensión y me dijo a gritos que vendría a
pasar conmigo el día de mi cumpleaños. La noche antes, delante del espejo, con
la brocha espumosa en una mano y la cuchilla en la otra, me armé de valor y
decidí que no me afeitaría. Mi padre llegó, me dio un abrazo largo y un beso en
cada mejilla, me apartó de sí para ver si había adelgazado o si tenía ojeras y no
me dijo nada de la barba. Traía un gran paquete de embutidos y borrachuelos
preparado por mi madre y lo guardó él mismo bajo llave en mi armario: en
Madrid había mucho sinvergüenza, y yo era un infeliz, de modo que debía ir con
cien ojos abiertos para que no me engañaran ni me robaran.
Examinó la habitación: era pequeña, dijo, pero cómoda, aunque tuviera el
inconveniente de recibir sólo aire viciado, mucho mejor que los cuartos de las
pensiones donde él había dormido durante los viajes que había hecho a Madrid en
su juventud. Lo impresionó el cuarto de baño: dijo que en cuanto él pudiera haría
instalar uno parecido en nuestra casa de Mágina. Había llegado muy temprano,
en el expreso, y yo me quedé dormido y no fui a Atocha a esperarlo. Inmune a
la fatiga de la noche en el vagón de segunda y a la falta de sueño, apareció en la
pensión con el mismo aire de fortaleza jovial y juventud con que llegaba todas
las madrugadas al mercado de abastos, vestido tan cuidadosamente como cuando
iba a un entierro, con su abrigo gris y su corbata, con unos zapatos grandes y
negros que crujían al andar. «Pero hombre, a la hora que es y todavía tienes
pegados los ojos». Lo llevé a desayunar a la cafetería de abajo y me preguntó
qué era lo que yo había pedido: era la primera vez que veía un
croissant
. Él pidió
buñuelos, y yo le dije, corrigiéndolo, que en Madrid les llamaban churros. Juzgó
que en cualquier caso no tenían comparación con los buñuelos de Mágina.
Estábamos sentados el uno frente al otro, en una mesa pequeña de plástico rojo,
y yo lo veía rudo, más bien incongruente entre los habituales de la cafetería, con
su abrigo gris de hombreras tan anchas, sus modales inseguros y ceremoniosos y
sus manos grandes y agrietadas, oscuras, con los dedos muy anchos, posadas
sobre el plástico rojo de la mesa con un vigor lento y torpe. A los cuarenta y
cinco años ya tenía el pelo blanco, pero muy fuerte todavía, ondulado, brillante,
como en las fotos de su boda. Sonreía, se limpiaba los labios con una servilleta de
papel, me miraba cortar el
croissant
con cuchillo y tenedor y se le notaba un
cierto orgullo. «Hay que ver», dijo, «dieciocho años, si me parece que fue ayer
cuando naciste. Hacía tanto frío en el cuarto de la viga y tú eras tan poca cosa
que pensábamos que te nos ibas a morir. Tu madre, la pobre, ya sabes cómo es,
te veía tan chico y se echaba a llorar. Me parece que te estoy viendo cuando te
lavó la comadrona, a la luz de una vela. Hacía tanto viento que se habían caído
los postes de la electricidad. Creíamos que el techo saldría volando. Fue el año de
los hielos grandes. Se helaron la mitad de los olivos de Mágina. A la vaca que
teníamos se le cortó la leche y el becerro murió de hambre».
Yo nunca lo había oído recordar nada en voz alta: sabía de memoria todo lo
que estaba contándome, porque me lo habían repetido muchas veces mi madre y
mi abuela Leonor, pero yo no pensaba que a él le importaran los recuerdos, o
que pudiera invocarlos con aquella fijeza de ternura y de pudor en los ojos. Y sin
embargo eso no me hacía sentirme próximo a él: me desconcertaba,
instintivamente me retraía y lo dejaba hablar con la cabeza baja, incómodo, para
no mirarlo. Era una mañana de domingo nublada y sin lluvia, y las fachadas de
Madrid, oscurecidas por el humo de los coches, tenían la misma grisura
monótona del cielo. Yo me acordaba de las paredes blancas de Mágina, del brillo
del sol en las piedras color arena de los palacios antiguos. Bajamos a la plaza de
España y mi padre dobló el cuello hacia arriba y se apoyó en mi hombro para
admirar la altura de la Torre de Madrid. Me explicó con satisfacción los detalles
de su viaje en el Metro, el transbordo en Sol, lo atento que iba a los nombres de
las estaciones para no pasarse, el cuidado que tenía al subir y bajar de los trenes,
la precaución necesaria de guardar la cartera en un bolsillo interior para que no
se la robaran. Fingí interesarme por la huerta y por la cosecha de aceituna: me
dijo, como decían todos los años, que la cosecha era un desastre porque ya no
llovía como en otros tiempos. Se sorprendió al ver los olivos de la plaza de
España: se acercó a ellos con el mismo asombro con que habría saludado a un
paisano, tocó una rama, arrancó un cogollo de hojas curvas y afiladas y lo
estudió con desdén en la palma de su mano: eran olivos enfermos, envenenados
por el humo de la gasolina y la proximidad de la gente. Antes de que se
inventaran los pesticidas, los olivos sólo podían plantarse a una cierta distancia de
los lugares habitados. «Les pasa lo que a mí», dijo, se quedó mirando las
estatuas de don Quijote y Sancho y tiró el cogollo al estanque, «que se ponen
mustios donde hay mucha gente». La figura de Sancho le gustó: «¿A que se
parece un poco al teniente Chamorro? Y la burra es igual que la suya». Venía un
viento muy frío del parque del Oeste. Se abotonó el abrigo, se frotó las manos,
dijo que seguro que me iba a resfriar con los vaqueros y el anorak azul marino.
«Por lo menos el cogote sí que lo llevarás caliente»: era una manera de decirme
que tenía el pelo demasiado largo.
Subimos por la Gran Vía, casi desierta a aquella hora, con tan poco tráfico
que parecía desolada y más ancha, ilimitada hacia lo alto, hacia los edificios de
Callao y las marquesinas descomunales de los cines. «He pensado que voy a
vender la huerta», dijo mi padre después de un rato de silencio. Sentía al mirarlo
que se había modificado la escala del mundo: yo era más alto que él, pero sobre
todo lo empequeñecían las dimensiones de Madrid, porque hasta entonces yo
únicamente lo había visto en Mágina, en los mismos lugares que fueron
magnificados por la mirada de la infancia. «Yo solo ya no tengo fuerzas para
tanto trabajo, y dice el médico que cualquier día puede darme otra vez el dolor».
No me hacía un reproche por haberlo abandonado: se rendía melancólicamente
a la evidencia del cambio de los tiempos, aceptaba que ya no era joven y que mi
porvenir no iba a parecerse al que él imaginó. Pero yo no sabía qué decirle ni
cómo pasar a solas con él un día entero, un domingo largo y vacío que iba a
durar hasta que esa noche, a las once, lo despidiera en el tren. Era un andarín
incansable: le propuse que fuéramos caminando hasta el Retiro. Junto a la boca
de Metro de Callao se detuvo a mirar el mapa de Madrid y sacó del bolsillo un
papel donde tenía apuntada una dirección: «A ver si eres capaz de llevarme a
estas señas. Se me ha ocurrido que podemos hacerle una visita a mi primo
Rafael».
Conseguí no enredarme demasiado con los itinerarios de Metro y de autobús,
y al cabo de dos horas una camioneta nos dejó en una plaza sin asfaltar de
Leganés. Ahora sólo faltaba encontrar la casa. «Tú no te preocupes. Si no sabes
ir podemos preguntar. Preguntando se llega a Roma». El primo Rafael vivía en
un bloque de diez pisos, rodeado de zanjas, de pilas de tubos de uralita, de huertos
abandonados y devastados por las excavadoras. En medio de un lodazal había
una casilla como la de nuestra huerta, con pesebres bajo un cobertizo, pero con
las tejas hundidas y los marcos de las ventanas arrancados. «Séptimo B. Aquí
es», dijo mi padre, y movió los hombros y se ajustó la corbata. Noté que había
pasado miedo en el ascensor, y que disimulaba delante de mí. El piso del primo
Rafael era pequeño y sombrío en la mañana invernal: el pasillo olía a comida, y
en la pared había una imagen de Jesús Nazareno bajo un tejadillo de plástico con
dos faroles diminutos. Él y mi padre se abrazaron, y luego su mujer, despeinada,
con un mandil sucio, con zapatillas viejas y calcetines de lana, salió de la cocina
y nos besó a los dos y nos dijo que si queríamos tomar una copa de anís y unos
borrachuelos de Mágina. Un muchacho alto y con el pelo largo cruzó fugazmente
desde la terraza a una habitación interior y el primo Rafael le ordenó que viniera
a saludarnos. «Venga, hombre, dale un beso a los primos». Era más o menos de
mi edad, pero tenía el pelo más largo y más granos que yo. Nos rozó la cara sin
mirarnos y volvió a desaparecer, y en seguida se oyó tras una puerta cerrada
una canción bronca de Slade. En el comedor, sobre el sofá de plástico donde mi
padre y yo nos sentamos, había un tapiz de ciervos, y a su lado una foto
enmarcada del tío Rafael. «Primo, qué lástima de mi padre, con lo bueno que
era. Miro el retrato y me parece que va a hablarme».
El primo Rafael nos preguntó metódicamente por toda la familia, se interesó
por los estudios que yo había empezado, dijo que para cualquier cosa que me
hiciera falta ya sabía dónde estaba él, lamentó que su hijo no quisiera estudiar, se
pasaba los días encerrado en su cuarto y oyendo esa música que lo dejaba a uno
sordo: me preguntó si me acordaba de cuando vivíamos en el cuarto de la viga y
él iba a ver a mi padre y me hacía figuras de animales recortando las cajas de
las medicinas. «Hay que ver, primo, con lo chico que era, y ya está hecho un
hombre». Se acordaron de cuando eran niños y cazaban ranas en las albercas de
las huertas: había tanta hambre que ésa era la única carne que probaban. «Y no
era nadie tu padre, ahí donde lo ves. Sembraba yerbabuena en las acequias y
luego se la vendía a los moros de Franco para que hicieran té, y con lo que
ganaba nos íbamos los dos a ver las compañías de revista». Conservaba intacto el
acento de Mágina. Miraba a mi padre con el mismo entusiasmo con que debía de
mirarlo cuando la diferencia de edad, dos o tres años, lo convertía en un modelo
y casi en un héroe. «Tenías que haberte venido a Madrid cuando me vine yo,
primo, y dejarte del campo y de tanto sacrificio. Mira yo: ocho horas, y las
extras aparte, vacaciones, paga de Navidad y del 18 de julio, y sin tener que
mirar al cielo a ver si llueve o si no llueve». Pero había en su voz, en su cara más
ajada que la de mi padre, una tristeza como la del pasillo y los muebles de su
casa y la luz nublada del domingo, un principio de malestar parecido al de
alguien que está pensando siempre en las molestias de una enfermedad sobre la
que no habla. Se ensimismaba, aunque siguiera atendiendo a lo que nosotros
decíamos, escuchaba con disgusto el volumen de la música en la habitación de su
hijo y en seguida se apresuraba a servirnos un poco más de anís, y luego más
cerveza, y patatas fritas, y aceitunas machacadas de Mágina, aderezadas con
tomillo, teníamos que quedarnos a comer, y mi padre, en lugar de volverse esa
misma noche al sinvivir del mercado y de la huerta, podía pasar unos días en su
casa, nos enseñaría todo Leganés, nos llevaría a un bar que era de unos paisanos,
recorreríamos gratis todo Madrid en autobús, por algo él era un conductor
veterano en la empresa. «Primo, no veas el dinero que ha hecho aquí la gente.
Ríete tú de don Juan March y de la familia del general Orduña. ¿Has visto todos
estos bloques de pisos? Pues hace nada eran huertas, y no puedes figurarte los
millones que les dieron a los hortelanos. Pero ve uno esas máquinas llevándoselo
todo por delante y le da no sé qué».
Comimos unos platos tremendos de arroz con pollo condimentado a la
manera de Mágina y luego fuimos a tomar café a un bar donde había una
estampa de la patrona, una gran fotografía de Carnicerito y un cartel turístico en
color en el que se veía la plaza del General Orduña. Anochecía cuando el primo
Rafael nos acompañó a la parada de la camioneta. Le dijo orgullosamente al
conductor que éramos familia suya y no tuvimos que pagar el billete de regreso
a Madrid. Siguió hablando mientras esperaba a que nos fuéramos, con su viveza
triste, con un aire de contrariada bondad que le hacía parecerse a la foto de su
padre, en la que yo había observado la firma de Ramiro Retratista. «Primo, ¿a
que no sabes que lo vi el otro día en la plaza de España? Me acerqué a saludarlo,
pero no me conoció. Estaba con una de esas máquinas grandes de retratar a los
turistas y a las parejas de novios. ¿Te acuerdas cuando nos retratamos en la feria
subidos a su moto?». Las puertas de la camioneta se cerraron y el primo Rafael
se quedó en la parada diciéndonos adiós con la mano hasta que lo perdimos de
vista. Mi padre se removía en el asiento, miraba el reloj, estaba ansioso por llegar
a tiempo a la estación. Eran las seis, faltaban cinco horas para la salida del tren,
pero la sangre le quemaba, decía siempre, no podía remediar el miedo
angustioso a llegar tarde. Desde el otro lado del pasillo, en el autobús, yo lo veía
de perfil contra la ventanilla por donde se deslizaba un paisaje abismal de
construcciones de hormigón y barriadas nocturnas, inquieto, digno, reconocido y
previsible en cada uno de sus actos, en su manera de consultar el reloj o de
acomodarse los hombros del abrigo, mirando absorto los faros que venían en
dirección contraria, los semáforos intermitentes en la charolada oscuridad del
asfalto, las ventanas iluminadas en los pisos más altos de los edificios. Una vez
estábamos viendo en la televisión un documental sobre la guerra de Cuba y
apareció la fotografía de una multitud de hombres con uniformes rayados que se
congregaban en el muelle de La Habana junto a las pasarelas de un vapor. «¿Tú
ves a toda esa gente?», me dijo, y yo pensé que iba a hablarme de mi bisabuelo
Pedro Expósito: «Pues todos están muertos». Cuando avisaron por los altavoces
la salida del tren nosotros llevábamos ya más de una hora en Atocha. Junto al
estribo, muy nervioso, queriendo sin duda contener el miedo a que el tren se
marchara sin él a pesar de todas sus precauciones, me abrazó y me besó, me
pasó la mano por el pelo revuelto, me dijo que comiera bien, que estudiara, que
me levantara temprano, que no me metiera en política. Luego abrió la cartera y
me entregó dos billetes de mil. Lo hizo con discreción, pero no sin sugerirme, por
la lentitud pensativa de su gesto y la gravedad de su cara, que yo estaba en
Madrid contra su voluntad y que le había costado mucho ganar aquel dinero.
Subió enérgicamente al estribo en cuanto oyó el silbato. Asido a la barra, seguro
de que ya no perdería el tren, dijo que iba a pedirme un solo favor. «Por lo que
más quieras, aféitate esa barba». Seguí distinguiéndolo por su pelo blanco entre
las cabezas asomadas a las ventanillas cuando el tren se alejó, y luego, aliviado y
un poco remordido por su ausencia, salí a la noche y al frío y a las luces distantes
de Madrid.
III
El jinete polaco
N
UNCA HE HABLADO TANTO
, durante tanto tiempo, te hablo en voz alta
cuando estás mirándome o cuando apagamos la luz y te cobijas contra mí y me
pides que no me calle, pero sigo hablándote cuando te has dormido y te oigo
respirar, y cuando me despierto por la mañana y has salido para comprar el
periódico y me sobresalta que no estés, casi vuelvo a dormirme, me extiendo en
la cama y me parece que me envuelven no sólo las sábanas y el edredón sino el
calor de tu presencia, y me gusta permanecer así, durmiendo todavía pero muy
cerca del despertar, mezclando las sensaciones exteriores al sueño, oigo la llave
en la cerradura, la cautela de tus pasos, el ruido del agua en el fregadero, el de
las tazas y el exprimidor de zumo, huelo el pan tostado y el café, abro los ojos y
te veo de espaldas al otro lado del pasillo, en la cocina con la puerta entornada, te
apartas el pelo sujetándolo a un lado con los dedos extendidos y veo tu perfil
ensimismado en la disposición de las tazas, los vasos de zumo y la cafetera sobre
la bandeja, muy pensativa, como si no estuvieras segura de que no falta nada,
pasas ante la puerta del dormitorio, tal vez creyéndome dormido, y sé que vas a
poner un disco, te gusta comenzar las mañanas con Aretha Franklin o Sam Cook o
los Beatles, aunque también a veces con Miguel de Molina o Concha Piquer, con
una fuga cristalina de Bach, y mientras vienes sosteniendo la bandeja con miedo
a que se te caiga yo estoy ya despierto y vuelvo a hablarte, te cuento
perezosamente un sueño que he tenido, observo que añades la leche muy caliente
a mi taza de café y que sin preguntarme le pones dos cucharadas de azúcar y me
doy cuenta de que ya hemos adquirido costumbres, en tan pocos días, me
extraña y lo agradezco, igual que me extraña oírme hablar tanto tiempo seguido,
tan reflexivamente, tan despacio, con una precisión que he aprendido de ti, hablar
en voz alta de mí mismo y de mi propia vida, nunca lo hice hasta ahora, tal vez
porque nadie me ha hecho tantas preguntas como tú.
Prefería callarme, escuchar a otros, mirarlos y espiarlos, he usado mi voz
para inventar o mentir o para enmascararme en las voces de los otros, para decir
lo que ellos querían que dijera o lo que yo consideraba conveniente, he dicho
palabras de amor y no he estado seguro de que fueran verdad, pero he procurado
creérmelas mientras las decía, he vivido fuera de mí mismo, en una fronda de
palabras, he salido de mí para perderme en ellas igual que salía de mi casa para
no soportar la soledad y buscaba urgentemente a alguien, quien fuera, amigos o
mujeres, bares donde las carcajadas y la música me aturdieran la conciencia,
donde pudiera oír palabras a mi alrededor que yo perseguía sin motivo igual que
persigo las que suenan velozmente en los auriculares cuando estoy encerrado en
la cabina de traducción, fragmentos de conversaciones o discursos, cientos de
miles, millones de palabras pronunciadas al mismo tiempo en cuatro o cinco
idiomas, y ninguna tenía nada que ver conmigo ni con ninguna clase de verdad,
dejaba de oírlas y volvía al mismo silencio del que había escapado, me
desesperaban pero no era capaz de vivir cuando se extinguían, me daba miedo no
escuchar, como un ciego que descubre que lo han dejado solo, ponía un disco,
conectaba la radio, me quedaba quieto para escuchar las voces del apartamento
contiguo, establecía diálogos prolijos con mi propia sombra, me daba órdenes y
consejos, no vuelvas a ver más a esa mujer, no tomes otra copa, acuérdate de
sacar la bolsa de basura, levántate, que son las nueve menos veinte, no te pierdas
a la rubia que acaba de entrar en el comedor, o le hablaba imaginariamente a
Félix por teléfono, le escribía cartas que nunca llegaron al papel, adoptaba otra
voz, hablaba con alguien y se me contagiaba su acento, pero me pasa lo mismo
con las opiniones o los estados de ánimo de otros, que se me contagian en
seguida, por eso no soy capaz de sostener una discusión sin ponerme de parte del
que está en contra mía ni me cuesta ningún trabajo aprender un idioma ni imitar
una voz, Félix dice que podría haberme ganado la vida de ventrílocuo, es como
viajar a otro país sin moverse, como cambiar de alma y de memoria, hasta de
identidad, y a mí la mía se me escapa en cuanto me descuido, no sé quedarme
en la primera persona del singular, y si es la del plural no la he usado casi nunca,
creo que sólo ahora puedo decir yo y nosotros sin sentirme un falsificador o
desear escaparme, sin inventar lo que digo y a quién. Pero me dan miedo esas
palabras, nunca y ahora, a los amantes les gusta mucho repetirlas, seguro que tú
y yo se las hemos dicho a otros, nunca he querido a nadie como a ti, ahora soy
más feliz que nunca, nunca he gozado tanto, yo las odiaba cuando me encontré
contigo, había decidido curarme del amor, más o menos como el que se quita del
tabaco, me sublevaba su prestigio, su vacuidad, su omnipresencia, todas las
canciones y todos los libros y todas las películas mareando el amor, en todos los
idiomas, todos los amantes jurándose nunca y nunca más y sólo ahora y para
siempre, todo el mundo esperando el amor, o fingiéndolo, o haciéndolo, o
echándolo de menos, o sufriendo rabiosamente por él, por nada, por haber leído
libros o escuchado canciones donde la gente se enamora, muriéndose por
lograrlo cuando no lo tienen, pagando y mintiendo y humillándose para
conseguirlo, asfixiándose de tedio, de desengaño o de simples ganas de huir o de
quedarse solos en la cama cuando lo alcanzaban, falsificando caricias y
orgasmos, qué palabra, deberían prohibirla, aunque hay un bolero que se llama
crudamente así, gimiendo como perros, disimulando la indiferencia o el asco en
la oscuridad, fumando luego en la cama mientras guardan silencio porque no
saben qué decirse o porque si abren la boca no podrán contener el bostezo, o peor
aún, comentando juiciosamente las miserables peripecias para ennoblecerlas con
la vaselina de la sinceridad, repitiendo posturas o palabras que han aprendido en
un vídeo pornográfico, perversiones modestas, acuñando groseros diminutivos
que los harían enrojecer de vergüenza ajena si se los oyeran a otros, imaginando
con los ojos cerrados que abrazan otro cuerpo y dicen otro nombre.
Me negaba con una furiosa determinación, como un monje que se encierra
bajo llave en su celda para no salir, me amputaba el deseo, me imponía el
cumplimiento neurótico de mis obligaciones y mis comodidades más sórdidas,
manías de hombre solo en una colmena de gente tan sola como él y en una
ciudad lluviosa donde las calles se quedan vacías después de las seis, la vuelta a
casa en autobús leyendo el periódico, la habilidad tan difícil de aprender de no
rozar a nadie y no mirar a nadie a los ojos, la calefacción excesiva en el
apartamento, el desorden semanalmente corregido por la mujer de la limpieza
pero creciendo hora tras hora como la maleza de una selva, una toalla sucia en
un rincón del cuarto de baño, los platos amontonados en el fregadero, la cena
rápidamente calentada en el microondas y consumida delante de la televisión, el
silencio cada vez más denso, intolerable hacia las diez o las once, sobre todo
cuando no ponían alguna película que me interesara o a la que fuera fácil
resignarse, la precaución de conectar el despertador, y como máxima
recompensa del día la satisfacción de acostarme pronto y de no haber bebido
demasiado, de no sufrir por nadie, de que nadie tuviera derecho a inocularme la
culpa de su sufrimiento, un cigarrillo fumado a medias y un libro que
abandonaba en seguida, el vaso de agua y la cápsula de valium, las graduales
artimañas urdidas para sobrevivir sin entusiasmo, pero también razonablemente a
salvo del horror, la solitaria mezquindad que lo va envolviendo a uno en una
especie de caparazón quitinoso sin que se dé cuenta, tan escondido en su rincón
como una cucaracha, con un sentimiento neutral de resignación y de pérdida que
no impide la dedicación al trabajo, más bien la favorece, porque el trabajo es el
único porvenir verosímil que puede imaginar y cada fin de mes rinde su
beneficio indudable, y cada día sus dosis de intrigas enhebradas, de vanidad,
aburrimiento y rencor.
Me habitué a hablar con muy poca gente y a ser un extranjero, y ya casi no
tenía nostalgia de España, regresaba en las vacaciones y encontraba un país zafio
y ruidoso donde todo el mundo fumaba en todas partes y hablaba siempre a
gritos, y al cabo de una semana ya quería marcharme, iba a Mágina y me moría
de tristeza viendo a mis padres envejecidos, a mis abuelos cada vez más
decrépitos y torpes, a mis amigos enquistados sin un rastro de rebelión en su
melancolía de provincias, más gordos, con menos pelo, con hijos y ocupaciones
y amistades que ya no tenían nada que ver conmigo, recibiéndome cada vez que
los veía con una hospitalidad atenuada por la desconfianza, como si íntimamente
me echasen en cara una deserción que no era sino la consecuencia de una
voluntad de huir que todos compartimos y que sólo yo cumplí hasta el final, no
porque hubiera tenido más coraje que ellos sino porque la corriente que me
empujó a mí fue más poderosa y no tuvo reflujo: me reprochaban que no
hubiera asistido a sus bodas, que hubiera perdido el acento de Mágina, me hacían
preguntas sobre mi trabajo y sobre las ciudades de Europa donde llevaba años
viviendo y yo temía que mis respuestas los hirieran, me imaginaba en la posición
contraria, yo encerrado en Mágina y convirtiéndome sin remisión en un padre de
familia maduro y cualquiera de ellos volviendo una vez al año desde Berlín o
Bruselas, contándome que trabajaba de intérprete en un organismo internacional,
pero que tal vez abandonaría muy pronto ese puesto fijo para unirse a una
agencia independiente y vivir de un lado a otro, sin horarios fijos, traduciendo
durante una o dos semanas y dedicando el resto del mes a no hacer nada, a vivir
de una manera semejante a como imaginábamos a los dieciséis años. Con qué
alivio me marchaba de Mágina y subía al avión en Madrid, pero ahora descubro,
lo supe el otro día, en ese hotel de las afueras de Chicago que parecía una casa
embrujada, que tenía mucho más miedo del que yo pensaba, era como estar
acercándome a un límite, si daba unos pocos pasos más ya no habría remedio,
sería un extranjero para siempre, no habría un solo lugar en el mundo donde yo
tuviera un motivo firme para permanecer. He conocido a mucha gente así, son
como una estirpe, una raza aparte que vive en una diáspora sin persecución ni
tierra prometida, nunca saben del todo dónde están, no terminan de
acostumbrarse jamás al país donde se instalaron hace años pero vuelven al suyo
y advierten que han pasado fuera demasiado tiempo, que han perdido las claves
cotidianas de su propio idioma y no acaban de comprender, por ejemplo, las
noticias de la televisión o los chistes del periódico, se marchan de nuevo y se
resignan y saben que ya será inútil volver, que se les ha degradado la memoria y
que de ahora en adelante vivirán como fantasmas parciales que no dejan huellas
de sus pasos y carecen de sombra. Pero yo he querido ser así, te lo juro, estaba
envenenado de palabras, he seguido estándolo mucho después de que terminara
mi adolescencia, he creído que amaba el nomadismo y la soledad porque eran
palabras prestigiosas, adornadas por las mayúsculas de la literatura. Lo único
cierto entre tanta mentira que me he contado era el miedo a permanecer, a que
me envolvieran los hilos de la dependencia y la costumbre, el veneno letal de los
hábitos diarios, el amor, los bares, el trabajo, la complacencia en la repetición,
segregando una baba que se vuelve sólida al contacto del aire, que lo recluye a
uno en su casa y en el número creciente de sus objetos, sus muebles, sus
electrodomésticos, sus hijos o sus animales de compañía y lo acaba atando no
porque uno haya elegido sino porque ha ido perdiendo sin saberlo toda posibilidad
de elección.
Me da rabia poseer cosas, libros, fotografías, discos, carpetas de recortes,
colonias de insectos que se reproducen sin propósito en las habitaciones
sedentarias y hasta en los bolsillos, armarios llenos de ropa sin usar, cartas inútiles
que no serán contestadas pero que nunca llegan a tirarse, libros que ya no serán
leídos, cintas de música que han perdido la etiqueta y la caja, cosas inertes,
asediándolo a uno, equipajes monstruosos, llaves de casas abandonadas hace
tiempo, billetes de Metro con un número de teléfono escrito en el reverso,
tarjetas de visita, pasaportes caducados, es como una selva en la que hubiera que
estar manejando sin descanso el machete para que no vuelva a cerrarse la
espesura, como una casa comida por las termitas de la que hay que irse cuanto
antes, dejándolo todo atrás, igual que hacían los aeronautas de Julio Verne para
que el globo se remontara en el aire, abandonando el peso muerto, las
costumbres, las cosas, la ropa usada, los libros inútiles, incluso los recuerdos: una
bolsa liviana de viaje, un billete de avión, un
walkman
que cabe en la palma de la
mano, el pasaporte y la tarjeta de crédito, nada más, nadie más, ni siquiera yo
mismo, el que he sido y ya no soy, el que permanece en la casa abandonada
como la piel seca y transparente de un reptil mientras yo, libre de todo, ligero,
casi flotante, subo a un taxi y me dirijo al aeropuerto o a la estación, exaltado,
neurótico, comprobando que no olvido nada necesario, mirando el reloj por
miedo a llegar tarde, no sólo el mío, sino el que lleva el taxista en el salpicadero y
los que se ven al pasar en los edificios públicos o en los paneles digitales de las
calles, calculando minutos, acuciado por el tiempo, sintiéndolo desgranarse con el
mismo desasosiego con que oigo fluir las palabras en los auriculares y las atrapo
para ordenarlas en la sintaxis de otro idioma, temiendo perder una sola de ellas,
un verbo, una palabra clave, y no encontrar ya el modo de contener su riada
indescifrable, el alud de palabras que lo anegan a uno como si la cabina
acristalada fuera un acuario donde el agua no deja de subir. Las sigo oyendo
luego, cuando salgo de la cabina y enciendo un cigarrillo, cuando camino solo
por la calle o viajo en Metro y me pongo involuntariamente a traducir las
palabras que suenan a mi alrededor, a usarlas como indicios de las que vendrán
más tarde, las oigo en el silencio de mi habitación y en el duermevela que me
conduce hacia el sueño, y a veces, cuando he pasado todo el día trabajando, me
duermo y sueño que no he salido de la cabina de traducción, y las palabras me
empujan, me envuelven, me arrastran en cenagales de caligrafía, de discursos
fotocopiados, de libros que se van escribiendo a medida que yo los leo e intento
traducirlos, y cuando viajo, si no estoy oyendo música en el
walkman
, me hablo
a mí mismo, elijo un idioma como si eligiera un país y adopto mentalmente un
acento preciso, es la ventaja de vivir siempre entre desconocidos, que uno, si
quiere, se puede volver tan maleable como un trozo de arcilla, contar su vida al
mismo tiempo que la inventa, modificar, tachar, atribuirse una memoria y una
forma de hablar que no le pertenecen, borrar meses, años enteros, ciudades,
historias de mujeres. Era tan fácil que no me daba cuenta de que también era
peligroso, porque la mentira, una vez inventada, actúa por sí misma y es un ácido
que carcome irreparablemente la verdad, sobre todo cuando uno carece de
puntos firmes de referencia y sólo tiene puntos de fuga, de modo que hay años y
ciudades de mi vida de los que no me queda ni un recuerdo, nada, aunque te
parezca imposible, un espacio en blanco, como aquella vez que se me perdieron
en Mágina cinco horas de una noche, como cuando se lleva algún tiempo
bebiendo demasiado y faltan tramos de la noche última y hay palabras que
tardan en llegar a los labios y escalones habituales que no están, y entonces viene
el miedo, la alarma y la culpa sin motivo, la sospecha de haber olvidado o dejado
de hacer algo imprescindible, de haber cometido un error mínimo que traerá
rápidamente la catástrofe.
El miedo era entonces, hace unas semanas, en el pasado remoto en que yo no
estaba contigo, una pasión asidua y exclusiva, la tonalidad y el color y la
urdimbre con que se tejían las otras pasiones, la del deseo y la de la soledad
sobre todo, un miedo envolvente como el aire y también invisible, a veces sin
forma exacta, sin olor ni tacto ni sabor, y otras veces como una sustancia añadida
a todas las cosas, un veneno perceptible, casi nunca demasiado amargo, tan fácil
de ingerir sin náuseas que se había convertido en una costumbre, en uno de los
jugos que mantenían en acción la química del cuerpo y de los estados del alma,
como la nicotina y el alcohol y de vez en cuando, muy de tarde en tarde, los
mínimos cristales blancos de la cocaína: el miedo acelerando los golpes del
corazón y latiendo en el pulso, en el segundero digital del despertador iluminado
en el insomnio sobre la mesa de noche, el miedo contrayendo los labios en una
especie de sonrisa rígida y dando un brillo especial a las pupilas, un rojo
demasiado intenso a los lacrimales, impulsando los dedos a tamborilear en el
aluminio de las barras y en los manteles de los restaurantes, el miedo guiando la
mano que repta hasta el paquete de tabaco o palpa la chaqueta buscándolo, el
miedo a haberse quedado sin cigarrillos a una hora muy tardía de la noche en un
país puritano donde ya no hay bares abiertos, a haber perdido el billete de avión o
el pasaporte unos minutos antes de salir de viaje, a no encontrar un taxi, a no
encontrar a alguien con quien regresar a la habitación del hotel o al dormitorio
del apartamento, el miedo a los timbrazos del teléfono y al silencio demasiado
largo del teléfono, el miedo a perder el trabajo por una razón desconocida y a
caer despacio en la indignidad y volver a la pobreza, a las casas de comidas con
manteles de hule y sopas de fideos en platos de duralex y a las pensiones con un
olor retestinado a calcetines en los pasillos, el miedo cuando despega el avión o
cuando se encienden de pronto, en un vuelo nocturno a través del océano, los
indicadores rojos de alarma, el miedo a los camiones que vienen de frente por la
carretera y crecen hasta ocupar el espacio entero del parabrisas y ciegan con los
faros, el miedo a los atracadores, a los policías brutales, a las jeringuillas de
plástico aplastadas en el rincón de un portal, a las bombonas de butano, a los
errores judiciales, a las cartas con membrete oficial que aparecen en el buzón, el
miedo a la devastación insensata del amor y a la devastación de la soledad, el
miedo siempre, en todas partes, en cada circunstancia pública o íntima, el miedo
a una infección venérea al respirar sobre los ojos cerrados de una mujer
desconocida, al cáncer de pulmón, al viento que sopla desde el lago Michigan, a
la punzada que atraviesa el pecho en una noche de mal sueño, a la vejez, a la
decrepitud, a la muerte lenta, a la propia cara en el espejo, a la propia sombra
que oscila en el epílogo indigno de una borrachera, el miedo silencioso y dócil
como un gato adormecido en el sofá o encrespado y creciendo como un animal
alojado al fondo de ese pasillo donde hay un indicador rojo,
E
XIT
, el miedo al
miedo, el miedo a la locura que sólo puede conocer quien pasa solo mucho
tiempo, al desvanecimiento instantáneo, a un peldaño que falta en una escalera, a
ese intruso que aparece frente a mí cuando abro la puerta y soy yo mismo en el
espejo del recibidor.
Así he vivido, enfermo y muerto de miedo, vivo de miedo y saludable,
auscultando el miedo en mi piel y en los tejidos secretos de mi corazón y mis
pulmones y reconociéndolo en otros con una perspicacia de homosexual o de
adicto que distingue a los suyos en una multitud o entre los invitados a una cena
respetable: el miedo como las normas de una cofradía, como un idioma común
que todos hablan en silencio bajo el sonido inútil y tramposo de las palabras, la
arqueología submarina del miedo, su aprendizaje y sus edades, las reliquias
guardadas en la inconsciencia y en los sueños como fragmentos de estatuas
sepultadas en el fondo del mar. Se me había olvidado la mayor parte de mi vida
y sólo me quedaba su osamenta de miedo: el miedo a los sociales camuflados en
la facultad y a los caballos de los grises, el miedo a los oficiales del cuartel, a los
soldados veteranos, a las armas de fuego, a perder el paso durante la instrucción
y recibir una bofetada era a los veintitrés años el miedo redivivo de la infancia, el
miedo infantil a los niños más grandes y crueles y a aquellos huérfanos de la
inclusa o de Auxilio Social que tenían las cabezas pelonas y bajaban por la calle
Fuente de las Risas en manadas temibles, con sus alpargatas de cáñamo, sus
chaquetas de hombres y sus boinas caladas hasta las cejas sobre torvas caras de
posguerra, no infantiles ni adultas, únicamente desesperadas y feroces, los
Gorras, les decían, y cuando circulaba el rumor de que se estaban acercando
Félix y yo corríamos a escondernos en nuestras casas, porque llevaban navajas
en los bolsillos y agudos guijarros que lanzaban con puntería homicida contra los
perros de la calle, los niños cobardes como nosotros y los tontos de pantalones
caídos que se sorbían los mocos y no se metían con nadie, que parecían existir
nada más que para ser víctimas de la espontánea crueldad de cualquiera: el
Primo, que tenía la boca sumida y la cabeza calva en forma de cebolla, que
vestía grandes gabardinas con los bolsillos desgarrados y bramaba como un
recién nacido cuando lo perseguían a pedradas riéndose de él, Manolo, que era
grande y gordo, mongólico, con gafas de cadenilla, y le hacía muy bien los
recados a su madre, aunque le gustaba arrimarse más de la cuenta a las niñas,
Juanito, que tenía las cejas juntas y unas enormes encías rojas y caminaba
siempre muy deprisa e inclinándose con devoción delante de todas las
muchachas, a las que recitaba salivosos piropos de una perfecta castidad, Matías
el sordomudo, que no era tonto del todo, sino más bien alelado, y que después de
trabajar durante treinta años como ayudante de Ramiro Retratista se embutió en
la cabina de un isocarro y se ganó muy bien la vida repartiendo piensos
compuestos, y el otro Juanito, que vivía en el Altozano, al lado de la fuente, y era
hijo de una mujer a la que llamaban en su cara y con toda naturalidad la Fea,
porque lo era en extremo, y además desgraciada, su marido se fue a Barcelona
y la dejó con seis hijos, el menor de ellos tonto, Juanito, con el que jugaba yo
algunas veces, pues era casi el único en todo el barrio que no me pegaba ni me
engañaba con los tebeos y las bolas, y cuando me veía acercarme manifestaba
una alegría inocente y perruna. Lo vi la última vez que estuve en Mágina, creo
que el año pasado, fui para quedarme unas semanas y me marché a los cuatro
días, ahora vende pipas y chucherías para niños en un puesto de los soportales, en
la plaza del General Orduña, y camina y mira igual que entonces, con los
mismos ojos de ternura y desolación animal y la misma cara infantil, ni siquiera
le ha salido la barba, me acerqué a comprarle tabaco y me conmovieron esos
ojos que ya no me reconocen, no porque se haya olvidado de mí, sino porque
sigue viviendo en un tiempo del que yo deserté o fui expulsado hace veinticinco
años, el de nuestra infancia común que para él no ha terminado.
Pero quería seguir hablándote del miedo, y de lo que tal vez fuera su razón y
su médula, la incertidumbre acerca de mí mismo, de mis deseos y mis
sentimientos, la prisa cegadora y creciente por la que fui arrastrado, sin que
participaran en ella ni mi voluntad ni mi conciencia, era como cuando uno va por
una calle del centro a la hora de salida de las oficinas y aunque no tenga nada
que hacer apresura el paso para igualar el ritmo de la multitud, embebido y
tragado por ella, una velocidad que parece energía y es el vértigo de la caída
libre, no detenerse nunca, no perder ni una de las palabras escuchadas en el
auricular, no quedarse solo a una cierta hora de la noche, no llegar tarde al
trabajo ni al mostrador de facturación del aeropuerto, añadir cada minuto al
próximo sin mirar la delgada fisura de vacío que hay entre los dos, una copa tras
otra, un viaje emprendido al terminar el anterior, una réplica instantánea en una
conversación amenazada por el silencio, un bar nocturno y luego un taxi y otro
bar que cierra un poco más tarde, la urgencia angustiosa de apurar la noche y de
que la noche no se termine. No sé cómo he vivido los últimos años, cómo han
podido perdérseme sin que me quede nada de ellos, sólo caras sin rasgos y
lugares que no acierto a identificar, fotos movidas, mujeres y ciudades que se
me confunden entre sí, todo alejándose siempre, como si lo viera desde un tren o
tras la ventanilla de un taxi, como esas películas en las que el viento arrastra
hojas de calendarios y se ven girar primeras páginas de periódicos y en dos
minutos ha transcurrido una generación, se ha enamorado uno sucesivamente y
para siempre de cuatro o cinco mujeres, ha repetido con cada una de ellas los
mismos episodios de fervor y decepción y los mismos errores, como si en el
fondo, bajo la apariencia de diversidad de los rasgos, se enamorara siempre de la
misma mujer parcialmente inventada, ha visto en la plaza de Oriente la cola
fúnebre de los que acuden a despedirse del cadáver de Franco, ha votado por
primera vez, se ha afeitado para siempre la barba, ha salido una mañana hacia su
trabajo en París y al abrir el periódico ha encontrado la foto de un guardia civil
con tricornio, bigotazo y pistola que alza la mano en ademán taurino y ha querido
morirse de rabia y de vergüenza, ha recibido con retraso la invitación para la
boda de su mejor amigo, ha vuelto de vez en cuando a su país con el propósito de
quedarse y se ha marchado con un sentimiento cada vez más intenso de
extrañeza y de asco, aturdido por el tráfico, por las máquinas tragaperras de los
bares, por el ruido intolerable de los martillos neumáticos en las aceras
reventadas, por la codicia sin escrúpulos y la sonriente apostasía que han
transfigurado las caras de muchos a los que conoció antes de irse, aunque ahora
sabe, lo descubre cada día, en cada país a donde lo lleva su trabajo, que si hay
algo que no quiere ser es extranjero, y que si no regresa pronto lo será sin
remedio al cabo de unos pocos años, por más que quiera uno tiene un solo idioma
y una sola patria, aunque reniegue de ella, y hasta es posible que una sola ciudad
y un único paisaje. Imagínate cómo será morir solo en un hotel o en un hospital
donde nadie te conoce, yo lo he pensado muchas veces, o como esa gente que
sufre un ataque al corazón en su casa y se queda una semana entera
corrompiéndose delante del televisor encendido, hasta que los vecinos notan el
olor y avisan a la policía.
Yo tenía en Bruselas un amigo con el que hablaba de estas cosas, era todavía
más aprensivo que yo y había llegado desde mucho más lejos, de Colombia,
pasando por Nueva York, se llamaba Donald Fernández y se ganaba la vida
traficando en cocaína a pequeña escala, pero era un infeliz, era más vulnerable y
más inocente que los tontos de Mágina, había viajado a Europa para hacerse
pintor, pero su carrera artística progresaba tan desastrosamente como la de
camello, así que volvió a América y me llamó al cabo de unos meses para
decirme que había encontrado un empleo en la compañía telefónica de Nueva
York y que estaba a punto de inaugurar su primera exposición. Vivía en el Bronx
y continuaba traficando un poco, imagínate, un pobre tipo desmedrado y con
gafas redondas que se asustaba de los perros, yo temía que lo aplastaran como a
una hormiga y que no quedase rastro de él. Me envió el catálogo de su
exposición, que era toda de paisajes inventados de África, porque él creía en la
transmigración de las almas y soñaba en las alucinaciones del ácido que su
origen estaba en una tribu de Kenia o del Zaire o en el coraje de un león, pero
desde entonces no volví a tener noticias suyas, en esa época yo cambié de casa y
de teléfono y empecé a trabajar para la agencia de intérpretes, de modo que
viajaba mucho más que antes y le habría sido muy difícil localizarme. Pero pudo
hacerlo, no sé cómo, una noche, al volver de Madrid, puse en marcha la cinta del
contestador y oí su voz, que sonaba lejanísima, el mensaje era de cuatro días
atrás y me llamaba desde un hotel de Nairobi. «Manuel, soy Donald, por fin he
venido a África», pero no había dejado su número de teléfono, y yo estaba
cansado del viaje y tenía tanto sueño que me faltaban ánimos para ponerme a
indagar, y al día siguiente me olvidé, y no volví a acordarme de mi amigo
Donald Fernández hasta que me llamó varias semanas después una hermana
suya que vivía en Colombia: él quiso hablar conmigo y no pudo, me dijo, y le
había pedido a ella que se encargara de hacerlo. «Él quería que usted supiera,
señor, para mi hermano usted era muy importante». Ganaba un sueldo
razonable en la compañía telefónica, al fin estaba logrando que alguien se
interesara en su pintura, tenía el proyecto de mudarse a Manhattan y casi había
abandonado su trato pusilánime con el mercado siniestro de la cocaína, y un día,
de pronto, todo se quebró, tal como él había temido siempre, lo despidieron del
trabajo, unos traficantes le dieron una paliza, supongo que después de quitarle las
gafas redondas y pisotearlas, no pudo pagar el alquiler de su casa y lo echaron,
se fue a vivir a los túneles del Metro, empezó a mendigar, le salieron unas
manchas muy raras en la piel y descubrió que había contraído el sida, era tan
tímido y tan reservado que yo nunca noté su homosexualidad, sobrevivió de
milagro a un invierno atroz y en primavera, no sé cómo, su hermana no me lo
explicó, obtuvo de alguien el dinero suficiente para un billete de ida a Nairobi,
quería morirse allí, y antes de morir intentó hablar conmigo, pero yo no hice
caso, imaginé distraídamente que sería otra de sus locuras y ni se me ocurrió
averiguar su teléfono, aunque es posible que cuando oí el mensaje ya estuviera
muerto. Dijo su hermana que había abandonado el hotel y que encontraron su
cadáver en una reserva de animales salvajes, sentado contra el tronco de un
árbol, sonriendo, y que la policía tardó más de una semana en establecer su
identidad, porque se había dejado el equipaje y el pasaporte en la habitación del
hotel. Quién iba a decirle cuando era un niño en una casa con jardín de
Cartagena de Indias que acabaría treinta años después en el depósito de
cadáveres de Nairobi, se para uno a pensarlo y parece increíble, pero también lo
es que yo esté ahora contigo y me atreva a hablarte como si te conociera desde
siempre, como si no hubiera sido prácticamente imposible que nos
encontráramos. No salgo de mi asombro, me niego a salir de él, no quiero
acostumbrarme, quiero vivir exactamente así el resto de mi vida, sin hacer nada
ni desear nada más que lo que ya tengo ni a nadie más que a ti, agradeciendo que
existas y me hayas elegido y que estés a mi lado cada mañana cuando me
despierto, inmediata y carnal, no inventada, más verdadera y mía que yo
mismo, haciéndome preguntas continuas, desafiándome a decir lo que he callado
siempre, lo que ni recordaba, moldeada por el sufrimiento y la felicidad, frágil y
sabia, deteniendo el tiempo para que duren como lentos días cada una de las
horas y no empiece a remordernos la angustia del adiós.
L
A CARRETERA EN LÍNEA RECTA
, dividiendo en dos mitades exactas la
llanura, perpendicular al horizonte plano y nublado, no nublado, gris, de un gris
pálido, casi blanco, sucio, aunque no tan opresivo como el gris de Bruselas,
porque aquí el cielo no parece tan bajo, aunque tampoco sea posible deducir por
la luz si es media mañana o media tarde, dan ganas de morirse, así tienen todos
esas caras, caras de aeropuerto, salvo las de los negros y los mendigos, pero en el
aeropuerto casi no hay negros y desde luego no hay mendigos, casi no hay
nadie, por el miedo a la guerra, el avión medio vacío y unas pocas maletas sin
dueño girando luego en la cinta transportadora, bajo unas bóvedas de aluminio y
de metacrilato que parecen las de una catedral concebida en el delirio de un
arquitecto posmoderno, ciego de cocaína y de vanidad, como el lujoso inepto que
inaugura mañana en la North Western University un simposio sobre la huella de
España en América, o algo parecido, y que debería de haber tomado el mismo
avión en Nueva York, pero ni rastro, se dormiría anoche durante
La Walkiria
y no
habrán podido despertarlo aún, hecho polvo el hombre, sepultado de aburrimiento
y de cultura bajo varias toneladas de Wagner, y por supuesto el chófer del
consulado también brilla por su ausencia, así que no se ve a nadie con un amable
cartel en el pecho y una sonrisa sintética de bienvenida en los labios, ni siquiera
se oyen ecos de palabras humanas en los altavoces, ni pasos, ahogados por
hectáreas de moqueta gris, tan sólo música ambiental, el ruido de una cisterna en
los lavabos y
Proud Mary
reblandecido de coros y violines, estos cabrones son
capaces de convertir en nata batida y sonrosada hasta
La internacional
.
Pero al menos un respiro, un cigarrillo tras la puerta cerrada, como en los
retretes del colegio, aunque a lo mejor se activa uno de esos detectores de humo
y se enciende una luz roja y suena una alarma, frágil serenidad, volutas azules y
grises saliendo despacio de los labios, con un placer fortalecido por la prohibición,
y de pronto los zapatos y los calcetines negros de alguien que respira muy fuerte
en la cabina contigua, en un silencio ártico, vacío, un silencio de lavabo de
aeropuerto y tal vez de manicomio, qué miedo de repente a ese desconocido que
corta un trozo de papel higiénico y se suena los mocos al otro lado de un tabique
de plástico y murmura
Mein Gott
gimiendo igual que si se masturbara, a lo
mejor es eso, a quién se le ocurre en un sitio como éste, pero él también
percibirá la presencia de alguien que está a pocos centímetros y a quien no verá
nunca y es posible que le dé el mismo miedo, un miedo de animal agazapado en
la noche de la selva o de viajero con zapatos y calcetines negros encerrado en el
lavabo aséptico y silencioso de un aeropuerto, claustrofobia, el agua del grifo en
la cara desfigurada de cansancio, el jabón líquido y el agua en las manos, la cara
en el espejo que se extiende a lo largo de toda la pared reflejando las cabinas
cerradas, debajo de una de las cuales se ven unos pies, como en las películas,
cuando hay un ladrón detrás de la cortina y el protagonista ve las puntas de sus
zapatos. Qué cabeza, siempre con lo mismo, la bolsa de viaje, un poco más y se
queda olvidada, horarios de vuelos y nombres de compañías y ciudades
apareciendo y sucediéndose en los monitores, anuncios de perfumes franceses y
de islas tropicales en las paredes del corredor infinito por donde discurren unos
pocos viajeros inmóviles sobre la goma deslizante del suelo, cuidado con
perderse, si se pierde uno en el aeropuerto de Chicago no lo encuentran en varias
semanas, se vuelve loco buscando de nuevo el letrero iluminado de
B
AGGAGE
CLAIM
y la flecha indicadora y el consulado de España tiene que enviar una
expedición de rescate, qué respiro, la maleta intacta por fin, la salida, nadie en la
parada de los taxis, una hilera de descomunales taxis amarillos que tienen todo el
aire de la comitiva de un entierro, y junto al primero de ellos una cara de piel
oscura y brillante, un poco verdosa, de raza aceitunada, como decían antes las
enciclopedias escolares, las razas humanas son cinco, blanca, negra, cobriza,
amarilla y aceitunada, y unos ojos grandes, muy vivos, de mirada lenta y
profunda, como la de una vaca, los primeros ojos indudablemente humanos
desde no se sabe cuándo, el pelo negro, rizado, aceitoso, y un cigarrillo en los
labios, lo cual es ya un prodigio, una exigencia de reconocimiento y gratitud,
porque no sólo está fumando, sino que fuma con placer y pereza, sin ademanes
furtivos ni miradas de soslayo, con un descaro tan extranjero como sus
facciones, como la gran sonrisa blanca con que levanta la maleta y la guarda en
el maletero que se cierra como la tapa de un sarcófago: no entiende la dirección,
hay que enseñarle la tarjeta donde viene apuntada y asiente con aire
meditabundo y rascándose la nuca, sonríe por fin, seguro que no tiene ni idea
pero se arma de valor y pone en marcha el taxi, se aleja del aeropuerto, enfila
una llanura de puentes de hormigón y cruces de autopistas por las que circulan
los coches con una inquietante lentitud que parece más bien un efecto óptico, así
que esto es Chicago, en las paradas de los semáforos el taxista extiende sobre el
volante las hojas de un periódico con titulares escritos en un alfabeto que se
parece al hindú, pero seguramente es paquistaní, o bengalí, cómo sonará ese
idioma, cómo se nombrarán en él las cosas comunes o las extraordinarias, junto
al salpicadero hay una tarjeta de identificación en la que está su foto y un
nombre muy largo y desde luego impronunciable, y él habla inglés con la misma
brusquedad dubitativa que usa al conducir, mira que si no ha entendido la
dirección y se pierde y cae la noche antes de llegar a ese lugar del que no parece
haber oído hablar nunca, Evanston, Illinois, un suburbio universitario de lujo a
orillas del lago Michigan.
