La Poesia Hispanoamericana Hasta El Modernismo

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN …………………………………………………………………………..2

CAPÍTULO I – Antes de Colón

Nezahualcóyotl y la poesía de la mortalidad …………………………………..4

Literatura quechua – la poesía amorosa………………………………………..8

CAPÍTULO II – El Renacimiento

2.1. La vertiente poética popular………………………………………………………..11
2.2. La lírica culta del primer Renacimiento……………………………………………15
2.3. La poesía satírica: Rosas de Oquendo……………………………………………21

CAPÍTULO III – Del Clasicismo al Manierismo y el Barroco

3.1. La lírica manierista: las poetisas anónimas………………………………………25
3.2. Las paradojas del barroco………………………………………………………….28
3.3. Obra de Sor Juana…………………………………………………………………..35

CAPÍTUOLO IV – Entre Neoclasicismo y Romanticismo

4.1. La poesía cívica de Olmedo…………………………………………………………44
4.2. La resistencia neoclásica ……………………………………………………………46
4.3. La poesía de Pérez Bonalde, Caro y Pombo………………………………………49

CONCLUSIÓN………………………………………………………………………………53

BIBLIOGRAFÍA……………………………………………………………………………..56

INTRODUCCIÓN

Comienza el siglo XVI y los conquistadores españoles, europeos, fundan nuevas ciudades, de nuevo corte. Los pueblos indígenas pierden sus imperios y autonomía política. La alta cultura de aztecas, mayas e incas se pierde, pero no el sustrato cultural del pueblo. Se produjo pronto un mestizaje entre europeos y americanos. El conquistador se casa con la india. También en sus culturas se produce la mezcla. El resultado no fue ni español ni indígena, sino su síntesis. A esta mezcla se une pronto la llegada de la cultura africana de manos de los esclavos que llegan como mano de obra. Los resultados, obviamente, son diferentes según las regiones. Así pues, en lugares como Santo Domingo o Cuba, el patrimonio indígena es inexistente, predominando el español y el africano. Por contra, en México y Perú, lugar de aztecas y de incas respectivamente, el indigenismo en el arte es muy fuerte.

Los poetas del Nuevo Mundo, muchos de ellos nacidos en España, se debaten entre la culta poesía europea y los vivos colores de la cultura popular americana. Perduran, por otro lado, las formas populares vinculadas a las zonas rurales. Por tanto, el mestizaje también está presente en la poesía. Pero la poesía de corte europeo pronto se retrasará respecto a la metrópoli. El barroco, por ejemplo, predominará hasta el siglo XVIII.

La sociedad de esta época pronto "retrocede" respecto a la metrópolis, España, en lo social. El espíritu contra reformista avala la fuerte jerarquización social. Los puestos más importantes son ocupados por españoles, para protesta de los criollos (de sangre española pero nacidos ya en América). La esclavitud de indígenas y africanos sirve de mano de obra para las minas y el campo.

Por otro lado, los españoles se preocuparon de "civilizar" el Nuevo Mundo, especialmente en lo religioso. Entre el numeroso clero, gran parte de él verdaderos amos feudales, sobresalían las órdenes que desde muy pronto fundaron las primeras escuelas primarias del continente. La Iglesia fue también defensora de los derechos de muchos indígenas y propiciadores de su alfabetización.

CAPITULO I

Antes de Colón

Nezahualcóyotl y la poesía de la mortalidad

Es significativo que una historia literaria hispanoamericana tenga que comenzar con una referencia a formas literarias anteriores a la implantación de la lengua castellana en el continente: es un obligado prólogo que nos recuerda, de entrada, la complejidad de los fenómenos y la variedad de lenguas que encaramos si hemos de dar una imagen ·coherente de cómo se forjó y desarrolló la cultura que llamamos “hispanoamericana”. El natural impulso de todo pueblo por lo fabuloso y lo extraño fue particularmente fecundo entre las sociedades indígenas americanas: una red de creencias y prácticas mágicas sostenía su concepción del mundo y les permitía comprenderlo y así conjurarlo. Querían testimoniar su presencia en el cosmos y conservar una relación armónica con él; todo tenía para ellos un sentido misterioso, todo era una cifra de su origen y su destino. Esto dio origen a una serie de expresiones y formas de creación verbal que pueden asociarse a los fenómenos literarios (poéticos, narrativos, dramáticos, etc.) tal como nosotros los conocemos, aunque carezcan de ciertos rasgos, como la escritura.