Frena, ha estado a punto de empotrarse contra el remolque de un trailer,
suspira, vuelve a abrir el periódico, no se da cuenta de que el semáforo se le ha
puesto en verde hasta que en otro camión más grande todavía que espera detrás
suena un claxon tan brutal como el de la sirena de un transatlántico, como los de
los camiones de bomberos de Nueva York, que más que a apagar incendios
parecen dirigirse a provocar catástrofes, el corazón se encoge, tendría gracia
morir aplastado bajo las ruedas de un camión en las afueras de Chicago, en
compañía de un bengalí que suspira de nostalgia por su patria miserable y
fangosa. «Qué lejos de casa», dice, y mira en el retrovisor, acepta un cigarrillo
como si aceptara un pésame, suelta golosamente el humo haciendo roscos y
cuenta que él tenía un trabajo muy bueno en Alemania, en Stuttgart, pero que sus
padres le concertaron el matrimonio con una prima suya que vivía en América y
tuvo que venir a casarse y se quedó. Cómo verán esos ojos el mundo, qué
recuerdos tendrá del país donde nació y al que lo más seguro es que no vuelva,
viajó desde Stuttgart a Chicago para casarse con su prima igual que un salmón
cruza el océano para depositar sus huevos en el lecho de un río y ahora conduce
un taxi y antes de hablar se queda pensando y se muerde los labios, tiene que
traducir las palabras, algunas se le escapan en alemán, cómo será la casa a
donde vuelve cuando termina el trabajo, después de trece o catorce horas al
volante de un taxi por una llanura de autopistas, suburbios de casas de ladrillo rojo
entre el césped, ferreterías inmensas, hamburgueserías rodeadas de
aparcamientos tan ilimitados como los maizales, como el cielo gris que se está
oscureciendo aunque no se sabe si va a anochecer o si son las diez de la mañana,
y mirar el reloj no sirve de gran cosa, el sentido del tiempo está como
anestesiado por los cambios horarios, igual que los tímpanos por la presión del
vuelo, las agujas marcan la hora de Nueva York pero en la conciencia y hasta en
las costumbres del cuerpo permanece la hora de Europa, un cálculo automático,
como el del valor de la moneda, en Madrid son ahora las once de la noche, en
Granada Félix ya ha acostado a sus hijos y está viendo con Lola una película de
la televisión, en Bruselas llueve y no hay nadie por la calle, en un salón de actos
se ha prolongado interminablemente una conferencia sobre aranceles agrícolas o
sobre las normas de fabricación de preservativos y los traductores soñolientos
miran por el cristal de sus cabinas y buscan equivalencias instantáneas para las
palabras absurdas que escuchan en los auriculares pensando en otra cosa, y en
las afueras de Chicago, en una calle idéntica a todas las calles que ha cruzado el
taxi desde hace una hora, césped, árboles, ladrillo rojo, ventanas iluminadas,
nadie, un bengalí que tiene nostalgia de Stuttgart le pregunta a un tipo que corría
en camiseta y con una gorra de béisbol puesta al revés por un hotel llamado
Homestead que tiene todos los visos de no existir: el tipo suda, con el frío que
hace, tiene los pectorales hercúleos, mira con reprobación la cara del taxista y
con asco el humo de tabaco que sale por la ventanilla, señala algo con la mano
derecha extendida, hay que ir hacia el lago: una calle larga, con
hamburgueserías, con ferreterías, con muladares de coches desguazados, más
casas de ladrillo rojo y jardines y árboles y ventanas iluminadas tras los visillos,
mástiles de banderas hincados en el césped, lazos amarillos atados a los postes de
los buzones, banderas colgando sobre los porches de casas miserables, aceras
desiertas, tipos en camiseta y con gorras de béisbol al revés que saltan
respetuosamente en los semáforos para no perder el ritmo de su carrera y sólo
cruzan cuando la luz se pone verde, aunque no venga ningún coche, vaya mundo,
y por fin el taxista se detiene tan bruscamente que la cabeza choca contra el
plástico blindado e indica algo con una inmensa sonrisa, un edificio de ladrillo
rojo, a la derecha, muy alto entre las casas de una sola planta con jardín,
«Homestead Hotel», anuncia victoriosamente en su inglés catastrófico: en qué
aldea nacería que ni siquiera aprendió en la infancia el idioma de los
colonizadores.
En una mecedora del porche pintado de blanco hace equilibrios una ardilla,
cuidado, avisa el taxista antes de marcharse, puede transmitir la rabia, otra
posibilidad estupenda, mejor incluso que la del choque de frente con un trailer,
fallecimiento en el hospital de Evanston ocasionado por la mordedura de una
ardilla que tiene los ojos dulces y húmedos como en una película de Walt Disney:
la ardilla no escapa, observa, oscila en la mecedora, tal vez a punto de saltar
hacia el cuello como un murciélago del Amazonas, y en el vestíbulo del hotel
parece que tampoco hay nadie, aparece al cabo de uno o dos minutos de silencio
un negro anciano y calvo, un botones decrépito como las ruinas de un coloso que
se empeña en llevar la maleta aunque apenas puede levantarla, ni levantar del
suelo los pies, calzados con unos zapatos arcaicos y magníficos, inmensos,
amarillos y negros, correosos como la cara de su dueño, que debió de bailar
claqué con ellos en el Cotton Club. Suelta jadeando la maleta a cambio de una
propina, señala el mostrador de recepción, donde hay dos sobres con nombres
escritos que contiene cada uno dos llaves, la de la puerta de la calle y la de la
habitación, se ve que es un hotel de misántropos, o un hotel automático, el negro
se derrumba con cara de moribundo sobre un sillón de mimbre y murmura
cavernosamente un blues mientras sus zapatos, al final de las piernas larguísimas,
relumbran en mitad del vestíbulo. Nadie en el ascensor, ni una voz ni un ruido, ni
siquiera el de los pasos, en el pasillo alfombrado donde se vislumbra al final de
una lejana perspectiva el letrero rojo de
E
XIT
. ¿No es ése el nombre de una
especie de club anglosajón de suicidas, o de una sociedad de fomento de la
eutanasia? Félix se complacería en una precisión etimológica:
exit, exitus
, salida.
Félix desharía ordenadamente la maleta, guardaría la ropa en el armario,
encendería la televisión y se tendería tranquilamente en la cama con un volumen
de Tácito o un manual de informática para lingüistas. Qué cabeza la suya, qué
mérito, jamás dejaría la maleta y la bolsa en un rincón ni se apresuraría a
marcar otra vez un número de teléfono de Nueva York sabiendo por experiencia
que es inútil, que de nuevo se oirá la misma voz de mujer que repite no un
nombre sino otro número de teléfono y la educada invitación a dejar un mensaje
y el pitido tras el que se oye el roce de una cinta en blanco. Pero es que Félix
nunca habría cruzado un océano y luego medio continente para buscar a una
mujer con la que hubiera pasado una sola noche en Madrid ni se habría ofrecido
a sí mismo el pretexto de que en realidad no iba a buscarla, sino que bueno, ya
que tenía que trabajar como intérprete en un congreso internacional, en Chicago,
pues no le costaba nada intentar de paso un encuentro en Nueva York. Ya no hace
falta consultar la hoja con membrete del hotel Mindanao donde ella apuntó su
número antes de irse, el dedo índice se los conoce instintivamente de tanto
repetirlos y la memoria desengañada anticipa cada palabra grabada y los
matices extraños de la voz, cómo pronuncia esta gente, con qué perfección y qué
desapego confían sus palabras a un auricular y a una cinta magnetofónica que
ahora está deslizándose automáticamente en un contestador, sonando como la voz
de un fantasma en un apartamento deshabitado donde ya será de noche,
uniéndose al gorgoteo del motor de un frigorífico y a los crujidos de los muebles,
y también a los sonidos que lleguen desde la calle a través de las persianas
echadas, dónde, en qué parte de esa ciudad que tanto le gusta al vacuo inepto de
La Walkiria
y de la huella de España en América, cómo es la habitación donde ha
sonado ya tantas veces el timbre del teléfono y el mismo mensaje, qué libros
hay, qué cuadros y discos, qué fotografías, tal vez alguna de la mujer que ni
siquiera dice su nombre en la grabación, sólo el número, Allison, ni siquiera un
apellido, el nombre en una pequeña tarjeta plastificada y prendida en la solapa
de su americana masculina, el pelo rubio, la sonrisa brillante como una
carcajada, la cara ya imposible de recordar surgiendo en los pasillos del palacio
de Congresos y desapareciendo luego entre un gentío de fantasmas
empalidecidos por las luces fluorescentes y recobrada por azar en un comedor
por donde deambulaban los mismos fantasmas dotados ahora de bandejas de
plástico con recipientes de ensalada, de pollo en salsa y de bebidas carbónicas,
exhibiendo las sonrisas más comedidas y prefabricadas del mundo, las tarjetas
plastificadas en las solapas, los dedos tan pulcros como pinzas quirúrgicas, las
disculpas al rozarse levemente los codos, las razas humanas no son cinco, sino
seis, y la sexta es la raza lívida y mestiza de los asistentes a congresos, se les
conoce porque llevan sus nombres en las solapas y carpetas de plástico negro
bajo el brazo, así como un curioso abalorio cuyos extremos se introducen en los
pabellones auditivos: y de pronto, en medio del aburrimiento y de la babel de
voces que murmuran adormecedoramente en varios idiomas, aquella boca
pintada de rojo con una sonrisa como una bandera desplegada, la mujer rubia,
reconocida en un instante, tan desahogada y tan segura de sí que parece más alta,
el perfume ya advertido la primera vez, cuando apareció en el pasillo, no un
perfume, una colonia, se la imaginaba uno desnuda y recién duchada en un
cuarto de baño, pintándose los labios de rojo delante del espejo, los labios más
finos y rojos de todo Madrid aquellos días, el pelo más rubio, el cuerpo más feliz,
porque son los cuerpos y las caras los que muestran la felicidad o la desgracia, no
las palabras y ni siquiera los estados de ánimo, uno puede sentirse feliz y
descubrir en el espejo que su cara es desgraciada, uno puede estar muriéndose
de desolación junto al teléfono en un cuarto del Homestead Hotel de Evanston,
Illinois, y entrar entonces al cuarto de baño para lavarse los dientes y descubrir
que en su cara hay una obstinación involuntaria de felicidad, o por lo menos de
guasa, de guasa hacia sí mismo, hacia esa situación como de novela
centroeuropea, como de preámbulo apacible de novela de terror, el hotel
silencioso, el viajero perdido, el teléfono que repite una vez más su mensaje
automático, y tras la ventana, al fondo, siete pisos más abajo, jardines traseros,
corralones o muladares de neumáticos, y el cielo bajo y gris, confundiéndose en
la distancia con la superficie ondulada y neblinosa del lago, más gris aún, con
vetas verde oscuro, tan desolado como el Báltico en una tarde de invierno.
Actividad, cuanto antes, nada de dejar la ropa arrugarse y proliferar en el
desorden de la maleta y de la bolsa, nada de tenderse en la cama a mirar los
anuncios y los concursos de la televisión y volver de cuando en cuando la cara
hacia la mesa de noche para buscar un cigarrillo o detener la mano en el instante
en que ya levantaba otra vez el teléfono, y sobre todo prohibición absoluta de
hablar en voz alta, porque en la soledad y el silencio la propia voz acaba
volviéndose tan extraña como la propia cara. Método, actividad, el libro y el
walkman
en la mesa de noche, el valium en el cajón, la petaca de Glennfiddich
sobre la cómoda, un solo trago, no muy largo, para entrar en calor, la ropa en el
armario, el traje colgado en la percha, la espuma de afeitar y las cuchillas
desechables en la repisa del cuarto de baño, el cepillo, el peine, la pasta de
dientes, orden sobre todo, la loción otra vez en la cara, la camisa limpia, el jersey
de lana, el pelo húmedo y echado hacia atrás, la inspección minuciosa y dolorida
del peine, qué asco, la decadencia, los primeros indicios, cabellos en el peine y
sobre la loza del lavabo, la cortina opaca de la ducha, un recuerdo a traición, la
cortina apartada y la rubia Allison entreabriendo los ojos bajo el chorro
humeante del agua, los párpados manchados de rímel, la cara desconocida sin la
melena alrededor, más despojada y más adulta, los pechos oscilando y los
pezones encogidos y la frente más ancha, le dio un poco de vergüenza y cerró los
muslos, la mano con la pastilla de jabón cubrió instintivamente el pubis moreno,
y ese gesto de pudor y casi desamparo la volvía más excitante, a las cinco o a las
seis de la madrugada, en un hotel de Madrid tan acogedor como un aparcamiento
subterráneo, no como éste, que parece más bien una residencia victoriana, con su
colcha blanca y bordada, sus grabados bucólicos con vistas del Chicago de hace
un siglo, su gran bañera con los grifos de cobre donde el aire gorgotea como los
bronquios cancerosos de un caballero intachable, la ventana con marcos de
madera agrietada contra la que ruge y silba el viento del lago, a cada minuto más
feroz, un viento como la tramontana que retuerce los olivos salvajes del cabo de
Creus y como el levante africano de la bahía de Cádiz. El horizonte y el lago han
desaparecido tras la niebla, se oye la furia metódica de las olas y la sirena de un
barco y tiemblan los cristales de la ventana y crujen los postigos, pero el teléfono
permanece en silencio y siguen sin escucharse voces humanas, ya es de noche,
habrá que salir a cenar algo, porque del servicio de habitaciones no contestan, se
habrá producido una alarma nuclear y con las prisas han debido de olvidarse del
botones negro y del único cliente, pero el botones negro tampoco está ya en el
vestíbulo, ha corrido al refugio en el último momento, arrastrando los zapatones
prehistóricos, aunque a su edad y en su estado ya le dará lo mismo. Sobre el
mostrador de recepción todavía está el otro sobre con las llaves, de modo que el
fanático de
La Walkiria
y del MOMA no ha llegado aún, andará perdido por las
carreteras y los suburbios como cementerios opulentos a merced de un taxista
lituano o malayo, o se habrá enterado a tiempo de la alarma nuclear y estará
pronunciando su discurso sobre la célebre huella ante un auditorio de
supervivientes futuros. A la derecha del vestíbulo hay un salón como de principios
del
siglo
XIX
, con una chimenea neoclásica, molduras blancas en el techo,
muebles de caoba y un piano con la tapa levantada y una partitura abierta sobre
el teclado, Schubert,
La muerte y la doncella
, no parece el salón de un hotel, sino
el de una casa cuyos dueños acaban de irse unos minutos antes de que llegue el
invitado, el incauto, la posible víctima, incluso hay sobre la chimenea un retrato
ovalado de una señorita con rizos en las sienes y escote ceñido, la señorita tísica
que tocaba hace más de un siglo a Schubert en el piano mudo desde entonces,
que vuelve a sonar sin que lo toque nadie en las noches de tormenta, puntos
suspensivos.
El viento se lo lleva a uno como a una hoja de periódico, cuidado con los
cables de la luz que pueden caerse y con las tejas desprendidas, están desiertas
las calles y hay luces encendidas al otro lado de los árboles, en las ventanas con
visillos por las que se vislumbran confortables interiores anglosajones, y las
banderas extendidas en lo más alto de los mástiles restallan como velas de
barcos: una iglesia neogótica, una especie de Partenón que debe de ser el
ayuntamiento, un centro comercial, un
MacDonald’s
iluminado y casi vacío,
todos con banderas, un coche de policía exactamente igual de grande y de azul
que los de las series de televisión avanzando lentamente junto a la acera y casi
deteniéndose junto al único insensato que parece caminar esta noche por la
ciudad, tranquilo, no lo mires, anda como si nada, por muy mala cara que tengas
no das la pinta de violador o de ladrón o de árabe, hay que actuar como cuando
aparecía a la vuelta de la esquina el
jeep
de los grises y sus faros proyectaban la
sombra por delante de uno, los dedos buscando el pasaporte en el bolsillo, la
cabeza alta, tras las solapas alzadas del chaquetón, la luz roja y azul que destella
en el asfalto, en el escaparate de una armería cerrada, un policía negro mira
interrogadoramente por la ventanilla, se oye el cambio de marcha y el coche
patrulla cobra velocidad y gira en un cruce con un chirrido de neumáticos del
todo familiar, hasta parece que va a oírse la música de una película y que de un
momento a otro surgirán en la oscuridad los títulos de créditos: lo que se ve es el
letrero de neón de una taberna irlandesa,
Bennigan’s
, y en un lugar como éste eso
casi es lo mismo que ver la luz de una casa en el bosque de los cuentos. Los
cristales de las ventanas están empañados, el interior es cálido, denso de voces y
de humo, la barra es larga, de madera oscura, con grifos dorados de cerveza, en
la máquina de discos suena a todo volumen una canción de Aretha Franklin, los
bebedores tienen caras rojas y golfas, el suelo es de madera y está sucio de
colillas y serrín, una mujer muy erguida sobre un taburete sostiene un vaso de
whisky
y ríe a carcajadas sin quitarse el cigarrillo de la boca: parece que se han
refugiado aquí todos los sinvergüenzas del Medio Oeste, los que no se encierran
en casa al oscurecer, los únicos que han desafiado la recomendación oficial de
congregarse en los sótanos antinucleares. Los codos en la barra, tan agradecidos
como si se afianzaran en el suelo de la patria, una cerveza negra, colmada de
espuma densa y tibia, una gran hamburguesa que incita y sacia el hambre, y
luego ese cambio repentino de ánimo que lo vuelve todo hospitalario en mitad de
un viaje, las caras de los bebedores, los acentos, el instinto automático de
averiguar sus orígenes, la apaciguada somnolencia frente a un vaso de
whisky
con el hielo picado, el placer tan antiguo de trabar una conversación en un idioma
extranjero. A la entrada de los lavabos, junto a la máquina de cigarrillos, hay un
teléfono público, y la cerveza y el
whisky
animan a la temeridad de llamar otra
vez, ni siquiera hacen falta monedas, se puede usar introduciendo en una ranura
la tarjeta de crédito: la yema del dedo índice oprime una tras otra las pequeñas
teclas cuadradas de metal, y luego hay un breve silencio antes de que suenen los
pitidos, el primero, más largo, irrumpiendo una fracción de segundo más tarde en
el apartamento de Nueva York, otro silencio, Allison lo habrá escuchado desde la
cocina y sonará dos o tres veces antes de que llegue al teléfono, dos pitidos más,
está dormida y tiene el sueño tan profundo que no logra despertarse, o ha salido
del ascensor y corre hacia la puerta y teme que deje de sonar un segundo antes
de que ella lo coja, pero ese roce que empieza a oírse es el de la cinta del
contestador, la voz de nuevo, serena, metálica, insultante, recitando los números
tan pulcramente como en la primera lección de un curso de inglés, la señal para
el comienzo del mensaje y el oído atento en vano al mismo silencio de las otras
veces, al minuto y medio de silencio que interrumpe una señal aguda cuando se
apaga el piloto rojo del contestador sin que la voz masculina haya dejado ni una
sola palabra grabada en la cinta.
Pero no importa que no esté, olvidar es todavía muy fácil, lo más fácil,
seguramente eso le ha ocurrido a ella, hace dos meses pasó una noche en Madrid
con un desconocido y a la mañana siguiente regresó a América y no ha vuelto a
acordarse, o si se acuerda es con la convicción de que no lo verá nunca más, con
la tranquilidad de que no va a correr el riesgo de un encuentro mediocre, pues
fue una especie de rápido milagro y los milagros no se repiten, incluso puede que
no sucedan y que hayan sido espejismos. Pero entonces por qué la nota con el
número de teléfono en la mesa de noche, por qué las últimas palabras, oídas ya
desde la otra orilla del sueño: «No te pierdas», y aquella manera de decir adiós
llevándose los dedos a los labios recién pintados de rojo, a las ocho de la mañana,
cuando ya entraba la claridad en la habitación del hotel y aún no habían dormido.
Mejor así tal vez, ni porvenir ni pasado, ni presentimientos ni recuerdos, no esas
obsesivas genealogías de sí mismos que inventan los amantes, no la mutua
vanidad de haberse poseído ni el rechazo fanático de las pasiones anteriores, la
apetencia de dejar en blanco la memoria como se derriban las estatuas y se
queman los templos de un culto abandonado para entregarse con furor de
conversos a una nueva religión; gratitud nada más, soberanía íntima, la dosis de
lucidez necesaria para darse cuenta de que es la ausencia inesperada de esa
mujer lo que la vuelve tan imperiosamente deseable, pero no hasta el punto de
extinguir el deseo hacia otras mujeres, la camarera irlandesa que pone en la
barra el vaso con hielo picado y vierte en él una medida de
whisky
usando un
cubilete de estaño, la bebedora solitaria y de ojos brillantes que se balancea un
poco sobre el taburete y fuma Winston extralargo, mujeres desconocidas,
instantáneamente deseadas, imaginadas luego en la habitación del hotel con una
vehemencia en la que intervienen sobre todo la soledad y el alcohol, miradas en
la calle cuando cruzan un semáforo, entrevistas con fugacidad tras el escaparate
de una zapatería mientras apoyan en la alfombra un pie descalzo con las uñas
pintadas, mujeres rubias y con gafas oscuras que pasan en los taxis, que viajan
en el autobús con las piernas cruzadas, que esperan a alguien en el vestíbulo de un
hotel, que aparecen sonriendo en un pasillo cualquiera del palacio de Congresos
de Madrid y llevan una amplia gabardina verde y una etiqueta plastificada en la
solapa donde la mirada siempre atenta lee un nombre, Allison. Se habrá ido de
Nueva York, se habrá mudado de piso, los americanos cambian de domicilio y de
trabajo con una facilidad desconcertante.
A la una de la madrugada el contestador repite la misma voz educada y el
mismo número tan sabido de memoria como las letras de ese nombre, Allison,
pero ahora se habrá grabado en la cinta, durante el minuto y medio de silencio, el
fragor del viento del lago Michigan, el silbido en los cristales de una ventana del
Homestead Hotel, incluso la voz del predicador que recita en la televisión
versículos del Apocalipsis y garantiza a los Estados Unidos de América la ayuda
del dios de los ejércitos en la guerra inminente. La petaca de Glennfiddich y los
cigarrillos sobre la mesa de noche, la tentación de llamar de nuevo para repetir
en el contestador el número del Homestead, por si acaso, pero será mejor apagar
la televisión para no seguir viendo a ese tipo que invoca la protección del Dios de
los ejércitos y maneja la Biblia como un fusil de asalto, bajar las persianas que
seguirá batiendo el viento durante toda la noche y recurrir al valium y a la
oscuridad, seguro que mañana aparece el converso a la cocaína y a Wagner y se
descubre dónde va a celebrarse el simposium y cómo son las caras de los
empleados del hotel, incluso de alguno de los huéspedes, y hasta es posible que
suene el teléfono y que se oiga una voz verdadera, no grabada en una cinta, la
voz de Allison pidiendo disculpas y preguntando qué haces, dónde estás, si vas a
tardar mucho en volver a Nueva York yo volaré a Chicago para encontrarme
contigo en el séptimo piso de ese hotel que en la noche de tormenta sobre el lago
Michigan parece el faro del fin del mundo, en la noche de viento, de extrañeza,
de desamparo y de insomnio, la noche en que cuando uno logra dormirse sueña
que todavía está despierto y ve la habitación y el televisor apagado y esconde la
cabeza bajo las mantas para no oír la vibración de los cristales y el silbido del
viento que arranca las tejas y derriba los postes de la luz, no sólo ahora mismo,
sino también hace muchos años, en un tiempo y en una ciudad que han surgido
en el sueño y que serán olvidados cuando la luz transparente del día y la calma
del lago ofrezcan al despertar la sensación de que la tormenta, el hotel vacío y el
insomnio fueron los atributos de una pesadilla.
Q
UIERO CONTARTE QUIÉN HE SIDO
y qué he hecho y es como si se me
hubiera borrado de la memoria la mitad de mi vida, como si yo mismo estuviera
ausente de mis propios recuerdos y me hubieran sido relatados por otro, porque
veo con claridad lugares donde he estado pero no me veo a mí en ellos, o no me
reconozco, soy la mirada neutra de una cámara, un oído que percibe palabras y
un sistema de conexiones nerviosas adiestrado para identificarlas y convertirlas
instantáneamente en las palabras de otro idioma, una voz acostumbrada a actuar
como eco y sombra de otras voces, el desconocido con el que tú te cruzaste la
primera vez sin reparar todavía en su cara, el extranjero a quien despierta el sol
una mañana en el Homestead Hotel y tarda unos minutos en saber dónde está y
en convencerse de que la tormenta de anoche no fue un mal sueño heredado de
los terrores de la infancia. Se incorpora, cegado por la luz, insultado por ella en su
pereza y en sus ganas de dormir, mira el teléfono y decide que no llamará para
oír otra vez un contestador automático, baja al vestíbulo y no ve a nadie y en el
salón del piano encuentra una máquina de café, un jarro de leche tibia, sobres de
azúcar y vasos y cucharillas de plástico, y sacarina, por supuesto, y una prudente
bolsa de descafeinado, amablemente dejados allí por los mismos fantasmas que
mientras él desayuna se ocupan invisiblemente de arreglar su habitación, porque
cuando vuelve a ella veinte minutos después la cama ya está hecha, y el
cenicero vacío, y el tubo de dentífrico y el cepillo que él dejó cualquiera sabe
dónde ya ocupan pulcramente un vaso de cristal en la repisa del lavabo.
Cuando se lo contara a Félix no lo creería, me gusta irle contando
imaginariamente las cosas al mismo tiempo que me ocurren, y es posible que él
no se las crea del todo y que ni siquiera las apunte en ese diario secreto que lleva
desde hace años en el ordenador, pero tampoco yo acabo de creérmelas aunque
es a mí a quien le han sucedido, la suma de azares que me llevaron a encontrarte,
el miedo, las desgracias estériles, el hábito de la decepción, el presentimiento no
de estar a punto de perderme sino de haberme perdido ya y desde hacía mucho
tiempo, no sólo entonces, en aquel sitio absurdo junto al lago Michigan, sino unos
meses antes, cuando volví a España sin pensar todavía en quedarme, cuando me
deslumbraron los faros de un camión a la salida de una curva y pisé el freno y no
disminuyó la velocidad. Cerré los ojos dispuesto a morir, mis manos dieron un
giro desesperado y automático al volante y no vi nada más que oscuridad y
cuando miré de nuevo a mi alrededor estaba en medio de la tierra endurecida
por la helada y seguía vivo, oyendo en la radio del coche una canción de Otis
Redding que había escuchado por última vez hacía diecisiete años. Ahora sé
quién soy porque tú me miras y me nombras y me haces aprender cosas de mí
que había olvidado, pero si pienso en el Homestead Hotel o en aquella noche de
viaje sonámbulo a Madrid en la que estuve a punto de matarme sin cumplir
treinta y cinco años ni saber que existías me parece que me acuerdo de una vida
de nadie, o que leo un curriculum, y me desconcierta comprobar las fechas para
celebrarlas contigo y descubrir que en realidad no ha pasado tanto tiempo, algo
más de dos meses, y que habría bastado una fracción de segundo para que todo
se extinguiera, este momento, tu cara de ahora mismo, el modo en que me miras
mientras te hablo de Félix y de las ganas que me entraron de pronto de ir a verlo,
un sábado de noviembre por la tarde, recién llegado a Madrid, desde Bruselas,
recién instalado en una habitación del hotel Mindanao, preguntándome qué haría
para sobrellevar las dos noches y el temible domingo que faltaban hasta que en la
mañana del lunes, a las nueve en punto, empezara mi trabajo en el palacio de
Congresos. Me senté en la cama, estuve mirando un rato las cortinas verdes y los
dibujos animados de la televisión, tranquilo, al menos algo más tranquilo que en
las últimas semanas, disfrutando esa calma que nos deja un amor que ya pasó,
como dice el bolero, falto de sueño, confiando en las virtudes del aburrimiento y
del valium, y en menos de cinco minutos decidí que si me quedaba iba a
caérseme encima el edificio, o al menos el cielo raso de la habitación, así que
busqué en la agenda el número de Félix, y cuando hablé con él oí al fondo gritos
de niños y una fuga barroca. Lo llamo un par de veces al año, desde los sitios
más peregrinos, pero siempre coge el teléfono tan rápidamente como si hubiera
estado esperando la llamada y me habla en el mismo tono de voz mientras se
oye de fondo a sus hijos y la música que invariablemente ha preferido sobre
cualquier otra desde que estudiábamos juntos en el instituto de Mágina. Miré el
reloj, calculé que me daba tiempo de llegar a Chamartín y tomar un tren
nocturno, guardé una muda de ropa en una bolsa más bien humillante de la
lavandería del hotel y a la mañana siguiente, a las ocho, tambaleándome de
sueño, tiritando de frío, anduve al azar por las calles próximas a la estación de
Granada, buscando una cafetería abierta donde leer los periódicos, con mi bolsa
para ropa sucia en la mano, solo en una ciudad que apenas conocía y en la que
sólo dos o tres locos y unos cuantos mendigos estaban levantados, esos mendigos
que madrugan como oficinistas para ocupar un buen puesto a la entrada de las
iglesias, algunos tipos en chándal, cómo no, y una vieja con los labios pintados y
tacones torcidos que arrastraba una maleta enorme atada con cuerdas, la
adelanté en una acera, porque caminaba con una lentitud de caracol, y se me
ocurrió ofrecerle mi ayuda, abrumado de compasión y casi culpabilidad, aquella
pobre mujer sola y jadeante tirando de un maletón inhumano, pero me arrepentí
a tiempo y me alejé a toda prisa, temiendo que me llamara, joven, hágame el
favor, igual me pedía que le llevara la maleta y tenía que cruzar a su paso
lentísimo toda la ciudad, me han ocurrido cosas parecidas otras veces, y Félix se
muere de risa cuando se las cuento, dice que es como si tuviera un imán para
traer la simpatía de los locos más desatados, de la gente más rara, y lo malo que
tengo es que a poco que me descuide me pongo en la situación de cualquiera de
ellos y me veo a mí mismo con ochenta años y arrastrando una maleta por una
ciudad extraña, y si me cruzo por una calle de una barriada de Madrid, una
mañana de agosto, con un africano cargado de alfombras que no tiene la menor
posibilidad de vender ni una sola y entra en los bares y acepta con mansedumbre
las bromas brutales de los parroquianos en seguida me imagino que yo soy él y
me muero de pena, o que soy yo mismo y he acabado intentando vender
alfombras en una ciudad del Camerún, por ejemplo, y me dan ganas de invitarlo
a café y comprárselas todas, y hasta de hacerme amigo suyo para que el
hombre no se sienta tan solo y rodeado de racistas.
Pues más o menos así iba yo aquella mañana por la ciudad vacía,
preguntándome cómo ocuparía el tiempo hasta las once o las doce, una hora
razonable para llegar en domingo a una casa de familia, mirando escaparates y
con mi bolsa llena de regalos, naves espaciales con luces giratorias para los hijos
de Félix, una botella de malta libre de impuestos para él, un frasco de perfume
para Lola, desalentado, nervioso, porque llegar a los sitios me deprime tanto
como me excita irme de ellos, cargando no alfombras, sino horas muertas de
tedio: el tiempo es como un traje que siempre me cae mal, se me queda corto y
ando desesperado, o de pronto me sobra y no sé qué hacer con él. Leí no sé
cuántos periódicos, desayuné varias veces, vi familias madrugadoras que se
dirigían a misa y caballeros de barriga opulenta bajo la chaquetilla del chándal
que llevaban grandes roscas de churros, me pregunté, como de costumbre, qué
estaba haciendo yo allí, me lo pregunto siempre y el charlatán neurótico que va
conmigo a todas partes no suele ofrecerme una contestación satisfactoria, me lo
pregunté más que nunca dos meses más tarde en el Homestead Hotel, mientras
desayunaba sin poder quitar los ojos de la señorita fantasma que tocaba
La
muerte y la doncella
en las noches de viento, y después en la fiesta que nos dieron
en un salón de la universidad, cuando fui rescatado por los organizadores al fin
visibles del simposium y me encontré sonriendo con una copa de jerez en la
mano y hablando del tiempo con diversos profesores y autoridades que tenían la
sonrisa tan envuelta en celofán como un sándwich de pepino y giraban de un
grupo a otro con esos pasos de
ballet
que dan los anglosajones en los
parties
,
acabo mareándome, me quedo solo entre grupos que hablan, miro con atención
el fondo de mi vaso y mi sombra se acerca para no dejarme solo y me hace en
voz baja la pregunta, qué estás haciendo aquí, qué tienes tú que ver con nadie, eso
era lo que me decía mi padre para alejarme de los malos amigos, qué hago yo
en una cabina de traducción del Parlamento Europeo, en el aeropuerto de
Chicago o en el de Frankfurt, qué hago dando vueltas como un indigente en
Granada, por la mañana temprano, bebiendo cafés que no me apetecen y
fumando cigarrillos que me sientan como un tiro, mirando el reloj, haciendo
hora, escuchando con perfecta educación los desvaríos de un taxista que
seguramente tampoco ha dormido en toda la noche y le tiene rabia al mundo. Me
deja cerca de las doce junto al edificio donde vive Félix y todavía no me decido
a llamar, como si fuera un vendedor a domicilio, otro gremio que suele sumirme
en la desdicha solidaria y culpable, se me parte el corazón cuando tengo que
armarme de carácter para no comprar un acristalador de suelos o una
enciclopedia de medicina familiar. Salí del ascensor y Félix ya estaba en la
puerta del piso, con aquella sonrisa tan inalterable como su manera de hablar o
de vestirse, cantándome la bienvenida de
Luisa Fernanda
, nos dimos un abrazo
sin demasiada efusión, porque los dos somos muy tímidos, y me dijo que por qué
había tardado tanto, que ya temían él y Lola que hubiera perdido el tren, y nada
más entrar en el pasillo de su casa empecé a notar la cálida sensación de que al
menos durante unas pocas horas no estaría del todo fuera de lugar, aunque me
intimidaran aquellas habitaciones tan vividas y tan ordenadas, los cuadros en las
paredes, los muebles, las cortinas, la biblioteca llena de volúmenes y las
estanterías de los discos de Félix, todo con una densidad algo opresiva, con un olor
a limpieza, a ropa bien doblada en los armarios, a ambientador tenue en el cuarto
de baño, y en medio, sentado frente a mí en el sofá, sirviéndome una cerveza
sobre la mesa baja de cristal reluciente, mi amigo Félix, idéntico a mis recuerdos
de los últimos diez o quince años, sólo un poco más gordo, hasta con el mismo
peinado, fornido y grande pero con un cierto aire infantil en la cara, con una
rebeca de lana que sin duda le había tejido su madre, en zapatillas, recostándose
tan confortablemente en su discreta prosperidad como cuando éramos niños y se
sentaba por las tardes en un escalón de la calle Fuente de las Risas a merendar un
hoyo de pan y aceite o una onza terrosa de chocolate. Lola había ido a dejar a los
niños en casa de sus padres, me dijo, para que comiéramos tranquilos, tú no estás
acostumbrado y seguro que los niños te ponen nervioso: me pareció que lo decía
con un poco de distancia o cautela, se levantó para poner un disco y cuando
volvió a sentarse silbaba la melodía y llenó mi vaso de cerveza sin mirarme a los
ojos.
Pensé con remordimiento y temor que en los últimos tiempos no había
cuidado su amistad, que tal vez él y yo confiábamos demasiado en la
permanencia de antiguas complicidades gastadas poco a poco por la lejanía y la
desidia: qué sabemos ahora el uno del otro, qué tienen que ver nuestras dos vidas.
Él da clases de lingüística en la universidad, lee griego y latín, investiga no sé qué
códigos o misterios sintácticos para programar ordenadores y sus dos únicas
devociones aproximadamente pasionales son su diario cifrado y los compositores
del barroco, pasa las Navidades y la Semana Santa en Mágina, alquila todos los
veranos un pequeño chalet en la costa, me lo quedo mirando y lo veo tan distinto
a mí y me pregunto siempre qué tenemos en común y por qué es mi mejor
amigo desde hace casi treinta años. Sin duda él se hacía la misma pregunta
aquella mañana, pero la cerveza y la música nos animaban lentamente, y
recordábamos palabras como contraseñas, apodos tremendos, expresiones de
Mágina, los disparates que sigue escribiendo Lorencito Quesada en
Singladura
,
nos mirábamos de soslayo echándonos a reír, pues nos bastaban uno o dos gestos
o la entonación de una frase para reconocernos, y cuando volvió Lola ya
teníamos los ojos brillantes, de risa y de cerveza, porque Félix acababa de
recitarme de memoria el soneto anónimo a Carnicerito de Mágina, del que yo ya
ni me acordaba. Había en toda la casa una luz limpia de mañana de domingo que
me parecía dotada de una transparencia semejante a la de la música que
escuchábamos, unos conciertos para oboe de Haendel, me explicó Félix, una
música que lo llenaba todo de una felicidad delicada y enérgica y actuaba sobre
mí como aquellas cervezas un poco prematuras que estábamos bebiendo y como
el sonido de la risa. Félix preparaba unos aperitivos en el mostrador de la cocina
y Lola nos miraba a los dos echada en la pared, sonriendo, con los brazos
cruzados y un cigarrillo en la mano, con simpatía y un poco de indulgencia,
dónde vives ahora, me preguntó, con quién vives, cuántos días vas a quedarte con
nosotros, y cuando le contesté que me marchaba aquella misma noche Félix
movió la cabeza mientras examinaba la disposición de los vasos y los pequeños
platos de las tapas que había estado preparando y dijo sin mirarme: «Nunca
cambiará. Yo creo que llega a los sitios nada más que para irse cuanto antes de
ellos».
Ya no tenía duda, estaba dolido conmigo, pero jamás me lo diría, repetíamos
las bromas de siempre, me hablaban de los niños y del trabajo y me preguntaban
por el mío y Félix se me quedaba mirando como si no me oyera, como si
buscara en mis ojos, en mi cara cansada, en los gestos nerviosos de mis manos,
la respuesta a una interrogación que no era formulada con palabras y que las
mías no iban a explicarle, y entonces me puse íntimamente en guardia y empecé
a verme a través de sus ojos. En eso tampoco tengo remedio, puedo ser un
extraño para mí mismo y observarme sin embargo desde el punto de vista de
otro, no ya alguien que me conozca tanto como Félix, sino cualquier desconocido,
y automáticamente tiendo a suponer que su dictamen será implacable y a darle
la razón. Noté de repente que mis manos se movían con desasosiego y rapidez,
que no sostenía mucho rato las miradas de ellos, que encendía un cigarrillo a los
pocos minutos de apagar otro y se me acababa en seguida la cerveza del vaso,
pero la atención de Félix no era reprobadora, sólo continua y minuciosa, como
todos sus actos, como la manera que tiene de cortar el queso o de escribir los
títulos de las piezas y los nombres de los músicos en las cintas que graba, lo veo
hacer algo y me acuerdo de cuando estábamos en un pupitre de la escuela y
escribía en su cuaderno rayado pasándose por los labios la punta de la lengua,
una concentración absoluta y tranquila. Así es como se ha edificado la vida, sin
variar nunca desde que lo conozco, pero también sin obstinarse en la rigidez de un
propósito con esa voluntad que se alimenta de rencor y que tan justificadamente
pudieron haberle inoculado las penurias de su infancia, su padre inmóvil en la
cama por una parálisis irreversible, su madre fregando suelos y vistiéndolos a él
y a sus hermanos en el ropero de Auxilio Social, de nada de eso habla, contra
nada lo he visto nunca rebelarse, ni siquiera en los tiempos en que casi todos
nosotros nos complacíamos en aspavientos de rebelión, pero tampoco ha
claudicado ni se ha sometido, es el mismo de hace veinticinco años y del verano
pasado, y ella, cuando la veo junto a él, me da la misma impresión de serenidad
y permanencia, como si hubieran nacido así los dos y se hubieran limitado a
seguir una especie de instinto que los protegía y los mejoraba. No se han gastado,
como tú y yo, en años de extravío ni en amores estériles, no parecen haber
conocido la desesperación ni la discordia, viven juntos y tienen hijos y los cuidan
y van a trabajar y ven películas en la televisión después de haberlos acostado y
seguramente luego se desean y se entregan, los he visto mirarse y me he fijado
en cómo se rozan por casualidad y se sonríen, no con esa felicidad idiota a lo
Doris Day de los recién casados permanentes que se exhiben delante de los
matrimonios amigos y acaban llamándose mamá y papá, los oigo y vomito, te lo
juro, sino con pudor y experiencia, como quien lleva toda su vida haciendo algo
y lo hace muy bien, como un hombre y una mujer habituados a un vínculo que
ha probado su eficacia a lo largo del tiempo. Tú y yo tenemos miedo, no hemos
pasado juntos ni diez noches todavía, tenemos miedo de lo que el tiempo vaya a
hacer con nosotros y cada hora nos parece un regalo del azar, no hemos poseído
nada que no fuese frágil o que sintiéramos indudablemente nuestro, pero ellos no,
yo creo que carecen del sentido de la incertidumbre como carecemos nosotros
de cualquier idea de perduración. Se mudaron el año pasado a este piso de ahora,
porque el anterior, con los niños, se les había quedado muy pequeño, han firmado
una hipoteca y han comprado muebles nuevos a plazos y no se sienten agobiados
ni atrapados, Félix me lo enseñó mientras Lola hacía la comida, y yo pensaba en
mi casa, en los apartamentos donde he vivido a salto de mata en los últimos diez
años, sin más pertenencias que un radiocassette, unos cuantos libros y cintas, una
maleta que me prestó alguien para una mudanza y no le devolví y una bolsa de
viaje, lugares tan refractarios a cualquier presencia como habitaciones de hotel,
sin cuadros en las paredes ni fotografías enmarcadas en los aparadores, sin una
tarjeta con mi nombre bajo la mirilla de la puerta, edificios enteros habitados por
gente que vive sola, por parejas con un perro, como máximo, tabiques delgados
tras los que se oyen los ruidos de alguien pero que lo confinan a uno en una
distancia de monasterio tibetano, se muere uno de un colapso cardíaco mirando
la televisión y tardan más tiempo en hallar su cadáver que si se hubiera perdido
en el desierto de Australia.
«Y aquí mi santo santórum, como diría Lorencito Quesada», dijo Félix: su
habitación, con una pared enteramente ocupada por los libros y los discos y una
ventana por la que se veía una colina de casas blancas y jardines con cipreses, el
equipo de música que sólo usaba él, acuarelas de Mágina y del valle del
Guadalquivir desde los miradores, la mesa amplia y despejada, el ordenador
donde escribe todas las tardes su diario, un almanaque de El Sistema Métrico con
una foto antigua de la plaza del General Orduña. Había encontrado las acuarelas
en Madrid, en un puesto del Rastro, y las consiguió por muy poco dinero, aunque
el vendedor le aseguraba que eran de un pintor bastante célebre en los años
treinta: acaso porque los colores estaban muy desleídos no se veía en ellas la
ciudad tal como es, sino como uno puede recordarla cuando lleva fuera mucho
tiempo. La conversación no se afianzaba, nos quedábamos callados y yo bebía
un trago de cerveza o miraba a mi alrededor en busca de un cenicero y cuando
Félix me lo ofrecía encontraba sus ojos y me parecía que estaba a punto de
preguntarme algo, pero en seguida nos salvaba una broma, un juego de palabras
sin demasiado éxito, casi una coartada para eludir el silencio. Él o yo
empezábamos a hablar y nos dábamos cuenta de que la atención del otro era
sobre todo un gesto de cortesía. Durante la comida la presencia de Lola nos
tranquilizaba, y mirábamos las noticias de la televisión con el alivio de
permanecer callados sin que se notara el silencio. Estaban entrevistando a un
hombre de pelo rizado y gris que hablaba muy rápido y llevaba unas gafas de
montura transparente. Félix dejó el tenedor, dio un golpe en la mesa y se echó a
reír: «Pero míralo, si parece mentira, ¿no sabes quién es?». Yo estaba distraído y
cuando miré otra vez la pantalla se veía una formación de carros de combate en
el desierto. «¿De verdad que no lo has conocido? ¡El Praxis, hombre, el que nos
daba literatura en el instituto! Es diputado, lo acaban de nombrar director general
de no sé qué. También a él le ha entrado vocación de centinela de Occidente».
No me acordaba, y a los cinco minutos ya había vuelto a olvidarme, cómo iba
yo a saber que al cabo de dos meses, ahora mismo, aquel nombre formaría parte
de la trama de mi vida, y que el domingo en casa de Félix y mi secreta envidia y
el peso de mi desarraigo eran al mismo tiempo los episodios de un punto final y
de un preludio esbozado en la orilla del desastre. Había viajado en tren durante
toda una noche para buscar a mi amigo y a medida que transcurría la tarde me
ganaba la decepción de no haberlo encontrado, no por culpa suya, sino porque yo
era incapaz de corregir la sensación de hallarme muy lejos y percibía
gradualmente los síntomas del desasosiego, las miradas al reloj, el cálculo de las
horas que me quedaban para llegar sin apuro a la estación, el deseo de estar ya
en otra parte y de que Félix no se diera cuenta. Nos bebimos despacio más de la
mitad de la botella de malta que yo le había regalado, y al anochecer, algo
beodos, fuimos a buscar a sus hijos, y él sugirió que antes de recogerlos
tomáramos una cerveza en un bar del vecindario. Saludaba a casi todo el mundo
por la calle y el camarero lo llamó por su nombre. A la segunda cerveza se
acodó en la barra y me habló tan serio que no reconocía del todo su voz. «No sé
lo que te pasa, pero estás raro, conmigo no puedes disimular. Estás nervioso,
tienes prisa, llegaste esta mañana y no ves la hora de irte. Lola también se ha
dado cuenta. A lo mejor es que llevas demasiado tiempo viviendo en esos países
donde no sale el sol más que en los anuncios. Yo que tú me volvía. ¿No dices que
ahora trabajas por tu cuenta? Pues igual puedes ganarte la vida aquí que en
Bruselas. Además hay otra cosa, y me da vergüenza decírtela. Casi no hablo con
nadie, no me río con nadie. Soy el presidente de la comunidad de propietarios de
mi bloque. Me acaban de reconocer el cuarto trienio. Y no debería decírtelo,
pero te echo de menos. Tú a lo mejor no lo sabes, porque vives fuera y no te
fijas, pero la gente que conocíamos está cambiando mucho. Es como en una
película de marcianos que vi hace poco en la televisión. Los extraterrestres llegan
a un pueblo y en lugar de conquistarlo con pistolas de rayos se apoderan del alma
de la gente. Tú estás con tu mujer, o con algún amigo, y al principio no le notas
nada, pero luego ves que tiene los ojos como vacíos y que anda un poco rígido y
es que ya se ha convertido en marciano. Alguien que es todavía normal da una
cabezada y cuando vuelve a abrir los ojos ya es otro, aunque sigue hablando
igual y tiene la misma cara. Esta mañana, cuando te vi, me dio miedo de que tú
también hubieras empezado a transformarte. Ahora me quedo más tranquilo,
pero no me fío, ni siquiera de mí. ¿Vas a volver pronto?».
Se me hacía tarde, como casi siempre, a las diez y media de la noche ya me
había despedido de Félix y de Lola y cruzaba de nuevo la ciudad en un taxi igual
que veinticuatro horas antes en Madrid, me palpaba los bolsillos en busca del
carnet de identidad, del pasaporte, de la tarjeta de crédito, no confiaba en mi
reloj y le preguntaba la hora al taxista, llegué a la estación y me pareció que era
mucho más temprano de lo que indicaban los relojes porque se veía muy poca
gente en el vestíbulo, y el expreso de Madrid ni siquiera estaba en el andén,
habría que esperar, pero ya eran casi las once, qué raro, y la taquilla continuaba
cerrada, y también el puesto de periódicos, y el bar, ya preveía la catástrofe,
quién me mandaba fiarme de los trenes españoles, un empleado con la gorra en
la nuca y un cigarrillo en los labios me dijo, mirándome como a un idiota, que
cómo era posible que no me hubiera enterado, que había huelga de maquinistas.
Pero yo tenía que irme, tenía que estar en el palacio de Congresos a las nueve de
la mañana y no podía permitirme el gasto de un viaje en taxi, alquilaría un
coche, si es que encontraba en Granada una de esas agencias de alquiler que
están abiertas las veinticuatro horas, subí por la avenida de la estación buscando
un bar donde hubiera teléfono y me crucé con la mujer que arrastraba la maleta,
más despeinada y más vieja, con los zapatos más torcidos, hablando sola, al
verme se paró y me hizo una señal para que me acercara, es mi sino, no tuve el
valor de pasar de largo y me detuve, aunque jurándome que por nada del mundo
le llevaría la maleta. «Oiga, perdóneme ¿podría usted decirme dónde está la
cuesta Marañas? Yo no sé lo que han hecho con las calles, seguro que las han
cambiado de sitio, o las habrán quitado, yo vivo en la cuesta Marañas pero no me
acuerdo de dónde es, y lo malo es que tampoco me acuerdo de cuál será mi
casa, así que como no encuentre a alguien que me conozca tendré que dormir en
un portal. Su cara me suena. ¿Usted no me conoce?». Siguió hablando sola
cuando escapé de ella y no quise ni volverme, pero no olvidaba su cara, pensé
que se parecía un poco a mi abuela Leonor, y de hecho era la cara de mi abuela
la que recordaba luego, después de medianoche, mientras conducía por la
carretera de Madrid el Ford Fiesta que logré alquilar después de una serie de
peripecias angustiosas y me preguntaba si aquella mujer habría encontrado a
alguien que la guiara hasta la cuesta Marañas.
Tomé un par de cafés antes de salir, pero tenía sueño, me pesaban los
párpados, me hipnotizaban los faros de los coches que venían de frente y las
líneas blancas de la carretera, me dolían las vértebras de la nuca y los músculos
del cuello y me daba miedo apoyar la cabeza en el respaldo, me mantenía
rígido, apretaba muy fuerte el volante y pisaba el acelerador con una sensación
de abandono y peligro, fijo en la línea blanca que parecía aproximarse
velozmente hacia mí desde la oscuridad y se perdía luego en el retrovisor, cada
minuto más aprisa y más lejos en la noche sin luna, entre colinas sombrías y
rápidas hileras de olivos, tan fugaces como las imágenes que me provocaba el
acecho del sueño, la mujer de la maleta caminando por los alrededores de la
estación de Granada, el pelo blanco de mi abuela Leonor, aquella loca que subía
al anochecer por la calle del Pozo con un adoquín escondido bajo la toquilla
negra, las luces en las esquinas, las misma luces que yo veía ahora delante de mí,
casas de campo abandonadas junto a la carretera, mi abuelo Manuel caminando
de noche por una serranía muy próxima a los paisajes nocturnos que yo
atravesaba medio siglo después a ciento veinte kilómetros por hora, un jinete con
el que soñaba algunas veces, el tío Pepe cuando se volvió de la guerra, Miguel
Strogoff en la portada de un libro que me compró mi madre para un cumpleaños,
me daba cuenta de que iba a dormirme, sacudía la cabeza, reducía velocidad
porque había visto delante de mí las luces traseras de un camión, me daba tiempo
a adelantarlo, cambié la marcha y percibí en las plantas de los pies la vibración
del motor y mientras adelantaba el camión me sentí suspendido entre la vida y la
muerte, fuera del tiempo y de la realidad, como soñando que volaba, no volvía
de visitar a Félix ni viajaba a Madrid para trabajar a la mañana siguiente como
traductor simultáneo, tan sólo era la silueta de un hombre que conduce un
automóvil y es alumbrada por los faros de otro que se cruza con él, escuchaba
voces y canciones en la radio y la tenue luz verdosa y la aguja del sintonizador
moviéndose de una emisora a otra como si yo atravesara todas las voces de la
noche me hacían acordarme del severo aparato con cortinillas bordadas que
había en casa de mis padres, muy alto, sobre una repisa de ladrillo encalado,
tenía que subirme al sillón donde me daban la comida para alcanzar los mandos,
y se oía un rumor de lluvia y de cascos de caballos y era que empezaba el serial
de «El coche número trece», o que un jinete cabalgaba en una noche de lluvia y
de truenos lejanos. Cada vez más aprisa, de una emisora a otra, ráfagas de
canciones abolidas por un leve movimiento de los dedos, luces deslumbrándome,
un indicador en un desvío a la derecha, Mágina, 54 kilómetros, pero en seguida
quedó atrás, y yo conducía despejado y eufórico, con esa lucidez peligrosa que
se parece tanto a la de la cocaína y que le llega a uno cuando ha logrado resistir
la primera oleada del sueño. Ahora me acuerdo y no estoy seguro de saber
explicártelo, era una mezcla de cobardía y de temeridad, un entusiasmo sin
propósito, tan vertiginoso y tan vacío como la carretera que se prolongaba en
línea recta delante de mí cuando pasé Despeñaperros hacia las tres de la
madrugada y la aguja alcanzó la señal de los ciento treinta kilómetros en los
primeros llanos de La Mancha, veía claridades rojizas en el horizonte y pensaba
que ya iba a amanecer, pero eran luces de ciudades, había encontrado una
emisora donde sonaba una canción de Otis Redding y repetía en voz alta la letra
sin acordarme todavía de su título, levanté instintivamente el pie del acelerador al
acercarme a la señal de una curva pronunciada a la izquierda y entonces vi los
faros del camión y comprendí en un instante de verdadera claridad y terror que
si no me apartaba iba a morir aplastado bajo sus ruedas, pero pisaba el freno y
mi velocidad no disminuía, los faros amarillos me herían los ojos y el morro
blanco del camión ocupaba todo el espacio del parabrisas, me estremeció el
claxon y durante menos de un segundo una serenidad despojada y absoluta borró
la angustia de morir. Tal vez giré el volante con los ojos cerrados. Cuando
terminaron las sacudidas y volví a abrirlos el coche estaba parado, pero la radio
aún seguía encendida y sonaba la misma canción que empecé a oír cuando
entraba en la curva. Lo más raro no era estar vivo todavía, era que Otis Redding
continuara cantando
My girl
como si en el último minuto no hubieran pasado años
enteros.
S
UBE POR LA AVENIDA LEXINGTON
abrigado como un esquimal y
renegando de su suerte, del ruido y del humo del tráfico y del viento mojado de
aguanieve que lo sorprende en todas las esquinas, hace más frío aún que en
Chicago, lleva guantes forrados, bufanda, un chaquetón a cuadros rojos y negros,
dos pares de calcetines, y como aquí no lo conoce nadie, se ha comprado un
gorro de lana y unas orejeras, pero da igual, sigue muriéndose de frío, tendría
que haberse quedado mirando la televisión en el hotel, le sale de la boca un vaho
tan espeso como el que sube de las alcantarillas y de las resquebrajaduras del
asfalto, se le ha puesto roja la nariz y tiene una gota helada en la punta, igual que
el tío Rafael, que en paz descanse, quién iba a decirle al pobre que alguien se
acordaría de él en Nueva York tantos años después de su muerte. Hace más frío
que en la batalla de Teruel, los mendigos inflados de hojas de periódicos y
harapos y envueltos en jirones de plástico caminan tan encorvados y lentos como
las últimas tropas de Napoleón en la retirada de Rusia, como deportados a
Siberia, así iría el invierno pasado por estas mismas calles sin corazón mi amigo
Donald Fernández, con lo orgulloso que estaba cuando le concedieron la
nacionalidad norteamericana, y junto a las aceras hay un barro infame de nieve
pisada y aplastada por neumáticos de coches, se descuida uno y resbala al cruzar
un semáforo y esta gente lo arrolla con menos miramiento que una manada de
bisontes. Eso decía Donald, si te paras te aplastan, si tropiezas ya no te vuelves a
levantar. Pues nada, hombre, piensa, aunque algunas veces olvida toda
precaución y se le escapan palabras en voz alta, como a los negros orates que
piden limosna agitando monedas diminutas de cobre en vasos de papel, ya has
vuelto a Nueva York, como quien dice, ya estás de nuevo en la cima del mundo,
en la Cloaca Máxima, te quejarás de la vida, a punto de celebrar tu trigésimo
quinto cumpleaños, o treinta y cincoavo, como dirá sin duda el dinámico preboste
que te hizo viajar desde Madrid a uno de los lugares más perdidos de la tierra
para servirle de intérprete y de duplicador en inglés de sus discursos, está
encantado el tipo, lo rejuvenece Manhattan, se ha inventado sobre la marcha un
compromiso ineludible para no tomar el vuelo directo de Chicago a Madrid y
quedarse unos pocos días más en Nueva York, pues Wagner sigue rugiendo en el
Metropolitan tan implacablemente como las tormentas sobre el lago Michigan y
él no quiere perdérselo, sobre todo ahora que ya no dice el Metropolitan, desde
luego, sino el Met, se ha aprendido todas las abreviaturas y los giros adecuados,
habla con desenvoltura del MOMA y de Las Gemelas y al referirse al vestíbulo
del hotel no dice el
hall
, sino el
lobby
, se ha hecho una autoridad en
sobreentendidos neoyorquinos y en nombres de tiendas, de restaurantes, de
discotecas, de clubs de
jazz
, de galerías del Soho, no descansa, y hasta asegura
con suficiencia de experto que el Village ya no es lo que era, y como ha
descubierto que gracias a la huella de España en América lo entienden casi todos
los camareros, botones y taxistas, ha decidido prescindir de su intérprete, que
ahora, libre como un pájaro, más solo que un perro, vestido de lapón,
desconsolado y aburrido bajo los precipicios de ladrillo sucio de la avenida
Lexington y los mástiles tremendos de las banderas, se arrepiente de haber
regresado a Nueva York y a la tarea absurda de seguir llamando por teléfono a
una casa que no sabe donde está y en la que nunca hay nadie.
Antes de salir del hotel ha llamado de nuevo e incluso ha reunido el coraje
suficiente para dejar en el contestador su número de teléfono y el de la
habitación, así como una advertencia melancólica, Allison, soy yo, el pesado de
siempre, me voy esta tarde a Madrid, a las seis y media, aunque más que la
proposición de una cita era ya una despedida, ni siquiera eso, uno no puede
despedirse de alguien con quien no se ha encontrado. Camina maldiciendo a
Nueva York y a todas las ciudades donde sea invierno, riñe consigo mismo, con
su sombra, piensa en inglés con un feroz acento americano,
I wanna fly away
, se
acuerda de Lou Reed, que cuando canta parece que camina solo por estas
mismas calles, y su sombra le responde en español, lo que tú quieres es salir
pitando, lo provee de versos de canciones con una erudición desvergonzada que
no hace ascos al bolero, ni a la canción española, ni a las rumbas más lumpen,
tanto viajar y ver mundo y aprender idiomas para esto, para languidecer de
abandono y melancolía en una habitación desde cuya ventana lo único que se ve
de Nueva York son las armazones metálicas de un aparcamiento y mirar en la
televisión abyectos concursos para matrimonios felices y películas de Imperio
Argentina y Miguel Ligero que aparecen por sorpresa en el canal latino, más solo
que un viajante: pues eso es lo que eres, se le burla la sombra, un viajante
lunático de palabras, persiguiendo siempre como un galgo las palabras de otros,
ebrio de sentimientos de películas y de canciones vulgares, asesinado
suavemente por ellas, dame veneno que quiero morir, es como si llevara en la
cabeza una radio donde las emisoras se confunden, Lou Reed, Juanito
Valderrama, Antonio Molina, adiós mi España preciosa, la tierra donde nací,
bonita alegre y graciosa, como una rosa de abril, canta la sombra para
abochornarlo de nostalgia en la esquina de la Quinta Avenida y Central Park, y
entonces el aguanieve se hace más densa y la sombra sin escrúpulos adquiere la
voz de Armando Manzanero y susurra con una dulzura repugnante, ayer tarde vi
llover, vi gente correr y no estabas tú. Ni llueve ni es por la tarde, aunque para el
caso da lo mismo, unas nubes oscuras, veloces, muy bajas, cubren los últimos
pisos de los rascacielos y borran las perspectivas al final de las calles, y la gente,
a las doce, ya tiene la cara agria y la prisa huraña que se desbocará cuando
salgan a las cinco en punto, y efectivamente hay mujeres con botas de goma que
corren hacia el abrigo de las marquesinas, y desde luego no estabas tú, piensa
decirle si la ve, o si en el último minuto, cuando ya tenga la maleta y la bolsa
preparadas, sucumbe a la debilidad de llamar otra vez y por fin la encuentra en
casa. Imagina que le habla, o que le escribe una carta muy larga, pensó hacerlo
pero no sabía su dirección, aunque la sombra escéptica le advierte que tampoco
le habría escrito de haberla sabido, si te conoceré yo, podías llamarla y no lo
hiciste, al principio por pudor, y luego por desidia, o porque iba olvidándola, sólo
se acuerda del pelo rubio cortado a la altura de la barbilla y del carmín rojo de
los labios, y de la ropa que llevaba, una gabardina verde oscuro, un traje como
de hombre, rayado y gris, una americana con las solapas muy anchas, se le veía
el filo bordado del sujetador cuando se inclinaba hacia él durante la comida, un
olor fresco y ácido a colonia. Es ahora, en América, cuando la recuerda con más
intensidad y la echa dolorosamente de menos, a pesar de la sombra irónica que
le murmura al oído, no te importaría tanto si hubieras pasado estos días con ella,
te conozco, habrías empezado a auscultarte como un enfermo pusilánime en
busca de síntomas de imperfección o de tedio, y si no hubieras podido
diagnosticarlos el miedo al desengaño se habría convertido en pánico al amor, y
ahora mismo, en secreto, estarías deseando marcharte lo más lejos posible, al
otro lado del océano, huyendo no del sufrimiento sino de la incomodidad de la
pasión, las llamadas de teléfono, las cartas leídas muchas veces, la supersticiosa
reducción del mundo a una sola presencia, la vida ordenada y trivial de pronto
intolerable, qué angustia, le dice la sombra aliviada, como un amigo en guardia
contra sus peores costumbres, mejor así, soledad y confort y un pasaje de avión
en el bolsillo, acuérdate de Félix, que dice no haber conocido nunca los trastornos
sísmicos que tú llevas contándole desde los catorce años y seguramente ha
gozado con Lola mucho más que tú con todo el catálogo de mujeres
arrebatadoras y enigmáticas a las que has dedicado, en vano casi siempre, más
energía y entusiasmo y dolor que a cualquier otro empeño de tu vida.
No ha llegado a nevar, afortunadamente, de Central Park viene un olor a
bosque, a tierra húmeda y hojas empapadas, ahora sube vigorosamente hacia el
norte por una acera de viviendas de ricos en cuyos umbrales los porteros de
uniforme con galones llevan bajo la gorra de plato orejeras tan ignominiosas
como las suyas y se va fijando en los números de las calles y en las mujeres
envueltas en abrigos de pieles que bajan de las limusinas y cruzan rápidamente
hacia los portales con luces indirectas, molduras blancas y zócalos de caoba,
dejando en el aire como un rastro dorado de los perfumes más caros del mundo.
Por un momento cree oler la colonia de Allison y casi se acuerda de su cara,
pero es imposible, ha sido como un espejismo del olfato, y por primera vez cae
en la cuenta de que será muy fácil no verla nunca más y siente odio hacia las
caras extrañas que pasan junto a él. A la altura de la calle Sesenta y Cuatro Este
ya va desfallecido, desde hace más de una hora no ha parado de andar, tiene
hambre, ese hambre sin consuelo y mezclada al desamparo que le dan siempre
las ciudades hostiles, y en esta zona de viviendas como fortalezas donde sólo
habitan millonarios no hay bares, ni puestos de hamburguesas que despidan
humaredas pestilentes de grasa, nada más que porteros uniformados como
mariscales hondureños y aceras limpias y anchas, sin socavones, sin mendigos ni
vagabundos forrados en harapos de plástico que empujen carritos de la compra
llenos de desperdicios. Allison, dice, Allison, Allison, como si de verdad estuviera
enamorado de ella y repitiendo su nombre pudiera traerla hacia él desde el
confín de Nueva York o de América en el que se haya escondido, pero lo extraño
no es no poder encontrarla, sino haberla conocido y confabularse tan
rápidamente con ella en contra del cálculo de posibilidades, con la de gente que
hay en el mundo, como decía el tío Pepe, si hasta da mareo pensar en el número
de nombres ordenados por orden alfabético en la guía de teléfonos de Nueva
York, millones de mujeres y hombres hablando en miles de idiomas y no hay
manera de encontrar a un semejante cuando más falta hace, así que más vale
agradecer la buena suerte de una noche y no ceder ni un minuto a la
desesperación, volver a Europa, instalarse en Madrid, ahorrar para un piso e irse
acostumbrando a la cercanía de los cuarenta años, qué asco de pronto, así que
esto era la vida: pero agradece al menos que no se te ha caído el pelo todavía ni
te ha salido barriga, dice la sombra, que no te has dado a la heroína ni al alcohol
ni a la religión ni vistes pantalones abolsados ni suéters de marca ni tienes un
despacho ni un cargo político, que no llevas en el bolsillo un recipiente plateado
para la cocaína, que no estás abrumado por la paternidad ni acomodado en el
matrimonio y en el adulterio, que no te has quedado paralítico por culpa de un
accidente de tráfico, que no te has vuelto idiota de nostalgia por un pasado
heroico que nunca existió, que te has librado del cepo de las oficinas y has
sobrevivido sin cicatrices mortales a los frecuentes naufragios del amor.
Pero se muere de hambre, le tiemblan las piernas, de tanto frío como hace le
duele la nariz, menos mal que tuvo la precaución de comprarse el gorro de punto
y las orejeras, ande yo caliente y ríase la gente, le decía su madre al ponerle
cuando se iba a la escuela en los días de invierno un pasamontañas que a él le
daba rabia porque se veía cara de verdugo, ha llegado a la esquina de la calle
Sesenta y seis y continúa caminando hacia el norte con la tenacidad de una
máquina, pero debiera volverse, no vaya a hacérsele tarde, su padre ya estaría
temiendo perder el avión, y él también, uno se pasa parte de la vida queriendo no
parecerse a su padre y un día descubre que ha heredado no lo mejor de él, sino
sus manías más insoportables, media vuelta, otra caminata de casi dos horas, y
luego el sándwich más grande que haya en la cafetería del hotel y una de esas
cervezas tibias y oscuras, con la espuma blanca y muy densa, que son excelentes
para emborracharlo un poco a uno y dejarlo dispuesto a dormirse en el avión. Ya
lo excita la seguridad de que va a marcharse, le dan antojos inaplazables que sólo
sería capaz de confesarle a Félix, porque cualquier otro, incluso él mismo, lo
reputaría de palurdo, una tostada con aceite, un bocadillo de jamón, media de
churros espolvoreados de azúcar, un café con leche, pero café con leche de
verdad, bien cargado y quemando, no el aguachirle que beben éstos incluso en
las comidas, un plato de arroz, con conejo preparado por su madre, una orgía de
colesterol, casi se le saltan las lágrimas, de nostalgia, de frío, de un hambre tan
furiosa como la que le entraba en la aceituna o en la huerta, y entonces ve frente
a él en la esquina un edificio bajo que parece un palacete italiano y al darse
cuenta de que es un museo piensa inmediatamente que dentro habrá calefacción,
lavabos y posiblemente hasta cafetería, de modo que consulta el reloj, calcula
que le queda tiempo, sube la escalinata y compra una entrada. El museo se llama
The Frick Collection, por él como si fuera el museo de bebidas de Perico Chicote,
aunque ahora cree recordar que alguien le dijo no hace mucho ese nombre,
Félix, tal vez, que sabe tanto de pintura como de música barroca o de poesía
latina o de lingüística, pero lo disimula con la misma eficacia, por un escrúpulo
inflexible contra la pedantería, le da pudor y oculta lo que sabe, igual que a veces
entra en los sitios como si le diera vergüenza ser tan alto. Hace calor, en efecto,
se quita con alivio los guantes, el gorro de lana y las orejeras, hay una flecha que
indica la dirección de los lavabos, pero en el guardarropa le informan de que no
hay cafetería, mala suerte, aunque el aire tan cálido y la penumbra silenciosa
mitigan el hambre. Camina por un corredor enlosado de mármol y no tiene la
sensación de estar en un museo, sino de haberse colado en la casa de alguien,
hay cuadros pequeños y débilmente iluminados en las paredes y no llega del
exterior el ruido del tráfico, ni siquiera el del viento, al cabo de unos pocos
minutos el silencio adquiere la intensidad irreal que tenía en el Homestead Hotel,
pero aquí no es amenazante, sino hospitalario, se oyen crujidos de pisadas
prudentes sobre el suelo de madera bruñida y murmullos de voces, la carcajada
de alguien invisible en una sala próxima, y un sonido de agua cayendo sobre una
taza de mármol. En un patio cubierto por una bóveda de cristal donde hay una
claridad gris y detenida una mujer solitaria que fuma un cigarrillo y tiene un
catálogo abierto entre las manos. Vigilantes aburridos conversan en voz baja al
fondo de los pasillos y se tapan la boca para que no se escuche demasiado alta su
risa. No parecía un museo, piensa contarle a Félix, todos los vigilantes tenían cara
de complicidad y de guasa, sobre todo cuando veían a un extraño y se quedaban
serios y firmes, como si estuvieran fingiendo que eran vigilantes y no pudieran
aguantar las ganas de reír, había un salón con una mesa de despacho, una
biblioteca y una chimenea de mármol, y sobre ella el retrato de cuerpo entero
del dueño de la casa, un señor de barba blanca y traje con chaleco que me
miraba desde lo alto como si le disgustara mi presencia, aunque pavoneándose
delante de mí de su palacio y de su colección de pinturas. Ve caras pálidas de
hombres y mujeres de hace dos siglos y piensa con aprensión que está viendo
retratos de muertos, que casi todos los cuadros y casi todos los libros y hasta las
películas que más le gustan tratan únicamente de ellos, de los muertos, descubre
no sin patriotismo y algo de sorpresa un Goya y un Velázquez, un severo
autorretrato de Murillo, la de lugares que habrán recorrido estos cuadros para
llegar aquí, le da mareo imaginárselo, tiene ganas de irse, se le va a hacer tarde
y lo asusta un poco el silencio, hasta la sombra se ha callado, es como si el
silencio viniera hacia él desde el interior de los cuadros y fuera el espacio desde
donde lo miran esas pupilas sosegadas de muertos, el espacio y el tiempo, el
espacio intangible que rodea las figuras como el cristal de un acuario y el tiempo
ajeno a las calles de Nueva York y a las agujas de su reloj de pulsera que se van
acercando a la hora de la partida, años y siglos congelados en las salas y en los
corredores del museo, en la claridad gris del patio donde fluye el agua sobre una
taza de mármol, en las facciones de esa gente sin nombre que fue borrada por la
tierra y cuyas figuras se yerguen con una sonrisa triste y una mirada fija contra
la oscuridad del fondo de los cuadros. Detesta los museos porque le hacen
acordarse de que va a morir y pensar, como dice suspirando su abuelo Manuel,
que no somos nadie, le pasa lo mismo cuando ve una de esas películas en que los
protagonistas envejecen y tienen la cara maquillada de arrugas y les tiemblan las
manos, le da congoja por muy malas que sean, aunque los actores sigan
pareciendo mucho más jóvenes de lo que quieren fingir y se note que las canas
son tintadas. En el Museo Metropolitano, durante un viaje anterior, se vio la cara
borrosa en un espejo egipcio de plata y apartó los ojos al preguntarse cómo
serían las caras que se miraban en él hace cinco mil años. Cofradías de muertos,
catálogos de muertos, facciones de muertos esculpidas en piedra o pintadas al
óleo o conservadas en la cartulina de las fotografías. No tengo hijos y es posible
que ya no los tenga, dentro de un siglo no quedará ni rastro de mi cara en la
memoria ni en las facciones de nadie. Pero mi madre dice que me parezco
mucho a mi bisabuelo Pedro: cuando hayan muerto mis abuelos, cuando muera
ella, nadie lo sabrá.
Tranquilo, interrumpe la sombra, vámonos de aquí, o como dice Félix cuando
lleva unas copas y oscila, tan grande, y parece que va a caer al suelo como una
estatua de la isla de Pascua: Max, no te pongas estupendo. Pero no se marcha
todavía, deambula de una sala a otra como por las habitaciones de una casa
recién abandonada, aturdido por la fatiga y el hambre, por tantas horas de
soledad, con ese sonambulismo que lo gana fatalmente en los museos, en los
aeropuertos y en los supermercados, y entonces ve, primero sin atención y de
soslayo, luego deteniéndose, como cuando cree reconocer en una calle
extranjera la cara de alguien de Mágina y tarda un segundo en darse cuenta de
que es imposible, un cuadro más bien oscuro, que le da la inmediata impresión de
no parecerse a ningún otro cuadro del mundo: un hombre joven, cabalgando
sobre un caballo blanco, de noche, con un gorro de aire tártaro, delante de una
colina en la que se distingue con dificultad la forma de una torre ancha y baja o
de un castillo. Se acerca para mirar el título, Rembrandt,
The Polish rider
, pero
tiene que apartarse otra vez porque la luz se refleja en la superficie oscura y
brillante del lienzo. Es el cuadro más raro que ha visto en su vida, aunque no sabe
explicarse por qué, es muy raro pero también lo encuentra familiar, como si lo
hubiera visto en un sueño olvidado, no hace mucho, pero uno no sueña con algo
que verá dentro de unos meses, no reconoce y extraña al mismo tiempo y con la
misma certidumbre, no es alcanzado de improviso por un sentimiento de pérdida
y de felicidad que le forma un nudo en la garganta y que hasta ahora sólo le han
deparado con absoluta plenitud unas pocas canciones: como si el tiempo y la
realidad no contaran, como si no estuviera solo en Nueva York en una mañana
helada de enero, a punto de volar hacia una ciudad inhóspita de Europa y de
cumplir treinta y cinco años y de seguir aceptando una vida en la que ya no se
reconoce y que le importa tanto como la del desconocido que habita el
apartamento de al lado. Está seguro, ha soñado con ese jinete, lo hace feliz y le
da terror, como las historias que su abuelo Manuel le contaba, los juancaballos
bajando de la Sierra en los amaneceres de invierno, el regreso a Mágina desde el
campo de concentración entre montañas tan oscuras como las que se ven en el
cuadro, las hogueras lejanas en las noches de San Juan, porque detrás del jinete
se vislumbra un fuego encendido, los cascos de un caballo resonando
hondamente en la tierra, quiere irse pero unos pasos más allá se vuelve y
continúa mirando, no puede tolerar la tensión imposible que le ha agudizado la
memoria, dónde lo he visto, cuándo: se acuerda de que durante años le ocurrió
algo parecido, veía un cesto o un baúl de mimbre y le daba pavor, imaginaba en
seguida espadas curvas atravesándolo y manchas de sangre que brotaban de él, y
de pronto una noche, viendo medio dormido la televisión, descubrió que esa
imagen no era el recuerdo de un sueño, sino de una película a la que lo llevaron
en la infancia, la misma que estaban poniendo ahora,
El tigre de Esnapur
, y en su
apartamento de Bruselas se le despertó todo el miedo pero también toda la
inocencia y la felicidad de entonces. Puede que esté acordándose de una película
o de la ilustración de un libro, esa torre en la cima de la montaña, el castillo de los
Cárpatos, el castillo de irás y no volverás, el jinete ha golpeado las aldabas de
bronce y no le ha respondido más que el eco, o ha visto la torre mientras
cabalgaba y ha renunciado de antemano a la posibilidad de buscar refugio o de
aceptar unas horas de descanso, pues no quiere interrumpir su viaje, no quiere
bajar del caballo ni despojarse del gorro tártaro ni del carcaj que lleva a la
espalda ni del arco colgado de su montura para combatir quién sabe en qué
guerra, para arrojarse a qué furiosa cacería, en qué estepas tan ilimitadas como
las que atravesaba sin detenerse nunca Miguel Strogoff, el correo del zar, que en
el curso de su viaje secreto conoció en un tren a una muchacha rubia y la perdió
y la volvió a encontrar y fue salvado por ella cuando ya no podía verla porque
unos tártaros salvajes le habían quemado los ojos con un sable candente.
Lo acucia el reloj, tiene que irse y le da la espalda al jinete polaco, y en el
umbral de la sala piensa que quizá no lo vea nunca más y se vuelve por última
vez, pero desde esa distancia la luz se refleja como una pantalla opaca sobre el
cuadro y él no puede repetir en sí mismo la conmoción de unos segundos antes,
de nuevo es el que era cuando aún no lo había mirado, y el regreso tan rápido a
un estado anterior se parece un poco a la decepción sexual y al descrédito que la
luz del día arroja sobre el entusiasmo de la noche pasada. Al salir se despide del
autorretrato de Murillo como de un compatriota que permanecerá solo en el
exilio, vuelve a ponerse la bufanda, el gorro de lana, las orejeras y los guantes,
ya son las dos, en la calle hace menos frío y no sopla desde el East River ese
viento homicida como un filo de navaja, ha empezado a nevar, se baja el gorro
hasta las cejas, alza las solapas del chaquetón, se tapa la boca con la bufanda y
los hilos de lana, húmedos de vaho, le rozan la punta de la nariz y le sugieren un
confort de invierno antiguo, las nubes bajas y blancas han convertido Nueva York
en una ciudad horizontal, parece Londres, pero se distinguen entre la bruma,
sobre las arboledas de Central Park, las siluetas ahora ingrávidas y las luces
encendidas de los rascacielos, y como sabe que va a irse se concede un poco de
prematura nostalgia, acentuada luego cuando limpia de vaho el cristal de la
ventanilla del taxi donde vuelve al hotel y mira a la gente vestida de invierno en
las aceras, imaginando ya sin convicción, por una incrédula costumbre, que ve
pasar a la rubia Allison con su gabardina verde oscuro y con esos andares tan
poco neoyorquinos que tenía, una prisa desganada y escéptica o una tranquila
dejadez, como de vivir a su aire y aparecer sonriendo en el último minuto, si
aparecieras ahora, si estuvieras esperando bajo la marquesina del hotel, con los
hombros encogidos de frío y las manos hundidas en los bolsillos y el pelo rubio y
suelto alrededor de la cara, si al entrar yo en el vestíbulo te levantaras del sofá
donde has estado esperando y vinieras hacia mí como he deseado desde hace no
sé cuántos años que se me acerquen las mujeres que me gustan, pero bajo la
marquesina no hay más que un portero que procura quitarse a pisotones el frío de
los pies y en los divanes del vestíbulo se aburren los preceptivos japoneses y
nórdicos y algún gordo o gorda montañoso de piel rosada y boca rumiante. No
hay ningún mensaje para él, dice la chica colombiana o cubana del mostrador,
de sonrisa irrompible, gradualmente ofensiva en su indiferencia, floreciente bajo
la luz cruda y dorada como una planta lujuriosa de plástico, y no ha tenido que
repasar su cuaderno de notas ni ha tecleado en el ordenador antes de repetir su
sonriente negativa, nada más verlo entrar quitándose las orejeras y el gorro y
sacudiéndose la nieve de los hombros se ha erguido en su traje de chaqueta color
naranja eléctrico para decirle limpiamente que no, mirándolo de arriba abajo
como si considerara imposible que alguien deje un recado para él y le conceda
así el privilegio de la existencia. Le da las gracias, sin embargo, con un residuo de
entereza, incluso responde a la espectacular sonrisa colombiana con una
deficiente sonrisa española, pero la chica, en vez de entregarle su llave, la deja
desdeñosamente sobre el mostrador mientras vira sonriendo hacia otro cliente,
para quien sin duda sí que habrá mensajes, telegramas cifrados sobre
operaciones financieras, cartas de amor, citas de negocios, un hombre mucho
más alto y mejor vestido que él que lleva el abrigo como una túnica senatorial y
ostenta una figura de ángulos tan eficaces como los de su cartera de piel y los de
la tarjeta de crédito dorada que brilla sobre el mármol del mostrador. Ángulos y
filos, pasos en línea recta y ademanes geométricos, piensa mientras se dirige a
los ascensores, gente grande y rubia que se cruza en ángulo recto como las calles
y los automóviles, hombres y mujeres tan seguros de ser obedecidos que no
tienen un instante de duda ni ante las puertas automáticas, que avanzan
fieramente y sin mirar ante sí porque van por su derecha y no conciben que
nadie incumpla las normas de la circulación y choque con ellos, y si eso ocurre,
si un incauto camina a menos velocidad o se descuida mirando un escaparate y
ocupa el lado izquierdo, lo embisten sin misericordia, sin maldad, murmurando
excuse me
mientras le hunden en las costillas el ángulo del codo o de la cartera y
lo miran con los ojos helados, como los marcianos de esa película que le contó
Félix, tienen figura humana y hablan como nosotros y sólo se distinguen por el
fanatismo vacío de sus pupilas, o porque tienen un ojo oculto debajo del pelo del
cogote o un meñique rígido, y poco a poco se apoderan del mundo, sin que se dé
cuenta nadie, a quien los descubre lo eliminan o lo hechizan para que mire y sea
como ellos. En todo Nueva York sólo queda un hombre que no haya sido
contagiado, no puede confiar en nadie, nada más que en una mujer tan fugitiva y
sola como él mismo, pero no sabe dónde está, se ha citado con ella y no aparece,
le ha dejado docenas de mensajes en su contestador automático y nada, habrá
tenido que escapar sin tiempo de avisarle, habrá sucumbido a los invasores, a la
invasión de los ladrones de cuerpos, así decía Félix que se llamaba la película. Se
mira en el espejo del ascensor, entre las caras anglosajonas y japonesas que lo
rodean, y se pregunta si notarán los otros que no es como ellos, si detendrán el
ascensor entre dos pisos y lo rodearán mirándolo sin parpadear con sus ojos de
peces y le dirán
excuse me
antes de que uno de ellos abra su maletín y le
administre una inyección somnífera, pero no es su imaginación desatada y
pueril, a quien se le cuenten las tonterías que está siempre pensando, es que lo
miran, los diminutos japoneses desde abajo y los anglosajones desde las cimas
albinas de sus estaturas, lo están mirando y la puerta del ascensor está abierta y
nadie sale, pues fue él quien pulsó el botón del cuarto piso y los otros esperan a
que salga, cuando se da cuenta se pone colorado y procura abrirse paso diciendo
excuse me
y temiendo que la puerta automática se cierre cuando él vaya a
cruzarla, atrapándole un brazo o una pierna, le parece que los otros se hacen
señas entre sí y cabecean lamentando los inconvenientes que les causa su
estupidez española.
Se encierra con alivio en la habitación, enciende un cigarrillo y lo apaga en
seguida, hay que marcharse cuanto antes, mira por la ventana las plataformas
del aparcamiento que ha sido su paisaje más familiar de Nueva York en los
últimos días y escucha el runrún perpetuo semejante a un émbolo o a un latido
hidráulico que no le dejaba dormir por las noches, ya tiene preparadas la maleta
y la bolsa, cuenta el dinero, se asegura de que lleva el pasaporte y el billete de
avión, pero qué susto, ha tardado casi un minuto en encontrarlos, entre tantos
bolsillos, mira el teléfono, levanta el auricular y vuelve a dejarlo sin oír siquiera
la señal, no hay tiempo, y aunque lo hubiera da lo mismo, lo único que quiere es
marcharse de allí. En el ascensor un botones observa la maleta calculando su
peso y no hace el menor ademán de ayudarle, y la chica de recepción sonríe
cuando él le entrega la llave como si se felicitara a sí misma por no tener que
verlo más, siempre pasa lo mismo en los viajes solitarios, que se ve uno rodeado
de posibles enemigos. Pero la camarera que viene a atenderlo en la cafetería es
una señora gorda y afable, con un acento de español del Caribe, y le pregunta
qué va a tomar tan afectuosamente que le dan ganas de abrazarla. Mira la calle y
la nieve tras el cristal empañado mientras espera la comida, más sereno ahora,
como acogido transitoriamente por la actitud de la camarera, porque vive en el
aire y depende sin remedio de la simpatía de los desconocidos, mira con alarma
el reloj y se vuelve hacia la barra temiendo que a pesar de todo se hayan
olvidado de su plato, y en la puerta de cristales que separa la cafetería del
vestíbulo hay una mujer que parece estar buscando nerviosamente a alguien,
recién llegada de la calle, con la cara sudorosa o mojada por la nieve, con un
sombrero marrón en la mano y una gabardina verde oscuro. La mira inmóvil
unos segundos antes de que ella lo vea, pero hay algo que ha cambiado en su
cara y no sabe lo que es, sólo está seguro de haber visto a Allison cuando ella lo
descubre y cruza entre las mesas sin que él se haya movido todavía y le sonríe
con sus labios pintados de rojo, con una sonrisa en la que participan no sólo su
boca y sus pupilas, sino todos los rasgos de su cara, los colores de su ropa, su
manera de andar, el olor a invierno y a colonia de su pelo y de sus mejillas frías,
de todo el cuerpo que se estrecha contra el suyo mientras la camarera caribeña
permanece junto a ellos con una expresión desconcertada y jovial y una bandeja
entre las manos.
M
E RECUERDO MIRÁNDOME LOS OJOS
en el retrovisor, un fragmento de mi
cara ovalado como un antifaz, tocándome la barbilla áspera, primero inerte en el
interior iluminado del coche, de espaldas a la carretera, de donde venía una
trepidación de motores de camiones, en medio de una extensión de tinieblas
punteada a lo lejos por las luces de un pueblo, bajo un cielo en el que la Vía
Láctea resplandecía con un brillo de escarcha, y luego, poco a poco, temblando,
temblando como yo no he temblado nunca, al principio podía apretar las
mandíbulas y contener el ruido extraño y mecánico de los dientes, sonaban como
una máquina de coser, y cerraba las dos manos sobre el volante para que no se
agitaran, fiero el temblor se extendía en oleadas por todo mi cuerpo, la
calefacción del coche había dejado de funcionar y el frío estaba subiéndome
desde las plantas de los pies, veía mi cara en el espejo moviéndose de un lado a
otro como si negara, sujetaba el volante hasta que me dolían los nudillos y se
hacía más violento el temblor de los brazos, apretaba los párpados para no ver las
sacudidas de mi cabeza y tenía que abrir en seguida los ojos porque me cegaban
en la oscuridad los faros del camión, busqué el tabaco y no lo encontraba, extraje
un cigarrillo hincando las uñas en el filtro y me costó llevármelo a los labios, y
cuando lo tuve en ellos no me acordaba de encenderlo, aproximar a él la llama
del mechero requería una paciencia y una precisión imposibles, alguien hablaba
como si nada en la radio, una mujer, como si yo no existiera y no hubiera estado
a punto de morir, en la guantera había guardado una petaca de
whisky
, me
quemó los labios y el paladar, y cuando se mezcló en la saliva a la nicotina tuve
náuseas, abrí la puerta del coche y volqué medio cuerpo hacia el exterior, que
olía a tierra helada, sin quitarme el cigarrillo de la boca, contorsionado en una
postura que hacía más doloroso el temblor, sofocado por el humo, pero el filtro se
me había adherido a los labios y no podía escupirlo, me lo arranqué como
desprendiéndome de una materia pegajosa, vi la brasa apagándose sobre un
grumo de tierra, ahora el temblor era más suave, pero todavía continuo, y el aire
quieto y frío me aliviaba. Si yo hubiera muerto no habría sucedido la menor
modificación en toda la amplitud de la noche, esa mujer que hablaba en la radio
habría seguido presentando canciones, mis abuelos roncarían acompasadamente
en su cama, mi madre se agitaría en sueños, porque duerme muy mal y tiene
pesadillas, mi padre habría llegado al mercado de mayoristas, a las afueras de
Mágina, y estaría cargando cajas de hortaliza en su furgoneta nueva. No pensaba
estas cosas, las veía tan claramente como vi a mis padres, a mis abuelos y a mi
hermana sentados alrededor de la mesa camilla cuando me acercaba en línea
recta y a más de cien kilómetros por hora hacia los faros del camión y notaba un
gusto amargo en la boca que debía de ser el sabor anticipado de la muerte, y más
tarde, mientras el coche rompía la valla metálica de protección y daba tumbos
sin gobierno sobre las crestas de los surcos, yo me aferraba al volante y me
preguntaba con un residuo de lucidez y frialdad cuándo vendría una sacudida que
me lo hundiera en el pecho y que arrojara mi cabeza contra el parabrisas, y otra
parte de mí escuchaba la radio y notaba en el cuello el roce del cinturón de
seguridad, tal vez en el instante de morir ocurra eso, una disgregación de
identidades que vuelva simultáneos el espanto y la serenidad, la lejanía absoluta
y la mordedura física del dolor, la conciencia de todo lo que uno ha sido y lo que
va a perder, el tiempo abolido y a la vez rompiéndose como las apariencias
firmes de la realidad y deshecho en esquirlas de angustiosos segundos.
Pero es de la serenidad de lo que mejor me acuerdo: el accidente, el miedo,
las horas con Félix en Granada, la ebriedad suicida con que había pisado el
acelerador al salir de los túneles de Despeñaperros, todo retrocedía hacia un
pasado remoto, tan poderosamente como se retira el mar en una noche de resaca
violenta. Quedaba en mi conciencia y alrededor de mí un silencio vacío, sin
imágenes ni deseos, una quietud sin voluntad, indiferente al miedo y a la sorpresa
de haber salvado la vida. Cesó el temblor, apagué la radio, porque no soportaba
las voces ni la música, giré la llave de contacto y el motor enfriado tardó un poco
en arrancar. Las sacudidas del coche sobre los surcos me afectaban como a un
cuerpo muerto: yo era ajeno a ellas, igual que al instinto recobrado de peligro
que me estremeció al encontrarme de nuevo en la carretera y ver líneas blancas
que se curvaban y desaparecían frente a mí y faros y luces rojas de camiones.
No tenía miedo de morir: ya estaba muerto, pero nadie más que yo lo sabía. En
Madrid, a las seis de la madrugada, yo era un muerto que dejaba el coche
alquilado en el aparcamiento del hotel y subía en ascensor a su habitación con
una bolsa de lavandería en la mano y antes de entrar en la ducha pedía el
desayuno por teléfono, un muerto experimentado y sagaz que conoce cada una
de las costumbres de los vivos, igual que un espía en territorio enemigo, y que
después de secarse se ata a la cintura una toalla de baño, abre la puerta al
camarero que empuja una mesa con ruedas y sabe la propina exacta que
conviene darle para que no sospeche la impostura. Pero no era serenidad, sino
una lucidez anestesiada, el pensamiento obsesivo de que yo no estaba
verdaderamente allí y de que mis sentidos ya no me vinculaban a las cosas, sino
a sus apariencias más frágiles, como si hubiera sido desterrado para siempre de
ellas, del color, del tacto, de los sabores y las voces, de las presencias humanas.
Todavía era de noche, me acosté y cerré los ojos y cuando empezaba a
dormirme despertaba con el sobresalto de que se me había hecho tarde o de que
conducía de nuevo y estaba a punto de chocar con un camión. Vi amanecer
sobre Madrid y pensé que ni esa luz ni esa ciudad tenían que ver conmigo porque
serían iguales si yo hubiera muerto y no estuviera mirándolas. Pude no haber
regresado a aquella habitación y casi todo sería idéntico a como yo lo veía. Lo
más increíble no es morir, sino que a la mañana siguiente ilumine las calles el
mismo sol de invierno de todos los días y circulen los coches y la gente desayune
en los bares como si quien lo miraba todo aún existiera, como si ellos fuesen
inmunes a la muerte.
Era una mañana de noviembre transparente y azul, dorada, muy fría, con esa
frialdad luminosa de Madrid que vuelve nítidas las distancias y da una precisión
de cristal tallado a las pupilas. Se parecía a la primera mañana que alguien pasa
en una ciudad extranjera de donde ya no saldrá en el resto de su vida. Dócil,
ajeno a todo, muerto, ocupé a las nueve en punto la cabina que me habían
asignado en el palacio de Congresos, comprobé el micrófono, los interruptores,
los auriculares acolchados, salí al corredor para fumar un cigarrillo, deseando no
encontrarme con nadie que me conociera, incapaz de urdir las dos o tres frases
habituales de saludo. Los muertos no hablan, mueven los labios y ningún sonido
fluye de su boca, entran en su cabina de traducción y se acomodan en ella como
ante los mandos de un batiscafo y miran la sala que hay al otro lado del cristal
como mirarían el espectáculo de las profundidades submarinas, las filas de
butacas que empiezan poco a poco a ser ocupadas por cabezas idénticas, la mesa
que se extiende de un lado a otro del escenario, con figuras semejantes entre sí,
sobre todo en la distancia, hombres con corbatas oscuras y trajes grises y
mujeres de mediana edad con el pelo cardado, guardaespaldas que se reconocen
a la legua por sus gafas de sol y por su forma de mirar por encima del hombro,
azafatas jóvenes y vestidas de azul, grandes ramos de flores en las esquinas,
fotógrafos y cámaras de televisión al pie del escenario, disparos multiplicados de
flashes
, y luego un silencio como el que preludia la señal para el comienzo de una
prueba atlética, el zumbido tenue en los auriculares, las primeras palabras, lentas
todavía, protocolarias, previsibles, fotocopiadas en la carpeta que me entregaron
cuando vine, la urgencia ávida de atraparlas en el instante en que suenan y
convertirlas en otras unas décimas de segundo después, el miedo a perder una
sola, una palabra clave, porque entonces las que vienen tras ella se desbordarán
como una catarata y ya no será posible restituirles el orden, palabras de niebla
que se extinguen una vez que han sonado como la línea blanca de la carretera en
la oscuridad del retrovisor, abstractas, fugaces, repetidas mil veces, resonando en
los altavoces de la sala y al mismo tiempo, vertidas a tres o cuatro idiomas
distintos, en mis oídos y en los de cada uno de los hombres y mujeres que miran
hacia el estrado con caras semejantes de monotonía o de sueño, igualadas en su
palidez por esta luz de aeropuerto, tan diferente de la luz exterior como las caras
con las que uno se cruza por las calles, pero tampoco las voces ni las palabras se
parecen a las que pueden oírse en un bar o en una tienda, son monocordes,
civilizadas, metálicas, al cabo de media hora ya confunden sus sonidos y sus
significados entre sí, en una pulpa neutra, como el rumor de los acondicionadores
de aire. Cambian después, aunque no del todo, en los vestíbulos y en la cafetería,
suenan más alto e incluso es posible distinguir unas de otras, asociarlas a la cara
de quien las pronuncia, al color y a la expresión de sus ojos, como cuando en un
autobús se escucha la conversación de dos desconocidos que ocupan los asientos
de atrás y uno se vuelve para verlos, descubriendo entonces, casi siempre, que
las caras y las voces no se corresponden, igual que una mujer vista de espaldas
no parece la misma si uno la adelanta incitado por su figura o su manera de
andar para verla de frente.
Aislado en la cabina, sobre el auditorio donde se celebraba un congreso
internacional de turismo tan remoto como las vidas individuales de los hombres
para un astronauta que sólo ve desde su cápsula las manchas azules de los
continentes, más invisible y más ajeno que nunca, porque esa mañana estaba
muerto, traducía como si escribiera a máquina sin mirar el papel ni el teclado, y
mientras mi voz doblaba a otra mis ojos elegían mujeres en la distancia,
facciones borrosas de azafatas, melenas oscuras o rubias, brillantes bajo los
focos, perfiles cuyos rasgos exactos detallaba mi imaginación, piernas cruzadas
sobre las butacas: buscaba y elegía sin deseo, escuchaba una voz de mujer en los
auriculares e intentaba adivinar la cara a la que pertenecía, deambulaba luego,
en el descanso, por los pasillos y el vestíbulo, aturdido por esa variedad inagotable
y sin embargo uniforme que tienen los rostros en las dependencias de los
organismos internacionales, me fijaba en todos, especialmente en los de las
mujeres, mujeres con trajes de chaqueta, carteras de piel y melenas cardadas,
nórdicas altas y blancas, hindúes con un círculo rojo en la frente y un
walkman
ceñido a la cintura del sari, sudamericanas de caderas bajas y pómulos anchos,
azafatas de piernas largas y medias oscuras, con pañuelos al cuello, con tacones
de aguja, con un acento consentido y nasal del barrio de Salamanca, fotógrafas
de hombros anchos, gesto de desdén y cigarrillo en la boca. Las miraba a los ojos
y pasaban a mi lado sin verme o detenían en mí por un instante la mirada: yo
creo que ésa es la única tarea en la que he perseverado sin desfallecimiento en
mi vida, mirar a las mujeres, oler sus perfumes y observar cómo se visten o se
calzan, cómo sostienen las copas o los cigarrillos, cómo cruzan las piernas o
apoyan un codo en la barra de un bar, de qué color se han pintado las uñas o se
han teñido el pelo. Miro a las mujeres que van sentadas cerca de mí en el
autobús, a las que suben justo cuando el conductor ha cerrado la puerta y
abandona la parada, a las que pasan por la acera, a las que aparecen en las
portadas y en los anuncios en color de las revistas, a las que se apresuran por la
mañana temprano para llegar a los ascensores de los edificios de oficinas y a las
que miran perezosamente tras la ventanilla de un taxi parado junto al mío en un
semáforo, a las que entran descalzas en el escaparate de una tienda para cambiar
la ropa de un maniquí y a las que me sonríen como si de verdad se alegraran de
verme cuando he subido la escalerilla de un avión.
Miré a la rubia de la gabardina verde oscuro y la melena corta y despeinada
con la misma atención rápida y exhaustiva con que las miro a todas,
preguntándome siempre si no será una de ellas la mujer de mi vida, y era tan
instintivo el hábito de mirar y elegir que ni siquiera esa mañana me abandonaba,
amores pasionales que no duran ni los tres minutos de una canción, súbitos
entusiasmos desbaratados por la solidez excesiva de unas piernas o la crueldad de
una boca, pero no estoy seguro de que me fijara tanto en ella ni de que me
gustara a primera vista, no era espectacular ni más alta que cualquiera de las
otras ni tenía una de esas caras algo lánguidas de las que he tendido a
enamorarme desde los once o doce años, pero se distinguía desde lejos por la
pereza con que caminaba, no con lentitud, porque la vi abandonar a toda prisa la
sala de prensa y me pareció cuando venía hacia mí que llegaba tarde a alguna
parte, sino con desahogo, como si la tranquilizara la seguridad de que los lugares
no desaparecen aunque uno tarde un cuarto de hora en irrumpir en ellos y que los
trenes no se marchan con medio minuto de antelación por la pura perfidia de
dejarlo a uno en tierra. No era una de esas mujeres que dejan tras de sí un rastro
agraviado de miradas masculinas, al menos no entonces, no caminaba como si
llevara sobre la frente la advertencia enfática de que bastaría mirarla para que se
convirtiera en una mujer inolvidable. Iba a su aire, a una velocidad esquiva, con
la cabeza baja y las manos en los bolsillos de los pantalones de hombre y los
faldones de la gabardina sueltos tras ella, como levantados por la prisa con que se
movía, y tal vez lo único que me hizo retener su figura fue que me miró, venía
mirándome mucho antes de cruzarse conmigo, mientras hablaba con un
fotógrafo y sonreía por algo que él le había dicho, ése fue luego el recuerdo más
exacto, los labios rojos sonriendo y toda la cara transfigurada por la risa, vuelta
hacia el hombre que iba con ella y atendiendo a sus palabras pero con la mirada
fija en mí, los ojos castaños y joviales bajo las cejas oscuras, la etiqueta
plastificada donde leí su nombre mientras se cruzaba conmigo y seguía
mirándome como si estuviera a punto de preguntar si nos conocíamos, Allison, la
sonrisa eligiéndome unas horas más tarde, en la cafetería, cuando la vi avanzar
por el pasillo entre las mesas con una bandeja de plástico en las manos y buscar
un sitio libre, imposible, el comedor estaba lleno de congresistas disciplinados y
voraces que movían angulosamente las mandíbulas sin separar los labios y
manejaban cuchillos y tenedores como pinzas asépticas y ella había llegado
tarde, la última, justo un minuto antes de que cerraran el autoservicio, pero las
circunstancias, que a mí tienden a serme meticulosamente adversas, a ella la
obedecían, y apenas se dispuso a buscar dónde sentarse un directivo sueco de una
agencia de viajes que había comido frente a mí se levantó. No sólo traía la
bandeja en las manos, también un corto chal negro y la gabardina doblada bajo
un brazo, una carpeta de prensa llena de fotocopias debajo del otro, y un cassette
diminuto y una revista americana en equilibrio inestable sobre los dobleces de la
gabardina, pero nada acababa de caérsele, a mí se me habría desbaratado todo y
habría enrojecido de vergüenza mirando a mis pies un escandaloso desastre de
platos derramados y botellas rotas mientras los congresistas dejaban de comer y
se volvían para observarme. Me puse en pie, le dije en inglés que si podía
ayudarla, y ella, sin soltar la bandeja, me señaló la carpeta y la gabardina que
ya se le escapaban de la presión de los codos, olía a colonia y a carmín cuando
me incliné hacia ella y observé que no llevaba más que un sujetador negro bajo
la americana de rayas grises y hombreras pronunciadas. ¿No le había visto antes
una camisa blanca y una corbata? Dije su nombre para hacerle saber que ya me
había fijado en ella y se quedó muy sorprendida. Me preguntó el mío y mi
oficio. Hablaba inglés con un acento americano de la costa Este, aunque había en
su pronunciación una ambigüedad que me impidió determinar con exactitud el
sitio de donde procedía. Trabajaba ocasionalmente para una publicación
especializada en turismo de lujo, pero no se creía autorizada a decir que era
periodista. En realidad, dijo encogiéndose de hombros, con un gesto pensativo de
incertidumbre, no estaba segura de ser nada. Calculé que tendría algo más de
treinta años, pero algunas veces, sobre todo cuando se quedaba mirándome y me
sonreía como si se hubiera olvidado del tenedor o del vaso de cerveza que tenía
en la mano, parecía mucho más joven, acaso por la intensidad de su atención.
Desde luego no era anglosajona, o no del todo, no al menos en los ojos ni en el
metal de la voz. Llevaba el pelo cortado horizontalmente sobre las cejas y a la
altura de la barbilla, extendido a los lados de la cara, muy abundante y un poco
despeinado, de modo que a veces le cubría los pómulos y le hacía más delgadas
las facciones. Quiso saber de dónde era yo, dónde vivía, cómo era mi trabajo,
cuánto tiempo pensaba quedarme en Madrid. Me escuchaba muy seria,
asintiendo, picoteaba con el tenedor en un plato de ensalada, con una inapetencia
de mujer fumadora y nerviosa. Cambiaba muy fácilmente de expresión, se
quedaba ensimismada un segundo, al limpiarse los labios o mirar la comida o la
punta del tenedor, y desaparecía el brillo atento de sus pupilas, pero en seguida se
echaba el pelo hacia un lado y sonreía de nuevo como si el gesto anterior no
hubiera existido. Manifestaba casi simultáneamente urgencia y pereza,
aburrimiento e interés, una doble actitud de mujer cansada y reflexiva que
cumple su trabajo con una resolución sin fisuras y de muchacha predispuesta al
asombro. Se pintaba los ojos y los labios, pero no las uñas, cortas y rosadas.
Bebía un café y fumaba escuchándome el cigarrillo que yo le había ofrecido, un
poco echada hacia atrás, entornando los ojos, como si estuviéramos solos y
rodeados de silencio y no en un vasto comedor donde resonaban conversaciones
en varios idiomas y ruidos de platos y cubiertos. La comida, el vino, el calor, la
presencia y la mirada de esa mujer a la que había conocido menos de media
hora antes, amortiguaban el sentimiento de exclusión y destierro, pero no la falta
de sustancia real que había inoculado todas las cosas y a mí mismo la proximidad
de la muerte. Le contaba algo y me oía la misma voz que cuando hablo a solas:
le miraba los labios o el filo bordado del sujetador que sobresalía de su escote si
se inclinaba hacia adelante para pedirme fuego y pensaba que era muy fácil
desearla, pero no me trastornaba la posibilidad de acostarme con ella, la opresión
interior que se afirma en el pecho cuando uno empieza a sentir que tal vez está
siendo deseado por una mujer a la que ni siquiera ha besado todavía.