El corpus multilingüistico que llamamos hoy “literatura indígena precolombina” nació, pues, por lo general, de ese plantearse las cuestiones religiosas y filosóficas más profundas del ser creado frente a sus creadores. Pero también podía estar animado por una intención moralizadora o pedagógica para guiar la conducta de la masa, y aun mostrar interesantes actitudes psicológicas (astucia, ironía, juego, suspicacia) que sobrevivían a la dominante norma de respeto y ciega obediencia impuesta por la autoridad. En todo caso, tiene el decidido signo tradicional de algo que, siendo de todos, no es contingente y se afirma con el tiempo. Quizá por eso estas formas, continuamente reelaboradas y reinterpretadas a lo largo de los siglos, se han conservado y asimilado con facilidad al folklore de las sociedades mestizas del presente, para nutrir sus nuevas expresiones literarias.

La literatura española no es, pues, la primera manifestación literaria que se produce en América: no viene a llenar un vacío, sino a sustituir (o someter) otros sistemas de símbolos e imágenes culturales considerablemente evolucionados; tal sustitución es el fenómeno clave de la dependencia cultural que impone el sistema colonial. Esos sistemas indígenas tuvieron como centros la civilización azteca y la maya, en la zona mesoamericana, y la quechua, en el corazón de los Andes sudamericanos. No fueron los únicos, sin embargo, porque hay que recordar lo que nos han dejado los pueblos guaraníes en el Paraguay, entre otros. Estas literaturas son parte de las expresiones culturales que constituyen nuestra “antigüedad,” análogas a las primeras que aparecieron entre los pueblos del Asía, Medio Oriente y del Mediterráneo, con los cuales los americanos tienen asombrosas semejanzas, a pesar de que sus reales vinculaciones están lejos de haber sido probadas. Aunque son a veces menos conocidas o celebradas en el ámbito europeo que las orientales o árabes, es un error considerarlas “primitivas”: en algunos aspectos son inigualables (en cuanto a formas estéticas, una escultura maya o una tela Paracas no tienen nada que envidiar ni a un vaso griego ni a un tapiz persa) y por eso mismo son formas de creación que están vivas hoy. Pero también es equívoco tratar de entender esas literaturas con los mismos parámetros conceptuales que aplicamos a las literaturas modernas: sus funciones y categorías son de distinto orden y no pueden confundirse con las otras que conocemos.

Nacido en Texcoco y criado en el palacio paterno, Nezahualcóyotl gozó de una educación esmerada que lo convirtió en un gran conocedor de las viejas doctrinas y creencias toltecas. De joven vivió tiempos agitados por las luchas políticas, que lo obligaron a buscar refugio entre los poderosos de Tlaxcala. Concertó una alianza con los mexicas, que le permitió volver a su patria y recuperar su trono, al que ascendió en 1431. Su reinado duró más de 40 años y se caracterizó por el esplendor que alcanzó su cultura. Además de poeta y sabio, era un importante legislador y un gran arquitecto, pues construyó palacios y templos y dirigió obras de irrigación; compararlo con Pericles, quizá no sea del todo exagerado. En una de las secciones del códice llamado Mapa Quinatzin hay una representación pictográfica, realizada en tiempos posthispánicos, de algunas de sus obras y hazañas. Entre otros cronistas, “Motolinía” y Alva Ixtlilxóchitl proporcionan valiosos datos sobre él.

Lo que queda de su obra poética son sólo unos 36 poemas que, conservados en códices como Cantaras mexicanos y en antiguas crónicas, pueden con seguridad atribuírsele; pese a su escaso número, bastan para justificar su fama. En su formación poética se advierte una síntesis de dos principales tradiciones culturales: la tolteca y la chichimeca (Garibay, 1964, p.138). Pero es la forma original como el autor interpreta ese doble legado lo que resulta admirable. El gran tema de Nezahualcóyotl es la muerte; mejor dicho: la mortalidad y el drama de la fugacidad de la vida (Garibay, 1964, p.138). Aun en medio de su enorme poder y la grandeza que lo rodeaba, el poeta reflexiona con gravedad y angustia sobre el escaso tiempo que podemos disfrutar lo que tenemos. Nada en verdad es nuestro: todo le pertenece al “Dador de la vida”, al “inventor de sí mismo”, presencia constante, cuyo poder absoluto crea en su poesía una tensión dialéctica con el triste destino humano. En ese sentido, su poesía es profundamente religiosa y permite ingresar al abigarrado mundo de la teología azteca, tan distinta a la occidental.

La idea misma de la divinidad es aplastante y llena de pavor el corazón de los hombres, pues su voluntad es implacable: no un ser providente, sino una entidad arbitraria de quien nadie puede sentirse protegido. El mundo del cielo y de la tierra está separado por un abismo de terror e incertidumbre que cabe llamar existencial:

¿Qué determinarás?