Vino el fotógrafo a buscarla y se despidió de mí tendiéndome la mano: tibia y
suave, enérgica al estrechar la mía, con los dedos finos y la palma pequeña. No
puedo tocar sin emoción la mano de una mujer, aunque sea un contacto rápido y
casual, el de la mano de una cajera que me da la vuelta en el supermercado, el
de una desconocida a la que ayudo a subir al estribo de un tren: un instante cálido,
de cercanía franca y a la vez pudorosa de otro cuerpo, como si la palma de la
mano fuera una oblea de ternura, una inmediata contraseña que no precisa de un
sentido ulterior, que es en sí misma la promesa y el fruto. Recogió
laboriosamente todo el arsenal que llevaba consigo, la carpeta, el bolso, el chal, la
gabardina, se le olvidaba el cassette, volvió por él y se le cayeron al suelo las
fotocopias, le ayudé a recobrarlas, se echó a reír cuando nos encontramos a
gatas debajo de la mesa, cada uno con un puñado de folios en la mano. La vi
marcharse al lado del fotógrafo, un barbudo muy alto, con zamarra y coleta, y
me sorprendí preguntándome con desagrado y casi hostilidad hacia él si serían
amantes: no necesito estar enamorado de una mujer para sentir celos, con sólo
que me guste un poco ya empiezo a concebir posibles agravios y a mirar con
prevención y rencor a cualquier hombre que ande cerca de ella. No volví a verla
en el auditorio durante las sesiones de la tarde, ni tampoco en el vestíbulo ni en la
cafetería. Dos o tres veces la confundí con otra rubia que se le parecía desde
lejos. Ya de noche, mientras abandonaba aturdido de sueño los corredores vacíos
del palacio de Congresos, pensaba que las ganas de dormir eran más fuertes que
el deseo de encontrarme con ella. Pero me había dicho que estaba alojada en el
mismo hotel que yo: retirarse pronto, comer algo ligero en el bar y tomarse una
sola copa antes de ir a la cama a una hora nórdica era también seguir buscándola
sin necesidad de confesarme abiertamente la evidencia incómoda de que me
apetecía mucho estar con ella. La oí reír en cuanto entré en el hotel, cuando subía
las escaleras de mármol hacia la recepción. Me llamó por mi nombre, hice
como que iba distraído y tardaba en darme cuenta y la saludé con un gesto de la
mano que en seguida me pareció perfectamente estúpido: estaba con ella, desde
luego, el fotógrafo, que le tenía echado un brazo odioso sobre los hombros y se
apresuraba a darle fuego cada vez que cogía un cigarrillo, aunque él no fumaba,
y también un gordo de pelo albino y modales opulentos que no se había quitado
de la solapa la insignia plastificada del congreso y resultó ser una implacable
autoridad en los viajeros norteamericanos por España, desde Washington Irving a
Ernest Hemingway. Cuando llegué estaban cenando: Allison me los presentó y el
gordo me propuso que me quedara con ellos. A los pocos minutos ya había
descubierto dos cosas: que el fotógrafo era homosexual, lo cual no dejaba de ser
un alivio, y que el gordo, un asesor o directivo de la revista para la que trabajaba
ella, no tenía la menor intención de callarse en toda la noche, al menos hasta que
no hubiera volcado sobre nosotros la última nota a pie de página de su aplastante
erudición. Lo sabía todo, había estado en todas partes, incluso en Mágina, le
sorprendió mucho enterarse de que yo era de allí, se había extenuado
recorriendo todas las carreteras y los paradores de España y devorando todos los
platos regionales y asistiendo a todas las semanas santas y sanfermines y fiestas
de moros y cristianos sin enterarse de nada ni aprender más que dos o tres
palabras españolas que repetía con un acento infecto, nos hablaba de su segunda
y su tercera y su cuarta mujer con una repulsiva falta de pudor, llamaba
Papa
y
el Viejo
a Hemingway, como si hubieran sido amigos del alma y se hubieran
apoyado codo con codo en las barreras de todas las plazas de toros, bebía vino,
rojo y sofocado, y se reía a carcajadas con la boca abierta, dándome golpes
brutales en la espalda, y yo veía a Allison atender sonriendo, con educación y tal
vez fastidio, apoyando el codo en el filo de la mesa, delante del plato que apenas
había probado, y el mentón en la mano que sostenía el cigarrillo muy cerca de
las uñas sin pintar, me miraba un instante, ladeaba la cara y alzaba las cejas,
como pidiéndome disculpas, el fotógrafo, más bien borracho, se partía de risa
con los exabruptos norteamericanos del gordo, que ahora fingía que mascaba un
puro y hablaba entre dientes para imitar a Hemingway: yo pensaba con
desesperación que aquel tipo no iba a callarse nunca, que estaba cansado y se me
hacía tarde y a la mañana siguiente debía trabajar, que me había dejado coger
para nada en un cepo absurdo, en una telaraña de palabras, dilaciones, cigarrillos
y copas.
Hubiera querido tener el coraje de levantarme indignado y decirle a aquel
bocazas que no siguiera enhebrando idioteces sobre mi país, que no éramos una
tribu sanguinaria y exótica de matadores de toros ni una caterva de aborígenes
entregados a la perpetua celebración de nuestras fiestas vernáculas. Tenía que
irme pero no me iba, con los codos pegajosamente adheridos al mantel,
imaginaba que me levantaba y les decía buenas noches aprovechando un
resquicio de silencio en las explicaciones y las historias embusteras del gordo y
que Allison me despedía sonriendo y se quedaba con ellos, mejor así, mejor
acostarse y descartar tranquilamente una aventura sexual que incluso podía ser
inverosímil, figuraciones mías, de tu imaginación calenturienta, diría Félix
riéndose cuando se lo contara, es uno de sus adjetivos preferidos. Me armé de
valor, me negué a aceptar otra ronda, miré el reloj y dije que me iba, furioso,
enconado conmigo mismo, sonriendo, y hasta es posible que me hubiera
levantado si Allison, con una naturalidad que me desconcertó, no hubiera puesto
su mano sobre la mía para decirme que esperara un poco, la retiró en seguida
pero el tacto suave de la palma y de las yemas de los dedos, que hicieron sobre
mis nudillos una presión fugaz, se extendió a todo mi cuerpo en una cálida
ondulación que por primera vez desde la madrugada anterior lo revivía.
Extrañamente el gordo y el fotógrafo no parecieron advertir nada, y de hecho
ella ahora no me miraba, dedicando una atención soñolienta a las carcajadas de
los otros, pero la mano que había presionado sigilosamente la mía aún estaba
posada en el mantel, como un secreto ofrecimiento, se alargaba para tomar un
cigarrillo, sujetaba mi muñeca cuando yo le tendía el mechero encendido, los
dedos finos y nerviosos rozaban migas diminutas de pan o hebras de tabaco sin
que ella se diera cuenta de esos gestos que sólo yo percibía. Me había dicho que
esperara, pero tal vez no era más que una actitud de cortesía, desconfiaba de
nuevo, me impacientaba, si nos levantábamos todos lo más probable era que
subiésemos juntos en el ascensor y que ellos tuvieran sus habitaciones en el
mismo piso, un educado
good night
y una pesadumbre de soledad y de estafa
cuando caminara solo por el pasillo, con la llave en la mano, otra noche en balde,
como casi todas, y mañana falta de sueño y dolor de cabeza, el aburrimiento del
trabajo y la búsqueda nunca saciada de mujeres, no exactamente por una
imposición invencible del deseo, sino por la sola costumbre de imaginar y elegir,
por el miedo a volver sin compañía de nadie a la mezquina soledad de una
habitación vacía. No podía creerlo, pero el gordo estaba llamando al camarero y
extraía ampulosamente de su cartera una tarjeta de crédito haciendo el ademán
de espantar con la mano el dinero que los demás ofrecíamos: así que no estaba
en el hotel, si hubiera tenido habitación se habría limitado a firmar la cuenta, pero
quedaba el fotógrafo, a lo mejor él no se iba y proponía otra copa, ni muerto, me
juré, y si se marchaban los dos qué haría yo con ella, tenía que decidirme en
segundos, si tomábamos el ascensor estaba perdido, era incapaz de sugerirle que
se viniera conmigo, se acababa el tiempo, en unos minutos todo sería irreparable,
el gordo me sacudía la mano y yo lo invitaba con una sinceridad calurosa y
absurda a visitar de nuevo Mágina, y hasta le di el teléfono de la casa de mis
padres, el fotógrafo me dijo adiós bostezando, se despidieron de Allison, faltaban
segundos para que nos quedáramos solos y yo aún carecía de una estrategia
razonable, el gordo la abrazó engulléndola como un oso polar, con su irrompible
entusiasmo americano, los pies de Allison, calzados con unas botas cortas, se
alzaron del suelo, y cuando los vio subir a un taxi al otro lado de las puertas
automáticas se pasó una mano por el pelo, dejó caer perezosamente los hombros
y dijo que ya temía que no se fueran nunca. Está muy cansada, pensé, va a
despedirme con esa afable indiferencia de los anglosajones y hasta es posible
que con un beso en los labios que no significará absolutamente nada. Siempre se
lo digo a Félix: los extranjeros no son como nosotros. Uno aprende sus idiomas,
esconde como puede su complejo de inferioridad español, imita sus costumbres,
adopta sus horarios y se habitúa a vivir en sus ciudades, pero da igual, no acaba
nunca de entenderlos, jamás será uno de ellos. Decidí que en realidad no me
importaba no acostarme con ella y que no tenía nada que perder: dije que la
invitaba a una última copa en el bar del hotel tan desalentadamente como si ya
me hubiera contestado que no y me sorprendió la facilidad con que aceptaba.
Pero volvimos al bar y el camarero ya estaba apagando las luces. ¿Me
arriesgaría a proponer una salida a las calles desapacibles y hostiles de Madrid, a
una búsqueda seguramente desengañada de bares que ya estarían cerrados o a
punto de cerrar? Sin decir nada nos acercamos al mostrador de recepción y
esperamos a que nos dieran nuestras llaves. Allison balanceaba mecánicamente
el lastre de la suya mientras nos encaminábamos hacia el ascensor. Aventuré, por
decir algo, que el gordo era muy simpático, pero que tal vez hablaba demasiado:
el inglés permite circunloquios que en español serían afirmaciones brutales. Ella
dijo que le parecía un individuo odioso, parodió con exactitud fulminante una de
sus afirmaciones sobre España y los dos nos echamos a reír: la risa, el modo en
que me miró cuando me hice a un lado para que entrara delante de mí en el
ascensor, actuaron sobre mi estado de ánimo como la presión de sus dedos o el
roce casual de sus pies con los míos mientras estábamos cenando. Me contaba
algo a lo que yo no atendía y permanecíamos inmóviles y más bien separados
entre los espejos del ascensor, procurando que nuestros ojos no se encontraran en
ellos, mirando los números rojos que se sucedían para aproximarnos al final de la
tregua. Yo miraba su escote y la hendidura de penumbra que separaba sus
pechos y pensaba con incredulidad que tal vez me bastaría una palabra para
acariciarlos y besarlos, para morder golosamente dentro de mi boca sus pezones
mojados de saliva. Rígido, avergonzado, cerraba los ojos y apretaba los dientes
rogando que mi excitación no se hiciera ostensible. Me correspondía a mí
bajarme antes: me pareció que la puerta se abría con una cruda brusquedad y vi
frente a nosotros el pasillo enmoquetado y una acuarela de veleros anclados en
un muelle. Ahora fue Allison la que se hizo a un lado para que yo saliera. La
opresión en el pecho, la ingravidez en el estómago, la conciencia aguda de cada
segundo de indecisión y de silencio. Ya en el pasillo, mientras ella se recostaba en
la pared de cristal, su pelo rubio deslumbrado desde arriba por la luz fluorescente,
le dije sin premeditación ni esperanza que me gustaría que se quedara conmigo.
Justo entonces la puerta se estremeció antes de cerrarse y extendí rápidamente la
mano para evitar no sólo la catástrofe, sino también el ridículo. Echó a un lado la
cabeza, con una lenta sonrisa en sus labios pintados de rojo, dijo que sí y salió del
ascensor encogiéndose de hombros.
De modo que increíblemente lo que yo había deseado iba a suceder. Procuré
que no me temblara la mano al introducir la llave en la cerradura. Ahora
hablábamos los dos, nerviosos, impacientes, hipócritas, como si aún estuviéramos
en una situación neutral. Sobre el televisor, la bolsa de lavandería que llevé a
Granada me recordó en un relámpago que veinticuatro horas antes había estado
a punto de morir. Abrí el minibar murmurando con aire despreocupado una
canción y Allison, a mi espalda, la reconoció en seguida y cantó en voz baja el
estribillo:
My girl
. Me volví hacia ella con dos vasos de cerveza espumosa en las
manos: se había quitado los zapatos y se había sentado en la cama con las piernas
cruzadas. Bebió un trago de cerveza, se limpió la espuma de los labios y siguió
contándome tranquilamente no sé qué historia sobre el gordo que había
empezado en el ascensor. Pensé con impaciencia, casi con espanto, que si uno de
los dos no hacía algo continuaríamos hablando educadamente hasta el amanecer.
Me senté junto a ella y las plantas de sus pies se apoyaron en mi costado: llevaba
unos calcetines cortos, de colores vivos, con dibujos, más bien incongruentes, tan
ajenos en apariencia a ella como sus cortas uñas sin pintar. Se quedó callada,
incómoda, con el vaso en la mano, sin mirarme, oscilando ligeramente sobre la
cama mientras repetía con los labios apretados la canción de Otis Redding. Su
cara cambió cuando me incliné para besarla: se transfiguraba ella entera, me
apartó de sí después de agitar convulsamente su lengua en mi boca y se echó con
un gesto brusco todo el pelo hacia atrás, se le afilaban los rasgos, me miraba sin
sonreír, con una desarmada seriedad parecida al abandono y al miedo, se tendió
de espaldas y el pelo dejó de cubrirle la frente y los pómulos y tuve la sensación
de estar descubriendo las facciones de otra mujer, menos joven, mucho más
deseable, aterrada, con las pupilas fijas, con una expresión de avidez y fatalidad
en la boca entreabierta, en la cara manchada de saliva y carmín que se contraía
en un gesto de expectación dolorosa cuando intentaba levantar la cabeza para
mirar cómo iba siendo desnudada. Ya no hablábamos, ya no nos acogíamos a la
mediación y a la mentira de las palabras, nuestras respiraciones apuraban con
una furia sin dilación ni ternura el aire que se enrarecía entre nosotros, no
teníamos pasado ni nombres ni dignidad ni pudor, no estábamos en Madrid ni en
ninguna otra parte del mundo, sino en la convulsión de nuestros cuerpos
acoplados, enlodados de sudor, desconocidos y respirando el uno contra el otro,
mi lengua lamiendo su boca y su nariz y sus párpados, sus dientes mordiéndome
mientras desfallecía y rodeaba mis caderas apretando en mi espalda los talones,
pero ni siquiera al final cerró los ojos, los mantenía abiertos y sus pupilas ansiosas
y espantadas seguían mirándome aunque sólo podían ver una sombra, yo me
contenía desesperadamente y vislumbraba en un confín de mi memoria los faros
de un camión y las líneas blancas de una carretera, pero estaba vivo y me
arrastraba un ímpetu solitario de entrega y de culminación, no quería rendirme,
no quería que el deseo acabara, ella se había tensado como un arco debajo de mí
y me había levantado con la contundencia de un golpe de mar mientras se
quejaba como en sueños con los ojos abiertos, pero ahora doblaba de nuevo las
rodillas y me envolvía las caderas con los muslos y empezaba otra vez a
moverse, con un ritmo lento y circular, yo apoyaba en la almohada las palmas
de las manos y me desprendía de su cuerpo y entonces ella intentaba levantar la
cabeza para mirar hacia la sombra húmeda donde mi vientre chocaba con el
suyo, el pelo húmedo en las sienes, la frente ancha que yo veía por primera vez
y que modificaba la forma de su cara, los tendones del cuello y las clavículas
sobresaliendo descarnadamente de la piel: ahora, decía avariciosamente, ahora,
ahora, los huesos de sus caderas chocaban contra mí, se hundían sus dedos en mi
espalda, la domaba a mi ritmo, abría los ojos y los suyos estaban todavía
mirándome, y hundía la cara en su cuello para no ver todo el sufrimiento de una
vida de la que no sabía nada y no quería saber nada, ahora, repetía en mi oído,
dijo mi nombre, Manuel, y cuando yo dije el suyo muchas veces seguidas con
una entonación que no tenía nada que ver con mi voz sentí la alegría y el miedo
de haberme aliado a una mujer desconocida que era exactamente igual a mí, a
lo mejor y a lo más inconfesable y despojado y desesperado de mí mismo. Era
posible que todavía estuviera muerto, que mi cuerpo fuera un guiñapo sangriento
incrustado en chatarra bajo las ruedas de un camión: incluso entonces esa mujer
estaría conmigo, abrazada a mí, abierta, despeinada, desnuda, arrodillada entre
mis muslos, enaltecida por el conocimiento y el dolor, desvergonzada y
pudorosa, incorporándose para quitarse un pelo rizado de los labios, sabia y
vulnerable, entregada y hermética, tapándose el vello denso y oscuro del pubis
con la mano en la que apretaba una pastilla de jabón cuando descorrí la cortina
de la ducha y la abracé de nuevo entre el vaho caliente, marchándose antes del
amanecer para regresar a otro país y a otra vida de la que yo no sabía nada,
apareciendo de improviso en la cafetería de un hotel de Nueva York,
transfigurada, con su traje masculino y su gabardina verde oscuro, con la sonrisa
como una mancha roja en la cara circundada por los rizos del pelo. Pero también
ahora, en Nueva York, era otra, puedo pasarme toda la vida mirándola y nunca
será igual que unos minutos antes: ahora no era rubia, hablaba un español de
Madrid y ya no se llamaba Allison: no me había engañado, protestó, riéndose de
mí, cuando nos conocimos yo no le pregunté cómo se llamaba, ella nunca me
dijo que ése fuera su nombre.
F
UE A DESCORRER LAS CORTINAS
y cuando se volvió hacia él rompió a reír
sonoramente al verlo parado todavía en el recibidor, sin dar un paso, tal vez
queriendo acostumbrarse al hecho increíble de que estaba en el lugar a donde
había llamado tantas veces por teléfono, con el gorro en la mano, sacudiéndose
de nieve los hombros del chaquetón a cuadros rojos y negros, sofocado por la
calefacción después del frío de la calle, con la maleta y la bolsa de viaje a los
pies, como si aún no hubiera decidido quedarse, inmovilizado todavía por el
estupor de haber descubierto al encontrarla que no sabía quién era y que estaba
enamorado de ella: había venido a América en busca de una mujer rubia que se
llamaba Allison y con la que pasó una noche dos meses atrás, y ahora, a la
sorpresa inevitable del reencuentro y a las correcciones de la memoria, que le
negó durante todo ese tiempo su cara, dejándole tan sólo las vividas manchas de
color de su pelo y sus labios, el presentimiento de la calidad trémula y ferviente
de su piel en las yemas de los dedos y del sabor de su vientre y su boca en el
paladar, tenía que añadir la evidencia súbita de un cambio que confinaba en el
pasado y tal vez en la mentira a la otra mujer que conoció, no porque ella, al
menos al principio, hubiera decidido ocultarse, sino porque él mismo prefirió
verla e inventarla a la medida de sus deseos y sus distracciones de entonces. Lo
desconcertaron su pelo rojo y su español tan puro que le resultaba arcaico: pero
más aún lo desconcertó su propia actitud hacia ella, el desvanecimiento de
ternura con que la miraba, atesorando detalles olvidados que se le convertían en
signos del amor, sus manos, su manera de encogerse de hombros con una actitud
de ironía o modestia, de invitación y desamparo, apareciendo y aproximándose a
él como sin reclamar con su presencia la primacía sobre el mundo, como
eligiendo por gusto el margen de las cosas.
No le mintió sobre su vida porque él no le hizo ni una sola pregunta acerca de
ella: no supo verla ni ver dentro de sí mismo porque estaba acostumbrado a
enamorarse literariamente de mujeres que parecen llevar inscrita en la cara la
sugestión de un misterio que resulta insoluble por la mediocre razón de que es
inexistente. Tenía el pelo entre castaño oscuro y rojizo y se llamaba Nadia Galaz:
Allison fue durante unos años de los que prefería no acordarse su apellido de
casada. Meses atrás se había teñido el pelo de rubio como un antojo o un
emblema de su decisión de empezar a vivir otra clase de vida: yo te recordé y te
elegí, le dijo con orgullo, lo había visto antes de que él la viera, a las nueve menos
diez de aquella mañana de Madrid ella estaba en la explanada del palacio de
Congresos y lo vio bajar angustiosamente de un taxi y pasar a su lado con una
prisa de neurótico, pero no lo reconoció todavía, era imposible, llevaba casi
dieciocho años sin verlo, se fijó en él porque le pareció guapo y porque desde
hacía algún tiempo había vuelto a reparar en los hombres y a mirarse a sí misma
sin hostilidad en los espejos: más tarde, a las once, dijo con su hábito de exactitud,
curiosamente compatible con su falta de sentido del tiempo, te sentaste a mi lado
en la barra de la cafetería, y no me miraste, por supuesto, estabas como ido,
como si no hubiera nadie a tu alrededor y sólo existieran tu café con leche, tu
vaso de zumo de naranja y tu media tostada, en ese momento eras tan parecido a
todos los demás que casi dejaste de gustarme, con el traje oscuro y la chaqueta y
la insignia de traductor en la solapa y esa capacidad de mirar sin encontrarse con
los ojos de nadie y de tocar las cosas como con guantes de goma, actuabas igual
que un belga o que un profesor norteamericano, como uno de esos europeos
congelados en las oficinas del mercado común, o como algunos españoles que
llevan mucho tiempo dando clases en universidades americanas, estabas sentado
con la espalda rígida y la cabeza inclinada, manejabas el tenedor y el cuchillo y
bebías el café sin separar los codos de los costados, te lo juro, no me mires así,
comías igual que ellos, muy rápido pero masticando con mucho cuidado, como si
fuera un poco vergonzoso y lo hicieras con una finalidad exclusivamente
sanitaria, cortabas trozos pequeños de tostada y los hacías desaparecer en seguida
dentro de tu boca, bebías sorbos de zumo o de café con leche y te limpiabas en
seguida los labios con la servilleta de papel, y en ningún momento miraste a tu
alrededor, pero tampoco mirabas al camarero, ni las botellas de la estantería ni el
espejo que había delante de ti, que era donde yo estaba viendo de frente tu cara:
entonces te reconocí, casi seguro, has cambiado muy poco en todos estos años, lo
que me hacía dudar era tu comportamiento, tu manera de estar, aquel traje que
llevabas, tan serio, sólo que más bien arrugado, como de funcionario
internacional de mediana categoría, un poco moderno, pero discreto, con zapatos
negros y calcetines negros, y los dos pies muy juntos en el soporte del taburete,
me fijé en todo, incluso en que no llevabas anillo de casado y en que tus manos
seguían siendo como yo las recordaba, aunque demasiado pálidas, no sabes
cómo odio esas manos de hombres casados que parecen manos de curas, pienso
que me tocan y me dan arcadas. Cuando te conocí las tenías morenas y fuertes:
yo era muy sentimental entonces y me gustaron porque me parecían manos
españolas. Estabas muy flaco, como a medio hacer, con aquellos granos en la
cara, el flequillo sobre los ojos, las patillas tan largas que se llevaban entonces, a
ti te iban fatal, y a cualquiera, pero tus manos ya eran las de un hombre, y
también tu voz, muy oscura, cuando llegué a casa esta mañana y la oí en el
contestador sonó igual que aquella noche.
Qué noche, dice Manuel, extraviado todavía en la confusión de la sorpresa y
el olvido, cuándo me viste tú con las patillas largas y granos en la cara, pero ella
sigue sonriendo y no le contesta, tiene el pelo mojado sobre los pómulos y la
sonrisa resplandece en sus labios, en sus pupilas y en todos sus rasgos como una
carcajada, no es posible que tenga algo que ver con aquel comandante Galaz del
que hablaban las voces de su infancia, lleva un jersey gris y negro que resalta el
tono canela claro de su piel y el brillo rojizo de su melena, más larga y rizada
que hace dos meses, pero también parece haber adelgazado en este tiempo,
ahora poseen sus facciones una claridad de rostro clásico que antes no tenían,
como si la hubiera rejuvenecido una serenidad jovial, se ha quitado las botas y ha
saltado al sofá para descorrer las cortinas y alcanzar la manivela de la persiana y
cuando volvía hacia él, que aún no se ha movido, paralizado en el recibidor con
su chaquetón y su gorro y su pelo blanqueado de nieve como un explorador
ártico, ha reparado en la mesa donde están el teléfono y el contestador y ha
pulsado los mandos para oír de nuevo una sucesión de pitidos y mensajes cada
vez más lúgubres, aunque pronunciados con una intención de puntillosa
indiferencia, sobre todo el último, Allison, soy yo, el pesado de siempre, vuelvo a
España esta tarde, a las seis y media, te llamaré desde Madrid cuando tenga
teléfono: no reconoce su propia voz, pero inmediatamente se avergüenza de ella,
sobre todo al oírse hablar en inglés, le pide que detenga la cinta, que no siga
burlándose, retrocede cuando la mujer que no se llama Allison se acerca a él y
lo retiene sujetando con las dos manos los extremos de la bufanda que aún no se
ha quitado, quién eres tú, le dice, por qué sabes tanto de mí, pero ella no le
contesta, se complace en seguir intrigándolo, acuérdate del Martos, de las ganas
que tenías de irte de Mágina. Respira con los labios rojos entreabiertos y tira de él
no para abrazarlo, sino para conducirlo hacia el pasillo, lo mira muy fija, no
sonríe, camina de espaldas, suelta un extremo de la bufanda para empujar una
puerta detrás de la cual hay una habitación en penumbra, lo lleva hasta los pies
de la cama, se sienta en ella y empieza a desabotonarle el chaquetón con gestos
terminantes, con la pericia de sus dedos que parecen tan frágiles y que fueron
una vez audaces y sabios, él termina de quitarse el chaquetón y busca
educadamente dónde dejarlo, pero ella se lo arrebata de las manos y lo tira al
suelo. Todavía de pie, apocado, nervioso, porque nunca se ha encontrado a gusto
en las casas de otros, mira a su alrededor y ve un armario, una ventana cerrada,
un baúl en el suelo, y junto a él un largo cilindro de cartón, se desnuda pensando
con reparo que ella descubrirá que lleva no sólo dos jerseys y dos pares de
calcetines, sino también los pantalones del pijama, pero nunca ha presenciado en
ninguna mujer un deseo tan imperioso e impúdico, una urgencia tan franca y
despojada de reserva y preámbulos, la ancha sombra del pelo le rodea la cara y
ha extendido la mano hacia atrás para encender la luz de la mesa de noche, le ha
cambiado la cara, como aquella vez, se le afilan los pómulos cuando está tendida,
cuando dobla tanteando la almohada y se la pone debajo de la nuca para mirarlo
arrodillado en el suelo frente a ella, despeinado, también él con un brillo de
enajenación e impaciencia en los ojos, quitándole los calcetines y acariciando el
empeine y los talones y la planta y los dedos de los pies, volcándose entre sus
piernas abiertas para desabrocharle el cinturón y bajarle al mismo tiempo los
pantalones y las bragas, levantado, enceguecido entre sus muslos, arrodillado y
erguido sobre ella, con el pelo sobre la frente y la boca mojada, delicado y
hosco, tendiéndose, buscando a ciegas con los dedos la manera de abrirla, pero
ella se niega, tensa y retadora, con las piernas rectas y juntas, le aparta el pelo de
la cara y lo obliga a mirarla, otra vez ha cambiado su cara, se han contraído sus
rasgos como si esperara un golpe de dolor o no pudiera soportar la impaciencia,
aprieta los dientes y el carmín se ha borrado de sus labios, dice su nombre, le
acaricia las sienes, le hunde los dedos en el pelo, mira hacia abajo, en el espacio
entre los dos cuerpos, y curva las rodillas para obligarlo a adelantar las caderas,
lo acomoda, lo conduce, lo atrapa, lo estrecha contra sus senos desbordados, le
aparta el pelo de la frente, le alza los párpados, le toca las sienes percibiendo los
golpes de su sangre, no quiere que deje de mirarla, que cierre los ojos y se
convierta en una sombra jadeante y emboscada en su cuello, quiere reconocer al
hombre con quien estuvo hace dos meses y al adolescente de hace dieciocho
años, huele su aliento y nota en la cara el calor de su respiración y la aspereza de
la barba que él no se afeitó esta mañana, sin conocerlo lo posee como no ha
poseído a ningún hombre y se entrega a él desvaneciéndose en su deseo y en la
rítmica y delicada violencia masculina como si su propio cuerpo fuera una
sustancia blanda, traspasada, líquida, partida en dos, deshecha y luego recobrada,
triunfal, agitándose cada vez más despacio, conmovida y serena.
No se movieron al final: él permaneció tendido sobre ella, todavía dentro de
ella, sin querer desprenderse, desfallecido y tranquilo, regresando poco a poco a
la realidad exterior tan perezosamente como se vuelve del sueño y se ven las
paredes y las cortinas y la luz en la ventana y no se renuncia todavía a
sumergirse unos minutos más en la inconsciencia, ahondaba en ella suavemente,
a un ritmo muy demorado, la halagaba con la persistencia de un deseo
apaciguado pero no extinguido por la satisfacción, convertido ahora en gratitud y
ternura, prolongándose en contracciones fugaces que aún los estremecían a los
dos tan hondamente como si los límites de la piel no los dividieran. Dijo su nuevo
nombre, el verdadero, Nadia, y le pareció al decirlo que sólo ahora estaba
abrazándola y viendo de verdad su cara, limpia de miedo y de dolor, renovada o
rejuvenecida por una certidumbre física de felicidad, con una sonrisa de
complacencia y halago que también ahora estaba viendo por primera vez:
apenas le curvaba los labios, se sugería en las comisuras de su boca y en las
pupilas veladas por las pestañas como la sonrisa de alguien que duerme.
Procuraba no moverse, levantado y atraído por su respiración con la quietud de
un nadador que se abandona a un mar en calma, le acariciaba los costados con
una cautelosa dulzura, al más leve movimiento se saldría de ella. Te tengo presa,
le dijo, sujetando sus muñecas contra la almohada, pero Nadia apretó los muslos
y se enredó a sus pies, soy yo quien te tiene preso a ti y no voy a soltarte, esta
vez no te escaparás: tan fácil todo como si se conocieran desde siempre, como si
no hubiera habido otros hombres ni otras mujeres, noches de soledad y de horror
y caras familiares que se volvían hostiles y desconocidas, horas de asco y
silenciosa tortura y ganas de acabar cuanto antes y de quedarse dormidos y
muertos con sólo cerrar los ojos, aquí mismo, piensa Nadia, todavía no se atreve
a decirlo, en esta cama y en esta misma habitación, tantas veces, empeñándonos
en el suplicio de una tarea imposible, aplastados por años de insatisfacción y
culpabilidad, y de pronto el más desconocido es quien mejor me conoce, quien
sabe cómo y dónde tocarme y en qué instante y qué palabras me excitarán si me
las dice al oído, como si estuviera dentro de mí y averiguara mis deseos justo
cuando surgen, un poco antes, cuando ni siquiera me he atrevido a pensarlos. Lo
vio incorporarse, arrodillado sobre ella, le tomó la cara entre las manos para que
no se fuera, le ordenó el pelo acariciándole la frente, adivinando en sus ojos el
asombro y la seguridad, la gozosa soberbia y la impaciencia de saber. Le dio la
espalda y le pareció más desvalido y alto de lo que él creía, pero no era cierto,
pensaba, es fuerte y no lo sabe. Lo oyó orinar en el cuarto de baño y abrir el
grifo para lavarse la cara y durante unos segundos la alarmó el silencio, sus pies
grandes y descalzos no se oían sobre la moqueta, estaba buscando los cigarrillos
en el comedor, y como sus cinco sentidos se habían aguzado olió el humo del
tabaco antes de que él apareciera de nuevo en el umbral del dormitorio y se
acercara a ella tendiéndole un cigarrillo encendido, mirándola mientras soltaba el
humo entre los labios, a la luz tenue de la lámpara, con una atenta devoción que
la enternecía, las manos en la nuca, la melena extendida, las piernas abiertas, un
pie oscilando a un lado de la cama, los labios rojos e hinchados como los bordes
de una herida entre la sombra del vello, al final de los muslos. Le ofreció el
cigarrillo —era tan pulcro que también se había preocupado de traer un cenicero
— pero no se quedó sentado junto a ella, se atravesó sobre la cama, le separó un
poco más las piernas acariciando sus tobillos y los dedos de sus pies, le besó las
rodillas y el interior suave de los muslos y fue subiendo despacio, dejándole en la
piel un rastro de saliva, le apartó el vello, cuidadosamente, con determinación y
lentitud, y entonces empezó a besarla exactamente igual que si besara su boca,
hundiéndole la lengua, moviéndola en ondulaciones circulares, arriba y abajo,
respiraba por la nariz, retrocedía para recobrar el aliento o quitarse un pelo de los
labios y la miraba sonriendo, con la cara entusiasta y mojada, la veía fumar
entornando los ojos, la horadaba, la olía, su carne rosa se dilataba y contraía
como un corazón, cerró los ojos y respiró ella también con la boca abierta y el
cigarrillo se le desprendió de los dedos, y mientras las manos de él subían para
cerrarse alrededor de sus pechos las suyas descendieron y le acariciaron el
desorden del pelo, la frente, las aletas trémulas de la nariz, buscaron su lengua y
las comisuras de la boca y casi no podían distinguirlas del vientre y del vello
empapado en el que se sumergían a un ritmo cada vez más sofocado y veloz, se
abrió ella misma más aún, hasta sentir dolor en las junturas de los huesos, más
allá del ofrecimiento y la vergüenza, sin saber a quién de los dos pertenecían los
labios que estaba acariciando, la respiración y las palabras que escuchaba, la
gradual ebriedad que los arrebataba y los hacía aplastarse el uno contra el otro
como para no perder un asidero en el delirio, los sudores y secreciones y olores
que envolvían y lubricaban sus miembros igualándolos en un desfallecimiento
fervoroso y común.
Al besarse de nuevo cada uno descubrió su propio sabor desconocido en la
boca del otro. Casi no se atrevían a mirarse a los ojos, se trataban con una atenta
delicadeza conyugal, como si cada gesto que hacían contuviera una experiencia
compartida de años, la manera de doblar la almohada, de dejar sitio al otro
cuerpo para que se acomodara de costado, de entreabrir las rodillas para acoger
una pierna entre los muslos, la precaución de subir el embozo hasta los hombros
y de buscar a tientas una mano que se abrazase a la cintura. Cobijado en su
cuello, rozándole con los labios la nuca, entre el pelo rizado, Manuel miraba de
soslayo la habitación, en la que hasta ahora no se había fijado, las paredes
blancas sin cuadros, las cortinas cerradas, la mesa de noche donde había un
despertador digital que señalaba las cuatro y treinta y nueve. Pensó que esa
misma hora se repetiría en todos los relojes del aeropuerto Kennedy como un
signo de despedida y premura. Como si una parte de él no hubiese encontrado a
Nadia se veía en un taxi cruzando bajo el cielo gris y la nieve los descampados
industriales y las barriadas sórdidas de Queens, mirando con alarma el reloj y
descubriendo a lo lejos las primeras terminales aisladas de las compañías aéreas,
aproximándose con su maleta y su bolsa al mostrador de Iberia, casi desierto,
como los pasillos y las escaleras mecánicas, porque era posible que empezara
muy pronto una guerra y sólo unos pocos insensatos se atrevían a viajar en avión.
Pero no iba a usar ese billete, no tenía prisa ni miedo a llegar tarde a ninguna
parte, lo iba ganando una densa y apacible fatiga en la que no había ni un residuo
de angustia, como en los tiempos en que no necesitaba cápsulas de valium para
dormir, se abrazaba desnudo, bajo el edredón liviano y cálido, a la espalda y a
las caderas de una mujer a quien apenas conocía, en una casa extraña donde
había notado, desde que llegó, hacía menos de dos horas, un aire de
provisionalidad que la volvía más hospitalaria, igual que a ella, Nadia, que era
más suya y más desconocida y nueva que ninguna otra mujer con la que hubiera
estado hasta entonces y sabía cosas que él nunca le contó a nadie, que ni siquiera
recordaba. Oía el ruido permanente y lejano del tráfico en las avenidas y no
tenía conciencia de estar en Nueva York, en la misma ciudad por la que había
caminado solo unas horas antes, deteniéndose más de una vez en la esquina de
Lexington y la Cincuenta y uno, a un paso del lugar donde estaba ahora mismo,
tan lejano entonces como el polo sur, como la orilla brumosa del lago Michigan y
los corredores alfombrados del Homestead Hotel. No sé dónde estoy ni quién
eres, ni siquiera sé quién soy yo mismo, ni qué hora es, ni si es de día o de noche,
ni qué va a ser de mi vida mañana, pero me da igual, no quiero saber nada,
quiero quedarme abrazado a ti y esperar que me hables, quiero cerrar los ojos y
dormirme sin esperanza ni angustia y comprobar al despertarme que no he
estado soñando. Nunca me he sentido más definitivamente lejos que ahora,
nunca he reposado como ahora mismo en el centro de mi vida, en la soledad y el
vacío, en una isla como aquellas donde deseaba perderme a los catorce años. En
Mágina son las once de la noche, mis abuelos dormitan en el sofá, mi padre lleva
dos horas acostado, porque mañana es sábado y tendrá que levantarse a las
cuatro, mi madre hace punto y mira una película en la televisión o se ha puesto
las gafas de cerca e intenta leer un libro silabeando en voz baja, como si rezara.
Nadia lo oye respirar, percibe en la nuca la regularidad de su aliento y se
desprende cautelosamente de él para no despertarlo, se sienta en la cama,
echándose el pelo con la mano detrás de las orejas, lo ve dormir y le cubre los
hombros, se ciñe a la cintura una bata de seda estampada y va descalza a la
cocina para beber un vaso de agua, sigue nevando en el patio interior y la nieve
ha traído en el anochecer fosforescente un silencio que borra la ciudad igual que
las nubes bajas ocultan los pináculos de los rascacielos y las distancias del East
River y de las avenidas. Se sonríe en el espejo del cuarto de baño, examina sin
disgusto la palidez de su cara, gastada por el amor, humedece la punta de una
toalla para limpiarse del mentón un rastro de carmín y de semen. Se le ha abierto
la bata y sus pechos sueltos y blancos oscilan mientras se lava los dientes, se pinta
los labios y los frunce como en una burla fugaz de sí misma, y luego corrige con
el dedo índice la línea roja de carmín, vuelve al dormitorio, le dan ganas de
acostarse calladamente junto a él pero teme despertarlo, duerme abrazado a la
almohada, encogido, duerme como ella no ha visto dormir a nadie, paladeando el
sueño, con una placidez en la cara que lo hace parecer mucho más joven, se
sienta a su lado, en el filo de la cama, aspira el olor caliente de su respiración y
de todo su cuerpo abandonado pero no se decide a besarlo, la enternecen sus
rudas botas en el suelo, sus dos pares de calcetines de lana, los pantalones del
pijama que se quitó con tanta vergüenza, habla dormido, ha dicho una o dos
palabras en español que ella no entiende, le gusta tanto mirarlo que se pone en
guardia contra su propia ternura y su resolución, pero sintió lo mismo la primera
noche, en Madrid, cuando caminaban hacia el ascensor y pensaba con alarma
que tal vez él no se atrevería a invitarla, cuando entró en su habitación y se quitó
las botas en la cama sabiendo que cualquier cosa que pudiera ocurrir ya era
irreparable, lo deseaba tanto que se ofrecía sin defensa a la maravilla o a la
decepción, a la probable miseria del azar, porque iba a acostarse con un
desconocido y acallaba temerariamente no sólo la cobardía y el recelo, sino
también el sordo chantaje de la experiencia y el dolor. Repara entonces en el
baúl todavía cerrado, en el cilindro de cartón, se acuerda del sótano de la
residencia de ancianos y de la antipática empleada de uniforme que le hizo
firmar un recibo después del entierro, hace sólo dos días, ya de noche, cuando
volvió del cementerio y empezaba a nevar, pensó en su padre recién sepultado
bajo la tierra húmeda y oscura y tuvo el sentimiento culpable de que lo
abandonaba, era la primera noche que él iba a pasar en la muerte.
Se quedó mirando su ropa colgada tras una cortina de plástico y alguien le
sugirió que podía donarla a una institución benéfica, los dos trajes, el pijama, las
zapatillas de un muerto, era una profanación pero también un alivio, le dieron
fríamente el pésame mientras le presentaban formularios, la acompañaron al
sótano, cuando su padre vino aquí no traía casi nada, le advirtieron, nada más que
un baúl y aquel largo cilindro con tapas metálicas, hizo que se los enviaran al
albergue donde había dormido las dos últimas semanas, a unas calles de distancia
del pabellón donde él estaba muriéndose, en un suburbio de New Jersey. Había
pensado volver esa misma noche a Nueva York pero le pareció una deslealtad: se
quedó en su habitación con el suelo de madera, vigas pintadas y visillos,
recostada en la cama, incapaz de llorar, procurando no imaginarse el cuerpo solo
y encerrado en el espacio hueco del ataúd, acordándose del modo en que él la
miraba y le sonreía, de la presión de sus dedos en las muñecas, todavía la notaba.
Se durmió un poco antes del amanecer y la despertó el frío, no había apagado la
luz ni se había desnudado, y tardó unos segundos en recordar que su padre estaba
muerto: una pequeña lápida con un nombre español y dos fechas lacónicas en el
césped nevado de un cementerio norteamericano, un cilindro donde se
guardaban un grabado y algunos diplomas militares expedidos hacía más de
medio siglo y un baúl lleno de fotografías que su padre tal vez nunca abrió, que
trajo consigo al regresar de España por la única razón de que había dado su
palabra de custodiarlo. Sonríe al pensar en él, reconciliada y absuelta, agradecida
a la entereza de la que nunca abdicó, desamparada y sola por su muerte tan
próxima, acogida a su sombra como cuando era niña y levantaba los ojos para
admirar su estatura.
No tiene remordimientos, no se siente culpable por haber corrido en busca de
Manuel y estar deseándolo ahora mismo de nuevo mientras lo ve dormir, a los
dos días de que su padre haya muerto, se alarma retrospectivamente al pensar
que ha estado a punto de no encontrarlo. Cediendo a una tentación dolorosa
destapa el cilindro y extrae de él los diplomas, atados con cintas rojas, amarillas
y moradas, pero no llega a deshacer los nudos, vuelve a guardarlos intactos con
un escrúpulo de profanación y luego extiende sobre sus rodillas el grabado del
jinete polaco, no lo veía desde que ella y su padre se marcharon de la casa de
Mágina: se acuerda del jardín que nunca llegaron a cuidar, de los gatos que huían
entre la maleza, mira la cara indiferente y joven del jinete y le parece ver en
ella un helado desafío que siempre le dio miedo, una solitaria determinación en la
que ahora adivina el retrato espiritual de su padre: como si el grabado estuviera
cubierto por una lámina de vidrio y viera reflejada en ella, fundida a la efigie del
hombre a caballo y a la colina que hay tras él, la cara ya muerta y todavía
vigorosa y severa del comandante Galaz. Llora sin darse cuenta al principio,
viendo el grabado y la luz del dormitorio escarchados por las lágrimas, pero es un
llanto sin duelo, que no le oprime el pecho ni le sofoca la garganta, tan silencioso
y asiduo como la caída de la nieve, un acceso de compasión, de plenitud y
nostalgia al que ahora puede abandonarse porque nadie la mira. En silencio,
limpiándose la nariz y los ojos con un pañuelo de papel, cautelosa y enérgica,
arrastra el baúl fuera del dormitorio, ya es de noche en la calle y se escuchan a
ráfagas sirenas de bomberos o de policías, se arrodilla y levanta la tapa y lo
primero que ve es una Biblia muy grande forrada de cuero negro que tiene entre
las páginas la foto de una mujer como del siglo pasado, con el pelo negro, los
pómulos anchos y los ojos rasgados y largos, se acuerda después de mucho
tiempo de aquel hombre gordo y manso que visitaba todas las tardes a su padre
en el chalet de Mágina y de las historias que contaba, Ramiro, ése era su nombre,
lee al azar en las páginas donde estaba la foto,
aparta tus ojos de delante de mí,
porque ellos me vencieron
. Piensa que algunos objetos, como algunas personas,
son empujados a un largo destino de peregrinación, y que también sufren
desarraigo y merecen lealtad. Cuántas manos antes que las suyas han tocado y
leído esa Biblia, en cuántos lugares ha estado ese baúl antes de llegar aquí, quién
miró la cara de esa mujer cuando todavía estaba viva y era joven y copió para
ella el fragmento del Cantar de los Cantares que según le dijo Ramiro Retratista
al comandante Galaz estaba oculto bajo el escote de su vestido. Vuelve a guardar
la foto entre las páginas del libro, ha escuchado algo, no la voz de Manuel, ni sus
pasos, sino tal vez un cambio en su manera de respirar, lo percibe todo con una
agudeza muy parecida a la adivinación, con una claridad instantánea, los sonidos,
los olores, incluso el tacto de su piel y las oleadas de su sangre, como si se
hubiera despertado de una anestesia o despojado de un velo que durante años le
amortiguó los sentidos. Desde el umbral del dormitorio, con los brazos cruzados y
la bata suelta, la cabeza inclinada, echándose el pelo hacia atrás con los dedos, lo
mira sin que él la haya visto aún, está sentado en el borde de la cama, desnudo,
con cara de pereza y asombro, sostiene abierto sobre las rodillas el grabado del
jinete, no la ha oído entrar pero alza los ojos trasladando hacia ella una
apremiante interrogación sin palabras cuya respuesta busca en vano en su propia
memoria y parece decirle, no entiendo nada, me rindo, cuéntame quién soy.
N
O TE DESESPERES INTENTÁNDOLO
, dijo Nadia, no puedes acordarte, ni
siquiera te acordabas al día siguiente, el lunes por la noche, cuando fui en tu
busca al mercado porque me habías dicho a qué hora llevarías la hortaliza en la
yegua de tu padre y yo tenía muchas ganas de verte. Ibas muy raro, te vi cruzar
entre los coches tirando de las riendas de la yegua, con unos pantalones viejos y
un sombrero de paja, te esperé en la acera imaginando la cara de sorpresa que
pondrías cuando te encontraras conmigo, pero me miraste al llegar frente a mí y
no dijiste nada, como si no me conocieras, y pasaste de largo con la cabeza baja,
me quedé tan sorprendida que no pude reaccionar, no te acordabas de nada, ni
siquiera parecías el mismo, me miraste igual que si no me hubieras visto nunca, o
a lo mejor era que te avergonzabas de lo que había ocurrido, de la borrachera y
el hachís y de todas las cosas que me dijiste. Fui un rato detrás de ti y hasta creo
que te llamé, pero me veía ridícula, casi tan ridícula y tan humillada como
cuando José Manuel me dijo unos días antes que seguía queriéndome y que no
me olvidaría nunca, pero que iba a dejarme. Si tú vas a dejarme alguna vez por
favor no me digas nada de eso, no digas que es mejor para los dos y que has
sufrido mucho hasta decidirte, o que no me olvidarás, o que a pesar de todo a los
dos nos quedará un buen recuerdo, di simplemente que te vas y no expliques
nada ni tardes más de dos minutos en salir por la puerta, no me mires con cara de
compasión, ni de tortura ni de sacrificio, vete y no vuelvas, líate con otra o hazte
fraile o pégate un tiro pero no aparezcas nunca más delante de mí. Tardé muchos
años en entender lo que te había ocurrido, y lo entendí aquí mismo, en esta casa,
una mañana espantosa del invierno pasado, me desperté con resaca y con ganas
de vomitar y cuando fui al cuarto de baño había alguien que yo no conocía, un
hombre que se estaba afeitando tranquilamente con una toalla atada a la cintura,
con una cuchilla y un bote de espuma que mi marido no se había llevado cuando
nos separamos, tan fresco, recién duchado, como si estuviera en su propia casa.
Me sonrió al verme igual que en esos anuncios de colonias masculinas, yo no
podía creérmelo, me dieron ganas de ponerme a gritar o de llamar a la policía,
pero si ese hombre estaba aquí era porque yo lo había traído, me hablaba con la
cara llena de espuma y me preguntaba si me sentía mejor, y yo sin entender
nada, disimulando, me acordé entonces de golpe de la noche anterior, había ido a
una fiesta con Sonny, el fotógrafo que tú conociste en Madrid, en esa época, los
fines de semana, cuando no tenía conmigo a mi hijo, iba a cualquier parte y casi
con cualquiera para no quedarme sentada en el sofá y mirando la pared, y ese
hombre estaba allí, me lo presentó un amigo de Sonny, bebimos cócteles y por
algún motivo acepté irme de la fiesta con él y acompañarlo a un bar de la
Segunda Avenida, me iba acordando en oleadas, a rachas, mientras seguía
parada en la puerta del baño y lo miraba con una expresión que a él le parecería
de arrobo: habíamos subido en taxi desde el East Village y los cócteles
empezaban a hacerme efecto, le había dado dos o tres caladas a un porro de
marihuana, y en aquel sitio continuamos bebiendo, me acordé de que estaba
vacío y de que una pareja cantaba sobre un pequeño escenario, unos
hippies
limpios y bastante patéticos, él tocaba la guitarra y ella batía las palmas mientras
cantaban
California Dreamin’
como si tuvieran delante a una muchedumbre de
colgados de Woodstock, y cuando terminaron y les aplaudimos se doblaban por la
cintura, nos quedamos hasta el final porque me daban lástima. Seguramente dije
luego que me retiraba y él se ofreció a acompañarme, estábamos muy cerca de
aquí, pero no sé quién de los dos tomó al final la iniciativa: el caso es que a las
diez de la mañana yo me estaba muriendo de resaca y me arrepentía
rabiosamente de algo que no recordaba, y él feliz, con una cara insultante de
vanidad satisfecha, interesándose por mi salud, afeitándose con la cuchilla y la
espuma de otro, aunque eso sí, me di cuenta, había escogido una cuchilla sin usar,
el precinto de plástico estaba junto al grifo, y seguro que había traído sus propios
preservativos, cuando se marchó vi un envoltorio en la mesa de noche y me
sentó como si hubiera visto una cucaracha, un seductor profiláctico, eso era, lo
miraba vestirse y no podía perdonarme a mí misma, aludía a cosas de las que
probablemente habíamos hablado la noche anterior y yo hacía como que me
acordaba, por mantener la dignidad, y antes de irse me dejó una tarjeta y me dio
un golpecito en la barbilla, así, con las puntas de los dedos, como para animarme,
qué cara me vería, y hasta me hizo un guiño, dijo que a pesar de todo había sido
una noche maravillosa, a pesar de qué. Pero por lo menos se había ido, yo creo
que nunca he agradecido más la soledad, tiré el envoltorio del condón a la basura,
y también el bote de espuma y la cuchilla, vacié los ceniceros, aunque era
invierno abrí de par en par las ventanas, quité las sábanas de la cama y las metí
en la lavadora con mi ropa de la noche anterior, que olía a bar y a tabaco, me
preparé un baño muy caliente y me quedé una hora en el agua, casi agradecía la
amnesia, aunque me alarmaba mucho, porque ya me había ocurrido otras veces,
pero no de ese modo, no hasta el punto de perder una noche entera. Y entonces
me acordé de ti, me acordaba siempre que estaba desesperada, y entendí con un
retraso de quince o dieciséis años lo que te había ocurrido, hasta me culpé un
poco por haber sido injusta contigo. Te parecerá mentira, pero en todos estos años
nunca he llegado a olvidarte, he vivido unas veces en América y otras en España,
me he enamorado de cuatro o cinco hombres, he trabajado en los oficios más
raros, me he casado y me he divorciado, he parido un hijo, no he vuelto a ir a
Mágina, pero yo creo que no ha habido nadie de quien yo me acordara más que
de ti, ni siquiera mi padre. Cuando fui a visitarlo y me vio rubia puso una cara
muy seria y me dijo, antes de morirme quiero ver el color de tu pelo, y esa
misma tarde, en cuanto llegué al albergue me lo desteñí. Si vieras cómo me
sonrió a la mañana siguiente, le subí la cabecera de la cama, le puse las
almohadas debajo de la nunca, me senté junto a él y me acarició el pelo sin
decirme nada, tenía ochenta y siete años y estaba tan lúcido como un hombre
mucho más joven, sabía que se iba a morir y no le importaba. Quiso ver a mi
hijo y yo se lo llevé, sin que su padre se enterara, lo tuve que engañar, porque
Bob, mi exmarido, consideraba que la agonía de su abuelo materno podía ser una
experiencia traumática para el niño, así que le dije por teléfono que mi padre se
había recuperado, me cité con él en la pista de patinaje del Rockefeller Center, y
en cuanto me quedé sola con mi hijo me lo llevé en taxi a New Jersey para que
viera a su abuelo. Estuvo encantado todo el tiempo, una enfermera le dio un
juguete pedagógico al que no le hizo ningún caso y se pasó la tarde oyendo los
cuentos españoles que mi padre me había contado a mí de pequeña y tratando de
girar la manivela que levantaba la cama.
Pero siempre hago lo mismo, me pongo a hablar y se me va el hilo de lo que
estaba diciendo, no como tú, que hablas en línea recta, cuando hablas, te quedas
callado y me parece que te burlas de mí, o que no acabas de creerte lo que te
estoy contando. Me acordaba de ti, estaba tan segura de que no te vería nunca
más que cuando viajaba a España ni siquiera se me ocurría ir a Mágina para
buscarte, pero volvías por sorpresa, en las situaciones más absurdas o en las más
dolorosas me parecía verte, o si escuchaba esa canción de Carole King que te
puse en mi casa, y que te emocionó tanto porque entendías toda la letra,
You’ve
got a friend
, ¿tampoco te acuerdas? Me dijiste que estaba en la máquina del
Martos. Me hablabas en inglés, en un inglés de Mágina, muy rápido pero muy
chocante, para entenderte yo tenía que pensar en español, hacías frases copiadas
de las canciones de los discos, y como eras tan educado usaste el título de una
canción de los Beatles para pedirme que te cogiera la mano:
I wanna hold your
hand
. Íbamos por el parque Vandelvira, tú te apoyabas en mí, tenías escalofríos,
trasudabas ginebra, te daban en la cara las luces de la fuente luminosa y estabas
más pálido que un muerto, yo te sostenía para que no te cayeras. Te habrías
caído a mis pies si no te hubieras apoyado en mí cuando nos encontramos, en la
acera del instituto, yo te había visto cruzar la calle dando tumbos, y como estaba
oscuro me dio miedo porque me pensé que serías uno de aquellos borrachos que
había entonces en Mágina, pero me detuve y te reconocí, con la de veces que te
había visto por la calle Nueva o cerca de mi casa, en la colonia del Carmen,
buscando a aquella chica de la que me estuviste hablando dos horas, la que te
había engañado, decías, rompías a llorar y te limpiabas los mocos con la mano,
hablabas de ella como un cantor de tangos y eras completamente ridículo, pero
yo era tan ridícula como tú, a mí también me habían despreciado, y si no me dio
por beber no fue porque no creyera que sería lo más adecuado, sino porque
entonces, lo mismo que ahora, no soportaba el gusto del alcohol ni el olor que
queda en las habitaciones donde se ha bebido, me da miedo su poder sobre la
voluntad y el daño que le hace a la memoria. En la casa de Mágina me levantaba
por las mañanas y desde el pasillo percibía con asco el olor del coñac que había
quedado en la copa de mi padre. Cuando volví de la comisaría y me lo encontré
esperándome a las cuatro de la mañana junto a la verja del jardín lo primero que
noté al abrazarlo fue el alcohol de su aliento. Luego he bebido muchas veces y
me he emborrachado hasta perder la memoria o ponerme enferma pero
siempre lo he hecho como si me impusiera un castigo, porque no quería recordar
ni vivir. Como dicen en España, en el pecado llevaba la penitencia. Eso se lo oí
por primera vez a unas mujeres que contaban chismes en una tienda de Mágina.
Durante algún tiempo bebí por la única razón de que Bob lo encontraba
reprobable. Él no bebe ni fuma. Bebe café o agua mineral en las comidas. Un
poco antes de que nos separáramos le dije una frase que según me había contado
Sonny es de Baudelaire: «El hombre que sólo bebe agua oculta algún secreto a
sus semejantes». Se quedó de piedra. De piedra pómez. Miró de soslayo al niño
como si temiera que mis palabras fuesen a provocarle una deformación
monstruosa en la cara. «Si alguien oculta un secreto eres tú». Eso me dijo, tragó
un sorbo de agua con un sonido discreto y repugnante y dejó sobre el mantel el
tenedor y el cuchillo, como si se preparara heroicamente para recibir una
confesión vergonzosa. Cómo puede odiar uno tanto a quien ha querido, cómo es
posible que la persona más próxima sea también la más extraña. Lo miraba y no
comprendía cómo pude haberme casado con él, peor aún, cómo pude
engañarme a mí misma hasta el punto de creer que estaba enamorada y de que
quería un hijo suyo. Pero qué desastre, no sé lo que he hecho con mi vida, lo que
he estado a punto de hacer. Volví de España hace dos meses y me estaba
esperando en el aeropuerto con un ramo de flores y con el niño de la mano.
Quería una segunda oportunidad: quería salvar nuestro matrimonio, como dicen
en los consultorios de la televisión. Y soy tan débil o tan estúpida que de no haber
sido por ti lo habría aceptado sabiendo que era un nuevo error. Me chantajeaba,
no con crudeza sino muy suavemente, muy bondadosamente, con su mejor
intención: no lo hagas por mí si no quieres, me decía, y me lo sigue diciendo cada
vez que habla conmigo, hazlo por nuestro hijo, y yo me sentía tan culpable que se
me desbarataban todas las decisiones que tanto trabajo me había costado tomar,
me rehacía poco a poco, recobraba mi vida, iba saliendo del aturdimiento de los
años perdidos con él, me gustaba vivir sola con mi hijo, pero los viernes por la
tarde, cuando él venía a recogerlo y se derrumbaba en el sofá con cara de
víctima y sin despegar los labios, todo volvía a ser igual, el remordimiento, la
sensación de haber caído otra vez en una tela de araña que seguía asfixiándome
aunque yo manoteara para desprenderme de ella, y si no me rendía era por pura
obstinación, no contra él, sino contra mí misma, contra la certeza agobiante de
que estaba haciéndole una canallada y permitiéndome el antojo de vivir sola a
costa de su desgracia. Me preguntaba, dime qué te he hecho yo, dime en qué me
he equivocado, casi suplicándome, y yo no podía darle una respuesta consistente,
porque el mal o la equivocación no estaban en él, sino en mí, él se había limitado
a actuar de acuerdo con sus principios y su carácter, y cuando acepté casarme
yo sabía exactamente cómo era y por qué nunca me acabaría de gustar. Estaba
tan enamorado y confiaba tanto en mí que yo casi logré convencerme de que
también lo quería. Él no tenía la culpa de no ser un amante que me trastornara.
Nos deseábamos, pero no con locura, y a mí el deseo me importaba mucho más
que a él. Era bondadoso, era atractivo, era honesto, compartíamos la mayor
parte de nuestras opiniones y de nuestros gustos, pero había algo inconciliable
entre nosotros, yo lo notaba y él no, y fui tan desleal o tan cobarde que no se lo
advertí, era una insatisfacción sin motivo que se volvía más oculta y más amarga
con el tiempo, una especie de despecho mezquino, no por algo que él hiciera sino
por lo que no hacía, una irritación que se cebaba en cualquier detalle de su
manera de hablar o de moverse, en pequeñas manías personales que no tenían
nada de ofensivo, pero que me desagradaban como insultos. Algunas veces lo
engañé. Pero volvía a casa por la noche y lo encontraba dándole la cena al niño
y me moría de vergüenza al ver con qué naturalidad se creía el embuste que yo
había inventado para justificar mi retraso. Era tan íntegro y tan feliz que no podía
imaginarse que yo lo engañara. Pero no es un crimen no querer a alguien. Me ha
costado años atroces aprender que el único delito es fingir y callar mientras
crece el infierno, ese silencio al acostarse cada noche, ese horror de estar
sentados en el sofá y hacer de vez en cuando comentarios sobre una película y
pasar días enteros sin mirarse a los ojos, ni siquiera en la cama, ni en el cuarto de
baño si se coincide en él para lavarse los dientes, un sentimiento de resignación y
fatalidad que se reproduce dentro de uno como un cáncer, una desgana de vivir
que es más venenosa porque no altera la superficie de las apariencias, no ocurre
nunca nada malo, nadie grita, no hay lágrimas ni acusaciones rencorosas, nada
más que silencio o palabras comunes, se pone uno el pijama, se lava los dientes,
va al dormitorio del niño por si se ha destapado, conecta el despertador mientras
el otro se mueve como una sombra o dice algo o bosteza, ocupa su lado de la
cama, incluso puede que haya un beso de buenas noches y una sonrisa antes de
apagar la luz, o que en la oscuridad se anime un simulacro de deseo, los dos
callados y jadeando sin verse las caras, por fin el alivio de cerrar los ojos y no
tener que decir nada, quedarse quieto y encogido y respirar como si ya se
estuviera durmiendo.
Cuando peor me sentía me acordaba de ti. Calculaba tu edad, porque me
habías dicho que te faltaban seis meses para cumplir dieciocho años, me
preguntaba qué aspecto tendrías, si estarías gordo o calvo, si te habrías casado, si
habrías sido capaz de llevar a cabo todos los propósitos que me contaste aquella
noche: pensaba en los míos de entonces y estaba segura de que tú también los
habrías abandonado. Me repetiste un verso de una canción de Jim Morrison:
queremos el mundo y lo queremos ahora. Querías irte de Mágina y no volver
nunca. Me pediste que te contara cómo era Nueva York y qué se sentía al volar
de noche sobre el Atlántico. Tú no habías visto el mar y ni siquiera habías viajado
en tren. Tenías diecisiete años, sólo habías salido de Mágina para ir a la capital de
la provincia, no habías besado a ninguna mujer. Yo fui la primera que besaste. No
sabías hacerlo, apretabas la boca cerrada contra la mía y respirabas muy fuerte.
No me mires así, es verdad lo que te estoy contando. Venías por el corredor del
palacio de Congresos con los mismos andares que cuando te acercaste a mí en la
acera del instituto. Me acuerdo hasta del nombre de la calle: avenida de Ramón y
Cajal. Por un momento pensé que tú también me habías reconocido, porque me
mirabas muy fijo, pero cuando llegué frente a ti desviaste los ojos. Aquella
noche, al verme, procurabas caminar erguido, pero se te notaba desde lejos que
no podías mantenerte en pie. Estabas muy despeinado, te brillaban mucho las
pupilas, llevabas un cigarrillo apagado en la boca. Acababan de dar las doce y no
había en la calle nadie más que nosotros. Venías hacia mí al mismo paso que yo,
íbamos a cruzarnos como otras veces, casi rozándonos, sin que tú me miraras. Te
quedaste quieto y yo también me detuve. Ni se me había ocurrido hablarte. Vi
que te apoyabas en una farola y que estabas muy pálido y me dio lástima de ti.
Llevabas los faldones de la camisa fuera del pantalón y el sudor te brillaba en la
cara. Me acerqué a ti sin pensarlo, te pregunté si te pasaba algo y si podía
ayudarte. Fuiste a hablar y el cigarrillo se te cayó de la boca. No era lástima lo
que sentía, sino compasión, porque yo también estaba desesperada esa noche y
me veía reflejada en ti. Era la primera vez que me mirabas a los ojos, pero yo
creo que no reparabas en mi cara ni comprendías mi presencia. Me pasé uno de
tus brazos por los hombros y estreché tu cintura: pesabas mucho, te daban
escalofríos, no te podías sostener en pie. Olías a ginebra, pero por el brillo de tus
pupilas y la expresión floja de tu boca me di cuenta de que también habías
fumado hachís. Intentabas hablar y se te enredaba la lengua, repetías un nombre.
Conseguí llevarte hasta el parque Vandelvira y te senté en un banco junto a la
fuente luminosa. Me pedías que te dejara, te quedabas mirándome con los ojos
vidriosos y me preguntabas en inglés quién era yo. Apoyabas los codos en las
rodillas y la cabeza se te descolgaba poco a poco hacia el suelo, ibas a vomitar.
Mojé mi pañuelo en la fuente y te lo pasé por la cara: lo lamías con la boca
abierta, me lamías las manos, pero te daban arcadas otra vez y yo te empujaba
hacia adelante y te sostenía la cabeza para que no te vomitaras encima. Tardaste
muchísimo en lograrlo, te quejabas, me apretabas contra tu cara la mano en la
que tenía el pañuelo, y al final te quedaste gimiendo con la cabeza caída y yo te
limpié un hilo de baba que te seguía colgando de la boca. Hice que levantaras la
cabeza, volví a empapar el pañuelo para mojarte la cara y estuve abrazada a ti
hasta que dejaste de temblar. Dijiste que no podías volver a tu casa, que no tenías
la llave, que no te acordabas del camino. Mirabas a tu alrededor como si te
hubieras despertado en una ciudad que no conocías. Hablabas muy bajo y muy
seguido, medio delirando, y cuando te propuse que fueras a mi casa respondiste
que no moviendo mucho la cabeza, estabas obsesionado con lo tarde que era,
pero tampoco querías ir a la tuya porque tendrías que despertar a tus padres. Te
ayudé a levantarte, ya te sostenías mucho mejor, te pasé el brazo por la cintura y
me gustó la fuerza con que me estrechabas, me decías que nunca habías
abrazado por la calle a una mujer, ni por la calle ni en ningún otro sitio, y me
apretabas la cadera con una mano muy abierta, ya no me preguntabas que
adónde íbamos, te dejabas llevar, muy dócil, borracho perdido, atontado por el
hachís, con las pupilas muy dilatadas y una sonrisa como de estar soñando lo que
veías y lo que me contabas en ese inglés tan raro que estaba hecho de zurcidos de
canciones. Decías algo y se te olvidaba en seguida, dos o tres veces me
preguntaste mi nombre, lo repetías como si te gustara mucho, me dijiste que me
llamaba igual que la novia de Miguel Strogoff y a continuación empezaste a
contarme el libro, pero se te olvidaba el argumento, decías que las palabras eran
un hilo y que si dejabas de hablar el hilo se rompería y se te borrarían todas de la
memoria, por eso hablabas tan rápido, tan angustiosamente, y era inútil pedirte
que repitieras algo que yo no había entendido porque ya no te acordabas. Te llevé
a mi casa, pero no querías pasar del vestíbulo, te daba mucha vergüenza y otra
vez te volvía a obsesionar lo tarde que era, te hice entrar de la mano, te dejé
sentado en el sofá mientras iba al dormitorio de mi padre, que ya tenía apagada
la luz, pero que seguramente estaba todavía despierto. Cuando volví al comedor
tú mirabas el grabado del jinete, decías que era Miguel Strogoff, y luego que te
recordaba a los jinetes en la tormenta de Jim Morrison. Puse muy bajo un disco
de Carole King y preparé café, y mientras lo bebíamos tú seguiste hablando, me
contaste tu vida entera, lo que acababa de pasarte esa noche, lo que querías hacer
cuando te marcharas de Mágina, hablabas con una mezcla de candidez y
temeridad y de miedo y orgullo que yo no había encontrado en nadie y que
después tampoco he vuelto a encontrar. No sabías nada y querías saberlo todo, no
habías estado en ninguna parte y me hablabas de ciudades y países a los que
querías ir como si ya hubieras regresado de ellos, no habías tocado a ninguna
mujer y se te notaba en los ojos una predisposición para el deseo que era la
misma de ahora, sólo que más escondida y más torpe. Ya no me rehuías la
mirada, estábamos sentados en el sofá oyendo a Carole King y te quedaste
callado, vi que tragabas saliva, que sin darte cuenta te ibas inclinando hacia mí,
pero no sabías besar, yo te pasaba la lengua por los labios y tú no los separabas,
me rozabas la blusa y no te atrevías a apretarme las tetas, yo tuve que empujarte
con mis manos para que lo hicieras, y pensaba mientras tanto, estás loca, mi
padre podía salir del dormitorio y sorprendernos, pero en ese instante me daba
igual, no era excitación lo que sentía, sino una dulzura muy tranquila y al mismo
tiempo llena de extrañeza, como la que me provocaban entonces algunas
canciones, como si estando contigo no tuviera la obligación de fingir ni de temer
nada. Te apartabas de mí para mirarme, pero volvías a encontrarte mal, era otra
de esas oleadas angustiosas del hachís, de pronto parecías verme muy lejos,
respirabas con la boca entreabierta, te tranquilizabas acariciándome la cara y el
pelo.
Eran más de las cuatro cuando pasamos por la plaza del General Orduña
camino de tu casa. Cruzamos abrazados toda la ciudad, yo recostaba la cabeza en
tu hombro y te hacía preguntas sobre tu vida y sobre tu familia, te pedía que me
explicaras cosas del trabajo en el campo, pero de eso no querías hablarme, te
quedabas serio y cambiabas de conversación. En la esquina de aquel palacio que
tenía cabezas de monstruos o de pájaros en los aleros me dijiste que te dejara
solo. Qué miedo tenías, estabas muy pálido otra vez, apretabas las mandíbulas y
te mordías los labios. Casi no me besaste, parecía que te daba vergüenza
mirarme, me volviste la espalda y fuiste andando hacia tu casa muy cerca de las
paredes. Tropezabas, estuviste a punto de caerte. Yo seguí esperando hasta que te
vi decirme adiós: eso fue todo. Al otro día ya no me conociste. Me acordaba de
esa noche y era como si hubiera ocurrido hacía mucho tiempo, o como si la
hubiera soñado. Pero yo nunca he tenido sueños así. Mi padre y yo nos
marchamos de Mágina a principios de julio. Él quería volverse a América, pero
yo no. En Madrid encontré trabajo en una agencia de viajes. Mi madre me había
dejado en su testamento unos miles de dólares. Para nosotros la vida en Madrid
era entonces mucho más barata que en Nueva York, pero mi padre no quería
quedarse. Me dijo que ya no soportaba España, que había tardado demasiado
tiempo en volver. Todo lo irritaba, compraba un periódico y lo tiraba en seguida
en una papelera, si yo ponía la televisión para ver las noticias se marchaba, decía
que se estaba convirtiendo en un viejo intratable y me pedía que lo disculpara, y
es verdad que ya no era el mismo de un año antes. Pero yo me negaba a aceptar
que en el fondo prefería que me dejara sola. El día que mataron a Carrero
Blanco tuvimos por primera vez una discusión a gritos: no me permitió que
saliera a la calle. No aprendes, me decía, no te das cuenta de lo que pasa en
España, no sabes que cualquiera de esos desalmados puede dispararte un tiro.
Pero yo me quedé y él se marchó. Vendió la casa de Queens y se fue a vivir a
una residencia de ancianos en New Jersey. Allí tenía un amigo, otro veterano del
ejército de la República. Pasamos años sin vernos. Lo visité con Bob para
invitarlo a nuestra boda, se lo quedó mirando de arriba abajo, le estrechó la
mano, le pidió que nos dejara solos unos minutos y me dijo que otra vez me iba a
equivocar. Al nacer el niño me pareció que se reconciliaba un poco conmigo, o
que se enternecía al acordarse de cuando yo era pequeña. Le hacía los mismos
juegos que a mí y le contaba cuentos de Calleja, y a mi marido se lo llevaban los
demonios, porque decía que eran cuentos demasiado crueles para la mente de un
niño. Yo disimulaba delante de mi padre, igual que conmigo misma, pero en
cuanto nos quedábamos solos me miraba con esa seguridad que siempre tuvo de
adivinarme el pensamiento y me decía: te advertí que era un error. No quiso que
yo supiera lo enfermo que estaba. El mes pasado me llamaron de la residencia
para decirme que le quedaba muy poco tiempo de vida. Desde entonces no me
separé de él. Le hablé de ti, se sonreía cuando yo le contaba la sorpresa de
haberte vuelto a ver en Madrid, me pedía detalles, me dijo que iba a morirse con
la tranquilidad de estar viéndome de nuevo como yo había sido cuando viajamos
juntos a España, los primeros días, en Madrid, cuando bajábamos del brazo por la
calle Velázquez y él me invitaba a berberechos y a vermú en los merenderos del
Retiro. Tú no puedes saber cómo habías cambiado, me decía, lo demacrada y
flaca que estabas, parecías una de esas americanas histéricas. Me sentaba a su
lado en la cama y me pasaba horas escuchándolo. Los últimos días casi no
hablaba, porque le faltaba el aire. Murió mientras dormía. Yo le dejé dormido
una noche y ya no se despertó. La enfermera me dijo que tenía los ojos cerrados
y una mano sobre el pecho, y la otra colgando fuera de la cama. Después del
entierro me quedé dos días más en el albergue. No lloraba, no me podía creer
que mi padre estaba muerto. Pensaba que si no fuera por mi hijo no habría nadie
de mi sangre en el mundo. Me acordé de la mujer en la silla de ruedas, del
hombre vestido de oscuro y del militar un poco más joven a los que vi una vez en
aquella iglesia de Madrid. Pero ellos no tenían nada que ver conmigo, y ni
siquiera con mi padre, al menos con el hombre que yo había conocido. Acababa
de llegarme la notificación del divorcio y yo me llamaba otra vez como él. No
sabes qué orgullo sentí al firmar los papeles que me presentaban en el hospital
con mi verdadero apellido, Galaz. Me quedé muy sorprendida cuando me
llamaste Allison en el comedor del palacio de Congresos, hasta me dio rabia, y
estuve a punto de decirte que ése no era mi nombre, pero al mismo tiempo me
gustaba que te hubieras fijado con tanto disimulo en la etiqueta de mi solapa, y
estabas tan satisfecho de tu golpe de efecto que preferí no romper el
malentendido: sería un modo de observarte como si tú aún no me vieras, yo
permanecería oculta para ir descubriendo qué había sido de tu vida en todos estos
años y en qué te habías convertido. Porque recelaba de ti, a veces eras
exactamente el mismo y otras me parecías uno de esos ejecutivos
internacionales, y lo peor era que no tenía tiempo, regresaba a América a la
mañana siguiente, no quería arriesgarme a una situación falsa o a un desengaño
pero tampoco perder la ocasión increíble que se me estaba ofreciendo, así que
decidí en un instante cambiarme a tu hotel, y cuando nos arrodillamos debajo de
la mesa a recoger los folios que se me habían caído y nos echamos a reír ya
estaba segura de que me gustabas, pero tenía que ser prudente, parecías tan serio
que me daba miedo lo que pudieras pensar de mí si me mostraba demasiado
dispuesta. Me iría rápidamente a trasladar mi equipaje, y si tú no me proponías
una cita buscaría el modo de encontrarme contigo por casualidad cuando
acabara la sesión de la tarde, pero todo se me torció, quedé atrapada en un
atasco, en el hotel tardaron horas en darme habitación, no me daba tiempo a
llegar al palacio de Congresos y me arriesgué a sacrificar la prudencia para
llamarte por teléfono, comunicaba siempre, decidí ir a buscarte, pero era la hora
de cierre de los comercios y no pasaba ni un solo taxi libre, pensé que lo más
razonable sería quedarme esperando en el hotel, pero me faltó paciencia, así que
cuando conseguí un taxi y llegué al palacio de Congresos ya no quedaban más
que las limpiadoras. Vuelta al hotel, toda la Castellana abajo, tenía los nervios de
punta, me sacaba de quicio la lentitud del tráfico y habría sido capaz de
amordazar al taxista para que se callara, llamé a tu habitación, pero no estabas,
me preparé un baño, acababa de meterme en el agua cuando sonó el teléfono,
resbalé en las baldosas, ni me dio tiempo a pensar que podías no ser tú, era aquel
pelmazo que hablaba de Hemingway, él y Sonny habían recorrido todo Madrid
en mi busca y estaban encantados de invitarme a cenar. Lo habría estrangulado
con el cable del teléfono. Le dije que estaba muy cansada: le daba lo mismo,
cenaríamos en el hotel. Porque además se le notaban ganas y una cierta
esperanza de acostarse conmigo: recién divorciada, pensaría, sola en Madrid, con
un trabajo inseguro en una revista donde casualmente él tiene mucha influencia.
Cuando tú apareciste en lo primero que pensé fue en pedirte socorro. Yo te veía
mirarlo de lado durante la cena y pensaba, se va a ir, está a punto de salir
corriendo. Buscaba tus pies debajo de la mesa y estaba tan aturdida que tropecé
con los suyos, menos mal que me di cuenta, porque se quedó callado y empezó a
sonreírme, hasta me guiñó un ojo, con mucho disimulo, levantando la copa para
que ni tú ni Sonny lo advirtierais.
Ahora nos parece que todo esto tenía que ocurrir así, pero me da miedo
pensar lo fácil que habría sido perderte esa noche, lo cerca que estuve de no
cogerte la mano cuando dijiste que te ibas, y me pregunto qué habría hecho si no
llegas a decirme que me quedara contigo, no se atreverá, pensaba, si no me ha
dicho que salgamos a tomar otra copa fuera del hotel es que está muy cansado, o
que no le gusto tanto como parecía, estábamos esperando a que llegara el
ascensor y tú lo único que hacías era jugar con la llave y mirar la flecha
iluminada, como si tal cosa, sin prestar mucha atención a lo que yo te contaba,
empezamos a subir y a mí me faltaban ánimos para tomar la iniciativa, qué
pensarías, tan correcto, tan serio, y cuando se abrió la puerta me dio un
sobresalto en el estómago, si no me dice nada se lo diré yo, qué calma, esperaste
al final para decidirte, y justo entonces va y se cierra la puerta, me eché a reír
de nerviosa que estaba y tú enrojeciste, hacía años que un hombre no se ponía
colorado delante de mí, me dieron ganas de abrazarte allí mismo, en medio del
pasillo, y de llenarte la cara de besos y decirte en español que si no te acordabas
de mí. Pero qué miedo tenía cuando entramos en tu habitación, me habías puesto
la mano en la cintura al dejarme pasar y me excité de tal modo que tuve
tentaciones de salir huyendo o de tenderme en la cama y reclamarte sin
preámbulos, pero tú actuabas muy despacio, con un dominio que me
desconcertaba, tu cigarrillo, tu cerveza, tus bromas suaves en inglés, esa manera
de decirme que me pusiera cómoda, como si se lo hubieras dicho ya a otras
mujeres en aquella misma habitación, no había sabido nada de ti en diecisiete
años y me enfurecía de celos, desconfiaba, temía que fueras de verdad como
me pareciste cuando te vi desayunando, que actuaras conmigo tan
meticulosamente como cortabas el
croissant
a la plancha con tu cuchillo y tu
tenedor, pero cómo cambiaste en cuanto empezamos a besarnos, eras otro, no
estabas rígido ni tenías miramientos, era como si al quitarte la ropa te hubieras
quitado también una máscara o una armadura, no tenías vergüenza pero eras
más delicado que nadie, me empujabas como queriendo partirme y al mismo
tiempo me cuidabas, me apartabas el pelo para verme la cara y me sonreías
mientras yo estaba corriéndome, y esperaste casi al final para unirte a mí, pero
ni siquiera entonces te dejé que cerraras los ojos. Tú no sabes cómo miras en ese
momento ni cómo estás mirándome ahora. Esa mirada es mía y no la ha visto
nadie más que yo. Y ya no me da rabia que no recuerdes aquella noche en
Mágina. Es mía también y me gusta que sólo puedas saber que existió porque yo
me acuerdo y te la cuento.
L
AS DOS VOCES
en la penumbra y en el silencio de la casa cerrada,
enredándose igual que los cuerpos y las manos, cálidas en la cercanía del oído,
amortiguándose en las orillas del sueño, tan solitarias y leales como si fueran las
dos últimas voces que aún suenan en el mundo, enaltecidas por la risa, lentas y
gradualmente sombrías cuando se atreven a los pormenores de una confesión,
disgregadas en una queja larga y gozosa o en el arranque de un grito que sofoca
la almohada, sabias, habituales al cabo de unos pocos días, desvergonzadas y
también pudorosas, aprendiendo a llamar por su nombre lo que al principio se
callaba, los actos y los deseos, los lugares codiciados del cuerpo, apropiándose de
ellos al nombrarlos, las dos voces sumando su caudal de palabras en una mutua
revelación donde cada uno al descubrir al otro se manifiesta tal como es delante
de sí mismo y agradece la maravilla del misterio, de la pura existencia de
alguien que se le parece tanto y sin embargo esconde en su inviolable intimidad y
en la superficie entregada de su piel un reino que no acabará nunca de ser
explorado. No hay pausas en la indagación ni fisuras en el curso del tiempo, no
saben o no quieren calcular el número de las horas y los días, las lentitudes de la
pereza y las urgencias súbitas de la excitación, hablan, miran, escuchan,
empiezan suavemente a tocarse, abren los ojos y se dan cuenta de que ha
anochecido o de que está amaneciendo, recuerdan nombres de canciones, las
buscan entre los discos, se esperan y se persiguen por las habitaciones del
apartamento con la misma incertidumbre ávida con que se buscarían por las
calles de una ciudad, en el espacio cúbico y cerrado que resume para ellos el
tamaño del mundo igual que unos pocos días aislados del inmediato ayer y del
porvenir que los separará muy pronto contienen toda la duración de sus dos vidas.
Los alían sus voces, pero también el sonido de los pasos que vienen del comedor
y el del agua en la ducha, al otro lado de la puerta del cuarto de baño, el
chasquido de una lata de cerveza al abrirse, el olor a jabón o a colonia, a tabaco,
a café recién hecho, a espuma de afeitar, los signos triviales y valiosos de la otra
presencia, unos zapatos de tacón abandonados junto al sofá, cerca del baúl
abierto y de las fotografías, una barra de labios en la repisa del lavabo, una
chaqueta de hombre entre las prendas femeninas del armario, dos copas con
restos de vino tinto en la mesa de la cocina, una mancha de carmín en un
kleenex. Con la disculpa del invierno apenas salen a la calle, desplazan hacia un
futuro impreciso y cercano el cumplimiento de sus obligaciones, sin decirse nada
se conceden treguas que van dilatando a medida que las apuran, una noche más,
un día, unas horas, no hay principio ni fin en las historias que se cuentan ni límites
exactos en el demorado ejercicio del deseo, se interrumpen, confrontan fechas y
recuerdos, fotografías, lugares donde los dos han estado y donde no se vieron,
equivocaciones y entusiasmos, pierden el hilo de su narración y descubren
imágenes o sensaciones laterales en las que les importa mucho detenerse, están
ya casi dormidos y han apagado la luz y el roce peculiar de un pezón o de los
dedos de un pie los despierta y revive más allá del cansancio y los empuja de
nuevo a una búsqueda desfallecida y obstinada en la oscuridad, mojados,
doloridos, exhaustos, averiguando matices particularmente golosos de la piel,
hendiduras y pliegues que humedece la lengua y tenues latidos que auscultan con
sagacidad y ternura las yemas de los dedos, el movimiento de los ojos velados
por los párpados, el ritmo de la sangre en las sienes, en las venas azules de las
muñecas, en la curva leve de un tobillo.
No saben en qué día viven ni lo que ocurre en el mundo, encienden la
televisión y la apagan rápidamente, ha empezado una guerra muy lejos y cunde
en los noticiarios y hasta en los anuncios una histeria de banderas, un patriotismo
de exterminio que ellos pueden ilusoriamente abolir con el mando a distancia,
fugitivos o supervivientes de un apocalipsis que no los alcanzará si permanecen
en el refugio del apartamento, si procuran olvidar la indignación y la rabia y se
ocultan más hondo, desnudos y abrazados, en el interior caliente de las sábanas,
tras los cristales y cortinas y las puertas cerradas que los defienden del viento
helado y atenúan los ruidos de la calle, conversando para no oír nada más que sus
voces y aprender de nuevo lo que habían olvidado, intentando ordenar el archivo
prodigioso y anárquico de Ramiro Retratista, las caras en blanco y negro, las
fotografías desplegadas como una población de fantasmas, en un desorden
caudaloso de cronologías y de vidas, amontonadas en el suelo, ocupando la mesa
del comedor, alineadas en las estanterías, contra los lomos de los libros,
examinadas a medianoche bajo la luz de una lámpara, inagotables en su
multiplicación como los tesoros de los sueños, una sigilosa multitud de figuras de
Mágina erguidas solitariamente en poses de estudio o agrupadas junto a una
pared deslumbrante de cal, o caminando del brazo por la calle Nueva o entre las
casetas de la feria, caras rancias y tímidas, solemnes, tempranamente
envejecidas por la pobreza, rígidas, iluminadas por una felicidad indescifrable y
arcaica, asustadas por el
flash
, desafiándolo con la barbilla alta, chaquetas
oscuras, alpargatas de cáñamo con cintas blancas atadas a los flacos tobillos,
cintas o flores de trapo en melenas rizadas, miradas y sonrisas de una espantosa
lejanía, duros zapatos de charol y calcetines altos, caderas anchas y ceñidas por
faldas estampadas, tacones con la suela de corcho, bocas pintadas y dientes
desiguales en caras muy jóvenes, faldas acampanadas, bustos prominentes y
zapatos de aguja, frentes cetrinas bajo el pelo aplastado, pómulos oscuros,
asiáticos, endurecidos por la intemperie, trajes de domingo, de viernes santo, de
procesión del Corpus, vestidos de comunión y vestidos de novia con los mismos
rasos y bordados, pupilas de víctimas que aún no saben que lo son y de
vencedores insultantes, curas de gafas redondas y papadas brutales, fascistas
paleolíticos, desconocidos que sólo se distinguen por la tensión secreta de su
cobardía, niños subidos a un caballo de cartón, o sosteniendo al oído un teléfono
falso y sentados delante de una falsa biblioteca, con uniforme azul marino y
cuello duro, con el flequillo húmedo y cortado sobre la frente, una grisura de
ropas viejas y de puños gastados, una monotonía patética de mangas demasiado
cortas, pantalones grandes atados con correas y sonrisas malogradas por el
miedo y la desnutrición, una semejanza unánime y establecida no sólo por la
distancia del tiempo, sino por la objetiva piedad de quien presenció durante
medio siglo todas esas caras y vio formarse sus rasgos en la cubeta del revelado
y fue guardando copias de cada una de las fotografías que tomaba, sin sospechar
el destino que les estaba reservado, sin saber que era el único testigo y depositario
de aquellas vidas que luego no quiso nadie recordar y que surgen ahora como en
una clandestina y universal resurrección de los muertos en un piso de la calle
Cincuenta y Dos Este de Nueva York, durante ocho o diez días de enero de mil
novecientos noventa y uno, ante los ojos conmovidos de una mujer y un hombre
que oyen tras las ventanas cerradas el viento del invierno y el rumor como de
catarata de la ciudad a la que se asoman muy pocas veces y encuentran en el
baúl de Ramiro Retratista lo que nunca han buscado, lo que les perteneció
siempre sin que lo supieran o lo desearan, las razones más antiguas de su
desarraigo y de su complicidad.
Se les desbarata el orden de los días y la duración de las horas, se les
desborda el tiempo en la crecida de un presente que abarca sus propias vidas y
las de sus mayores, y las voces que llevaban años sin oír usurpan las suyas y les
devuelven palabras y circunstancias olvidadas, anteriores a ellos pero
cimentadoras de sus gestos, de su ebriedad de ternura, de conciencia y deseo,
voces y canciones, recuerdos súbitos y obstinadas caricias, el gusto de desvelarse
conversando y de dormir hasta las once de la mañana, la fatiga gozosa y absoluta
que los empuja hacia el sueño, las expediciones en taxi para buscar cigarrillos o
una cena tardía o una última copa, mirando tras el cristal una ciudad fugitiva y
nocturna, de aceras nevadas y avenidas desiertas, de rascacielos iluminados en
medio de la niebla, altos y solos como faros, y fruterías sin nadie reluciendo en
las esquinas más oscuras, un Nueva York mucho menos real que la ciudad de la
que están siempre hablando, Mágina, inaccesible en un futuro de seis horas más
tarde, en un pasado donde los dos son extranjeros pero al que se sienten
vinculados como al país de origen de sus padres. Regresan ateridos al
apartamento, en el ascensor ya se van despojando de sus ropas de invierno y del
frío y la hostilidad de las calles, abre tú, dice Nadia, le entrega la llave como un
signo de que le ha entregado sin condiciones su vida, su cuerpo hermoso y
castigado, lacerado y enaltecido por años de desgracia y minutos acuciantes de
felicidad, al abrazarla la posee a ella en ese mismo momento pero también a
todas las mujeres que han sido, las que abrazaron a otros y temblaron igual que
ahora mismo y les dijeron palabras que sólo ahora parecen cobrar su verdadero
sentido, la muchacha que vivió unos meses en Mágina y la que se quedó sola en
Madrid en el invierno de mil novecientos setenta y cuatro y la mujer que notó en
su vientre el latido cálido y extraño de un hijo y se abrió desangrada para
arrojarlo al mundo, la rubia que se llamó Allison durante una sola noche en un
hotel de Madrid y la pelirroja que apareció como casualmente y para siempre
en la cafetería del Doral Inn de Nueva York, la que sonríe con una camisa
púrpura y un pantalón vaquero en una foto tomada en Central Park, la que se
parece en la expresión de los ojos y en la forma de la boca a un militar español
fotografiado en Mágina hace cincuenta y cinco años y a un niño americano y
rubio que nació en mil novecientos ochenta y cuatro: se abandona a ella hasta
perder la conciencia y convertirse en su sombra y su doble y sólo entonces se
siente en posesión de sí mismo, se cobija desnudo bajo el edredón de una cama
donde meses atrás aún dormía otro hombre y lo apacigua el sentimiento, exótico
para él, de encontrarse justo en su sitio, en la médula perezosa y tranquila de su
biografía, le habla a Nadia de su vida y le cuenta lo que le han contado sus
abuelos y sus padres y en el asombro y en la atención de ella reconoce sus
propias ganas de saber, el ansia antigua de escuchar a otros y descubrir en ellos
su más oculta identidad.
Abre los ojos, no mira el reloj, intenta calcular la hora según la luz ambigua
de la ventana, ve en la pared el grabado del jinete polaco y quiere acordarse con
obstinación imposible de una noche de su vida que sólo existe porque ella nunca
la olvidó, imagina al comandante Galaz detenido frente al escaparate de un
anticuario de Mágina, o acodado en una mesa de madera desnuda, frente a una
pared, un correaje y un revólver, o asomado a un paisaje que ya no pertenece
del todo a su propia memoria, el anochecer de julio en el valle del Guadalquivir,
la Sierra azulada al otro lado del río, deja a Nadia dormida y sale al comedor
para abrir de nuevo el baúl de Ramiro Retratista, busca, entre tantas caras de
desconocidos, las fotos de sus abuelos y de sus padres, intenta agruparlas según
un orden cronológico, y es como subir de niño a las habitaciones prohibidas de la
casa en la plaza de San Lorenzo y buscar en los cajones, debajo de la ropa
doblada, en el fondo de los armarios, donde estaba el uniforme de la guardia de
asalto y la caja de lata llena de billetes con el escudo almenado de la República,
como mirar de nuevo las fotos de los bisabuelos con sus caras de difuntos
etruscos y los uniformes y los trajes de novia, procurando que no sonaran sus
pasos en las baldosas sueltas y que su abuela Leonor no sorprendiera su
búsqueda, ajeno a la vida obligatoria del trabajo y de los juegos en la calle,
inmune al peligro y fortalecido en la soledad, en una penumbra de habitaciones
como salas de museo, con muebles que nunca fueron usados, con vajillas intactas
tras los cristales de los aparadores, extraviado y feliz, abriendo armarios y
levantando tapas de baúles que despedían el olor denso y tamizado del tiempo en
el que aún no había él nacido, encontrando objetos enigmáticos, un almirez de
bronce, una sombrilla de seda desgarrada, unos zapatos infantiles que tal vez
fueron de su madre, una cartilla de racionamiento, una funda de cuero con
forma de pistola, un frasco de colonia vacío, desdoblando cartas escritas por su
abuelo Manuel desde el campo de concentración y leyendo titulares sobre la
muerte de Hitler o la guerra de Corea en las hojas de periódicos mordidas por la
polilla que forraban el interior de los cajones, descubriendo con estupor en las
fotografías la juventud de sus abuelos y la infancia de sus padres, viéndose a sí
mismo tal como era a los tres o cuatro años, la cara redonda, las piernas muy
delgadas, el flequillo recto sobre los ojos, una camiseta a rayas y un sombrero
cordobés, sentado en lo alto de un caballo de cartón que parece enorme, con una
débil sonrisa que tal vez al cabo de unos segundos se convertiría en llanto, porque
le daba miedo el tamaño del caballo y lo creía de verdad: no recuerda, está
viendo, se desprende del olvido como de unas escamas que lo hubieran cegado
parcialmente desde no sabe cuándo, ve las caras y las luces de Mágina en un
anochecer de invierno que sucede simultáneamente en su memoria y en la
inalcanzable realidad de la plaza de San Lorenzo y de los miradores, en el pasado
y en el presente, en su propia vida y en las vidas de otros que están vinculados a
Nadia y a él por lazos invisibles de casualidad o de sangre que ahora cobran la
forma desconcertante de su doble destino: mira, éste sería el médico don
Mercurio, y el libro que tiene abierto sobre la mesa es esta misma Biblia, mira a
mi padre cuadrándose en la escalinata del ayuntamiento la noche del 18 de julio,
mira a mi bisabuelo Pedro, el del pelo blanco, el que está sentado en el escalón y
acaricia el lomo del perro, Ramiro Retratista tuvo que esconder la cámara detrás
de una ventana para hacerles la foto, por eso se ve en un ángulo la sombra de un
barrote, mira a mi abuelo Manuel y a mi abuela Leonor, a mi madre, que no
debe de tener aquí más de once o doce años, te pareces a ella, dice Nadia,
espera, quién es éste tan serio, con esa cara de pena, pues quién va a ser, el
inspector Florencio Pérez en su despacho de la comisaría, fíjate en ese objeto
que se ve al lado de su mano, es un pisapapeles de la basílica de Montserrat, no
había vuelto a acordarme desde aquella noche, cuando me detuvieron y él me
salvó, pero esta foto se la hicieron muchos años antes, mira la cara de mi madre
el día de su boda, y mi padre, con su chaqueta de
smoking
alquilada, a él te
pareces en los ojos, míralo aquí diez años más joven, en la moto alemana de
Ramiro Retratista, el que está a su lado en el sidecar es su primo Rafael, aparta
con impaciencia una hojarasca de fotos de desconocidos para seguir buscando
las caras de los suyos y mostrárselas a Nadia y contarle sus vidas, dudando a
veces al identificarlos, yo creo que éste es el tío Rafael, ésta es la foto que había
colgada en el comedor de la casa de su hijo cuando mi padre y yo lo visitamos
en Leganés, y el que sonríe junto a Carnicerito de Mágina el día de su alternativa
es Lorencito Quesada, míralo qué orgulloso, cómo le pasa la mano por el
hombro, mira a mi amigo Félix con sus padres, una mañana de domingo, seguro,
delante de la estatua del general Orduña, qué raro sería para él ver esa foto en la
que su padre está de pie y es joven y no yace todavía pálido y sin afeitar en una
cama de la que ya no volvió a levantarse.
Pero aquí falta alguien, dice Nadia, adivina quién: está echada en el sofá,
descalza, con la bata abierta sobre los muslos y el pelo recogido hacia arriba por
una ancha cinta elástica, con un puñado de fotografías en el regazo, sin maquillar,
con un aire sexual e indolente de recién levantada que algunas veces, si no salen
a la calle, le dura toda la mañana. Falta él, dice, Ramiro Retratista, se pasó la vida
haciendo fotos y guardando copias de cada una de ellas, pero ya las hemos visto
todas y no hemos encontrado ninguna en la que él aparezca, espió a otros, no sólo
en su estudio y tras el objetivo de su cámara, sino también en las calles, en las
tabernas y en los cafés de Mágina, los vio tal como eran en el instante en que se
cruzaban con él y como habían sido en sus edades anteriores, vaticinando con su
mirada adivinadora y experta en qué se convertirían cuando el tiempo pasara,
estudiando como un naturalista las lentas transfiguraciones de los rostros y los
episodios sucesivos del crecimiento y la decadencia y descubriendo con
melancolía y un poco de horror que casi todas las vidas son más o menos iguales
y no hay rasgos firmes en la cara de nadie, que varían y se destruyen tan
fácilmente como reflejos en el agua o fracciones de arena. No hizo fotos de sí
mismo, y si hizo alguna no la quiso guardar, prefirió quedarse al margen,
observándolo todo desde la zona de sombra del estudio, bajo la cortinilla de felpa
negra de aquella cámara antediluviana con la que fotografió a la emparedada de
la Casa de las Torres, la mujer de su vida, le confesó a mi padre, dice Nadia, el
pobre hombre estaba loco, hablaba de ella como si la hubiera conocido viva y
fuera su viudo, con un sentimentalismo lloroso y pornográfico, recuerda, más de
una tarde ella los escuchó hablar sin que se dieran cuenta, se bebía la primera
copa de coñac que el comandante Galaz había dejado frente a él y le mostraba
la foto, mírela, mi comandante, dígame si en esos países por los que usted ha
viajado ha visto alguna vez a una mujer como ella, imagínese cómo sería aquel
amor culpable, qué sentiría el hombre que la perdió para escribirle esos
versículos de la Biblia que yo encontré en su corpiño. Ponme como un sello sobre
tu corazón, como un signo sobre tu brazo, lee Nadia en voz alta, y Manuel mira
los ojos y los pómulos y la tranquila sonrisa de la mujer incorrupta y se acuerda
de los terrores más antiguos de su infancia, del portalón cerrado de la Casa de las
Torres y de las gárgolas de los aleros hacia las que levantaba los ojos temiendo
que el muro de piedra labrada se derrumbara sobre él, bajo las bombillas de las
esquinas los niños mayores contaban la historia de la momia y él la imaginaba
arañando los ladrillos que ahora cegaban las ventanas góticas, y una vez se unió a
un grupo de golfos que se colaron en el zaguán con el propósito de bajar a los
sótanos para ver el nicho tapiado y la guardesa surgió como una furiosa aparición
maldiciéndolos a gritos y enarbolando con ademanes homicidas una gran porra
de vaquero: se volvió loca, le cuenta a Nadia, la echaron de la Casa de las Torres
y se fue a vivir a la otra punta de Mágina, pero regresaba todas las noches, el
palacio estaba en obras y había delante de la puerta una pila muy alta de
adoquines, bajaba por la calle del Pozo arrebujándose en una toquilla de lana
negra, mirando al suelo y con las manos unidas en el regazo, murmurando
oraciones o delirios, contaba que Nuestro Señor Jesucristo en persona iba a
visitarla y se acostaba con ella, y que era muy cariñoso y muy limpio, y sobre
todo muy hombre, alto, descalzo como un penitente, con una túnica blanca, una
melena castaña hasta los hombros y una barba suave y recortada, igual que en
Rey de reyes
. En la media luz del anochecer, cuando aún no estaban encendidas
las bombillas, se veía al fondo de la plaza la mancha blanca de su pelo, se hacía
la distraída, escondía la cara como para evitar que la reconocieran sus antiguas
vecinas, alargaba velozmente las manos y se guardaba un adoquín debajo de la
toquilla, y volvía a subir por la calle del Pozo con breves pasos asustados de
pájaro, apretando el adoquín contra el pecho, como si fuera un animal desvalido
o un tesoro que pudiesen robarle, o el cadáver amojamado del niño que se le
murió en su juventud, no saludaba a nadie, se perdía luego en la oscuridad del
Altozano, nunca supimos dónde almacenaba los adoquines ni para qué los quería,
pero regresaba sin falta cada anochecer, incluso cuando era invierno y estaba
lloviendo, sin abrigo ni paraguas, sólo con su toquilla de lana negra, con el pelo
blanco despeinado o mojado, temblando de frío y murmurando jaculatorias.
Qué lejos y qué olvidado todo, piensa, con qué vívida fluidez vuelve ahora,
qué puros los sonidos y qué intensos los olores, la tierra apisonada y fría y el
humo de la leña, el viento húmedo de los atardeceres de septiembre que sacudía
las copas de los álamos en el preludio de una tormenta, la monotonía de un
rosario que alguien escucha y sigue en una radio de la vecindad, las campanas de
las iglesias, las del reloj de la plaza del General Orduña, el toque de oración en el
cuartel y la sirena de la fundición a donde iban a trabajar los hombres jóvenes
que abandonaban el campo, los cascos de las caballerías y las pezuñas de las
vacas sobre el empedrado, el ruido que hacía al golpear en las rejas de las
ventanas el bastón del ciego Domingo González, que vivía junto a nuestra casa y
llevaba unas gafas de cristales negros muy grandes para que no se vieran las
cicatrices de los disparos de sal alrededor de sus ojos. Estaba aterrorizado, nos
decía mi abuelo Manuel, llevaba una pistola del nueve largo en el bolsillo y no
dormía nunca porque el hombre que lo dejó ciego le prometió que volvería
alguna vez a matarlo. Quién lo dejó ciego, pregunta Nadia, por qué, eso no me lo
has contado todavía: era falangista, pasó el primer año de la guerra escondido en
un desván, y cuando lo descubrieron pudo escapar saltando por los tejados,
apareció de nuevo en Mágina dos años después, ascendido a coronel jurídico, y
actuó de fiscal en casi todos los consejos de guerra, un carnicero, decía el
teniente Chamorro, para quien Domingo González pidió dos penas de muerte,
salía antes del amanecer vestido de uniforme y montado a caballo, cabalgaba sin
descanso por los caminos de las huertas y entre los olivares y a las diez en punto
de la mañana ya estaba en los juzgados, pero un día no volvió, lo encontraron
tirado cerca del río, sin conocimiento, con la cara llena de sangre y el caballo
parado junto a él, y luego se supo, al menos así lo contaba mi abuelo Manuel, que
un hombre armado con una escopeta de dos cañones le había salido al camino
apuntándole al pecho, para el caballo y no tengas tanta prisa, le dijo, tira la
pistola, bájate con las manos en alto, y Domingo González, muerto de miedo, con
lo valiente que se hacía cuando solicitaba para un infeliz la máxima pena (a mi
abuelo Manuel le gustaba mucho esa expresión), cayó de rodillas ante el
desconocido y le suplicó que no lo matara: no te preocupes, que por ahora no
pienso matarte, pero te voy a hacer que sepas lo que es el miedo a morir, ya
volveré cuando menos lo esperes. Se echó la escopeta a la cara, disparó un tiro y
luego otro, y la sal de los cartuchos quemó los ojos de Domingo González, que se
pasó el resto de su vida aterrorizado por una oscuridad en la que creía oír los
pasos y la voz de aquel hombre que volvería alguna vez a rematar su venganza.
Qué habrá sido de él, le dice a Nadia, adhiriéndose a su espalda y a sus caderas
desnudas bajo el calor del edredón, confundido en su sombra, en el dormitorio
donde no hay más claridad que la de los números rojos del despertador, qué
habrá sido de cada uno de ellos, del hombre que disparó los tiros de sal y tal vez
se apaciguó con los años o se marchó de Mágina y se olvidó de Domingo
González, dónde estará Ramiro Retratista, aunque lo más probable es que haya
muerto viejo y solo en una pensión o en un asilo de Madrid, qué ocurre con la
gente cuando desaparece, cuando es olvidada y ni siquiera deja tras de sí el
testimonio de una fotografía.
Enciende la luz, le pide a Nadia que se vuelva hacia él, le aparta el pelo de la
cara, se lo echa hacia atrás para descubrirle la frente, le roza con los dedos el
mentón y los labios, que sonríen con el halago del sueño, quiere aprenderse sus
facciones tan imperiosa y detalladamente que ya no pueda olvidarlas, quiere
imprimir en su propia mirada y en su memoria la forma de la boca y de la nariz
y la barbilla de Nadia y el color de sus ojos igual que se imprime una figura en la
cartulina blanca de la fotografía: nosotros no podemos desaparecer, le dice, no
podemos perdernos como toda esa gente, tiene miedo de pronto, lo domina una
necesidad desesperada de seguir mirándola y estrechando su cuerpo y de no
apartarse nunca de ella, como si bastara cerrar los ojos o quedarse solo unos
minutos mientras ella va al cuarto de baño o baja a comprar algo para que ya no
vuelva, para que se le pierda entre las multitudes de Nueva York como Ramiro
Retratista en Madrid o su amigo Donald en los suburbios de una capital africana,
como esos desconocidos sin nombre que aparecen por casualidad en el segundo
plano de una foto, atrapados fugazmente en su viaje anónimo hacia la
inexistencia, dotados sin embargo de minuciosas biografías y recuerdos que no
permanecerán en la conciencia de nadie. Sigue despierto y abrazándola cuando
ya se ha dormido, con una doble voluntad de cuidarla y de acogerse
rendidamente a la protección de su coraje y su ternura, fuerte y vulnerable,
orgulloso de ella y de sí mismo y también frágil y cobarde, al filo siempre de
perderse en la atracción de la angustia. Apaga la luz, la oye respirar con la boca
entreabierta y murmurar algo que no entiende, se revuelve en sueños para
acomodarse más estrechamente a él y ahora su aliento sosegado y tibio le roza la
cara. No puede dormirse aún, no quiere, siente que empieza a deslizarse inmóvil
hacia una región más densa de la oscuridad donde ya no ve la mancha rojiza de
los números del despertador ni la silueta blanca de la cabalgadura del jinete
polaco, se hunde primero lentamente con una sensación muy parecida a la de
viajar de noche en un avión que va perdiendo altura al mismo tiempo que se ven
todavía muy lejos las luces de una ciudad, cae de pronto, sacudido de vértigo,
como si bajara a tientas unas escaleras y faltase un peldaño, advierte con
sorpresa que ha estado a punto de dormirse y que el corazón le late muy rápido,
descubre que no está solo, que Nadia sigue abrazada a su cintura, de nuevo
vuelve a deslizarse suavemente hacia arriba y vislumbra luces al fondo,
imágenes veloces que se suceden y se borran entre sí, calles nocturnas de
ciudades, los edificios del Rockefeller Center iluminados por reflectores tras una
niebla amarilla, los rascacielos a oscuras de Buenos Aires alumbrados por un
relámpago en una noche de tormenta, el letrero luminoso del
Chicago Tribune
parpadeando a una altura de treinta pisos sobre una torre de cresterías góticas, la
cúpula blanca del Capitolio y la extensión horizontal e infinita de las luces de
Washington, o de Los Ángeles, o de Londres, las ciudades se convierten
velozmente en otras, pasa sobre ellas sin detenerse nunca, se le quedan atrás y
muy pronto aparecen de nuevo luces más distantes sobre la oscuridad curva del
mundo, al final del océano, en las orillas de Europa, al otro lado de serranías y
llanuras punteadas por faros de automóviles que desaparecen y vuelven a brillar
entre las filas de olivos: una ciudad al fondo, en lo alto de una colina, luces que
tiemblan sobre las casas blancas de los miradores, bajo un cielo violeta en el que
todavía no es definitivamente de noche, una plaza con tres álamos donde
resuenan las voces y el metal de los llamadores, por donde pasa una mujer de
pelo blanco que esconde un adoquín bajo la toquilla, hacia donde camina un
hombre que regresa de una cautividad de dos años, de donde huye un
adolescente que quiere vivir lejos de allí un destino inventado, que vuelve luego,
media vida después, y se detiene frente a una casa cerrada, golpea el llamador,
la puerta se abre y no hay nadie en el portal, ni en la cocina ni en el patio, ni en
las habitaciones donde siguen estando los mismos muebles que veía de niño, la
mesa de madera oscura y las seis sillas tapizadas en las que nadie se ha sentado
nunca, las camas con espaldares de hierro y molduras de bronce en las que nadie
duerme, los armarios y las cómodas donde aún se guardan las ropas de los
muertos, las cartas que escribieron, las fotos en las que aún sonríen como si no
hubieran sido desalojados de la vida. Abre los ojos, Nadia ha encendido la luz y
se inclina sobre él, le pregunta qué estaba soñando, por qué movía tanto la cabeza
como diciendo furiosamente que no, pero él no se acuerda, aún tiene miedo y no
sabe de qué.