Nadie puede ser amigo

del Dador de la Vida …

Amigos, águilas, tigres,

¿adónde en verdad iremos? (Arguelles, 2012, p. 58)

En el conmovedor “Canto de la huida”, escrito precisamente cuando se encontraba escapando de su enemigo el señor de Azcapotzalco, hay una sombría reflexión sobre la miseria de la condición humana:

No es cierto que vivimos

y hemos venido a alegrarnos a la tierra.

Todos aquí somos menesterosos.

La amargura predice el destino

aquí, aliado de la gente. (Arguelles, 2012, p. 62)

El único modo de vencer la brevedad y fragilidad de la existencia, es el camino del arte y la poesía, la/lar y canto emblematizada por toda la poesía náhuad:

Sólo con nuestras flores

nos alegramos.

Sólo con nuestros cantos

perece nuestra tristeza.

Oh señores, con esto,

nuestro disgusto se disipa.

Las inventa el Dador de la Vida,

las ha hecho descender

el inventor de sí mismo … (Arguelles, 2012, p. 62)

La vida, su origen, su desarrollo, su fin, es un misterio que no podemos resolver, una búsqueda incesante. Nuestra única certeza es que los dioses la destruirán. Aludiendo a las pictografías que conservan la memoria, Nezahualcóyod escribe estos espléndidos versos:

Después destruirás a águilas y tigres,

sólo en tu libro de pinturas vivimos,

aquí sobre la tierra.

Con tinta negra borrarás

lo que fue la hermandad,

la comunidad, la nobleza.

Tú sombreas a los que han de vivir en la tierra. (Portilla, 1995, p. 58)

En los Cantares mexicanos hallamos los nombres de algunos otros poetas aztecas, entre los cuales está Aquiauhtzin, de quien se conservan sólo dos extensas composiciones. Una de ellas, el “Canto de las mujeres de Chalco”, es un ejemplo de poesía erótica que resulta interesante sobre todo por el atrevido tono burlón y por el hecho de que el texto asume la voz de las mujeres en un abierto desafío sexual.

Literatura quechua – la poesía amorosa

De la riqueza de expresiones literarias en lengua quechua no cabe duda: cronistas como el Inca Garcilaso, Guamán Poma de Ayala, Santa Cruz Pachacuti, Juan de Betanzos, Sarmiento de Gamboa, Murúa, Francisco de Ávila y otros, transcribieron abundantes textos en sus obras o dieron variadas noticias de ellos.

Aunque disperso y heterogéneo, el caudal basta para dar una idea de lo que pudieron ser esas manifestaciones. No tenemos, en cambio, rastros de las formas que debieron cultivar los pueblos preincas, culturas locales surgidas en diversos puntos de la costa y la región andina del antiguo Perú, cuyos notables adelantos en el campo de las artes, arquitectura, urbanismo y organización social parecen indicar que su “literatura” tal vez fue tan evolucionada. Entre las composiciones más puramente líricas, abundan las de tema amoroso, que pueden clasificarse en varios tipos: el haraui propiamente dicho, que celebra los placeres deluechua – la poesía amorosa

De la riqueza de expresiones literarias en lengua quechua no cabe duda: cronistas como el Inca Garcilaso, Guamán Poma de Ayala, Santa Cruz Pachacuti, Juan de Betanzos, Sarmiento de Gamboa, Murúa, Francisco de Ávila y otros, transcribieron abundantes textos en sus obras o dieron variadas noticias de ellos.

Aunque disperso y heterogéneo, el caudal basta para dar una idea de lo que pudieron ser esas manifestaciones. No tenemos, en cambio, rastros de las formas que debieron cultivar los pueblos preincas, culturas locales surgidas en diversos puntos de la costa y la región andina del antiguo Perú, cuyos notables adelantos en el campo de las artes, arquitectura, urbanismo y organización social parecen indicar que su “literatura” tal vez fue tan evolucionada. Entre las composiciones más puramente líricas, abundan las de tema amoroso, que pueden clasificarse en varios tipos: el haraui propiamente dicho, que celebra los placeres del amor a veces en un tono ligero; el wawaki, que es una canción campesina de forma dialogada, con un tono epigramático y gracioso; el urpi (“paloma” en quechua) por la reiteración de esta imagen alusiva a la ingrata amante. Otras composiciones de naturaleza festiva como el taki, el huavnu (o wayno) y la khashua, a las que el tema amoroso no era ajeno, son formas populares más directamente asociadas al canto y la danza, por lo que se han integrado al folklore andino.