N
O ME ACOSTUMBRO
, no sé medir la distancia que me separa de ti ni calcular
el tiempo que me falta para volver a verte ni el que he pasado contigo, cien años
o diez días, cuántas horas exactas, cuántas palabras hemos dicho, cuántas veces
me he derramado en tu vientre o en tu boca o sobre tus pechos y te he oído gemir
con los ojos abiertos como si agonizaras. No quiero olvidar nada, no quiero
confundir unos días con otros ni resumir en un solo abrazo la singularidad de cada
uno de los que nos hemos dado, porque olvidar y resumir es perder y yo me
exijo ahora mismo la posesión imposible de todas las palabras y todas las caricias
y de las variaciones que el dolor o la melancolía o la risa o los cambios de la luz
imprimen a tu cara, de cada manera tuya de sonreír y mirar y de todas las
modulaciones de tu voz. Quiero seguir viéndolo todo, con todos sus detalles
precisos, la fachada de tu casa, los espejos del vestíbulo, el brillo metálico del
ascensor, la hornilla de la cocina y los cubiertos guardados en los cajones y los
platos y los vasos que hay en el armario sobre el fregadero, quiero acordarme
para siempre de la disposición de los muebles y de cada uno de los objetos que
hay en las estanterías de mimbre del cuarto de baño, tus frascos de colonia, tus
paquetes de kleenex y de compresas, tu bata de seda con dibujos de flores
colgada en una percha, las barras de labios y los estuches de polvos faciales que
guardas en el bolso cuando vas a salir, el pequeño pincel que usas para ponerte el
rímel y el lápiz con el que subrayas la línea de los párpados, quiero que no se me
olviden la ropa ni los zapatos que has llevado cada uno de estos días, el vestido
rojo y ceñido y los zapatos rojos que te pusiste una noche como si ya fuera abril
y pudiéramos ir a cenar a una terraza al aire libre, la gabardina verde oscuro de
nuestro primer encuentro, el traje masculino y la corbata ancha y floja que te
dan ese aire tan mentiroso y convincente de eficacia norteamericana, el ligero
descuido que hay en todos tus actos, la negligencia falsa con que ordenas la
cocina o los discos, la manera en que te instalas en el tiempo sin mirar los relojes,
como si les correspondiera a ellos acompasarse a tu ritmo o estuvieras dispuesta
a dedicar toda tu vida a cualquier cosa que haces, a la conversación o al amor o
al acto minucioso de pintarte los labios, o a escribir esos artículos y traducciones
que no me dejas ver y de los que sólo parece importarte el dinero que te pagan
por ellos, aunque no me lo creo, me he acostumbrado a fijarme en ti con más
atención que en cualquiera de las mujeres a las que he conocido y querido y
descubro que tienes la peculiar aptitud de ser lo que no pareces y de parecer lo
que no eres, o de sufrir en dos minutos una transfiguración inexplicable, lo supe la
primera noche, en Madrid, cuando empezamos a besarnos y tu cara cambió,
hasta ese momento parecías tan joven como si el dolor no te hubiera alcanzado
nunca y te convertiste en una mujer vulnerada y solitaria que se entregaba sin
defensa a un desconocido, pareces desvergonzada y escondes una reserva
inaccesible de pudor, usas un aire de fragilidad para ocultar instintivamente tu
coraje y pareces más fuerte cuando tal vez eres más débil y prefieres sonreír y
encogerte de hombros si estás desesperada, no miras nunca el reloj y no llegas
tarde a ninguna parte. Pero no finges, estoy seguro, eres todas las cosas y todas
las mujeres que pareces, Allison y Nadia, te he conocido desde siempre y no sé
nada de ti, he estado contigo una sola noche sin porvenir ni pasado y una vida
entera, rabio de celos porque te has acostado con otros hombres y le has hecho a
alguno de ellos las mismas cosas que me haces a mí y veo en tus ojos el
deslumbramiento y la sorpresa de la primera vez, toda la sabiduría y también
toda la inocencia, la certidumbre y el miedo, la cautela y la temeridad.
En el aeropuerto me abrazabas al despedirte de mí como si no fuéramos a
vernos nunca más y me sonreías luego tan serenamente como si hubiéramos
quedado para unas horas después. Me da miedo la imperceptible erosión del
olvido pero no sé no acordarme de ti, no percibir el olor de tu cuerpo en el aire ni
el tacto de tu piel cuando toco la mía, se me ha vuelto más tensa y más suave,
mucho más sensitiva, como si tú me tocaras a través de mis manos: no soy tuyo,
como dicen los amantes, es que algunas veces me sorprende ser exactamente tú,
al usar una expresión o una palabra que he aprendido de ti, al ver las cosas como
tú las verías o acordarme de algo que tú me has contado y creer por un instante
que es a mí a quien le pertenece ese recuerdo. Sin darme cuenta enciendo un
cigarrillo como tú lo harías o le pido a la azafata del avión la marca de cerveza
americana que tú prefieres, de modo que hay una conmemoración involuntaria
en casi todos mis gestos, en las noticias que leo en el periódico, en las canciones
de la radio, en la manera en que miro a la gente que pasa a mi lado, hasta me
fijo en los niños, en los que no había reparado nunca, me pregunto si serán
mayores o menores que el tuyo, qué pensarán cuando caminan tan serios de la
mano de sus madres, cuando se quedan mirándome con los ojos muy abiertos
como si me temieran o me desafiaran, y eso me hace acordarme de mí mismo
a esa edad y también de ti y de las cosas que me has contado de tu padre, me
parece que oigo a mi abuelo Manuel o al teniente Chamorro hablando del
comandante Galaz y se me confunden los hilos de la imaginación y la memoria,
no es posible que ese apellido heredado de las mitologías de mi infancia sea al
mismo tiempo el tuyo, que esa mujer de la foto que me diste cuando ya me
marchaba sea su hija y se haya enamorado de mí y esté ahora mismo
recordándome igual que yo la recuerdo a ella en los corredores fantasmales y en
las salas de espera vacías del aeropuerto John Fitzgerald Kennedy, después de
haberle hecho un gesto último de adiós cuando he pasado el control de pasaportes
y he sido interrogado y cacheado por un ingente funcionario con gafas de sol y
chaqueta azul marino abultada bajo el hombro por la pistolera y examinado de
arriba abajo por un guardia de uniforme negro, gorra negra de béisbol,
metralleta montada y botas de montaña al que sin duda no acaba de agradar el
color de mi pelo ni el de mis ojos, ya he cruzado la frontera, ya he salido del
refugio donde la guerra no existía, ingreso en el pasillo estrecho y con el suelo de
goma que me conduce hasta la puerta del avión y voy adentrándome en la
geografía ilimitada de tu ausencia, miro a mi alrededor y por primera vez en
muchos días no encuentro tu cara, no me acostumbro a la forma ni al tamaño
inhóspito del mundo ni me reconozco ya en mis destrezas de viajero habitual y
solitario, me paso los dedos por los labios para notar el olor todavía reciente de tus
manos, busco entre las páginas de un libro las fotos que he traído conmigo y las
miro despacio mientras tiemblan los motores y el avión casi vacío va ganando
velocidad sobre la pista y emprende el despegue, en la tarde soleada y
transparente de invierno va quedándose abajo y muy atrás la extensión inclinada
de las pequeñas casas con jardines de Queens, veo a lo lejos el perfil de
Manhattan en un brumoso contraluz de azules y reflejos metálicos sobre las
aguas inmóviles de la bahía y pienso que ahora mismo tú vuelves a la ciudad y te
acuerdas de mí y sigues existiendo en algún punto preciso en medio de esas
multitudes que pululan por los vestíbulos de los rascacielos y las estaciones y de
las riadas de coches que cruzan bajo las armazones metálicas de los puentes y
entran en los túneles y corren hacia el sur por la autopista de la orilla del East
River, tal vez estás viendo tu cara en el espejo del taxi tan nítidamente como yo
la veo en una foto, o imaginas la mía, o te acuerdas de tu hijo, impaciente por
encontrarte con él, te mueves a toda velocidad a cinco mil metros por debajo de
mí y a no sé cuántos kilómetros de una distancia que sigue creciendo
devoradoramente a cada minuto, sin que yo perciba la menor sensación de
movimiento, recostado en la butaca angosta del avión, fumando con alivio el
primer cigarrillo, mirándote sonreír en un banco de Central Park, ante un paisaje
de árboles recién verdecidos tras los que se distinguen apenas, contra un cielo
blanco y neblinoso, las siluetas azuladas de los edificios. La claridad del sol te
vuelve rojo el pelo, que es castaño y casi negro en la penumbra, y la sonrisa se
mantiene indomable y descarada sobre los ángulos firmes del mentón, pero
guardo la foto, no quiero que se me gaste de mirarla, igual que se gasta el influjo
de una canción si uno la escucha demasiadas veces, me da celos preguntarme
quién te la hizo, a quién le sonreías esa mañana en Central Park, dónde estaba yo
justo en ese momento, el año pasado, en abril, cualquiera sabe, no me acuerdo
de nada, y tampoco me importa, dónde estás tú ahora mismo, cuando el avión
casi vacío e inmenso vuela sobre la oscuridad del Atlántico y yo repaso
fotografías en blanco y negro de mi infancia y de la juventud de mis padres y
trato de recordar lo que hacíamos anoche a estas horas, la última noche, la
congoja invencible de la despedida y el tiempo remansado hasta entonces que se
volcaba sin remedio hacia la pendiente del adiós, los minutos largos de silencio, la
irrealidad súbita de todo y la enconada vehemencia de estar haciendo las cosas
por última vez, imposible resignarse a dormir y malbaratar en el sueño las
últimas horas, la obstinación en el deseo, no sostenido ya por el instinto sino por la
pura contumacia de la voluntad, la ficción de preparar el desayuno igual que
todas las mañanas y de comentar los belicosos titulares del periódico como si
nada sucediera, como si nada estuviera a punto de ocurrirnos. De nuevo estaba
nervioso, en poco más de una semana se me ha olvidado mi habilidad para
marcharme y mi vocación inexistente de nómada, se me ponía un nudo en la
garganta al descolgar mi ropa de tu armario, me castigaban otra vez todos mis
temores de viajero neurótico, todo perdido, como de costumbre, el pasaporte, las
tarjetas de crédito, el billete de avión, es como perseguir a pequeños animales
que se esconden debajo de los muebles y que vuelven a escaparse cuando uno
ya los creía seguros en la jaula, el dinero en efectivo, los cheques de viaje, y tú
mirándome tranquila y seria mientras bebías un café y repasabas el periódico, o
apareciendo sonriente con mi pasaporte en la mano cuando ya lo daba yo por
perdido.
Me serena tu calma, me alivia de la prisa y de la desesperación, como si
establecieras alrededor de tu presencia un espacio cálido de ironía y quietud que
a mí también me circunda y en el que permanezco aunque esté ahora tan lejos
de ti, adormilado en la cabina a oscuras del avión, tendido sobre una fila de
asientos y cobijado en una manta, viendo pasar ante mis ojos como sombras
proyectadas en una pared todas las caras que hemos visto en el archivo de
Ramiro Retratista, vislumbrando lugares de Mágina que ya no sé ni dónde están,
habitaciones de techos altos con vigas en las que he dormido de niño, alacenas y
bodegas donde huele a aceite y a humedad, callejones en los que resuenan de
noche los pasos de alguien, vuelvo casi a la realidad como un buceador que de un
talonazo sube hacia aguas menos oscuras y profundas y emerjo al pasado más
próximo, a Nueva York y a tu casa, excitado por recuerdos que se hacen más
vívidos al convertirse en ráfagas de sueños, cierro los ojos y estoy sentado en el
filo de tu cama y te veo desnuda y arrodillada entre mis piernas y hundo mis
dedos en el nacimiento espeso de tu pelo, alzas la cara y me sonríes con los labios
mojados antes de inclinarte otra vez, te tiendes de espaldas y separas los muslos
y entro en ti muy despacio o en un relámpago que nos traspasa a los dos y nos
deja luego sobrecogidos e inmóviles, sin que me diera cuenta una de mis manos
imita a las tuyas o es guiada por ti y se introduce con delicada cautela bajo la
camisa y el cinturón, me despierto del todo, han encendido las luces, una voz
desagradable y nasal anuncia para casi nadie que faltan dos horas de vuelo y que
nos van a servir el desayuno, pero qué desayuno, pienso con esa rabia que me
entra cuando no me dejan dormir, si hace un rato era medianoche, de pronto la
hora de mi reloj ya no sirve y son las seis de la mañana, no sólo no estoy en el
mismo continente que tú sino que además me obligan a vivir seis horas más tarde
y dan la luz para inducirme a comer igual que a una gallina en una granja
modelo. Definitivamente he vuelto, he despertado a un absurdo amanecer hostil
de claridades fluorescentes y malas caras de sueño, mujeres despeinadas y
gordas que van en dirección al lavabo con sus bolsas de aseo y se apoyan medio
dormidas todavía en los respaldos de los asientos, hombres sin afeitar que
bostezan, igual que yo, degradados por la noche en blanco y el viaje,
desconcertados por la luz del alba que surge cuando se levantan las persianas de
plástico de las ventanillas, con esa familiaridad huraña de los vuelos nocturnos
que se acentúa porque somos muy pocos en un avión tan grande y compartimos
la modesta audacia de viajar a Europa en tiempos de guerra. Qué aturdimiento,
qué pocas ganas de llegar y de ser atrapado de nuevo por los horarios y las
obligaciones, en la evidencia unánime del horror estampado en la tinta reciente
de los periódicos y escupido en todos los idiomas por todas las emisoras de radio
y todos los noticiarios de la televisión, me duele la cabeza por culpa del tabaco y
del valium y tengo un gusto amargo en la boca, me miro en el espejo del lavabo
tambaleándome por las sacudidas de la cola del avión y me parece que ya no
soy el mismo que ha estado contigo, que vuelvo a ser el que volaba hacia
América quince días atrás, pero no me rindo, no quiero, no puedo dejarme llevar
por el abatimiento de todos los viajes, me lavo la cara y los dientes y me afeito
como si al salir de esta cápsula vibrante de aluminio y de plástico fuera a
encontrarme contigo, me revive el olor del jabón en mis manos y el de la colonia
en mi cara, me peino para ti, desde ahora he de cuidar el amor con toda la
sagacidad de mi inteligencia y toda la energía de mi voluntad, como un fuego
sagrado que puede apagarse si no velo junto a él, he de defender el amor y su
entusiasmo y su orgullo no contra la distancia y la desmemoria, sino contra mí
mismo, contra mi desaliento, contra la debilidad de mi coraje y el veneno de mi
desarraigo y de mi dispersión, contra mi formidable estupidez de tantos años y la
inercia de tantos amores tan predeciblemente fracasados. Era mentira todo, yo
estaba intoxicado, no quiero vivir solo ni ser un apátrida, no quiero cumplir
cuarenta años buscando mujeres por los bares últimos de la noche o quedándome
dormido frente a la televisión, puede que te pierda o que no vuelva a verte, o que
el avión se incendie dentro de quince minutos sobre las pistas del aeropuerto de
Bruselas, pero me da igual, Dog, Elohim, Brausen, apiádate de mí, si he de morir
quiero morirme vivo y no muerto de antemano, de algo ha de servirme haber
cumplido junto a ti treinta y cinco años y llevar en mi conciencia y en mi sangre
todo el amor y el sufrimiento y el impulso de vivir que me legaron mis mayores,
no estoy solo, ahora lo sé, ni estamos solos tú y yo cuando nos entregamos tan
codiciosamente que el mundo exterior queda abolido, no soy una sombra que
pueda perderse entre los miles de millones de sombras y caras hacinadas o
dispersas que transitan en este mismo momento debajo del océano de niebla
blanca donde se ha sumergido el morro del avión, miro tu foto antes de guardarla
en la bolsa, compruebo neuróticamente que no me dejo nada y que los
indicadores me autorizan a desprenderme del cinturón de seguridad, camino por
los pasillos del aeropuerto escuchando en el
walkman
las canciones que tú has
grabado para mí, las que nos gustaban a los dos sin que yo lo supiera, las que yo
no habría conocido si no llegas a descubrírmelas tú, no hay viajeros en las salas
de espera, sólo extensiones de linoleum vacío, paneles iluminados de anuncios,
soldados y policías armados que nos vigilan uno a uno apoyando los codos en las
metralletas, parece que la guerra no es nada más que eso, una vigilancia
omnipresente y fría y una extraña dilatación del espacio y del tiempo, estudian
con mucho cuidado los pasaportes, esperan armados en las esquinas más
distantes de los pasillos, apartan a un lado a un grupo de viajeros que parecen
árabes, las letras tabletean como fichas de dominó en los paneles de horarios y
no hay casi nadie que aguarde la salida o la llegada de un vuelo, como
desbaratados por el viento cambian en unos segundos los nombres de las
ciudades, Karachi se convierte en Los Ángeles, Madrid en Delhi y Rabat en
Moscú, un punto rojo parpadea al lado del anuncio de una salida inmediata hacia
Nueva York, me quedo siempre hechizado mirando esos paneles, como si viajara
visualmente a todas las ciudades a través de sus nombres, como cuando era niño
y movía la aguja del sintonizador de la radio a lo largo de la banda iluminada,
Andorra, Bucarest, Belgrado, Atenas, Estambul, las voces extranjeras y las
rachas de músicas perdiéndose entre pitidos y estrépitos como los oleajes del
mar que se escuchaban en las caracolas, las voces que hablan por teléfono desde
los extremos del mundo y dejan mensajes de náufragos en los contestadores,
pobre Donald Fernández, Manuel, soy yo, te llamo desde un hotel de Nairobi,
Allison, soy el fantasma del hotel Mindanao, estoy en Nueva York, acabo de
llegar a mi apartamento de Bruselas, he abierto la puerta después de buscar
angustiosamente las llaves en todos mis bolsillos y se me ha caído el alma a los
pies, justo al lado de la maleta y de la bolsa, en el vestíbulo ruin donde me recibe
como un perro insoportable y leal el olor a polvo, a cocina sucia y a casa
cerrada, he recogido del buzón un puñado de cartas de bancos y de folletos de
publicidad, he descubierto como un arqueólogo que pasea su linterna por una
cripta lamentable el desorden congelado que dejé aquí hace quince días y en el
que ahora encuentro señales de la vida de otro, yo mismo, mi antepasado más
reciente, el gandul solitario y más bien autista que no se molestó en retirar una
lata vacía de cerveza ni en limpiar el cenicero ni el tazón de su último desayuno,
que ahora tiene un fondo endurecido de color terroso, mira que eres desastre,
pensarías, el suplemento dominical de un periódico tirado junto a la cama
deshecha, un vaso largo y opaco con un residuo amarillento de
whisky
, olor a
leche agria y a goma en el frigorífico, un tubo de dentífrico que se quedó abierto
y se ha derramado sobre la loza del lavabo, la negligencia un poco turbia de
alguien que vive solo y no recibe visitas, el frío húmedo y desapacible de las
habitaciones en la mañana prematura, inhóspita, nublada, la primera mañana
inhabitable del regreso, dan ganas de cerrar de un portazo y sin llevarse nada y
de tirar las llaves en la alcantarilla más próxima, de marcar tu número de Nueva
York y despertarte a las dos de la madrugada pidiendo auxilio, me echo rendido y
nervioso en el sofá apartando hojas de periódicos del mes pasado y me quedo
mirando la llovizna y el cielo bajo y gris, suena el teléfono y me da un salto el
estómago maltratado por comidas de avión y cafés de aeropuerto, serás tú quien
me llama, pero antes de que mi mano se alargue hasta el auricular se activa el
mecanismo del contestador automático, me reclaman para un trabajo urgente,
oigo hablar a la directora de la agencia conteniendo la respiración y sin
moverme, como si estuviera escondido, parece furiosa, me exige que dé señales
de vida o que le comunique la dirección del monasterio a donde me he retirado,
me llama encanto, lo cual quiere decir que le apetece estrangularme, qué alivio,
ha colgado, me armo de valentía y devuelvo al principio la cinta del contestador,
dispuesto a oír un catálogo de mensajes amenazantes y avisos de desastres que se
habrán cumplido en mi ausencia, voces en inglés, en francés, en alemán, en
español, gente usual hasta hace muy poco que se me ha vuelto desconocida o
remota, la directora de la agencia deslizándose desde la simpatía rutinaria a la
desconfianza y luego a la ira, una mujer alemana que me invita a una copa y de
la que ni siquiera me acuerdo, alguien que me propone la firma de un manifiesto
en cinco lenguas en favor de la paz, a estas alturas, me decido enérgicamente a
deshacer el equipaje, aunque lo único que hago es poner tu foto delante de los
libros, al menos tú permaneces inalterable en ella, sonriendo en Central Park
como en un banco del paraíso, con un pantalón vaquero y una camisa roja y
escotada, sonriéndome a mí y no a quienquiera que disparase la cámara.
Continúan sonando las voces en el contestador pero ya no les hago caso, por
mí como si se declara el diluvio universal, muera Sansón con todos los filisteos,
empiezo a sacar la ropa de la maleta y huelo en una camisa tu perfume, te la
ponías algunas veces al levantarte de la cama, sin abrocharte más que uno o dos
botones, te descubría por abajo el vértice del pubis y cuando te inclinabas para
recoger algo se te abría sobre los pechos, otra palabra despreciable, sobre las
tetas blancas y grávidas como esos racimos de los que habla el Cantar de los
Cantares, tu estatura es semejante a la palma, y tus tetas a los racimos, parece
mentira que eso me haya ocurrido a mí, yo recostado en la almohada y tú
leyéndome la Biblia protestante que don Mercurio le dejó en herencia a Ramiro
Retratista y Ramiro a tu padre y él a ti, a nosotros dos, sin saberlo, tú desnuda y
recta delante de mí y yo celebrándote con las hermosas e impúdicas palabras
españolas que nos legó un fraile hereje del
siglo
XVI
y que sin duda escucharía
la mujer emparedada en la Casa de las Torres, cuán hermosos son tus pies en los
calzados, oh hija de príncipe, los cercos de tus muslos son como ajorcas, tu
ombligo como una taza redonda que no le falta bebida, tu vientre montón de trigo
cercado de lirios, tus dos tetas como dos cabritos mellizos de gamo, y ahora este
destierro, esta vuelta sin misericordia a lo peor de mi vida, a las palabras neutras
y a los días estériles, hace diez horas que no te veo y ya me resulta físicamente
imposible tolerar tu ausencia, las muchas aguas no podrán apagar el amor ni los
ríos lo cubrirán, eso me leíste, pero tengo miedo, estás al otro lado de las muchas
aguas del Atlántico y de las seis horas con que nos separan los relojes, busco tu
olor en mi ropa y en mi piel y ya casi no lo percibo, voy a llamarte, voy a
marcar tu número de teléfono y un cable sumergido bajo el mar o tal vez un
satélite en órbita sobre la Tierra me concederán el privilegio instantáneo de oír tu
voz, si estás dormida te despertaré, y si te ha desvelado la extrañeza de acostarte
sola te hablaré al oído como cuando me pedías que no me callara. Me siento al
lado del teléfono, todavía no se ha detenido la cinta del contestador y ahora suena
una voz española, muy familiar, con acento de Mágina, tardo unos segundos en
reconocer la voz de mi madre, dubitativa, temerosa, porque los teléfonos y los
contestadores la asustan, he perdido las primeras palabras del mensaje, paro la
cinta y la hago retroceder, el corazón me late más aprisa, vuelvo al principio,
hay un silencio y luego una señal, empieza a hablarme en un tono muy raro,
como desde muy lejos, dice mi nombre, se interrumpe, respira, en torno a mí
todo se queda suspendido mientras oigo el roce de la cinta y el ruido leve del
motor, conozco en seguida esta forma del miedo, la más antigua y la más pura,
me dice, no sé cuándo, cuántos días atrás, que mi abuela Leonor se puso muy
mala ayer, que la llevaron al Clínico, que acaba de morir y la entierran esta
tarde, me han buscado y no saben dónde estoy.
S
ÓLO AHORA TE ENTIENDO
, hasta ahora la muerte no había entrado en mi
vida, no se había cebado en nadie a quien yo quisiera, era una cosa habitual y
abstracta que ocurría siempre muy lejos de mí, en los márgenes más imprecisos
de la realidad, incluso cuando estuve a punto de matarme aquella noche de
noviembre en la carretera, me quedé frío, sin sentir nada, y cuando me acordaba
más tarde tenía una sensación de inconsistencia, o de aislamiento, no este horror
de haber perdido irremediablemente algo y de saberlo mucho después, de
establecer maniáticamente el día y la hora y querer acordarme de lo que yo
hacía y pensaba en ese instante en que ella se volvía hacia la pared, encogía las
piernas bajo la colcha blanca de la Seguridad Social y se abrazaba a la almohada
como disponiéndose a dormir. Mi madre estaba a su lado y tardó un poco en
darse cuenta, me ha dicho que notó una breve sacudida, como un escalofrío,
como el sobresalto de la entrada en el sueño, nada más, ni un espasmo, ni
siquiera un gemido, tenía el corazón muy débil, dijeron los médicos, gastado
después de ochenta y siete años de latir, y al final ya se movía muy despacio,
rozando las paredes con sigilo de ciega, humillada en su dignidad tan lúcida por el
asedio miserable de la vejez, le dio un mareo cuando se levantó de la mesa
después de comer y el médico que fue a verla ordenó que la llevaran
inmediatamente al hospital, pero no estaba asustada o no lo parecía, bajó por
última vez las escaleras tomada del brazo de mi madre y lo miraba todo como
despidiéndose, vestida con la misma ropa de luto que se ponía para asistir a los
funerales y a las bodas, lenta y desvalida, pero no decrépita, con un resto de su
antigua hermosura en la perfección inalterada de los pómulos y la barbilla y en
la calidad de la piel, tan blanca y lisa todavía en los brazos, con un lustre
amarillento de marfil gastado en las manos sensitivas y fuertes que me
acariciaron largamente la cara la última vez que la vi, cuando me despedía de
ella y pensaba sin verdadera convicción en la posibilidad de no verla nunca más:
por qué te vas tan pronto, si hace nada que viniste, ya no quieres cuentas con
nosotros, seguro que no te acuerdas de cuando eras chico y me pedías que te
leyera Pulgarcitos, le gustaba que me sentara a su lado en el sofá y me cogía las
manos como para calentármelas, mira que eres callado, me decía, en eso sí que
no le has salido a tu abuelo, y ahora fíjate, con lo que hablaba, y lo único que
hace es dormir, y encima se lamenta de que no pega ojo. Lo pellizcaba bajo las
faldillas, pero Manuel, despiértate, es que no piensas ni despedirte de tu nieto, se
empeñó en levantarse y en salir a la puerta y al marcharme en un taxi la vi
parada en el rincón de la plaza de San Lorenzo, con su pelo blanco y un poco
despeinado, una rebeca negra sobre los hombros, las manos juntas en el regazo y
las piernas lentas e hinchadas, sonriéndome aunque casi no me veía, tenía un ojo
nublado por una catarata y no quería operarse porque le daba miedo que la
dejaran ciega del todo, qué lastima, decía, para qué nos dejará Dios llegar vivos
a esta edad, el taxi dobló la esquina de la Casa de las Torres y por la ventanilla
trasera los vi agrupados ante la puerta como si posaran para una fotografía cruel,
ella y mi abuelo Manuel apoyándose el uno en el otro y mis padres también
envejecidos, varados los cuatro en el rincón de la plaza, en la otra orilla de un
tiempo clausurado muchos años atrás del que yo estaba desertando de nuevo.
En el hospital preguntó varias veces por mí y mi madre le dijo que me habían
avisado y que llegaría muy pronto a Mágina, pero ella no se lo creyó, nadie fue
nunca lo bastante mentiroso o sagaz para engañarla, jamás dio crédito a ninguna
de las palabras retumbantes que tanto le gustaban a mi abuelo Manuel ni hizo el
menor caso de las fábulas chismosas que se contaban las vecinas en los lavaderos
públicos o en las colas de la fuente. Se acordaba todos los días de la bondad
silenciosa de su padre, de un hijo que se le murió con diez meses de unas fiebres,
de la noche de lluvia en que corrió entre los camiones llenos de presos y con los
faros encendidos que se alineaban trepidando junto a los muros de una cárcel
buscando a mi abuelo Manuel, y de otra noche, la primera de la guerra, estaban
en la plaza del General Orduña viendo pasar los camiones con soldados que se
dirigían al ayuntamiento y mi madre, que tenía seis años, se desprendió de su
mano y se le perdió entre la multitud. Usaba su inteligencia y su ironía como
armas secretas para defenderse de la sinrazón y el embuste y le bastaba siempre
mirarme a los ojos para saber si yo le decía la verdad y para adivinarme el
pensamiento: aun ahora, cada vez que digo una mentira me parece que oigo su
voz avisándome de que se pilla a un embustero antes que a un cojo. Reservaba
íntegras su indignación y su credulidad sentimental para las novelas de la radio y
más tarde para los culebrones sudamericanos de la televisión, los malvados la
sacaban de quicio, sobre todo los malvados con bigote, o los que tenían un lunar o
se aplastaban el pelo hacia atrás con fijador, míralo, decía, que parece que le ha
lamido el pelo una vaca, se revolvía nerviosa en el sofá, porque escuchaba las
voces pero casi no distinguía las imágenes, se enfurecía, los llamaba canallas y
traidores, y mi madre apenas lograba tranquilizarla diciéndole que todo era
mentira, que la pobre chica inocente no estaba embarazada de verdad o que el
cajero injustamente acusado de desfalco no iría a la cárcel y que la sangre de los
asesinados era falsa, pero no había modo de que se convenciera, y ella, que
nunca se fió de las evidencias de la realidad, no podía entender que lo que
aparecía en la televisión fuese mentira unas veces y otras no. Inventaba
comparaciones que eran retratos fulgurantes, ése tiene ojos de flor de haba,
decía, o cara de mulo blanco o de Juan veintitrés, la boca descolgada como una
puerta vieja, o tan grande como el desgarrón de una manta, y cuando me
enfadaba me reprendía burlándose de mí, no pongas esa cara, que se te puede
atar el hocico con una soga. Miro ahora sus fotos, las que se extraviaron en mi
casa cuando yo era niño y he recobrado por mediación tuya y del azar en el baúl
de Ramiro Retratista, he llamado a la agencia, he solicitado un permiso de quince
días alegando una enfermedad imaginaria y no me ha importado el riesgo de
perder el trabajo, siento con una tranquilidad desconocida que no puedo perder
nada, que no tengo ni necesito nada, me acuerdo serenamente de ti en el avión
donde vuelo hacia España y dejo a un lado tu foto de Central Park para mirar las
caras que tuvo mi abuela Leonor en dos instantes que resumen su vida, el día que
se casó, severa y joven, menos alta que mi abuelo Manuel pero desafiadora en
su belleza, con el pelo corto, las facciones anchas y una diadema sobre la frente,
en una fotografía que aún lleva la rúbrica de don Otto Zenner, y luego a los
cuarenta y tantos años, ya vestida para siempre de luto y con el pelo recogido en
un moño, rodeada de sus hijos, con las cabezas rapadas, rodillas torcidas y
huesudas y pantalones cortos, de pie en la puerta de la casa de San Lorenzo, al
lado de su padre, mi bisabuelo Pedro, que está sentado en el escalón y tal vez
sabe que van a hacerle una foto y simula que se deja engañar.
Cruzo Madrid sin verlo, es una tarde soleada y fría de finales de enero y yo
me dejo llevar del aeropuerto a la estación tan livianamente como si no pesara,
como si no existiera este momento, oigo en la radio noticias sobre la guerra y me
deshago de los periódicos apenas hojeados con la sensación de que nada de esto
va conmigo, ni la ciudad que se despliega ante mí ni los avisos ni los motores de
los trenes, ni las hirientes voces españolas que hablan a mi alrededor mientras
espero mi turno para comprar un billete, qué acento, pienso siempre que vuelvo,
qué dureza campechana y brutal, mis pies no arraigan en ninguna parte, no siento
debajo de sus plantas la solidez del mundo, todo es fugaz y retrocede al otro lado
de una ventanilla, con una rapidez de mareo ilusorio, como se deslizan los puntos
de destino y los horarios de los trenes a lo largo de los indicadores electrónicos,
miro el reloj, calculo que todavía tengo tiempo, compro cigarrillos, bebo un café
y como un sándwich junto a la barra de la cafetería, pago inmediatamente, por
supuesto, no vaya a ser que tenga que salir corriendo, sólo fumo hasta la mitad
los cigarrillos, no termino el café y me dejo el sándwich casi entero, actos
inacabados, decisiones que no llego a cumplir, veo un teléfono público que
funciona con tarjetas de crédito y se me ocurre llamarte, ahora son en Nueva
York las once de la mañana, tu vida transcurre ya en una dirección del todo ajena
a la mía: anoche —o lo que es anoche para ti— fuiste a buscar a tu hijo, y
mientras yo volaba hace dos horas de Bruselas a Madrid lo llevarías de la mano a
la parada del autobús escolar, y ahora has vuelto a casa para terminar a toda
prisa una traducción que debiste haber entregado hace días, te has sentado a la
máquina, te has sujetado el pelo hacia lo alto con una cinta elástica para que no
se te caiga sobre la cara mientras escribes con esa terminante rapidez que ocultas
tan cuidadosamente detrás de tu aire de pereza, es imposible que te acuerdes de
mí, y aunque te acuerdes el ahora mismo nos separa en dos reinos herméticos
porque no sabes dónde estoy, no puedo soportarlo, me decido a llamarte aunque
sólo sea para escuchar tu voz en el contestador automático y suena el aviso de la
partida de mi tren, no queda tiempo, cuando estaba contigo los minutos y las
horas se dilataban en una dócil lentitud no enturbiada por la angustia, y ahora
huyen, se me deshacen, me arrastran como sobre una balsa a punto de
romperse, subo al Talgo y me echo de costado en el asiento, mirando hacia el
cristal, viendo mi cara reflejada cuando pasamos un túnel, aletargado por los
golpes suaves y metódicos de las ruedas sobre los raíles, me acuerdo con una
nitidez absoluta de la voz y de las facciones de mi abuela Leonor, como si me
auscultara busco dentro de mí el sufrimiento por su muerte y no llego
plenamente a sentirlo, tal vez porque desde hace años y sin darme cuenta no
pensaba en ella como en una persona real, era una sombra de mi infancia, una
figura invariable que yo encontraba siempre en el mismo lugar, con una bata
negra y las manos cruzadas sobre las faldillas del brasero, adormilada o mirando
la televisión, detenida en una eterna vejez, como si hubiera sido siempre así y
vivido en su esquina del sofá igual que la estatua del general Orduña en el centro
de la plaza del Reloj y nunca hubiera tenido juventud ni sentimientos ni deseos
parecidos a los míos.
Sólo ahora puedo entenderte, veo tus ojos brillantes de lágrimas cuando me
estabas hablando de los últimos días de tu padre y te quedabas callada y tragabas
saliva y luego movías la cabeza y te limpiabas la nariz con un pañuelo de papel,
sólo ahora entiendo lo que me dijiste, que el llanto no era un signo de dolor, sino
de reconciliación y consuelo, lo noto subir desde el pecho y la garganta y llegar a
los ojos, en oleadas cada vez más intensas, disimulo y me limpio las lágrimas
para enseñarle mi billete al revisor, pero no quiero que nada me distraiga ni me
aparte de ella ahora que me ha anegado por fin la certidumbre no sólo de su
presencia y de su muerte, sino también de toda mi gratitud y desamparo,
imagino que tú viajas a mi lado y que me acaricias los pómulos con las yemas
de tus dedos, que me abandono contigo al impudor del llanto, abro los ojos y es
de noche y mi cara tiembla en el cristal, falta muy poco para llegar a Mágina,
aún no hace ni veinticuatro horas que me separé de ti y sólo han pasado dos días
desde la muerte de mi abuela Leonor, tal vez el frío aún preserva su hermosa
cara de la corrupción, está tendida y helada en la oscuridad, con los ojos
cerrados y la boca sumida y entreabierta, muevo instintivamente la cabeza y me
niego a pensarlo, ya no está en un ataúd ni en ninguna otra parte, sino en la
dulzura de la nada y en la lealtad de mi memoria, en los grises y sepias de las
fotografías, en las imágenes de un vídeo de bautizo o de boda que haya grabado
alguno de mis primos innumerables, recién salida de la peluquería, íntimamente
orgullosa todavía de la salud de su pelo y de la perfección de sus manos,
cantándole por lo bajo a mi hermana, que se sienta a su lado, alguna de las
canciones procaces de los carnavales y los lavaderos de su juventud, aire y más
aire, mi marido en la era y yo con un fraile, panza con panza, y el monaguillo en
danza. Me veo sonreír en el cristal, me acuerdo de su risa y se me ocurre como
un descubrimiento que la anciana torpe y casi ciega en la que se convirtió al final
mi abuela Leonor no es exactamente ella, que seguramente conoció igual que tú
y yo la urgencia del deseo y la ebriedad de su gloria y su culminación: en la
fotografía de su boda ella y mi abuelo Manuel eran más hermosos y más
jóvenes que nosotros. Qué vanidad imbécil nos hace sentirnos superiores a los
muertos, qué luto nos espera cuando nos vayamos volviendo como ellos, cuando
no podamos ver lo que haya delante de nuestros ojos y nos encontremos perdidos
en un porvenir al que somos extraños y no acertemos a adelantar un pie sin
temor para bajarnos de un tren, cuando la realidad de siempre se nos deshaga en
sombras y se nos pueble de fosos y muros imposibles.
Me da en la cara el aire frío y por el altavoz anuncian la salida inmediata del
Talgo, que sólo se detiene uno o dos minutos en la estación. Como en ningún otro
lugar el aire huele a noche y a invierno, a la noche y al invierno de Mágina, a
tierra calma y a leña húmeda de olivo. Me gusta más ese olor porque tú también
lo reconocerías si lo percibieras. El tren se aleja entre destellos de luces verdes y
rojas al final de los andenes y el eco de los altavoces se pierde en la hondura
cóncava de los olivares. Mi padre viene hacia mí desde la claridad del vestíbulo:
sonríe ante mi cara de sorpresa, cuando hablé con él desde Madrid no me dijo
que iría a la estación a recogerme. Lleva una pelliza con solapas de piel y un
jersey de cuello alto que fue mío hace años y que acentúa la juventud de su
cara. El pelo blanco y fuerte ha adquirido una consistencia translúcida, ya sólo
gris en las sienes. Me abraza con la efusión lacónica y ceremoniosa de siempre,
pero esta vez me estrecha un poco más y al separarse de mí nombra a mi abuela
y se le humedecen los ojos. Con un ademán indiscutible me quita la bolsa de
viaje, que parece menos pesada en su mano, y me dice que me encuentra más
delgado: quién sabe cómo vivo, qué comidas me darán en el extranjero. Baja
delante de mí las escaleras de la entrada y me espera sonriendo junto a la fila de
los taxis. Me doy cuenta de que ha venido a la estación para mostrarme con
orgullo su furgoneta nueva, y también que no está seguro de que yo repare en
ella, tan indiferente hacia los coches como lo fui de niño hacia los olivos y los
animales. Pero no le miento al decirle que me gusta mucho ni simulo una
educada atención mientras me explica lo fácil que le resulta conducirla, la
capacidad de carga que tiene, lo poderoso que es el motor. Me gusta ver su
satisfacción cuando arranca a la primera y gira con suavidad y pericia el
volante, lo atentamente que mira un semáforo esperando que cambie al verde, la
rápida seguridad con que tuerce a la derecha en la carretera para dirigirse hacia
Mágina, cuyas luces se distinguen al fondo, sobre la colina. Conducir lo
rejuvenece, tal vez porque aprendió después de los cincuenta años. El interior de
la furgoneta huele a hortaliza, a tela húmeda de saco y a aceitunas reventadas.
Con el torso rígido e inclinado sobre el volante mi padre vigila la línea blanca de
la carretera y me habla de la muerte de mi abuela Leonor. No sufrió nada, debió
de ser como quedarse dormida. Fue tanta gente al velatorio que no se cabía en los
portales y en las habitaciones de la planta baja. Imagino ese rumor solemne de
los entierros que me intrigaba en la infancia, la plaza de San Lorenzo poblada de
hombres y mujeres vestidos de oscuro, el gran silencio quebrado por accesos de
llanto cuando la puerta se abriera del todo y saliera el ataúd a hombros de mis
tíos, la severidad arcaica de las duras facciones congestionadas por los cuellos de
las camisas, las ventanas entornadas en el vecindario, el redoble lento de las
campanas de Santa María. Y tú tan lejos, me dice, en América, como para venir
corriendo. Siempre me pide que le explique cómo es mi vida y mi trabajo y yo
apenas sé contestarle, porque las palabras qué tendría que usar no pertenecen del
todo a su idioma ni al mundo de indelebles evidencias materiales y convicciones
inmóviles donde él creció y del que nunca ha salido. Su aguda inteligencia acepta
pero no acaba de creer que en Nueva York siga siendo de día cuando en Mágina
ya es de noche o que el avión que tomé esta mañana en Bruselas haya tardado
dos horas en llegar a Madrid. Cuando yo era niño me decía que en los confines
del horizonte el cielo estaba sostenido por horcones semejantes a los de las chozas
de los melonares y que los vientos ábrego y solano soplaban desde el interior de
dos cuevas abiertas en las montañas de los extremos de la tierra. Pero tampoco
acaba de entenderme a mí y se ha acostumbrado, aunque todavía me reprende
como hace veinte años: le extraña que no tenga coche, que no me haya casado,
que lleve anárquicamente los documentos y el dinero en los bolsillos, en vez de
guardarlos, como él, en una cartera, que no me haya comprado un piso, a pesar
del tiempo que llevo trabajando. Yo repito por costumbre, casi con dulzura, las
respuestas de siempre, fumo mirando por la ventanilla las hileras negras y
fugaces de los olivares, lo oigo decirme que debería quitarme del tabaco, invertir
mis ahorros en Mágina, en una buena casa o una finca en el campo, los bancos se
chupan el dinero, lo aburren, y al final a uno no le queda nada, habla muy serio y
recalcando las frases, aparta un instante los ojos de la carretera para mirarme de
soslayo, no termina de fiarse de mi improbable sensatez, a lo mejor no está
seguro de no haberse equivocado cuando renunció a los propósitos más
ambiciosos de su vida para permitirme que estudiara: aún tendríamos la huerta,
habríamos construido una nave con luces fluorescentes, pesebres de aluminio y
ordeñadoras eléctricas para las vacas, yo le habría dado dos o tres nietos,
manejaría un Land Rover y un tractor, me sentaría frente a él en las noches
lluviosas de febrero para ajustar las cuentas de la cosecha de aceituna, no habría
salido de Mágina más que en el viaje de novios, no me habría encontrado
contigo.
Entramos en la ciudad, que siempre tarda en parecerse a mis recuerdos, hay
demasiados edificios altos y escaparates iluminados de tiendas de ropa, de
cuartos de baño, de automóviles, los tractores y los Land Rovers cargados de
aceituna interrumpen el tráfico, en las aceras del hospital de Santiago y de la
calle Nueva se ven grupos de muchachas con medias oscuras y chaquetones
invernales, me llega una música idéntica a la que se oía en las emisoras de
Nueva York desde un bar con letrero de neón que no existía la última vez que
estuve aquí, pasan lentos matrimonios tomados del brazo que ya recorrían la
misma calle en la misma actitud cuando yo era un adolescente, hombres de
barbilla levantada y pesados abrigos y mujeres teñidas de rubio, con esa
coriácea tranquilidad de la clase media de Mágina, parejas con un aire de
prematura madurez que empujan cochecitos de niños, los escaparates lo
iluminan todo con una intensidad que antes sólo brillaba en las noches de feria y
la furgoneta de mi padre avanza muy lentamente, la calle Mesones, la plaza del
General Orduña, con la esfera amarilla del reloj en la torre y los pasadizos
sombríos de los soportales, donde ya no hay hombres del campo con las manos
en los bolsillos y el cigarro en un ángulo de la boca, mirando el cielo en espera
del final de la lluvia o de la sequía, sino corros charlatanes de jóvenes que acaban
de ingresar en una desconcertante adolescencia ya muy lejana de la mía, más
descarada y menos sórdida: no habían nacido cuando yo me marché por
primera vez de la ciudad, y ahora compran bolsas de pipas y cigarrillos sueltos
en los mismos tenderetes de los soportales y se pasean por las mismas aceras
donde nos aburríamos y nos desesperábamos mis amigos y yo en los luctuosos
anocheceres de domingo y de los siniestros viernes santos franquistas en los que
ni siquiera abrían los cines, aplastados por el tedio y remordidos por cobardías y
culpabilidades sexuales, mirando a otras muchachas de juventud tan reciente y
labios tan pintados, mujeres tal vez irreconocibles ahora, con maridos e hijos y
caderas opulentas, con chaquetones de piel y melenas cardadas.
Siento que vuelvo a Mágina por primera vez porque he llegado desde un lugar
donde no estuve nunca. No vuelvo de la huida ni del rencor, sino de ti, no veo la
ciudad únicamente a través de mi memoria, sino también de la tuya, y una
muchacha con tejanos, cazadora de cuero y pelo largo que parece estar
esperando a alguien junto a una cabina de teléfono, en la acera de la comisaría,
me hace acordarme de quien tú fuiste entonces, veo luz en el balcón de donde
cuelga la bandera y pienso en el subcomisario Florencio Pérez, que juega con su
pisapapeles de la basílica de Montserrat y te habla con timidez y afecto la noche
en que te detuvieron los sociales, la furgoneta de mi padre enfila el Rastro y
luego los jardines de la Cava y la ciudad se va despoblando y se vuelve más
oscura, cada vez más parecida a mis recuerdos, el Altozano, la esquina de la
calle del Pozo, las puertas cerradas de las casas, la plaza de San Lorenzo,
mezquinamente alumbrada por un farol rojizo, a medida que nos acercábamos a
ella me iba aproximando a la evidencia de la muerte de mi abuela Leonor, la
furgoneta se detiene y mi padre apaga el motor y las luces del salpicadero, me
quedo inmóvil un instante, miro la Casa de las Torres, el resplandor del cielo
nocturno sobre los tejados, los portales clausurados y las ventanas a oscuras, en
ninguna parte como aquí es tan densa la noche ni tan puro el silencio, mi padre
abre la puerta trasera de la furgoneta y saca mi bolsa y yo permanezco todavía
sentado, aturdido por la fatiga de veinticuatro horas de viajes, inseguro del lugar
donde estoy y del tiempo en que vivo, como si recordara este momento o
imaginara una noche de mi porvenir y quisiera detener la ficción justo en el
preludio de un hecho doloroso, igual que se aprietan los párpados y las
mandíbulas para que no prosiga un sueño.
La plaza es mucho más pequeña desde que cortaron los árboles y empezaron
a aparcar coches en ella. Ahora el suelo es de cemento y no de tierra apisonada
y han desaparecido las aceras con bordillos de piedra. Miro la fachada de mi
casa y espero instintivamente oír el sonido metálico del llamador, pero mi padre
ha pulsado un timbre, nos quedamos callados y sin mirarnos el uno frente al otro
y desde el interior viene una voz que dice, ya va, oigo unos pasos suaves y luego
un cerrojo, veo una raya de luz debajo de la puerta y mi madre pregunta quién
es con una voz muy joven, nos abre y al principio no me atrevo a abrazarla,
ancha, demacrada, con los ojos apagados y enrojecidos tras las gafas, con un
jersey y una falda de luto que definitivamente la envejecen, con ese aire de
lentitud y estupor de quien acaba de asistir a la muerte de alguien. Observo que
mi padre también la besa y que se hablan con una dulzura que yo no conocía o
era incapaz de advertir. Las voces suenan de otro modo en el portal de mi casa,
sobre todo esta noche, parece que la hubiera agrandado la ausencia de mi abuela
Leonor. Extraño las baldosas, la pintura sintética de las paredes, los pequeños
cuadros adquiridos al azar en alguna tienda de muebles, pero esos cambios
existían desde hace mucho tiempo y yo no los notaba ni era íntimamente
injuriado por ellos, se me olvidó el empedrado húmedo del portal y el olor de la
cuadra donde ahora está la cocina, miro el cielorraso y me acuerdo por primera
vez en no sé cuántos años de los racimos de uvas pasas y de las ristras de
embutidos que colgaban de las vigas, pero también es como si sólo ahora
advirtiera que mi madre va a cumplir sesenta y un años y que su pelo teñido de
negro es blanco en las raíces, que la he visto siempre inalterablemente joven por
la única razón de que no me detenía a mirarla. Si supieras cuánto se acordaba de
ti, me dice, con la voz quebrada, la pena que le daba no volver a verte. Mi abuelo
Manuel está sentado en el sofá, frente al televisor apagado, adormecido y solo
con su bata azul marino y su ancha boina negra, entreabre los ojos al oír que ha
llegado alguien, me inclino sobre él para darle un beso en cada mejilla y no
estoy seguro de que me reconozca. Sus lentas pupilas azules se detienen en mí,
dice mi nombre, sonríe muy débilmente con su boca descolgada, hunde de nuevo
la cabeza en el pecho pero no cierra los ojos, y su cuerpo vasto y pesado se
estremece en un escalofrío, esconde las manos bajo las faldillas, vuelve a
mirarme y emite una especie de gemido animal o infantil que suena como una
nota demasiado aguda en el jadeo lóbrego de su respiración. Ya casi no puede
con su cuerpo, mi madre le dice que se levante del sofá, que es hora de
acostarse, y él se encorva y enrojece con los labios apretados por el esfuerzo,
asiéndose con las dos manos al borde de la mesa, pero vuelve a hundirse
pesadamente en los cojines de eskai y se queda quieto y con una expresión
ausente de injuria y abandono, le ofrezco la mano y tiro de él como intentando
sacar del agua un fardo de barro, se apoya en el respaldo de un sillón y en la
repisa de la chimenea, le doy su bastón, tan delgado en contraste con el volumen
de su cuerpo que temo que se rompa cuando descargue su peso encorvado sobre
él, mi madre lo toma del brazo y cruzan el comedor y el portal con una
interminable lentitud, empiezan a subir una por una las escaleras, oigo luego el
roce de sus pasos en las habitaciones de arriba, la caída del cuerpo sobre los
muelles de la cama donde hasta hace dos noches durmió mi abuela Leonor, pero
antes un ruido de grifos en el que no quiero pensar, ahora estará limpiándolo, me
explica mi padre sentado frente a mí, las dos manos grandes, agrietadas y
oscuras unidas sobre la mesa, ya no se sabe contener, le da vergüenza pedir que
lo lleven al water y que le desabrochen la bragueta o le bajen los pantalones y se
lo hace todo encima, tu madre le pone unos pañales como los de los niños, pero
grandísimos, imagínate, se los receta el médico. Con la cabeza baja mi padre
suspira mirándose las manos enlazadas: sin duda piensa que él tampoco es
invulnerable, que tiene sesenta y tres años y se le está acercando insidiosamente
la vejez, me cuenta que duerme muy poco, que cada vez le cuesta más
levantarse a las cuatro de la madrugada para ir al mercado, que le duelen mucho
la columna vertebral y las articulaciones de las rodillas. Tiene la cara un poco
hinchada, las mejillas rojas, los lacrimales irritados por la fatiga y el insomnio.