Pero la forma más reconocible y caracterísúca es la del urpi. El tema que trata es universal y comparte rasgos y motivos con los de otras lenguas y tiempos: la ausencia, el olvido, la reconciliación, la queja, el despecho del amante solitario, etc. Hay que observar que el tono de estas cuitas tiene, sobre todo en lengua quechua, una transparencia expresiva y una ternura sentimental extremadas, que nos permiten ingresar al nivel de las emociones profundas del espíritu indígena. La dulzura lacrimosa y el temblor romántico que las distingue, sobre todo al pasar a la versión castellana, fue sin duda la base sobre la que se elaboró la imagen del indio doliente y melancólico que abundó en el siglo XIX y culminó con el indigenismo del xx. La delicadeza lírica que estos poemas solían alcanzar puede ilustrarse con estos dos ejemplos:

Una tortolita tierna me encontré,

sin plumas, en su viejo nido;

ni las alas le habían brotado.

Ese gavilán, corazón de granito,

cuando aprendió a volar,

en hogar ajeno me olvidó.

Verano e invierno la alimenté,

y ese desnudo pichón, al que arrullé,

del camino no quiere acordarse.

Quizá cuando el feroz halcón la persiga,

regrese a su antiguo nido,

y entonces … ya no me encontrará.

Qué viene a ser el amor,

palomita agreste,

tan pequeño y esforzado,

desamorada;

que al sabio más entendido,

palomita agreste,

le hace andar desatinado,

desamorada ..(Romero, 2009, p.79)

CAPÍTULO II

El Renacimiento

2.1. La vertiente poética popular

Al margen de los cauces culturales por los cuales discurrían la crónica y el teatro, una variada serie de expresiones más o menos espontáneas-romances, coplas, canciones galantes, parodias y burlas irreverentes-surgían en la sociedad indiana como un eco de la robusta vertiente popular de la literatura peninsular. En verdad, hay que señalar que estas manifestaciones del genio español pueden ser anteriores a todo, incluso al teatro y la crónica, aunque aparezcan menos visibles y, por su naturaleza misma, sin cronología precisa. Y así como la actualidad americana ayudó a renovar esos dos géneros, con el viejo romancero español ocurrirá lo mismo. Testimonio vivo de la realidad marginada por el establemente político y cultural (en formación) de entonces, estas formas están cargadas de una pasión, una gracia y un espíritu rebelde que permiten medir la distancia que existía entre los ideales y la existencia concreta de gentes descontentas, nostálgicas de su tierra, levantiscas o simplemente despechadas por la aventura americana. Aquí el predominio de la letra escrita encontraba sus límites y la oralidad recobraba sus fueros; por eso su registro y supervivencia son muy azarosos, aunque no menos profundos en la memoria colectiva, donde han quedado impresos para trasladarse al folklore y la mitología popular.

El ingenio criollo y la rica sátira que florecieron en la colonia poco después, son rebrotes de la semilla sembrada por la tradición de versificadores y copleros anónimos que venía del otro lado del mar (Alcina Franch, 1989, p. 125) Hay un romancero americano que habla con elocuencia de la fusión de esas viejas tradiciones con las características y circunstancias propias de la nueva sociedad. Ciertos hábitos del temperamento criollo – la tendencia al repentinismo, el espíritu anárquico y travieso, la desconfianza ante la autoridad- se fijan en él y lo revitalizan.

Hay dos tipos o momentos del romance en América: el primero es el de tradición española directamente trasplantado al Nuevo Mundo; el segundo es de inspiración indiana, aunque siguiendo las formas y hábitos del primero, y bien puede llamársele “romance histórico,” pues está asociado a los personajes y peripecias de la conquista. Si hemos de creer a los cronistas y otros testigos tempranos, que recogen testimonios de ambos tipos de romance, los primeros son los relacionados con la conquista de Cortés. Díaz del Castillo registra varios con algún detalle en su Histona verdadera. El más temprano data de 1519 y surge cuando alguien trata de animar a un dubitativo Cortés a proseguir la conquista de nuevas tierras; cuenta el cronista:

Acuérdate que llegó un caballero que se decía Alonso Hernández Puertocarrero, e dijo a Cortés: “Paréceme señor, que nos han venido diciendo estos caballeros que han venido otras dos veces a esta tierra:

Cata Francia, Montesinos,

Cata París la ciudad,

Cata las aguas del Duero,

Do van a dar a la mar.