Sólo le faltan dos años para jubilarse. Lo pienso y me niego a aceptarlo, se pone
en pie y me pide que lo disculpe porque debe acostarse y me dan ganas de
acercarme a él y de besarlo, pero no hago nada, le digo buenas noches y al
mirarlo de espaldas sigo viéndolo fuerte y erguido, cansado pero todavía
invencible, mucho más joven que cualquier hombre de su edad.
Mi madre me ha preparado la cama en mi habitación de siempre, en el
último piso, en cuanto supo que venía dejó encendida en ella una estufa para
mitigar el frío de esta casa tan vieja y tan grande. Es una cama alta, con barrotes
de hierro que transmiten a las manos toda la honda frialdad de los inviernos
antiguos, con dos colchones de lana que ceden bajo el peso de mi cuerpo como si
fueran el sueño que me traga, con una piel de oveja extendida a los pies. A pesar
de la estufa hace un frío denso, agudo, olvidado, un frío que hiela las baldosas e
invita a esconder la cabeza y los hombros y a no sacar las manos del embozo,
que vuelve rígidas las sábanas tan limpias de algodón y obliga, en los primeros
minutos, a quedarse muy quieto, con las rodillas encogidas y los pies helados,
tiritando. En esta habitación adonde nunca suben las visitas no ha cambiado nada
en veinte años: las paredes encaladas, las vigas curvándose bajo el peso del
tejado, la gran cómoda de asas doradas sobre la que cuelga una foto de los
padres de mi abuelo Manuel, un hombre calvo y maduro que tal vez sólo se le
parece en la corpulencia y una mujer mucho más joven, con la boca y la
barbilla idénticas a las de mi abuelo, con un vestido de bordados negros en el
cuello cerrado. Se llamaba igual que mi madre, enviudó cuatro veces y tuvo
dieciocho hijos, de los cuales mi abuelo Manuel es el único que vive todavía.
Posee el mismo aire absorto de indiferencia y ruda rectitud de una cabeza
romana, la misma mezcla de misteriosa proximidad y absoluta lejanía. Apago la
luz y me alivia no verla, percibo bajo las sábanas el peso de las mantas y la
colcha y la piel de oveja, la hondura del colchón, la lentitud con que van
envolviéndome el calor y el sueño, tan cansado como cuando me apartaba de ti
al amanecer resbalando sobre la humedad de tu vientre, como cuando tenía
catorce o quince años y subía a acostarme en esta misma habitación después de
un día interminable de trabajo en el campo y nada más apagar la luz me
quedaba dormido. Entonces imaginaba lo que ahora recuerdo: en la oscuridad, en
la quietud y la tibieza, un cuerpo blanco y caliente de mujer, hecho con la
materia dúctil del deseo y del sueño, se cobijaba a mi lado, conducía sabia o
desesperadamente la mano solitaria que rozaba mis ingles, tenía el pelo, los
labios, la cara y los muslos que yo había decidido, aprendía conmigo las
sagacidades y enigmas de aquel arte inconfesado, las secretas efusiones de un
placer que dejaba luego en las sábanas un rastro amarillo de culpa. Ahora eres tú
esa mujer que deseo e invento mientras derivo a una dulce inconsciencia, y el
cuerpo futuro que imagino tan detalladamente como entonces me concede los
atributos, los dones, las suavidades y olores que esperé tantos años y que no se
habrían cumplido si no llego a encontrarte.
N
UNCA PARO DE HABLARTE
, te voy contando las cosas a medida que las veo
o que me suceden, te escribo en silencio una larga carta instantánea que fluye y
se desvanece como las palabras dichas en voz alta y las que sólo se pronuncian
en la imaginación. Mi pensamiento es ahora el hábito de conversar contigo. He
llamado a tu casa, he marcado el número de la conexión internacional y se
escuchaba en el teléfono un rumor como el de la distancia del océano, al oír tu
voz en el contestador me he acordado de cuando creía que eras rubia, que tu
nombre era Allison y que no te vería nunca más. He dicho que estoy en Mágina
y he dejado en la cinta el número del teléfono de mis padres, y al colgar he
advertido que el corazón me latía muy rápido, como cuando me costaba horas
decidirme a llamar a Marina y al final no obtenía más fruto de mi tortuoso
heroísmo que una educada negativa.
La muerte en paz de mi abuela Leonor ha dejado en la casa un fatigado
abatimiento de resignación y vacío y una penumbra como la de esas capillas
iluminadas por mariposas de aceite donde casi nadie se detiene a rezar. Arde el
fuego en la chimenea, mi abuelo dormita con las manos bajo las faldillas del
brasero o mira la pared con una expresión inescrutable, y algunas veces, cuando
más fijas tiene las pupilas, se le ponen vidriosas y le rueda sobre la mejilla una
lágrima que él tarda en limpiar con el dorso áspero de la mano. Hablamos en voz
baja y nos sobresalta a todos el timbre de la puerta o el del teléfono, no se
encienden la televisión ni la radio, por el luto, a la caída de la tarde mi madre y
mi tía, vestidas de negro, rezan el rosario y concluyen cada misterio con una
letanía en memoria de mi abuela Leonor: Virgen del Consuelo, envuélvela en tu
manto y llévala al cielo. Para no hacer ruido yo me muevo por la casa con la
cautela de una sombra, mi antigua sombra agraviada con la que no he vuelto a
tratar desde que sólo hablo imaginariamente contigo, me quedo horas sentado
frente al fuego, hipnotizado por los amarillos, los púrpuras y los azules de las
llamas, mirando hervir los globos de resina en los cortes todavía fragantes de la
madera de olivo, oliendo luego sin disgusto el humo en mi ropa. Olor de humo,
olor de pobres, decía mi abuela. De vez en cuando viene una visita a dar el
pésame y se repiten las caras de aflicción, los suspiros, las lágrimas, las palabras
rituales de añoranza y aliento, mujeres de manos gruesas y romas que sostienen
anticuados bolsos negros en el regazo y han acabado adquiriendo una rutinaria
familiaridad con las condolencias y los funerales, que tal vez son, en sus vidas
encerradas, iguales a la de mi madre, las únicas ocasiones de actividad social.
Era tan buena, se mantuvo tan bien de la cabeza hasta el final que se dio cuenta
de todo, le falló el corazón, Dios se la ha llevado. Mujeres de oscuro sentadas con
mi madre alrededor de la mesa, parientas lejanas a las que yo había olvidado y
dicen acordarse de cuando era chico, palabras idénticas a las que yo oía sin
comprender hace treinta años: los conciliábulos de los mayores, sus costumbres
enigmáticas espiadas desde un ángulo inadvertido de la realidad por la atención
infantil, en la que había algo de presencia invisible. En otro tiempo, cuando este
comedor era una vasta cocina, los hombres se reunían en las mañanas de
temporal alrededor del fuego y asaban en las ascuas lonchas de tocino y orejas
de cerdo, y mi abuelo Manuel, el jefe de la cuadrilla que por culpa de la lluvia no
iría ese día a la aceituna, era el más alto de todos y tenía la voz más sonora que
nadie, se hacía a su alrededor el silencio y no se oía más que el rumor del viento
y de la lluvia en la chimenea y el crepitar del fuego cuando empezaba a contar
el sacrificio heroico de un batallón entero de guardias de asalto que sucumbieron
ante las ametralladoras enemigas en un lugar próximo a Madrid que se llamaba
la cuesta de las Perdices o las palabras que le dijo el comandante Galaz al
alcalde después de cuadrarse ante él en la escalinata del ayuntamiento: «La
guarnición de Mágina permanece y permanecerá leal a la República».
Pero me oprime el silencio, tan despoblado ahora de voces como una hoja en
blanco de la que se han borrado las palabras que parecían indeleblemente
escritas en ella, venzo el miedo a la posibilidad de que tú me llames y no esté y
salgo a la calle, a la plaza vacía en la que ya no vive casi nadie, tan desolada en
el gris de las mañanas de invierno desde que cortaron los árboles. Subo por la
calle del Pozo y algunas vecinas asomadas a las puertas me reconocen y me dan
el pésame, recorro los miradores desde los jardines de la Cava hasta el ábside del
Salvador y distingo los verdes brillantes y los azules suaves y los grises de niebla
del valle del Guadalquivir, la alta silueta de la Sierra de Mágina, borrosa tras la
lluvia, los caminos blancos que descienden entre las huertas, hacia los olivares y
el río, las columnas de humo. En los jardines de la Cava, alrededor de la estatua
del alférez Rojas Navarrete, que mira en línea recta hacia el norte igual que el
general Orduña mira al sur, las rosaledas y los macizos de arrayán entre los que
se paseaban en las mañanas de domingo de hace veinticinco años las parejas de
novios han sido devastados, y al caminar crujen bajo los pies cristales rotos de
botellas de cerveza y agujas hipodérmicas machacadas. Cubierta por la hiedra
hasta la cruz de su pináculo la espadaña de la iglesia de San Lorenzo sigue
manteniéndose imposiblemente en pie, pero el pilar de la muralla, junto a la
puerta de Granada, está infestado de botellas y latas y recipientes de plástico, y
de los tres caños por donde brotaba siempre un agua transparente y salobre sólo
uno no ha sido cegado, y de él mana un hilo muy débil, que se pierde entre el
musgo y las ovas. Aquí venían a lavar las mujeres desgreñadas y chillonas del
arrabal al que llamaban las casillas de Cotrina, y cuando yo volvía de la huerta
me excitaba mirar sus escotes y sus pechos blancos y temblones desde lo alto de
la yegua: aquí me contaban que venían a lavar su ropa los moros de Franco
después de la guerra, y al atardecer extendían sus mantas sobre el empedrado
sucio de estiércol y se arrodillaban para rezarle a gritos a su dios, a la misma
hora en que sonaban las campanas de Santa María y el toque de oración en el
cuartel. De las casillas de Cotrina no quedan más que escombros, ventanas sin
postigos, tejados de cañizo hundidos sobre muebles viejos y testimonios
arqueológicos de un simulacro de bienestar que nunca prosperó: la carcasa
enorme de un televisor, un barreño de plástico con lunares azules. Ya no hay
empedrado, sólo charcos y hondonadas de barro en las que se señalan las huellas
de neumáticos de los tractores. En la mañana nublada y húmeda de finales de
enero me detengo junto a las últimas esquinas de Mágina, donde se encenderán
para nadie turbias bombillas cuando caiga la noche. El camino de los miradores
se ciñe a la curva de la muralla y traza en dirección al este un arco desde el que
se domina toda la amplitud del valle y de las sierras distantes: sobre los
terraplenes y las huertas, Mágina parece edificada en la orilla de un acantilado,
en cuyo extremo occidental se yerguen los muros del cuartel, desde donde trae
el viento ábrego la estridencia dispersa de una banda de cornetas y tambores.
No tengo la sensación de recordar, sino de ver, la mirada abarca desde aquí
los paisajes ondulados y extendidos del tiempo hasta más allá de los perfiles
azules que hace veinte años limitaban el porvenir y la forma del mundo. Bajo por
los caminos, entre las tapias hundidas de las huertas, y no sé distinguir la felicidad
del dolor ni los sentimientos de quien yo soy ahora mismo de los que pertenecían
a quien fui en el último invierno de mi vida en Mágina. Tal vez al acordarme de
ese muchacho de diecisiete años que es en gran parte un desconocido lo estoy
inventando en la misma medida arbitraria en que él me inventaba a mí: pero su
imaginación no llegó a tanto, no era capaz de vaticinar nada que le ocurriera
después de los treinta años, no se atrevía. Y sin embargo yo soy ahora el
forastero en que él deseó convertirse, y me intriga pensar que alguna vez
imaginó un regreso parecido a éste y que de algún modo me posee por haberlo
previsto, igual que mi bisabuelo Pedro temía que le robaran la figura y el alma si
le tomaban una foto. Previo a los diecisiete años, por estos mismos caminos, que
cambiaría él, y que cuando volviera todo seguiría inalterado: ahora comprendo
que se equivocó. Ya no soy quien fui, y por eso puedo hablar de mí mismo en
tercera persona, pero aun siendo otro he cambiado mucho menos, para mi
fortuna o mi desgracia, que la realidad exterior. Casi todas las huertas están
abandonadas: no fui yo el único de mi generación que renegó de la tierra. Las
tapias se han desmoronado y la maleza borra las acequias. En las laderas y en el
valle hay un silencio cóncavo, como si las cubriera una campana de cristal, y a
través de él viajan sin desvanecerse los sonidos más lejanos y tenues, el del agua
en una poza, el del viento en los cañaverales del río, los silbidos de un pájaro o los
golpes secos de una vara que sacude las ramas de un olivo. El silencio, como el
aire frío y limpio, me afila los sentidos, pero también me abruma y me da
miedo, porque no estoy acostumbrado a él. Veo y oigo y huelo de muy lejos,
noto bajo mis pisadas la poderosa densidad de la tierra, huelo los tallos dorados
que ha corrompido la humedad en los barbechos, la hierba mojada, las hojas
empapadas entre los grumos oscuros, las cortezas desnudas de los granados y las
higueras, las ovas en las albercas, el calor del estiércol, el vaho de los animales
en las cuadras. Veo el color rosado de las raíces de las espinacas, el blanco
húmedo y deslumbrante de las coliflores en el interior de las anchas hojas
enceradas, el morado del jugo de las aceitunas que manchaba las manos y
mezclaba su olor al de la grasa de tocino asada en las hogueras y al de los sacos
de yute y las sogas de esparto.
Te hablo de otro mundo en el que los atributos de las cosas eran siempre tan
indudables como las formas de los cuerpos geométricos que venían dibujados en
las enciclopedias escolares, pero tampoco ignoro que sin la furia de la huida no
habría existido esta dulzura del regreso ni que el agradecimiento sólo fue posible
después de la traición. A un lado del camino está la huerta de mi padre. Desde
lejos todo parecía idéntico: la casilla, el cobertizo de uralita, el álamo a donde
ataba tan amorosamente el tío Rafael aquel burro que le mató un rayo. Pero han
desaparecido las veredas y las acequias, el tejado de la casilla está hundido, el
agua de la alberca no puede verse bajo la espesura de los juncos y las malezas
que ahora lo cubren todo. Lo único que reconozco de entonces son las iniciales de
mi padre grabadas en una pared de cemento: F. M. V. 1966. Me acuerdo de las
iniciales que dejaban los náufragos en la corteza de algún árbol de una isla
desierta a donde llega un buque tantos años después que ya no sobrevive nadie.
Me acuerdo del tío Pepe, del tío Rafael y el teniente Chamorro cortando lechugas
una mañana de diciembre y guardándolas bien apretadas en un saco que yo
mantenía abierto con las dos manos rojas de frío. Las manos nudosas, las flacas
mejillas y la nariz aguileña del tío Rafael tenían en invierno una tonalidad
violácea. El tío Pepe se había confeccionado un impermeable cosiendo sacos de
plástico que llevaban estampado el jinete negro de los nitratos de Chile y paseaba
orgullosamente bajo la lluvia explicándonos su admiración por aquella materia
impenetrable y liviana a la que él llamaba
presislás
. En la casilla, junto al fuego,
cuando llovía tanto que era preciso interrumpir el trabajo, el tío Pepe, partidario
entusiasta del progreso, liaba cigarros con una maquinita dotada de un rodillo y
de una manivela diminuta y nos decía que alguna vez todas las obligaciones que
tanto esfuerzo nos costaban las harían las máquinas: el tío Rafael miraba el
aparato de liar cigarrillos como una prueba de que no eran insensatos los
vaticinios de su hermano, y el teniente Chamorro, que ya estaba cansado de
reprenderlos por el lamentable vicio de fumar, decía serio y escéptico que
cuando sólo hubiera máquinas en el mundo aún seguiría habiendo explotadores y
explotados. Ahora la casilla tiene una puerta metálica pintada de verde y
asegurada con una cadena y un candado, como si dentro quedara algo más que
escombros. Un día, durante las vacaciones de Navidad, cuando yo estaba a punto
de cumplir once años, esperábamos los cuatro a que mi padre volviera del
mercado trayéndonos la comida, y se retrasó tanto que a mí las piernas ya me
temblaban de hambre. Mira que si le ha pasado algo, decía el tío Rafael
levantando los ojos hacia el camino por donde mi padre no bajaba. El tío Pepe,
cuya templanza de carácter nunca fue interferida por ningún contratiempo, ni
por el de la guerra, calculaba que se habría distraído tomando unas copas para
celebrar las pascuas. Pero oímos que daban las tres de la tarde en el reloj de la
torre del Salvador y mi padre no llegaba. Atontado por el hambre yo miraba el
camino y notaba crecer dentro de mí el miedo a las desgracias que mis mayores
ya me habían inoculado para siempre: mi padre se habría matado, le habría dado
un dolor, ya no iba a verlo nunca más. Contaban que en otro tiempo eso le pasó a
mucha gente: salían una mañana para trabajar y ya no regresaban, oían golpes a
medianoche en la puerta de la calle, bajaban a abrir descalzos y sujetándose los
pantalones a la cintura y no les daban ocasión de volver ni para ponerse los
zapatos. Asomado a la puerta de la casilla, confundía de lejos a mi padre con
cualquier hortelano que bajara por el camino de Mágina. Tal vez era un día muy
parecido a éste, nublado y húmedo, con rachas de viento ábrego y olor a hierba
reciente y a cortezas empapadas. Desde la esquina de la casilla donde están
grabadas en el cemento las iniciales de mi padre (él la reconstruyó, él limpió el
cieno y las ovas de la alberca y trazó de nuevo las acequias e hizo construir el
cobertizo de uralita que con los años debería convertirse en una gran nave
moderna para las vacas) me parece que al fin lo veo en lo más alto del camino,
casi me desmayo de alegría y de hambre, ya viene, les digo a los otros, y echo a
correr en su busca, subiendo una breve ladera embarrada, pero al acercarme a
él noto con alarma y espanto que ha debido ocurrirle algo que no puedo
comprender, no está vestido con la ropa del campo, sino con la que usa en la
ciudad, sus zapatos negros y las perneras de su pantalón están manchados de
barro, no anda erguido, como siempre, ni en línea recta, tropieza, se apoya en mí
para no caerse y me habla con una voz muy rara, se le traba la lengua, está muy
colorado y tampoco reconozco la mirada de sus ojos, el abrigo se le descuelga de
los hombros, el aliento le huele a vino agrio y anís, lleva la boina torcida y una
colilla apagada y salivosa en los labios: no lo conozco, me da miedo y todavía no
sé que lo que más siento es lástima, me aparto de él, salgo huyendo, tropiezo con
el tío Pepe, lo odio porque se ha echado a reír cuando ha visto a mi padre, pero
sobrino, hay que ver como vienes, no puedo soportar la congoja en el pecho,
corro vereda abajo, me oculto detrás de una higuera y miro hacia la casilla, el tío
Pepe sostiene a mi padre, el tío Rafael y el teniente Chamorro lo miran desde la
puerta, no puedo aceptar la vergüenza y la lástima, mi padre no puede ser ese
hombre que se tambalea y murmura con la lengua pastosa de aguardiente igual
que los borrachos que salen a trompicones de las tabernas de Mágina. No quiero
verlo, pero no puedo apartar la vista de él y lo sigo mirando a través de las
lágrimas, su abrigo gris se le ha caído al suelo y el teniente Chamorro lo recoge
sacudiéndole el barro y el estiércol, su abrigo de ir a vender y de asistir a los
entierros, mi padre se inclina como si se doblara dolorosamente, ya no tiene
puesta la boina, se apoya en el tronco del álamo, me parece que va a
desplomarse y quisiera subir corriendo para sostenerlo, pero no se cae, ahora no
puedo verle la cara, quiero ir hacia él o cerrar los ojos pero permanezco inmóvil,
oculto tras las ramas peladas de la higuera, una materia blanca y amarilla surge
a borbotones de su boca abierta, echa los pies hacia atrás para que no le salpique
los zapatos, el tío Pepe le pasa un brazo por los hombros y el teniente Chamorro
está limpiándole la cara, me llaman y no acudo, bajo a esconderme en lo más
hondo de la huerta, ha empezado a llover muy fuerte y oigo que gritan a lo lejos
mi nombre, vuelvo a subir resbalando por las veredas encharcadas, tiritando de
frío, sale un humo muy blanco de la chimenea de la casilla, el teniente Chamorro
me llama desde el cobertizo como a un animal abandonado y huraño y yo no
quiero acercarme, ven, me dice, que tu padre ya está mejor, no ha sido nada,
comió algo que no le sentó bien, pero por el modo en que me pone una mano en
el hombro y me la pasa luego por el pelo mojado comprendo que sabe que no
me he creído su mentira, me guía hacia el interior oscuro y cálido y enrarecido
de humo, alumbrado por el fuego, mi padre está sentado en una silla de anea, la
nuca contra la pared, despeinado, muy pálido, a pesar del brillo rojizo de las
llamas, me hace una señal para que me acerque y yo retrocedo con un gesto
instintivo, noto detrás de mí al teniente Chamorro que me empuja con suavidad,
me arde la cara y se me ha hecho un nudo en la garganta que sólo se me aliviará
esa noche cuando me tienda boca abajo en la cama y pase horas llorando. No te
preocupes, me dice, ya se me ha pasado, me da un beso y la boca le huele a
aguardiente y a tabaco.
Es como si el recuerdo hubiera estado esperándome aquí todos estos años,
igual que las iniciales grabadas en el cemento y el paisaje estéril de la huerta en
la que ya no queda en pie ni un testimonio del trabajo ni de los sueños de mi
padre. Empiezo a subir por el camino en dirección a la ciudad, apresuro el paso,
por temor a que me sorprenda la lluvia, me da en la cara el aire frío y me niego
a la tentación de volver la cabeza, voy cada vez más aprisa, como cuando subía
en las tardes de domingo para lavarme a manotadas, ponerme ropa limpia y salir
en busca de mis amigos o de Marina y cruzarme contigo sin reparar en tu
existencia. Por la barandilla de piedra de los miradores del Salvador una pareja
se asoma a las laderas de las huertas y a los olivares del valle. Aunque no
llevaran cámaras fotográficas al hombro se les notaría en seguida que son
forasteros. Se me ocurre que seguramente es falso el paisaje que ellos ven,
porque no saben en qué medida está modelado por el trabajo y la tenacidad de
los hombres: ven grises y ocres tamizados por la niebla y azules marítimos, como
si miraran un cuadro, no advierten las pruebas del esfuerzo y de la paciencia ni
los signos materiales de la fertilidad. Tras la ventana de una casa de la plaza de
Santa María una mujer se me queda mirando y sospecho que me toma por uno
de esos forasteros que se hospedan en el parador y hacen fotografías de las
iglesias.
Pero es hora ya de volver, tal vez tú estás a punto de llamarme y si me
retraso unos minutos no podré hablar contigo. Subo por la plaza de los Caídos,
donde han cortado las acacias e instalado unas farolas con globos blancos de
plástico, paso por el callejón de Santa Clara, donde está la casa en la que vivió
Félix muchos años, salgo a la plaza de San Pedro, de cuya fuente central ya no
asciende el chorro de agua que antes se desbordaba en una taza de piedra, en el
callejón donde estuvo el cine Principal tengo que arrimarme a la pared para
evitar los coches, desde alguna parte me llegan los timbrazos de un teléfono y me
da un vuelco el corazón, vas a llamarme, estoy seguro, preguntarás por mí y
colgarás justo cuando yo doble la esquina de la plaza de San Lorenzo, me
detengo frente a la puerta de mi casa, tardan en abrirme, oigo los pasos suaves de
mi madre y su voz que dice, ya va, me acuerdo de que cuando era niño uno
decía ave maría purísima al entrar en las casas y desde el interior le contestaban,
sin pecado concebida, entonces las puertas sólo se cerraban al oscurecer, anda y
cierra ya, me decía mi abuela, no vaya a colarse algún tonto, y yo, con aquella
imaginación literal de la infancia, veía a alguno de los tontos de Mágina
escondido en la oscuridad del portal, y me preguntaba por qué los tontos tienden a
colarse al anochecer en los portales. Me abre mi madre, en seguida descubre el
barro en los bajos del pantalón y en mis zapatos y me pregunta dónde he estado,
me toca la cara fría, no te has abrigado para salir, caliéntate en la lumbre, así que
no has llamado, si lo hubieras hecho ella me lo diría en cuanto me viera, miro
con rencor y esperanza el teléfono, entro en el comedor y mi abuelo Manuel
permanece en la misma posición en que lo dejé antes de irme, quieto en el sofá,
con la boina sobre la frente y los hombros hundidos, indiferente a la luz del día y
al paso de las horas, me sonríe al verme, como si despertara de un sueño, y tal
vez no me reconoce o me confunde con otro, con alguno de mis tíos, conmigo
mismo hace veinte años, mi madre me dice con una solicitud casi angustiosa que
me siente al brasero y me eche por encima las faldillas, no vaya a coger un
resfriado, me doy cuenta de que apenas sabe cómo tratarme, espía el más leve
de mis movimientos para averiguar de antemano cualquier posible deseo, si
tengo hambre, si quiero un vaso de leche caliente, si me apetece que avive la
lumbre o que remueva la candela del brasero, si me ha gustado la comida, hago
ademán de levantarme y me pregunta si me voy, le pido que se siente un rato a
mi lado y me habla de las últimas horas de mi abuela Leonor, no sabe vivir sin
ella, no se acostumbra a su ausencia, cuando está en la cocina le parece oír su
voz en el piso de arriba el roce de sus pasos, me cogió la mano, dice, me la
llevaba cogida en la ambulancia y no quería soltarme cuando llegamos al
hospital, hija mía, le dijo, un poco antes de volverse hacia la pared, qué pena me
da dejarte sola, con lo que yo te quiero. No tenía cara de muerta, dice mi madre
con un orgullo melancólico, no se puso morada, ni se le desfiguró la boca,
parecía dormida, no sabes cuánto se acordaba de ti, hay que ver, me decía, lo
lejos que estará ahora mismo mi nieto, lo que le gusta viajar, con lo cobarde que
era de chico, ni se asomaba al escalón de la puerta, hasta para ir a la esquina
tenía yo que llevarlo de la mano, lo tardío que fue para hablar, y mira ahora
todas las palabras extranjeras que sabe. Mi abuelo Manuel abre muy despacio los
ojos sin pestañas, con una pesada lentitud como de animal rugoso y arcaico, tal
vez sabe de lo que estamos hablando, tal vez no ha perdido la conciencia ni la
memoria y lo que hace es ocultarse, para que nadie descubra su humillada
soledad y su vergüenza por no poder valerse, nos mira con la boca abierta y su
voz, que fue tan sonora, ahora es poco más que un gemido, dice una o dos
palabras, acaso el nombre de mi abuela, se le tuerce el gesto y rompe a llorar
con una expresión insoportable, de sufrimiento infantil, a la hora de comer mi
madre le ata al cuello un largo paño blanco, porque le tiemblan las manos y lo
derrama todo, y entonces parece un voluminoso idiota y yo aparto los ojos de él
para que al menos la piedad no lo injurie. No comes nada, dice mi padre, esos
extranjeros te han estropeado el estómago, no paras de fumar.
En medio de un silencio de monasterio o de pozo irrumpe el timbre del
teléfono y estoy tan ensimismado por la ausencia de voces y la sensación de
lejanía que me cuesta un poco recordar la posibilidad de que seas tú quien llama.
Es para ti, dice mi padre: no me acordaba de tu voz, se me estaba olvidando el
gusto de escucharla, digo tu nombre y me suena extraño, Nadia, lo repito para
estar seguro de que alude a ti, Nadia, te oigo tan cerca, con tanta claridad, que en
una décima de segundo imagino que no estás en Nueva York, sino aquí mismo, en
Mágina, que acabas de llegar a la estación de autobuses y me llamas desde una
cabina. Con una mezcla insensata de entusiasmo y de incredulidad te escucho y
no puedo creerme que tus palabras se refieran a mí, pero eres tú, sin duda, y
aunque no reconociera el metal de tu voz me lo revelarían el acento de Madrid
con leves inflexiones sajonas, tu serenidad irónica, tu inmediato descaro, en
Nueva York es mediodía y no para de nevar, te imagino sentada junto al teléfono,
de espaldas a la ventana, tu melena rojiza extendida a los lados de la cara y
posada en los hombros, te pregunto cómo estás vestida, me voy excitando muy
sigilosamente, tu voz despierta el deseo aletargado, un pantalón negro y ceñido a
los tobillos, una de las camisas que te dejaste olvidadas, tanta urgencia por
preparar el equipaje y se te quedó la mitad, estás riéndote de mí, te quedas
callada y te imagino seria de pronto porque tienes algo que decirme y has de
calcular con exactitud cada palabra, igual que cuando enumeras los detalles
precisos de un recuerdo, me desespero al oírte tan cerca y saber que estás al otro
lado del mundo, no dices nada, temo que se haya interrumpido la comunicación,
sigues ahí, te pregunto, pero no por mucho tiempo, si tú quieres que vaya, eso es
lo que me has contestado, aunque no estoy seguro, las palabras suenan con una
ligera reverberación, y tú las dices como si te diera un poco de miedo que al
pronunciarlas se volvieran enfáticas, como si consultaras mi opinión sobre un
asunto indiferente, he pensado que podría aceptar por unos meses un trabajo que
me ofrecieron en Madrid, a mi hijo le vendría bien vivir algún tiempo en España,
y yo he vuelto a hartarme de Nueva York y de América, a ti qué te parece. La
misma timidez nos paraliza a los dos a seis mil kilómetros de distancia, la
incertidumbre cobarde de cada uno sobre los sentimientos del otro al cabo de dos
días, te digo imitando involuntariamente el tono neutro de tu voz que yo también
había pensado instalarme de manera provisional en Madrid, me acuerdo en
oleadas de deseo del olor de tu piel, del brillo de tus ojos y el gusto de tu boca, de
tus piernas ceñidas por el pantalón negro y de tus pies descalzos, te pido
impúdicamente que vengas, no dentro de un mes ni de ocho días sino mañana
mismo, ahora, que suene el timbre de la puerta y yo salga a abrir y te encuentre
tan a pesar de todas las imposibilidades como cuando alcé los ojos en la cafetería
de mi hotel de Nueva York y te vi en el umbral detenida y buscándome, con ese
aire de tranquilidad en la sonrisa, como si nunca hubieras dudado de llegar a
tiempo ni de lo que nos iba a suceder.
C
UENTO LAS HORAS Y LOS DÍAS
, me acomodo esperándote a la morosidad
del tiempo, que parece no discurrir y sin embargo se mueve en dirección a tu
llegada a la misma velocidad con que progresan desde el mediodía las sombras
de los tejados sobre el pavimento de la plaza de San Lorenzo, sin que ningún ojo
perciba la lentitud de su ritmo, igual que crece la penumbra en las habitaciones
interiores de mi casa mientras mi madre y mi tía rezan el rosario vestidas de luto
y no encienden todavía la luz y se escucha el trepidar de los motores de los Land
Rovers y las furgonetas que vuelven del campo cargados de aceituna, en los
atardeceres de frío estático y neblina violeta, cuando el cielo permanece liso y
azul sobre las torres y en las calles ya es casi de noche: a última hora pasan
algunos aceituneros que han vuelto de los olivares a pie, algún hombre que lleva
de la rienda un mulo cargado de sacos y de haces de varas, pero ya son muy
pocos, ya no se oyen sobre el empedrado los pasos de las cuadrillas, las ruedas
de madera de los carros ni los cascos de los animales, ni suenan voces de niñas
que canten romances saltando a la comba ni letanías de juegos, ay qué miedo
me da pasar por aquí, si la momia estará esperándome a mí, no suben del pilar
lentos rebaños de vacas ni queda nadie que les cante su conjuro, bao, bao, tírate a
lo negro y a lo colorao, a lo blanco no, que está salao. Rompen a doblar las
campanas de las iglesias y entre sus sones claros y distantes suenan las
campanadas más graves de la hora en el reloj de la plaza del General Orduña,
que ahora se llama de Andalucía, aunque la estatua permanece en el mismo
lugar, igual que los carrillos de pipas y de cigarros sueltos de los soportales, y el
reloj de la torre y la fila de taxis y la comisaría con la bandera en el balcón a
donde ya no se asoma el subcomisario Florencio Pérez, que murió, me han
dicho, el pasado diciembre, mereciendo en
Singladura
un artículo necrológico de
Lorencito Quesada que ocupaba una página entera, y en el que se explicaba con
un retraso de dieciséis años que fue el subcomisario el autor del soneto anónimo
grabado al pie de la estatua lastimosa de Carnicerito, tan perdida como la fama
de nuestro matador en un mezquino cantero de césped esquilmado entre bloques
de pisos y cruces de avenidas, al norte de Mágina. He pasado por allí cuando iba
al cementerio a ver la tumba de mi abuela Leonor y me parecía que estaba en
otra ciudad, no conocía las calles, buscaba los descampados a donde nos íbamos
mis amigos y yo para fumar sin peligro de que nos viera algún pariente y sólo he
encontrado urbanizaciones sin aceras, garajes, talleres de coches, incluso
whiskerías con nombres invitadores y dotados de genitivo sajón, una fealdad
definitiva y monótona de extrarradio, de bar de carretera, una infamia de solares
estériles donde no quedan rastros de las hileras de olmos que yo recordaba, de
chalets adosados en mitad de un desierto y de muladares industriales y broncos
cocherones de ladrillo con tejados de uralita.
De modo que esta barbarie que ha venido creciendo como un tumor sin que
yo supiera o quisiera advertirlo es mi ciudad y mi país, la residencia privilegiada
y única de mi memoria, el lugar adonde tú has elegido venir para encontrarte
conmigo, lo miro todo y te lo cuento y me gana la rabia, las calles sucias,
intransitables por el tráfico, los caminos del campo cegados por el abandono y la
basura, frigoríficos viejos y lavadoras y televisores rotos en astillas, cristales de
botellas, envoltorios desgarrados de plástico, una epidemia de zafiedad y de
mugre, de malos modos y avaricia, tiendas de lujo y jardines devastados,
garabatos de spray en las fachadas de casas en ruinas, letreros de tenebrosos
videoclubs en callejones desiertos, latas aplastadas de
Coca-Cola
flotando en el
agua podrida de aquella fuente del parque Vandelvira que ya no se ilumina por
las noches ni alza más arriba de los tejados sus chorros amarillos, azules y rojos
para asombro y orgullo de las familias de Mágina y gloria de las modernas
postales en color que aún se exhiben en algunos estancos. He caminado por la
acera del instituto, a la salida de clase, entre grupos de adolescentes que me
intimidan un poco porque me hacen sentir mi verdadera edad y el tiempo que
me separa de sensaciones y recuerdos tan engañosamente próximos, he pasado
junto a la puerta de cristales del Martos y no me he atrevido a entrar, en la calle
hace sol pero el interior es umbrío, no se ve desde fuera el rincón donde estaba la
máquina de discos, sólo la forma de la barra y una cara envejecida y pálida tras
ella, tal vez la del mismo dueño de entonces, el que fue marino y dio la vuelta al
mundo en un carguero y recibía de países lejanos aquellos discos a los que mis
amigos y yo les debimos el entusiasmo y la vida, me he detenido un instante, he
pasado de largo, he visto el letrero vertical del hotel Consuelo, que nos parecía tan
cosmopolita y novelesco y es un edificio deslustrado de los años sesenta, he
bajado por la avenida de Ramón y Cajal y me he internado en las calles breves
y silenciosas de la colonia del Carmen, parece mentira que sean tan pequeños los
chalets, los veo simultáneamente desde tu mirada y la mía, sigue habiendo una
placa dorada junto a la verja del chalet donde vivía Marina, pero ya no está
inscrito en ella el nombre de su padre, busco la casa que tú recuerdas y yo no, la
del jardín donde sesteaban los gatos al sol del invierno, pero no logro encontrarla,
o ya no existe o la han restaurado, se multiplican los ladridos de perros que
asoman los hocicos y las patas entre las rejas y un hombre en chándal que se
inclinaba sobre el motor de un BMW con el capó levantado se me queda
mirando, no se fía de mí, o tal vez me ve cara de forastero, tiene el pelo escaso
fijado en las sienes con gomina, tan liso como si se lo hubiera lamido la lengua de
una vaca, y una discreta barriga, y masca el filtro de un cigarrillo rubio, mira
con la embotada soberbia que tanto miedo me daba percibir de niño en los
abogados y en los médicos, y cuando ya me he alejado de él estoy a punto de
volverme porque lo he reconocido, se sentaba dos o tres bancas delante de la mía
en un aula de los Salesianos, así que tiene la misma edad que yo, pero me
alarmo, no es posible, yo soy mucho más joven que ese tipo apoltronado de
antemano en la madurez, nunca me he visto en los espejos esa barbilla
apoyándose con suficiencia o crueldad sobre un principio de papada, yo me sigo
moviendo tan azarosa y tan furtivamente como si aún tuviera por delante todas
las incertidumbres de mi vida, no tengo una casa ni un coche ni estoy seguro de
lo que vaya a ser de mí no ya en los próximos años, sino dentro de unos meses,
pero quizá sólo se trata de un efecto óptico o de una tentación de vanidad, eso me
advertiría mi sombra si no se hubiera quedado en la habitación de un hotel de
Nueva York tan desterrada y solitaria como el autorretrato de Murillo en una
pared de la Frick Collection, uno no sabe nunca cómo es de verdad su cara, le
añade un velo de indulgencia, igual que esos filtros que les ponen a las cámaras
de cine para difuminar los rasgos demasiado duros de una actriz cuarentona.
Me descubro desde lejos en el escaparate de una tienda de cuartos de baño,
me veo caminar con la cabeza baja y un poco ladeada y las manos en los
bolsillos del chaquetón a cuadros que compré en Chicago para defenderme de
aquel viento homicida y me acuerdo de cuando iba por estas mismas calles con
la guerrera azul marino de mi abuelo Manuel que me daba, creía yo, un aire
entre aventurero y maoísta, recitando canciones de Jim Morrison o de Lou Reed,
buscando a una mujer que no solía reparar en mi presencia a menos que le
hicieran falta mis apuntes de inglés y pasando muy cerca de otra a la que no veía
y que ahora mismo prepara su equipaje en un apartamento de Manhattan y da
vueltas de una habitación a otra o baja a comprar a una frutería coreana de la
Segunda Avenida consciente de que cada uno de sus pasos está abreviando la
distancia y la aproxima a la hora del viaje: tus pasos y los míos, nuestros dos
relojes avanzando en dos tiempos, la nieve en Nueva York y el sol frío y
resplandeciente en Mágina, una claridad tan pura que deslumbra los ojos, exalta
la belleza maltratada de los palacios con escudos y torres y de las casas blancas
con dinteles de piedra y revela sin engaño posible la magnitud de las injurias que
me han desfigurado esta ciudad que yo supuse inalterable. Voy derivando de
nuevo hacia los barrios del sur, lo miro todo con más ávida atención y extrañeza
porque tú vas a verlo dentro de muy poco, en la avenida que se llamó Trece de
Septiembre y Dieciocho de Julio y ahora Constitución han cortado los castaños de
Indias, qué saña con los árboles, en los bajos de la casa donde yo nací (veo en el
último piso las ventanas cegadas del cuarto de la viga) ahora hay un
pub
que se
llama Lony, las calles cercanas a la fundición parecen más anchas porque están
asfaltadas y ya no queda ni una sola de las grandes moreras que nos abastecían
en mayo de hojas tiernas para los gusanos de seda, qué pensará Félix cuando
venga por aquí, cuando pase por la calle Fuente de las Risas y llegue al terraplén
que nos sobrecogía como un acantilado y ahora es sólo un vertedero: hacia la
mitad se abría el arco de piedra de una cloaca y los niños mayores nos asustaban
diciéndonos que aquello era la cueva de una bicha que se tragaba entera a la
gente y luego se dormía con los ojos abiertos en la oscuridad para hacer la
digestión de los cadáveres. Sobre la tierra húmeda y feraz de las huertas y el
verde limpio de los sembrados el sol levanta un tenue vapor azul que se disuelve
al avanzar el día como la niebla del Guadalquivir.
Ya estás viniendo, hacia cualquier dirección que encamine mis pasos me
acerco a tu llegada, cualquier gesto que haga es la señal de un preludio, se
disuelve rápidamente en el pasado para que tú vengas antes, y hasta Mágina se
vuelve una ciudad prometida y futura porque dentro de unos días estaré en ella
contigo. Vendrás sola, pero no quieres que vaya a esperarte a Madrid, llegarás
por la tarde en el autobús al que siguen llamando la Pava, como cuando viajaste
en él con tu padre, y yo estaré esperando en el vestíbulo de la estación con los
nervios de punta, tirando los cigarrillos apenas encendidos, y la seguridad de
verte se me irá desvaneciendo a cada minuto que tarde en aparecer el autobús,
pensaré que lo has perdido, o que me he equivocado de hora o de lugar, pediré un
whisky
en la cantina para templarme el ánimo y no beberé más de dos tragos,
por miedo a que llegue el autobús sin que yo me dé cuenta, me desfallecerán las
piernas cuando vea salir a los viajeros cargados de bolsas y de maletas y no te
distinga inmediatamente entre ellos, me sorprenderá tu cara, tan poco parecida al
principio a las fotografías y al recuerdo, me iré acostumbrando a tu voz y a la
realidad de tu presencia mientras bajemos en un taxi a la plaza de Santa María,
más bien intimidados, tú aturdida aún por el cambio de hora y la fatiga del viaje
tan largo, peinándote el pelo con los dedos cuando salgas del taxi y te quedes
mirando los balcones y la escalinata del parador con una sonrisa diáfana y
cansada. Uno de esos balcones corresponde a la habitación que ya he reservado
para ti: al pronunciar ante el recepcionista tu nombre y el mío y ver que anotaba
con indiferencia una fecha muy próxima me ha parecido que mi deseo y nuestro
encuentro perdían toda imprecisión imaginaria para ingresar en la objetividad de
los hechos reales. No soy yo solo quien sabe que vendrás, no te he inventado
como inventé a otras mujeres incluso después de haberlas conocido: tu nombre y
el día en que vas a venir los ha dicho en voz alta alguien que no te ha visto nunca
y los ha tecleado en la consola de un ordenador. He subido a la habitación, grande
y blanca, con vigas oscuras en el techo, he abierto el balcón y he visto lo que
verás tú, lo que posiblemente no recuerdas, la fachada del Salvador, la torre con
saeteras y la cúpula bulbosa de color de bronce, los tejados del barrio del
Alcázar, y más allá, a una distancia de horizonte marino, las cimas de la Sierra.
Qué impaciencia, qué ganas de no moverme de aquí hasta que tú llegues, de
tenderme en la cama y quedarme dormido soñando que te abrazo y de verte en
cuanto abra los ojos, como cuando me despertaba en Nueva York el ruido de una
llave en la cerradura y escuchaba tus pasos y aparecías tú en la puerta del
dormitorio, con cara de frío, con los labios pintados, con una gran bolsa de papel
en las manos, madrugadora y diligente, como quien nunca se rinde a la pereza.
Una punzada de excitación, este lugar tan neutro que tú no has visto todavía será
dentro de poco una de las habitaciones memorables de mi vida, en el espejo que
hay frente a la cama se reflejará tu cuerpo desnudo cuando te levantes con la
melena revuelta sobre los hombros para ir al baño o a buscar tu bata de seda, en
la mesa de noche donde ahora sólo hay un cenicero limpio de cristal y una
lámpara estarán tus cigarrillos, tu reloj de pulsera, tu barra de labios, en el suelo
enmoquetado y en la butaca que ahora tiene un aire tan respetable y
circunspecto habremos tirado de cualquier modo nuestra ropa. Estoy de pronto
tan seguro que puedo recordar lo que aún no me ha sucedido. Será igual que cada
una de las veces anteriores y no se parecerá del todo a ninguna de ellas, la
sorpresa se aliará a la costumbre y el descubrimiento a la confirmación, veré
todas las caras tuyas que he conocido y vislumbraré alguna que no sospechaba, y
cuando nos quedemos serenados y exhaustos y nos volvamos el uno hacia el otro
sentiremos que por fin estamos empezando a reconocernos después de la
separación.
Cruzo del porvenir hacia el pasado, el presente inmediato de mi espera y de
mis caminatas por Mágina es como una puerta giratoria que me lleva de uno a
otro, en menos de un segundo, en la distancia de un paso, salgo del parador
excitado de antemano por tu presencia futura y unos metros más allá, en la acera
del hogar del pensionista, donde hay una fila de ancianos que toman el sol
envueltos en bufandas y pellizas, oigo voces que conversan sobre los temporales
y las cosechas de hace medio siglo y veo caras friolentas y figuras arrasadas por
la vejez que me resultan familiares, a casi todos estos hombres los conocí yo
cuando eran fuertes y ágiles, y es la incesante comparación entre lo que
recuerdo y lo que miro la causa de que sólo en esta ciudad pueda cobrar una
conciencia tan clara y obsesiva del tiempo. Casi nadie me es aquí
completamente extraño, y cualquier camino que elija en mis paseos sin rumbo
es la conmemoración involuntaria de algún episodio de mi vida. Ese hombre
grande y gordo, con orejas largas y expresión alelada, que ha bajado de la
cabina de una camioneta en la plaza de los Caídos y se dirige por señas a un
municipal que hace guardia en la puerta del ayuntamiento es Matías el
sordomudo: me parece raro que tenga una existencia real fuera de mi
imaginación y de mis conversaciones contigo. Por el paseo del Mercado vienen
hacia mí dos ancianos calmosos que se detienen charlando cada pocos pasos y
uno de ellos, el más bajo y fornido, el que lleva una chaqueta de pana, una
camisa abotonada hasta el cuello, boina ancha y gafas con cristales de aumento,
es el teniente Chamorro, con sus ademanes pedagógicos y su carpeta azul de
gomas bajo el brazo, guardará en ella recortes subrayados de periódicos o
fragmentos a máquina de las memorias que ya pensaba escribir cuando iba a la
huerta de mi padre, sigue teniendo un aspecto inquebrantable de dignidad y de
salud, que atribuirá orgullosamente a su puritanismo libertario, agua fresca y no
aguardiente, nos decía, y bibliotecas y escuelas en vez de tabernas, pasa a mi
lado sin verme, gesticulando con un dedo acusador mientras habla de la
corrupción de los tiempos, y un acceso de timidez me impide acercarme a él,
aunque me ha contado mi padre que siempre le pregunta por mí, hay que ver, tu
hijo, le dice, desde chico se le vio que valía para algo más que para el campo:
me conmueve cómo reverencian lo que ellos nunca tuvieron, el saber y los
libros, la posibilidad de los viajes, el uso de palabras que para ellos pertenecen a
un tesoro inaccesible, no las pronuncian por miedo a equivocarse, tal vez incluso
por desconfianza hacia ellas, pues no ignoran que son palabras de otros y que con
frecuencia propagan la mentira y sirven para afirmar la primacía de sus dueños.
Yo escucho las palabras de Mágina, las de los hortelanos y los aceituneros, las
que aprendí de mis padres, y me doy cuenta de que muy pronto desaparecerán
porque ya casi no existen las cosas que nombraban, igual que han desaparecido
los romances de saltar a la comba y las cantilenas amenazadoras de los juegos
porque ya no quedan niños en el barrio de San Lorenzo que se asusten de la Tía
Tragantía o de la momia de la Casa de las Torres: también en las palabras soy un
extranjero y un advenedizo, he perdido las que me legaron y el acento con que
me enseñaron a decirlas y no acabo de aceptar como mías las que aprendí
después, vivo entre ellas y de ellas pero me son ajenas y no pueden explicarme
y tal vez me rechazan igual que las miradas claras y frías de la gente que se
cruza conmigo en las ciudades adonde quise huir cuando tenía quince años. En
casa de mis padres y en las calles de Mágina siento que habito en el reino de las
palabras y que vuelvo a ser habitado por ellas, como una casa donde no ha vivido
nadie durante mucho tiempo y en la que suenan con ecos excesivos las voces y
los pasos de los recién llegados: voces que salen del interior de una tienda o de
una barbería, palabras hermosas o brutales que atrapo al pasar como si me
inclinase para recoger del suelo una moneda, miradas y rostros que me
devuelven a las fotografías de Ramiro Retratista, a las historias que tú y yo nos
contábamos en los días ya lejanos de Nueva York tan ávidamente como solíamos
contarnos Félix y yo las películas o las novelas de la radio sentados en algún
escalón de la calle Fuente de las Risas. Caras en las ventanas, detrás de los
visillos, mirando a la gente que pasa con una curiosidad inmemorial, caras
embrutecidas o desfiguradas por los años recorriendo al anochecer la calle
Nueva con lentitud de procesión, facciones prematuramente reblandecidas y
aflojadas por el confort doméstico y el ufano aburrimiento de Mágina, pálidas
cataduras de yonquis que conservan tras las gafas una dureza rural, caras de
mancebos de botica que ya estaban detrás del mismo mostrador donde ahora los
veo cuando iba de la mano de mi madre a comprar medicinas, las caras rancias
y las suaves manos clericales de los inveterados dependientes de los almacenes
de género y confección que se han quedado vacíos y anacrónicos por culpa de la
devastadora modernidad de los últimos años, Lorencito Quesada saliendo como
un bólido de El Sistema Métrico y saludándome al pasar como si me conociera
de algo, dinámico, ávido de noticias, con un leve temblor en las mejillas
carnosas, con dos o tres periódicos bajo el brazo y un pequeño cassette en la
mano, tal vez se dirige a entrevistar al que fue hijo pródigo del subcomisario
Florencio Pérez, que ahora es un cantante célebre y ha venido a pasar unos días a
su patria chica, según informaba esta mañana
Singladura
en un suelto anónimo
donde se ofrecía la cálida bienvenida de toda la provincia a este paisano nuestro
que ha triunfado en el mundillo de la canción ligera tan justamente y tan a pesar
de todos los pesares como triunfó el llorado Carnicerito en el planeta de los toros.
Guardo la hoja del periódico para enviársela a Félix, que tal vez es el lector más
leal a la prosa de Lorencito Quesada, en los soportales de la plaza del General
Orduña le compro un paquete de tabaco a mi antiguo amigo Juanito, que está
sentado junto a su tenderete de chucherías ínfimas y nunca se acordará de mí, se
queda mirando las monedas en la palma de la mano y frunce las cejas con un
aire casi doloroso de concentración para calcular la vuelta que ha de darme,
tiene unos ojos grandes e infantiles de idiota, las esquinas de la boca húmedas de
saliva y un poco de bozo oscuro sobre el labio superior, se ha olvidado de darme
el tabaco o no recuerda la marca que le he pedido, y cuando vuelvo a decírselo
alza sus lentos ojos asustados hacia mí y yo aparto los míos para no intoxicarme
de lástima y de ternura, porque me está mirando desde el estupor de la infancia
que compartí con él y no sabe quién soy.
Vivo en suspenso, esperándote, camino por la ciudad imaginando que te hablo
y que tú vas conmigo, no hago nada, no me decido a ir en busca de Martín o de
Serrano, te llamo por teléfono desde un locutorio y gasto una fortuna contándote
cómo es la habitación que he reservado para nosotros, me aflijo en los
anocheceres con la misma tristeza puntual de los inviernos de hace veinte años,
me levanto tarde y desayuno junto al fuego, como en silencio con mis padres y
mi abuelo Manuel, recorro sin propósito las habitaciones altas de la casa, no entro
nunca al dormitorio de mi abuela Leonor, encuentro en un armario arrumbado
en el pajar mis libros de texto de cuando iba al instituto y los cuadernos de
apuntes donde escribía mis confesiones patéticas de insumisión y desdicha y no
quiero abrirlos, suena el teléfono a medianoche, oigo tu voz, me muero de deseo,
mañana mismo a estas horas subirás a un avión, en cuanto tengas casa en Madrid
volverás para traerte a tu hijo, yo no me atrevo a decirte que quiero vivir en esa
casa contigo, apago la luz y no puedo dormirme, pienso en mi abuela muerta, en
lo que sentiría en el instante justo en que murió, pena y alivio tal vez, no terror,
extrañeza, no sé cómo voy a atravesar las dos noches que faltan para que tú
vengas, escucho en el insomnio los ruidos olvidados de mi casa, la carcoma, el
viento en el tejado, ese crujir de las vigas que suena exactamente igual que los
pasos de alguien sobre mi cabeza, dan las campanadas de las cuatro en el reloj
de la plaza, mi abuelo Manuel tose y gime dormido, mi padre se levanta y baja
pesadamente las escaleras, arranca la furgoneta para ir al mercado de los
mayoristas a comprar hortaliza, sueño que ya has llegado a Mágina y que por un
malentendido trivial no logro encontrarte, veo al despertar las rayas del sol en la
persiana y me acuerdo de que en mayo anidan siempre golondrinas en el hueco
del balcón, bajo a la cocina, mi madre está inclinada sobre el fregadero y un
llanto contenido le sacude los hombros, ha dejado pasar mucho tiempo desde la
última vez que se tiñó el pelo y lo tiene blanco en las raíces, me besa, me
pregunta si he dormido bien, no me atrevo todavía a hablarle de ti, salgo a la calle
a pasear al sol de los gandules y los jubilados, calculo que tú estarás durmiendo y
que cuando abras los ojos pensarás que éste es el día de tu viaje, la espera se me
ha convertido en una acuciante necesidad sexual, te echo de menos como un
adicto, descubro con alarma que no puedo vivir sin ti, si me besara de besos de su
boca, leías en la Biblia, porque más dulces son tus amores que el vino: voy por la
esquina del Real y veo una cara detrás de una reja, una cara familiar, ancha y
lívida, que me estaba mirando antes de que yo la viera, una cara imposible, con
un lunar junto a los labios, con el pelo negro partido sobre la frente por una raya
recta y unos pesados tirabuzones negros que circundan sus pómulos, con un
escapulario al cuello, ya pasaba de largo y me vuelvo y no lo puedo creer
aunque la estoy viendo tras el cristal de la ventana, rodeada de cuadros sin valor,
de muebles viejos y cacerolas y almireces de cobre, no es una ventana, pero por
un segundo la mujer ha sido real, es el escaparate de un anticuario, y al fondo,
medio oculta en la sombra, está la momia incorrupta que encontraron en un
sótano de la Casa de las Torres hace cincuenta años, la que enajenó a Ramiro
Retratista y tenía escondido en el seno un papel con unos versículos del Cantar de
los Cantares.
Pero no puede ser, vas a decirme que soy un embustero cuando te lo cuente,
empujo la puerta de la tienda, suena una campanilla y no viene nadie, y la mujer
que tú y yo hemos visto en una fotografía que fue tomada setenta años después
de su muerte está sentada y rígida contra una pared, en una especie de hornacina
de cristal que tiene una diminuta cerradura dorada y una llave parecida a las de
los relojes de péndulo, la hago girar con una audacia sonámbula, hay alguien
más en la tienda, abro la puerta de cristal y la momia sigue mirándome con sus
ojos claros, encogida, muy digna, tan ominosa como las figuras de monaguillos
desdichados que había antes en las iglesias y que nos daban más pena y más
miedo todavía al descubrir que eran de escayola, alguien se acerca a mi espalda
entre el desorden de la tienda y yo no me vuelvo, extiendo los dedos de la mano
derecha, la momia no es mayor que una niña, los botines afilados que sobresalen
del bajo de su vestido cuelgan a unos centímetros del suelo, toco su cara y
resbalan sobre ella las yemas de mis dedos, es de cera, por eso brilla de ese
modo, y sus pupilas son de evidente cristal. El dueño de la tienda está a mi lado,
un hombre de unos cuarenta años, con una expresión de despierta codicia, de
simpatía, de afable interés. «¿Verdad que a primera vista impresiona? A mí
también me pasaba al principio. Abría la tienda y antes de encender las luces ya
veía sus ojos. En la oscuridad son como los de los gatos. Luego uno se
acostumbra, y aunque le parezca raro acaba tomándole cariño. El negocio es el
negocio, pero a mí no me agradaría desprenderme de ella. Un tesoro, créame,
más valioso aún por su rareza, estatuaria en cera del
siglo
XIX
, aunque a usted no
me hace falta decírselo, se le nota que entiende. Habrá venido a Mágina en plan
turismo, me figuro. Es lo que yo digo siempre, las cosas que tenemos aquí sólo
sabe apreciarlas la gente de fuera». No lo oigo, sigo mirando a la momia, a la
estatua de cera, miro los tirabuzones de pelo natural y las pupilas de vidrio
azulado que permanecen fijas en mí, en el vacío, las manos pequeñas y unidas
en el regazo, el escapulario de Nuestro Padre Jesús, me dan ganas de comprobar
si tiene por el otro lado el retrato de un caballero con bigote y perilla pero no me
atrevo a volver a tocarla, se me ha quedado en los dedos el frío y la suavidad un
poco pegajosa de la cera, su consistencia neutra, es como estar mirando a una
enana muerta y bellísima, abominable, patética, con ojos alucinados de muñeca
y bucles postizos, cautiva en el interior de la urna que parece una vitrina de
museo. Por decir algo pregunto el precio: el anticuario sugiere después de un
minuto de reflexión una cantidad insensata. Finjo que la considero, me intereso
por la identidad de la dama de cera, pero él no sabe nada, me dice, lo llamaron
para peritar los muebles y los cuadros de una casa que iba a ser derribada y se
llevó un susto al encontrar la hornacina dentro de un armario, imagínese, me
dice, un caserón donde no había ni luz eléctrica, nada más que polvo, muebles
viejos y cuadros sin valor, lo de siempre, y muchos libros, eso sí, guardados en
cajones, libracos tremendos de anatomía del
siglo
XIX
, puede verlos si quiere,
los tengo por ahí, incluso había un estetoscopio muy primitivo, con un tubo de
caucho y una trompetilla de cuerno, se lo vendí a un médico, excelente amigo
mío y muy aficionado a las antigüedades, a ver, como toda persona de gusto con
posibles; bueno, pues como le decía, me dejan las llaves y entro solo en la casa,
que era muy grande, voy abriendo todos los balcones para ver bien los muebles
y las pinturas y para que no me sofoque el polvo y llego a lo que parece un
dormitorio principal, con puerta de doble hoja, una cama con dosel y un armario
muy alto, pero como no tiene ventana enciendo la linterna, y digo yo que por la
corriente de aire el armario se abre solo, y allí la vi, me iba a dar algo, no es que
uno crea a pies juntillas en los fenómenos sobrenaturales, pero en mi oficio se
entra en casas muy viejas y se oye contar cosas, así que me quedé helado, se lo
juro, pensé que podía ser una aparición, o un cadáver, y ganas me dieron de salir
corriendo y de tirar las llaves, menos mal que yo, en el fondo, soy hombre de
recursos, así que volví a enfocar la linterna y al descubrir que la figura estaba
hecha de cera me tranquilicé, pero tampoco mucho, en esa casa yo notaba algo,
una presencia, un aura, como dice en sus artículos un escritor que tenemos aquí,
usted no lo conocerá, claro, se llama Lorenzo Quesada, aunque en Mágina todo el
mundo le dice Lorencito, lleva en el periódico de la provincia una sección muy
interesante de ufología y parapsicología que se titula «Más allá»; por cierto que
le he mandado aviso para que venga a ver la estatua pero todavía no ha podido,
usted no sabe lo ocupado que está ese hombre, siempre de un lado para otro con
el bloc y el cassette, entre El Sistema Métrico y
Singladura
yo creo que ni le
queda tiempo de dormir, y eso que en el periódico no cobra, pero le da igual, es
lo que él me dice, Guillermo, el periodismo es mi vocación, para qué quiero yo
más pago que la fidelidad de mis lectores y el realce que le doy a Mágina en
todos mis artículos.
Al anticuario no le entra la lengua en el paladar, habría dicho mi abuela
Leonor, de quien tal vez heredé yo la nerviosa impaciencia que le producía la
gente charlatana: no sabe con exactitud a quién perteneció antiguamente esa
casa, a un médico que fue muy célebre, le han dicho, pero él no lo conoció, la
verdad es que se siente tan hijo de Mágina como el que más pero no es de aquí,
vino hace veinte años y está dispuesto a morir en la ciudad, me recomienda
vivamente su alfarería artística y su Semana Santa, únicas en el mundo, sugiere
de pasada que en atención a mi interés por la estatua de cera podría hacerme una
rebaja, pero entonces quién le dio las llaves, logro decirle aprovechando que ha
callado un instante para respirar, quién se lo vendió todo: un matrimonio joven,
contesta, bruscamente elusivo, casi ofendido, acaba de entender que no le pienso
comprar nada, la habían heredado y no sabían qué hacer con ella, bueno, sí que
lo sabían, vendérsela a una inmobiliaria, se notaba a la legua que la mujer era
quien mandaba de los dos, la que cortaba el bacalao, como si dijéramos, es la
hija o la nuera de un hombre muy conocido aquí, que fue taxista muchos años,
espere que me acuerde, Julián, le dicen, Julián el del taxi, un señor corpulento,
más alto que usted, ya muy mayor, desde luego, la edad no perdona, como yo
digo, se ve que el hijo y la nuera o la hija y el yerno querían librarse de él y en
cuanto le heredaron, antes de morir, para ahorrarse los gastos de testamentaría,
lo mandaron al asilo, el de toda la vida, el de las monjas, pero ahora creo que se
llama residencia de la tercera edad, y allí seguirá el pobre, si es que no se ha
muerto, el anticuario mueve la cabeza, suspira, cierra la hornacina con su llave
diminuta y se la guarda ostensiblemente en un bolsillo, sin mirarme a los ojos me
pide que lo disculpe, ha sonado la campanilla de la puerta y se dirige agraviado y
solícito hacia una pareja de indudables forasteros.
M
E PARECE QUE VIVO
en dos lugares a la vez, en dos tiempos simultáneos,
que al caminar me muevo en dos direcciones y a dos velocidades que ya han
empezado misteriosamente a confluir y mañana por la noche te habrán traído a
mi presencia, aún no has salido de tu casa y ya estás viniendo, ya te apresura el
viaje inminente, igual que a mí, que he mirado el teléfono y te he imaginado en
el mediodía de Nueva York, sola en el apartamento, terminando de revisar el
equipaje y comprobando que has guardado en el bolso el pasaporte y el billete,
preparando tal vez una comida rápida, y he marcado tu número no tanto para
estar seguro de que vas a venir como para que irrumpa cerca de ti una señal de
mi existencia: suena el primer timbrazo y lo oyes desde la cocina, mientras yo
estoy sentado en el portal de la casa de mis padres, al entrar en el comedor
escuchas el segundo, me has dicho que te ponen nerviosa los teléfonos y que sólo
ahora has empezado a aceptarlos, porque cuando suenan cabe la posibilidad de
que sea yo quien te llama, me impaciento al oír por tercera vez la señal, quién
sabe si a última hora has renunciado al viaje y te has ido de casa para no hablar
conmigo, descuelgas inesperadamente, digo tu nombre pero no es tu voz la que
me contesta en inglés, con los nervios me habré equivocado de número, es una
voz infantil, la de tu hijo, me doy cuenta cuando iba a colgar, te parecerá absurdo
pero me intimida hablar con él, me pregunta quién soy, un amigo, le contesto,
con una sensación ridícula de clandestinidad, te llama a voces —qué raro que tú
seas la madre de alguien— y respiro más tranquilo cuando se aparta del teléfono.
Oigo tus pasos, le dices algo al niño en español y luego me hablas a mí en un tono
que me alarma, más bajo de lo habitual, más educado y frío, creo distinguir al
fondo una voz masculina, suena una puerta al cerrarse y tus palabras recobran su
tonalidad transparente y cálida de siempre, te mueres de ganas de venir, Bob ha
ido a recoger al chico y se ha ofrecido para llevarte en su coche al aeropuerto
Kennedy, tú le has dicho que no, pero me dan celos de que otro hombre se
mueva con naturalidad por tu casa, con un sentido inevitable de posesión, al fin y
al cabo le es mucho más familiar que a mí, porque ha vivido en ella años, no
días, te burlas de mí, noto el halago y la excitación en tu risa, cuando ya vamos a
colgar me haces un impúdico ofrecimiento que piensas cumplir dentro de
veinticuatro horas y los celos y el miedo se extinguen, los desbarata la mutua
seguridad del deseo, con quién habrás estado hablando, me dice luego mi madre,
que se te ha puesto cara de que sí y ojos de no negarlo: también esa expresión
pertenecía a mi abuela Leonor, y mi madre al repetirla lo sabe, es como si su
presencia y su influjo nos hubieran quedado sobre todo en las palabras que los
dos aprendimos de ella y la conmemoran sin nombrarla.
Por la noche, muy tarde, cuando ya ha acostado a mi abuelo, mi madre
apaga la televisión, limpia la mesa, remueve el brasero, saca un libro de texto y
un cuaderno de hojas rayadas y escribe en él, a lápiz, con una lenta aplicación,
los ejercicios que deberá llevar mañana a la escuela de adultos. Tiene una letra
insegura, grande, infantil, duda y se muerde los labios y usa la goma de borrar,
luego sopla el papel para dejarlo limpio, ha vuelto a sentarse en un pupitre y a
mirar un encerado cincuenta y cinco años después de que cerraran las aulas por
el comienzo de la guerra. A mi edad, dice, con una satisfacción un poco
avergonzada, aprendiendo cuentas y tomando dictados. Ahora en lugar de hacer
punto se pone las gafas de cerca para leer junto a la lámpara y murmura muy
lentamente las palabras de los libros. Estoy sentado frente a ella al calor del
brasero y no se detienen los minutos, corren casi tan veloces en dirección a tu
llegada como huyeron hacia la despedida. En la acera de la calle Cincuenta y
Dos Este tú abrazas y besas a tu hijo, el niño rubio de las fotos que sonríe y mira
igual que tú. En una calle apartada de Mágina yo me detengo ante la fachada del
asilo y oprimo un timbre de latón que suena en el interior de un patio igual que
una campanilla eclesiástica. Subes en el ascensor donde nos acariciamos tantas
veces, miras tus maletas y tu bolso ya preparados en un rincón del vestíbulo, la
cama en la que esta noche no vas a dormir, el grabado del jinete polaco, lo ves
todo como si ya te hubieras ido, pones un disco de los Animals o de Miguel de
Molina y lo escuchas fumando tranquilamente un cigarrillo en el sofá. Una
mujer madura, con aire de monja a pesar del jersey de lana y los vaqueros, me
abre la puerta de cristal escarchado y le digo que soy el que habló con ella por
teléfono hace un rato, en los pasillos del asilo huele a hospital y a vejez, a
cloroformo y a orines. Debajo de la tierra a mi abuela Leonor le siguen
creciendo en la oscuridad el pelo blanco y las uñas. Bebes una cerveza y comes
algo en la cocina, miras tras el cristal la nieve o la claridad opaca de las dos de la
tarde, te acuerdas de la cara de afligida reprobación con que te ha mirado al
despedirse de ti el padre de tu hijo, como si te vaticinara afectuosamente un
desastre. La mujer gorda y hombruna, posible monja con vaqueros, me pregunta
si soy familia de Julián, digo que sí, un pariente lejano, se encoge de hombros,
qué raro, desde que está aquí es la primera visita que recibe, aunque él no se
queja, ojalá todos los ancianitos dieran tan poco tormento como él. Me gustaría
saber cómo me echas de menos, si tu manera de añorar es semejante a la mía, si
cuando estás acostada cierras los ojos para imaginar que me inclino sobre ti y
que no es tuya la mano que sube por tus muslos y te ronda suavemente las ingles.
En la puerta del salón que ahora me franquea la monja mientras reincide en sus
diminutivos repugnantes, ancianitos, pobrecitos, recogiditos, hay un letrero donde
pone «Área lúdica y de convivencia», escrito a mano en una hoja rayada, y al
otro lado un escándalo de voces, de fichas de dominó y golpes secos y expertos
de nudillos que descubren naipes, y dominándolo todo la música y los aplausos de
un programa de televisión, no queda más remedio que ponerla tan alta porque los
pobrecitos están sordos, pero casi ninguno la mira, al menos casi ninguno de los
varones, las mujeres hacen punto o reposan las manos en el vientre y tienen las
viejas caras levantadas hacia la repisa donde parpadea la pantalla en color. Tal
vez sientes miedo, igual que yo, miedo de entregarte, de romper con todo y
fracasar, de repetir inevitablemente conmigo errores de los que abjuraste cuando
aún no me conocías, la clase de errores que uno lleva en sí mismo como su olor o
sus huellas digitales aunque procure atribuirlos a la mala suerte o las deslealtades
de otros.
Pues ahí lo tiene usted, señala la monja, el pobrecito es muy bueno pero hace
poco que llegó y todavía no se ha integrado a nivel de convivencia, siempre les
pasa lo mismo, que no les gusta reconocer que son tan viejos como todos los
demás y protestan callándose: solo, en una mesa de formica, delante de un
periódico abierto, Julián el taxista, que nos llevaba siempre en nuestros viajes de
médicos a la capital de la provincia, conserva su gallardía adusta, su cráneo calvo
y anguloso, del que parece formar parte la montura negra de sus gafas. Lo
saludo, la monja le da una palmada maternal en la espalda y él le dirige una
rápida mirada de odio, en cuanto le digo quiénes son mis padres y mis abuelos
me indica con soberana deferencia la silla que hay frente a él, pues claro que se
acuerda de mí, me parece que te estoy viendo de chico cuando tu padre te
llevaba de la mano a vender leche, hay que ver, cómo pasa el tiempo, unos para
arriba y otros para abajo, igual que en la noria: de joven fue muy amigo de mi
abuelo Manuel, estuvo a punto de echar también los papeles para la Guardia de
Asalto, como automovilista, pero no lo hizo porque le daba reparo dejar a don
Mercurio, no era nadie tu abuelo, me dice sonriendo, no había quien le hiciera
sombra cuando se arrancaba a cantar por Pepe Marchena, y qué bien se le
daban las mujeres, con perdón, aunque tu abuela Leonor, que en paz descanse,
era la más guapa de Mágina, había que verla cuando iba a la fuente con el asa de
un cántaro en cada brazo, hasta los curas la requebraban, aunque esté feo decirlo.
Pero ya ves cómo acabamos todos, para que nos saquen a tomar el sol en una
espuerta, y por lo menos tu abuelo ha tenido la suerte de no perder el calor de su
casa. Le ofrezco un cigarrillo y lo rechaza melancólicamente, ya no gasto, dice,
con lo que me gustaba, el difunto don Mercurio me regalaba siempre su ración
de picadura, pero me afeaba el vicio, Julián, me parece que lo estoy viendo, el
tabaco es una de las peores consecuencias del descubrimiento de América, yo no
lo entendía, pero le daba la razón, a ver, si era una eminencia, una espiga, el
mejor médico que ha habido nunca en Mágina, no como estos oficinistas del
seguro que lo marean a uno a base de píldoras y de recetas, y nunca le cobraba a
los pobres, anda que no lo llevé yo pocas veces en su coche de caballos a los
corralones que había antes y a las Casillas de Cotrina, salía la gente de las casas a
besarle la mano, como si fuera un santo, y bien que lo era, aunque los niños
golfos de las calles le sacaron una copla, seguro que tú llegaste a oírla de chico, la
siguieron cantando mucho después de que se hubiera muerto, y no te creas eso
que dijeron los curas, que pidió los sacramentos cuando ya estaba a punto de
morir: bien que se le acercaron, como buitres, como esas monjas de paisano que
tenemos aquí, pero menudo era él para que lo trasteara nadie, ni médicos quiso, a
nadie más que a mí le permitió quedarse con él hasta el final, me pidió que le
leyera unos versos de aquella Biblia tan grande que tenía, la que le dejó en
herencia a Ramiro Retratista, y leyéndoselos estaba yo cuando se quedó más
encogido que un pájaro, igual de chico, que ni le abultaba el cuerpo debajo de la
colcha. A Julián se le escapa una lágrima, sorbe y se limpia los ojos y la nariz
con un pañuelo, luego los cristales de las gafas, se las vuelve a encajar en los
grandes huesos pelados de las sienes y al verme la cara otra vez con claridad
recuerda que lo llamé por teléfono hace unas horas y que le dije que quería
preguntarle algo: pero dime qué quieres que te cuente, que yo no paro de hablar
y te estaré mareando. Vacilo, he de elegir con mucho cuidado las palabras y el
tono para que no desconfíe o se retraiga, hábleme de don Mercurio, le digo, de
aquella momia que encontraron en la Casa de las Torres, justo enfrente de donde
vivían mis abuelos y mi madre, he oído las cosas que se dijeron entonces, he
visto las fotos que hizo Ramiro Retratista y sé a través de otros lo que don
Mercurio le contó, pero no entiendo nada, esta mañana la he visto en la tienda de
un anticuario y no es un cuerpo incorrupto, sino una figura de cera. Julián asiente
con la cabeza y sonríe, murmura por lo bajo, así que también han vendido la
momia, cría cuervos, ahora me mira de otro modo, tal vez con menos simpatía o
con más atención, y tú para qué quieres que te cuente esas cosas, dice, intrigado,
como si adivinara un motivo que yo no le explicaré, una intención oculta: para
nada, le digo, por gusto de saber, cuando era chico mi abuelo Manuel y mi
madre me contaban historias acerca de la momia, los niños de la plaza de San
Lorenzo cantaban coplas de miedo sobre ella, incluso más de una vez apareció en
mis pesadillas, y ahora que la he visto no puedo creerme que no fuera más que
una muñeca de cera guardada en un armario. Julián me escucha y parece más
tranquilo, hasta un poco decepcionado. Las voces y los aplausos de la televisión
retumban en la sala y se confunden con los golpes agudos de las fichas de
dominó: al principio Julián habla bajo y me cuesta entenderlo. Le sorprende que
yo tenga noticia de la conversación entre Ramiro Retratista y don Mercurio unas
semanas antes de la muerte del médico, pero no me pregunta quién me la ha
contado, y en cualquier caso el testimonio de Ramiro no le merece mucho
crédito, dice que era muy bueno, pero algo tonto, y que siempre estuvo ido,
como don Otto Zenner, se creía cualquier embuste, de modo que a don Mercurio
no le costó ningún trabajo engañarlo con aquel folletín que le contó para que no
siguiera molestándolo: los enmascarados en la noche del martes de carnaval, el
coche de caballos, la dama parturienta en la habitación de una criada, el niño que
nació muerto, nada de eso era verdad, Julián se ríe de mi asombro, como si
pensara que al recibir yo esa historia mentirosa se me hubiera contagiado la
crédula estupidez de Ramiro Retratista, lo único que era verdad es lo que tú
supones que era falso, la momia, lo que has visto esta mañana no es lo mismo
que encontramos nosotros en el sótano de la Casa de las Torres, sino una copia
exacta, y fue don Mercurio quien encargó que la hicieran, y no a cualquier
imaginero de retablos y figuras de tumbas de los que había entonces, sino a un
artista que poco después se hizo muy célebre, el que volvió a esculpir casi todas
las imágenes de Semana Santa que ardieron en la guerra, Eugenio Utrera, no sé
si tú llegaste a conocerlo, también hizo el monumento ese que hay en la plaza de
los Caídos, tenía el taller detrás de la plaza de San Pedro. Don Mercurio le pagó
un dineral en duros de los de entonces y le exigió que guardara el secreto para
siempre, continúa Julián, excitado él mismo por su narración, se lo quedó
mirando con aquellos ojos de águila que tenía y le dijo, entiéndame bien, para
siempre, hasta el día de mi muerte y hasta el de la muerte de usted, y Utrera le
juró asustado que callaría eternamente, por mí no se preocupe, don Mercurio,
que lo que hemos hablado no saldrá de esta habitación, yo creo que tenía miedo
de que don Mercurio siguiera vigilándolo después de muerto.
Me inclino hacia Julián para no perder ni una palabra y no puedo graduar el
orden de las preguntas que se me ocurren, ya no oigo las voces de los otros viejos
a nuestros alrededor ni el estrépito de la televisión, estoy sentado frente a ese
hombre como cuando escuchaba hablar a mi abuelo Manuel en la mesa camilla
y no oía el péndulo ni las campanadas del reloj de pared ni veía nada más que su
cara y las imágenes tan vívidas como fragmentos de sueños que me sugería su
voz: pero por qué robó don Mercurio la momia, si es que fue él, qué hizo luego
con ella, por qué se le ocurrió encargar una copia. Julián chasquea la lengua en el
paladar de la dentadura postiza y se la pasa luego por los labios, frunce el duro
mentón y roza con los dedos los cañones blancos de la barba, hay que ver, dice,
que seas tú quien viene a preguntarme al cabo de tantos años. No fue don
Mercurio, fui yo quien se la llevó de la Casa de las Torres, porque él me lo había
ordenado, desde luego, les atamos unos trozos de fieltro a los cascos de los
caballos,
Verónica y Bartolomé
, y bajamos en el coche por la calle del Pozo sin
hacer ningún ruido, a las cuatro de la madrugada, don Mercurio me esperó
dentro, con las cortinillas echadas, mientras yo saltaba por una tapia medio
derribada y me colaba en la casa, levántela con mucho cuidado, Julián, me había
dicho don Mercurio, con el sillón y todo, no vaya a deshacerse, y para
alumbrarme por los sótanos cuando la trajera en brazos yo me había provisto de
uno de esos gorros con candil que usan los mineros, pero no veas el susto que me
llevé cuando iba a bajar los peldaños del sótano, vi una luz y oí a alguien que
subía, me pegué a la pared, en el hueco de las escaleras, yo pensaba que sería la
guardesa y que iba a perseguirme a gritos con su porra de vaquero, pero mira
por dónde el que apareció en la trampilla fue Ramiro Retratista, andaba como
borracho, pasó a mi lado y ni me vio, aunque me rozó los pies la luz de su
linterna. Bueno, pues bajé al sótano y levanté la momia, con el sillón y todo, no
pesaba más que un vilano, la saqué de allí alumbrándome con mi candil de
minero y por poco se me cae cuando tuve que saltar otra vez la tapia, menos mal
que yo estaba entonces muy ágil, la encajé dentro del coche al lado de don
Mercurio, que parecía que se estuvieran hablando, y volvimos a casa sin que
nadie nos viera. Don Mercurio, le dije, con la momia en brazos como una
paralítica, dónde quiere usted que la ponga, pues por ahora en mi gabinete, Julián,
y más adelante ya le buscaremos mejor acomodo. Quería disimular, porque le
daba vergüenza, estas locuras a mis años, Julián, me decía, pero estaba muy
raro, más viejo que nunca pero como con maneras de chiquillo, sería lo que él
llamaba la demencia senil, le preparé un vaso de leche caliente, porque se había
destemplado, encendí la lumbre y me dijo que tuviera mucho cuidado, no fuera
a saltarle una chispa a la momia y ardiera en un minuto igual que la yesca, pobre
don Mercurio, le eché una manta sobre las rodillas y seguía temblando de frío,
me pidió su Biblia, él ya no tenía fuerzas ni para levantarla, miraba a la momia
con los ojos húmedos, se limpiaba una gotita que le brillaba en la punta de la
nariz, procure no juzgarme, Julián, eso me decía, pero yo quise mucho a esta
mujer cuando los dos teníamos veintitantos años y hasta ayer por la mañana no
supe qué había sido de ella. Figúrate la escena, al amanecer, a la luz de un
quinqué y de la lumbre, un viejo de casi un siglo lloriqueando con una manta en
las rodillas y leyendo unas cosas muy verdes en aquella Biblia, que no era como
las nuestras, sino una Biblia protestante, y una mujer de carne momia que casi
parecía estar viva y mirándonos a los dos cuando le daba en los ojos la claridad
de la lumbre. ¿Que yo qué hice? Pues qué iba a hacer, lo que don Mercurio me
mandaba, cerrar bien todos los postigos, limpiarle el polvo con un plumero a
aquella señora, que se llamaba Águeda, por cierto, y procurar no mirarla a los
ojos para que no me diera un escalofrío, oír a don Mercurio y atizar la lumbre y
menear el brasero mientras él me hablaba, y si lo mismo que me dijo que me
colara como un ladrón en la Casa de las Torres para robar un cadáver me llega a
decir, Julián, tírese usted a un pozo, pues me habría tirado, no ves que era para mí
un padre y un abuelo, mi consejero y mi maestro, todo junto, si me daba no sé
qué oírle ese lloriqueo, tenía que parar de hablarme para sonarse los mocos y no
fatigar demasiado el corazón, y yo le decía, venga, don Mercurio, vamos a
dormir, que ya está clareando, pero él nada, Julián, déjeme seguir, déjeme
acordarme de lo que me decía al oído esta mujer cuando el ultramontano de su
marido se iba a visitar cortijos y santuarios y nos quedábamos solos en sus
habitaciones, con la disculpa de que yo era el médico de la familia, ella en
camisa, Julián, con las carnes más blancas y más suaves que yo he visto nunca,
le caía el pelo por los hombros cuando se soltaba los tirabuzones, examíname,
doctor, eso me decía mordiéndome la oreja, que me está quemando un mal muy
grande, nos moríamos de gusto, Julián, nos escocía todo, y cuanto más nos dolía
disfrutábamos más, yo iba por la calle y me temblaban las piernas, bebía leche y
huevos crudos para fortalecerme el organismo, porque tenía miedo de quedarme
tísico, y si pasábamos un día sin abrazarnos carnalmente al menos una vez nos
entraban sudores y sufríamos insomnio, como los morfinómanos, llegaba de
visita a la Casa de las Torres y nada más abrirse la puerta del salón donde ella y
su marido estaban esperándome la olía con más finura de olfato que un
perdiguero, entiéndame, Julián, no su jabón de tocador, ni el agua de rosas ni los
polvos de arroz que se ponía en la cara, sino el flujo que le mojaba los muslos en
cuanto me veía.
Qué cosas, dice Julián, mirando de soslayo hacia las mesas cercanas, con un
poco de desdén por la vejez aceptada de los otros y la puerilidad de sus juegos, si
la monja me oyera, pero no creas, que yo también me ponía colorado con lo que
me contaba don Mercurio, tenía entonces unos treinta años pero sabía menos de
mujeres de lo que sabe ahora cualquier chiquillo de catorce, a ver, con la vida
tan negra que llevábamos, lo más que había hecho era ir a una casa de trato, ya
me entiendes, de putas, así que esos delirios de los que me hablaba don Mercurio
me sonaban a cosa de película, o de aquellas novelas verdes que alquilaban en los
soportales de la plaza antes de la guerra, y me dio envidia, vaya si me dio, con
ochenta años que tengo todavía no se me ha pasado, aquel viejo que se podía
desmadejar con un soplo había disfrutado mucho más en su juventud de lo que
disfrutaría yo en toda la vida, y leía su Biblia y se acordaba, qué palabras,
lástima que no tenga yo memoria para poder repetírtelas, me dijo que cuando no
estaba el marido se las leía a ella, que sus tetas eran racimos y su ombligo una
copa y su vientre un puñado de trigo, cosas así, cerraba el libro, se miraban y se
volvían locos, eso me contó, una vez tuvieron que esconderse dentro de un
armario y se las arreglaron para desahogarse sin que los criados ni el marido
oyeran nada, pero al final los cogieron, no me preguntes cómo porque don
Mercurio no me lo quiso contar, lo que sí me dijo es que por entonces ya sabía
que ella estaba preñada, a él por poco lo degüellan, tuvo que poner agua por
medio y acabó en Filipinas y después en Cuba, cuando la guerra de entonces,
curó de la malaria a no sé cuántos miles de soldados, y se vino a España con ellos
en el último vapor que salió de La Habana, le faltó tiempo para volver a Mágina,
recién desembarcado en Cádiz, y cuando llegó a la plaza de San Lorenzo con el
corazón en un puño, ya puedes figurártelo, vio la Casa de las Torres sin más
ocupantes que una guardesa, la madre de la que tú conociste, y nadie supo darle
razón de adónde habían ido los señores, ni se acordaban ya de ellos después de
tantos años. Preguntó en todas partes, viajó por no sé cuántos sanatorios de
España, porque alguien le había dicho que la señora estaba débil de los pulmones
y que su marido se la llevó de Mágina para que el clima no la perjudicara,
incluso escribió en francés y en alemán a los mejores sanatorios de Suiza, y lo
único que pudo averiguar, por mediación de una partera vieja que tenía medio
perdida la memoria, fue que su amante había dado a luz un hijo, y que nada más
nacer lo echaron a la inclusa. Mire lo que ha sido mi vida, Julián, me decía
aquella noche, con aquella manera de hablar tan adornada que tenía, primero
una página del Cantar de los Cantares y luego una miserable novela por
entregas…
¿Que si encontró al hijo? Digo si lo encontró, como don Mercurio se
empeñara en algo no había nada ni nadie que se le pusiera por delante, pero a mí
no quiso decirme quién era, sólo que vivía en Mágina y que se había negado a
conocer a su padre, las rarezas de entonces. Yo le seguía preguntando, pero él me
cortó en seco, moviendo así la mano, como si espantara una mosca, me pidió que
me acercara, que me parece que lo estoy viendo, más amarillo que la momia,
con su gorro de terciopelo, y me dijo, Julián, antes de morirme debo decirle algo,
tuve un hijo en mi juventud y lo perdí, y no lo culpo porque no quisiera
conocerme ni recibir de mí ningún beneficio, pero en la vejez encontré a otro,
usted, así que a lo mejor he podido remediar una parte del daño que hice
engendrando a alguien que estaba destinado a la humillación y a la pobreza. Eso
me dijo, con las mismas palabras. La gente ya no habla así, ni en las películas
antiguas que ponen en la televisión, y si es entonces, en mis tiempos, tampoco, yo
no le entendía a don Mercurio la mitad de las cosas, y menos desde que robamos
la momia y empezó a no salir ni para sus paseos higiénicos, había que estar
siempre con los postigos cerrados, porque la luz del día la dañaba, y el aire libre,
hasta el calor, de manera que don Mercurio no me permitía encender la lumbre
ni ponerle brasero bajo las faldillas, el pobre tiritaba de frío envuelto en sus
mantas, que daba pena verlo, cada día más consumido y más callado, hasta que
se dio cuenta de que la momia, Águeda, empezaba a echarse poco a poco a
perder, como las momias egipcias, se le agrietaba la cara, se le caían rizos de
pelo, entonces fue cuando me hizo llamar al escultor, Utrera, lo esperaba igual
que esperan a un médico en una casa donde hay alguien muy malo, y lo tuvo
trabajando allí no sé cuántos días, hasta por la noche, no lo dejaba irse a dormir,
y qué bien que la sacó aquel hombre, con todos sus detalles, como a esas
vírgenes y santos que hacía para las iglesias, que parece que van a hablarle a
uno, y todo a contra reloj, como dicen ahora en las noticias, porque a la pobre
Águeda ya no había quien la conociera, te lo puedes figurar, don Mercurio ni
entraba a mirarla, se le caía todo, se quedaba calva a pegotes, como esos que
tienen cáncer, se le deshacía la nariz, una lástima, con el reparo que me daba al
principio yo hasta había empezado a tomarle cariño, le rozaba el vestido con la
mano y se me quedaba llena de una cosa como la ceniza que me sofocaba la
garganta, igual que el polvo de la trilla. Don Mercurio volvió a entrar en el
gabinete cuando Utrera ya había terminado su trabajo, y ya no se movió de allí,
algunas noches ni me dejaba que lo llevara a acostarse, leía su Biblia con la lupa
y me advertía siempre que añadiera mucha ceniza a las ascuas del brasero, para
que el calor no dañara a la nueva Águeda, y no me preguntó qué había hecho
con la antigua, con lo poco que quedaba de ella, me da escrúpulo acordarme, lo
recogí todo con una escoba lo mejor que pude, lo guardé en un saco y prendí una
hoguera en el corral, y hasta le recé un padrenuestro mientras subía el humo,
más que nada por educación, porque ya entonces era yo tan ateo como don
Mercurio…
Sin darnos cuenta nos hemos ido quedando solos, el televisor todavía
encendido retumba más en el salón casi desierto, una mujer de bata y cofia
blancas lleva del brazo a un anciano que arrastra las zapatillas de goma sobre las
baldosas y tiene un continuo temblor en el mentón y en las manos, su cara no me
resulta desconocida, pero me niego a saber quién es, a recordar cómo fue y
dónde lo he visto otras veces. Suena un timbre como los que señalaban el final de
las clases en el instituto, la cena, dice Julián con asco y resignación, sopa de
sobre, jamón york a la plancha y croquetas congeladas, me pide que lo disculpe,
aquí ha perdido la costumbre de hablar y se le va el santo al cielo, aquí no hay
más que muertos que todavía respiran, y la mitad de ellos ni andan, hace ademán
de levantarse, le tiendo una mano y la rechaza, se pone en pie con un simulacro
difícil de energía, es más alto que yo, pero camina de una manera extraña, con
el torso ligeramente inclinado y las rodillas demasiado abiertas, me pregunta por
mi trabajo, ha oído que tengo una colocación muy buena en el extranjero y que
hablo más lenguas que un ministro, en la puerta del comedor, de donde viene un
vaho hediondo, como el de los cuarteles, me aprieta muy fuerte la mano al
despedirse de mí y me da recuerdos para mi abuelo Manuel, dile que de parte de
Julián el taxista, el de los coches, le explico que probablemente no se acordará y
ladea la cabeza, seguro que sí, tú díselo y verás como por lo menos se sonríe, con
la de aventuras que corrimos juntos por las tabernas de flamencos. Me da la
espalda, se cierran tras él las puertas batientes, con marcos blancos y cristal
esmerilado, vuelven a abrirse y lo veo avanzar en medio de un pasillo, muy alto,
con su nuca ancha y pelada, con los brazos colgando separados del cuerpo y las
piernas abiertas, más frágiles que el torso. Entre el humo de la sopa me miran
viejas caras alineadas, de una ruinosa fealdad, suena en los altavoces una
moderna canción litúrgica acompañada de guitarras, hay en los muros de los
corredores, sobre los azulejos sanitarios, pósters de amaneceres con frases
poéticas y de cristos melenudos y afables, paso junto a un banco donde una
mujer sumida en la decrepitud aferra con sus dedos artríticos las cuentas de un
rosario, quiero salir cuanto antes de aquí, no seguir percibiendo este olor ni
escuchando de lejos esas voces y esas canciones blandas con guitarras, el sonido
de los cubiertos sobre los platos de duralex, el roce de pasos lentísimos y solitarios
en las baldosas, miro el reloj, son las nueve de la noche, las tres de la tarde en
Nueva York, aún faltan intolerablemente varias horas para que tú subas al avión y
una eternidad para que llegues a Madrid y tomes el autobús hacia Mágina.
Salgo a la calle y agradezco el frío, el ruido y las voces de los bares, las caras
jóvenes, las luces de los escaparates, me doy cuenta de que camino más aprisa
de lo que tengo por costumbre, estoy todavía escapándome del asilo, miro a mi
alrededor y nada de lo que allí he dejado parece existir, esos hombres y mujeres
no son de este mundo, sobreviven ocultos como leprosos, como refugiados en un
país indiferente y extranjero, arrojados de la ciudad que hace dos generaciones
fue suya, incapaces ahora de reconocerla si pudieran salir, de cruzar a la
velocidad necesaria un paso de peatones, aliados de antemano a los muertos,
mucho más semejantes a ellos que a los vivos. Yo oigo sus voces, pero no quiero
que me atrapen, ahora advierto el peligro de aventurarse demasiado en la
memoria o en las mentiras de otros, incluso en las de uno mismo. Cuando éramos
niños nos aseguraban que si llegábamos a oír cantar a la Tía Tragantía la noche
de San Juan estábamos perdidos, porque nos llevaría embrujados tras ella. De
pronto no quiero escuchar otra voz que la tuya y no tener más patria que tú ni
más pasado que los últimos meses. Veo en un escaparate un vestido negro y
ajustado a los muslos de plástico de un maniquí que tiene puesta una peluca roja
y me excita imaginarte con él una noche tibia y futura de mayo. Te nombro,
pienso en tu nombre igual que intento acordarme de tu cara, lo repito en voz alta,
Nadia, Nadia Allison, Nadia Galaz, y al decir sus sílabas casi paladeo el gusto de
tu boca, de tus labios mojados, de tu lengua lamiéndome la cara cuando me
ciego tendido sobre ti y ya no sé quién soy, ni quién eres tú, en ese momento en
que perdemos la singularidad de nuestros rasgos y nombres y hasta la gravitación
de nuestras vidas sobre la conciencia y no somos más que una hembra y un
varón furiosamente apareados que sudan y aprietan los dientes y chocan entre sí,
ajenos a las dilaciones y rodeos de la ternura y a los sonidos del lenguaje
humano, primitivos, voraces, con besos que apetecen convertirse en mordiscos y
caricias detenidas en el límite del arañazo, con las pupilas idas y las facciones
trastornadas, emitiendo gruñidos y quejas, huyendo la mirada del otro o
mirándonos con una intensidad en la que tal vez haya una dosis de espanto,
creyendo morir, lentamente revividos unos minutos más tarde, recobrando poco
a poco el aliento y el uso de las palabras, la facultad de sonreír con una
apaciguada sensación de conjura y algo de vergüenza, porque hemos ido más
lejos de lo que nos parecía posible y dejado atrás en el desvarío de ese trance
todas las justificaciones, las moralidades y las prudentes reservas del amor y nos
da miedo y orgullo habernos ofrecido e inmolado, bebido y lamido el uno al otro
en una especie de sacrificio humano. Te reirías de mí si me vieras ahora, si
bajaras la mirada hacia la cremallera de mi pantalón, como cuando estábamos
en un restaurante y te habías descalzado para acariciarme con el pie y yo te
pedía que no te levantaras aún, que ni siquiera me rozaras la mano, qué
bochorno, en Mágina, yo solo, por la calle Nueva, mirando vestidos de mujer en
los escaparates que ya anuncian a finales de enero la moda del verano, esa
enigmática y prometedora estación que tú y yo no hemos conocido juntos,
acordándome de ti, menos mal que los faldones del chaquetón ocultan el descaro,
a don Mercurio le pasaría lo mismo en su juventud cuando entrara en la Casa de
las Torres, aunque a él lo protegería la levita, o la capa, me imagino contándotelo
todo, te lo iba contando mientras escuchaba a Julián, te veía a mi lado, orgulloso
de ti, muy atenta, acodada en la mesa, apartándote el pelo que se te viene a la
cara, próxima y real, a seis mil kilómetros de distancia, bajando mañana noche,
tomada de mi brazo, por la plaza del General Orduña, perezosa, cansada,
impaciente por volver a la habitación, y yo observando con vanidad secreta las
miradas que se detienen en ti mientras sigo contándote lo que Julián me ha
contado, lo que le contó a él don Mercurio hace medio siglo, las cosas que me
contó mi madre de mi bisabuelo Pedro: tantas voces, a lo largo de tantos años, y
casi ninguna dijo la verdad, pero tal vez en eso se parecen a las nuestras e
importa más lo que callaron, no los deseos ni los sueños, sino el puro azar de los
actos olvidados o secretos que perduran en las ramificaciones de sus
consecuencias. Oigo mis pasos en la calle del Pozo, el toque de silencio en el
cuartel, las campanadas de las once, veo la luz en la esquina de la plaza de San
Lorenzo, ya vas camino del aeropuerto, el taxi corre hacia el norte junto a la
orilla del East River, tal vez se queda parado en un atasco, pero eso a ti no te
inquieta, si fuera yo me mordería las uñas, nada más que de pensarlo me pongo
nervioso, tú miras con calma por la ventanilla, te pintas los labios, lees un
periódico o hablas con el taxista, tan convencida de que vas a venir que ni se te
ocurre la posibilidad de perder el vuelo, tan serena que muy probablemente
apurarás el último minuto deambulando sin prisa por la tienda libre de impuestos
y serás la última pasajera que suba al avión, sonriendo siempre a un paso del
desastre que no llega a ocurrir, como un personaje distraído y miope de los
dibujos animados que se inclina admirativamente sobre una mariposa justo a
tiempo de eludir por milímetros la trayectoria de una bala. En el comedor de mi
casa mi madre hace punto mirando una película en la televisión y mi abuelo
Manuel se ha dormido o finge que duerme al calor del brasero y sueña un
recuerdo de su juventud que habrá olvidado cuando abra por un instante sus ojos
y no sepa dónde está. En un avión medio vacío que sobrevuela de noche el
océano Atlántico a diez mil metros de altura una mujer de pelo rojizo y ojos
adormilados y castaños reclina la cabeza en el borde curvado de la ventanilla por
la que no ve nada más que oscuridad y calcula cuántas horas le faltan para llegar
a Madrid. Julián el de los coches respira tendido boca arriba en una cama del
asilo, oye ronquidos brutales, llantos agudos y seniles, jadeos quejumbrosos de
enfermos o de moribundos, piensa en el hombre joven que lo visitó esta noche, se
acuerda del modo en que resonaban los cascos de los caballos y las ruedas del
coche de don Mercurio en los callejones de Mágina y en la fachada de la Casa
de las Torres. Tras la ventana ancha y enrejada de una tienda que hace esquina a
la calle Real la luz de una farola se refleja muy débilmente en las pupilas de una
estatua de cera. En un museo de Nueva York los bedeles van apagando
cansinamente los focos y dejan en penumbra un cuadro de Rembrandt en el que
apenas puede verse ya la silueta de un caballo blanco a galope y la cara pálida
del jinete que lleva un gorro tártaro. En Mágina, en la plaza del General Orduña,
cuya estatua fusilada de bronce se inclina ligeramente hacia el sur, sigue
encendida la luz eléctrica en uno de los balcones de la comisaría, suenan
pesadamente las campanadas del reloj y alguien que no logra dormir no acierta
a contarlas. En un apartamento de Bruselas donde vibra ruidosamente el motor
de un frigorífico vacío la claridad sucia del alba ilumina una lata de cerveza
consumida hasta la mitad y un periódico abierto que tiene fecha de hace más de
un mes. En el interior de un baúl arrinconado contra la pared de un dormitorio de
Manhattan hay guardados varios miles de fotografías en blanco y negro y una
Biblia traducida al español en el
siglo
XVI
por un clérigo fugitivo y hereje,
editada en Madrid en 1869, encuadernada en cuero negro, carcomida en los
márgenes. A dos metros bajo el césped helado de un cementerio de New Jersey
yace rígido y pudriéndose el cuerpo del comandante Galaz, y en otro extremo
del mundo, en los ficheros de una oficina de Nairobi, están archivadas las
fotografías y las huellas digitales de un colombiano de treinta y cuatro años que
se llamaba Donald Fernández y fue enterrado hace meses en una fosa común.
Para soportar la última noche de la espera, la noche doble de los amantes
solitarios, alguien ingiere dos pastillas de valium y un vaso de agua y cierra los
ojos, oye igual que en su infancia ruidos de carcoma, cantos lejanos de gallos y
ladridos de perros, cree dormirse escuchando el motor de un avión. Un piso más
abajo una mujer de sesenta y un años se desvela junto al marido que ronca y
considera un deber y un gesto de lealtad que no se le mitigue el dolor por la
muerte de su madre.
Soy yo quien te habla, quien se acuerda de ti, yo el que despierta con el sol en
los ojos y piensa que hoy mismo habrás venido, que ya aguardas aturdida de
sueño en una sórdida estación de autobuses, vestida de viaje, con una cazadora
negra, un pantalón ajustado y unas cortas botas puntiagudas, quien una hora antes
de que llegues ya ha subido a esperarte, para evitar toda incertidumbre,
comprueba el panel de horarios, interroga angustiosamente a un empleado, te ve
buscarlo tras la ventanilla del autobús que acaba de irrumpir en la estación con
diez minutos imperdonables de retraso, tira el cigarrillo, le parece que el corazón
se le ha alojado en el estómago, se adelanta hacia ti entre borrosos viajeros y al
ver tu melena despeinada y la tranquila felicidad con que ya le sonríes al
reconocerlo piensa, dice en voz baja, un segundo antes de que te abraces golosa
y desesperadamente a él, como si rezara una letanía, Dog, Siod, Brausen,
Elohim, quienquiera que no seas y dondequiera que no estés, señor de las bestias
y de los gusanos, legislador de océanos y muchedumbres aniquiladas de
hombres, dueño insensato de la ironía y de la destrucción y del azar, tú que la
hiciste a la medida exacta de todos mis deseos, que modelaste su cara y su
cintura y sus manos y tobillos y la forma de sus pies, que me engendraste a mí y
me fuiste salvando día a día para que me hiciera hombre y la necesitara y la
encontrara, que la llevaste una mañana a una hora precisa a un lugar de Madrid
y luego me concediste el privilegio de que apareciera en la cafetería de un hotel
de Nueva York, no permitas que ahora la pierda, que me envenene el miedo o la
costumbre de la decepción, guárdala para mí igual que guardaste a sus mayores
para que la trajeran al mundo y sembraste el coraje una noche de julio en el
corazón atribulado de su padre y lo enviaste al destierro con el único propósito de
que ella naciera para mí veinte años después, y si a pesar de todo me la vas a
quitar, no permitas la lenta degradación ni la mentira, fulmíname en el primer
segundo del primer minuto de rencor o de tedio, que me quede sin ella y sufra
como un perro pero que no me degrade confortablemente a su lado, que no haya
tregua ni consuelo ni vida futura para ninguno de los dos, que las manos se nos
vuelvan ortigas y tengamos que mirarnos el uno al otro como dos figuras de cera
con ojos de cristal, pero si es posible, concédenos el privilegio de no saciarnos
jamás, alúmbranos y ciéganos, dicta para nosotros un porvenir del que por
primera vez en nuestras vidas ya no queramos desertar. Recuerdo lo que aún no
he vivido, tengo miedo de ser plenamente quien soy, en el vestíbulo de la estación
de Mágina un altavoz anuncia la llegada del autobús procedente de Madrid,
abrevio el tiempo para estrechar ahora mismo tu cuerpo ávido y delgado, vienes
hacia mí con una bolsa al hombro y una maleta en la mano, apareces delante de
la cama en la habitación del hotel con el pelo suelto sobre los hombros desnudos,
no me acuerdo de nada, no me he dado cuenta de que empezaba a anochecer, no
sé si estoy contigo en Mágina, en Nueva York o en Madrid, dice Nadia, pero me
da lo mismo, no sienten más que gratitud y deseo.
ANTONIO MUÑOZ MOLINA (Úbeda, Jaén, 1956). Cursó estudios de
periodismo en Madrid y se licenció en historia del arte en la Universidad de
Granada.
Durante algún tiempo, después de volver de Madrid y dejar la facultad de
ciencias de la información, trabajó en una oficina del ayuntamiento de Granada
organizando conciertos y actividades culturales. También fue redactor del Diario
de Granada y en 1985 termina de escribir su primera novela,
Beatus Ille
, que no
logró publicar hasta un año más tarde.
De esta época son sus obras
El Robinson Urbano
, 1984;
El invierno en Lisboa
,
1987, que le supone el Premio de la Crítica y el Premio Nacional de Narrativa, y
Beltenebros, 1989, obra que le dio a conocer a al gran público, en especial, tras la
adaptación cinematográfica que realizó Pilar Miró en 1991. Dos años más tarde
lograría el Premio Planeta por
El jinete polaco
, novela que le daría el espaldarazo
decisivo a su carrera como escritor y por la que también recibió nuevamente el
Premio Nacional de Literatura.
Tras este éxito llegarían
El dueño del secreto
(1994),
Nada del otro mundo
(1994),
Ardor guerrero
(1995),
Plenilunio
(1997),
Carlota Fainberg
(2000),
En ausencia
de Blanca
(2001),
Ventanas de Manhattan
(2004) y
El viento de la luna
(2006).
Durante 1993 se trasladó a Estados Unidos para dar clases en la Universidad de
Virginia. En 2007 fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad de Jaén
como reconocimiento a toda su obra.
Desde que publicó su primer artículo en Diario de Granada, en 1982, casi nunca
ha dejado de colaborador para distintos medios de comunicación. En ese sentido,
al margen de la narrativa, ha reunido sus artículos, reconocidos en 2003 con los
premios González-Ruano de Periodismo y Mariano de Cavia, en volúmenes
como El Robinson urbano.
También ha ejercido como profesor en la Universidad de Virginia, en Estados
Unidos y desde 1995 es miembro de la Real Academia Española. Vive en Madrid
y Nueva York y está casado con la escritora Elvira Lindo.
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