Y o digo que miréis las tierras ricas y sabeos bien gobernar.” Luego Cortés bien entendió a qué fin fueron aquellas palabras dichas, y respondió: “Dénos Dios, ventura en armas como al paladín Roldán; que en lo demás, teniendo a vuestra merced y a otros caballeros por señores, bien me sabré entender.”

Ambos romances provienen de viejas fuentes conocidas: el “Romance de Montesinos” y el “Romance de Gaiferos”, respectivamente. Es interesante observar al respecto del uso de éstos y otros romances, cómo la mente y la imaginación de los conquistadores estaban moldeadas por una tradición literaria que conjugaba lo histórico con lo fabuloso y que los haáa verse como herederos de los grandes héroes del pasado; los mismos ideales que habían guiado la guerra contra los moros, continuaba ahora en tierras salvajes y contra hombres infieles. El romancero era el nexo entre el pasado y el presente. En otros capítulos de su crónica, Bernal Díaz del Castillo recoge más romances usa dos en la campaña de Cortés sobre México, entre ellos el romance de Nerón (“Mira Nero, de Tarpeya/ A Roma cómo se ardía”), escuchado – según el cronista- en la famosa Noche Triste de 1520. Pero en este mismo capítulo, el cronista transcribe también el que se considera el primer ejemplo del «romancero de Cortés» que se extenderá hasta el siglo XVII; su texto comienza así:

En Tacuba está Cortés,

Con su escuadrón esforzado,

Triste estaba y muy penoso,

Triste y con gran cuidado,

La una mano en la mejilla

Y la otra en el costado …

La conquista del Perú es otra rica fuente de coplas y romances. Cieza, Gutiérrez de Santa Clara, Acosta, Calvete de la Estrella, “El Palentino” y Xerez son algunos de los cronistas que proveen datos sobre ellos (Romero, 1952, p. 78) Casi legendaria es la intencionada copla de 1527, que se atribuye a un malcontento de las huestes de Diego de Almagro y Francisco Pizarro, que se queja de ellos ante el Gobernador de Panamá, llamando al primero “recogedor” y “carnicero” al segundo:

Pues señor Gobernador,

míradlo bien por entero,

que allá va el recogedor

y aquí queda el carnicero. (Valdes Larrain, 1987, p. 81)

Se considera que esta copla es la primera manifestación literaria en suelo peruano. Otra, que recoge Gutiérrez de Santa Clara, data de 1546. y es un homenaje a Gonzalo Pizarro por su victoria sobre el Virrey Núñez de Vela:

De Vargas es mí linaje,

y de Chaves mi opinión,

de león tengo el coraje

y de rey la condición (Díaz Roig, 1990, p. 56)

En su Verdadera relación de la conquista del Perú, Xerez dirige una copla al Rey que reitera el motivo de la fabulosa grandeza de la empresa conquistadora:

Aventurando sus vidas

han hecho lo no pensado,

hallar lo nunca hallado,

ganar tierras no sabidas … (Díaz Roig, 1990, p. 57)

La investigadora Emilia Romero señala que el primer romance sobre las guerras civiles del Perú entre los Pizarro y Almagro, data de 1537 y sirvió para prevenir a éste de una traición: “Tiempo es el caballero, tiempo es de andar de aquí:…” Tanto Gonzalo Pizarro como el feroz pero pintoresco Francisco de Carvajal, sirvieron de motivo para evocar y adaptar varios viejos romances. La rebelión de Hernández Girón también inspiró romances basados en su figura y la de su esposa doña Menda. La misma Romero recoge tres extensos romances históricos anónimos.

Debe agregarse que la pervivencia y transformación del romance en América, para adaptarse a las circunstancias de la realidad criolla, es un fenómeno cultural de considerable interés. Su influjo se nota incluso en algunas instancias de la poesía culta, pero es más visible en el acervo de las expresiones populares líricas y teatrales, así como en la música y el folklore. La forma como el romance emigra de una a otra región, se metamorfosea de acuerdo a la ocasión y se integra con tradiciones locales del todo ajenas al tronco original, es digna de estudio. Para llamar la atención sobre su importancia, baste decir que formas tan variadas como el “corrido” mexicano, la poesía gauchesca, el son afrocubano y la música negroide peruana están traspasadas por temas, motivos y formas del romancero.

2.2. La lírica culta del primer Renacimiento

Esta vertiente poética está dominada por el influjo italianizan te del Renacimiento. Poetas, versificadores y aficionados a las letras lo siguieron y se mezclaron en un cúmulo casi inextricable de voces. En esta época, parecía que todo aquél que había leído un poco a los clásicos y conocía ciertas reglas del buen decir, encontraba el tiempo, la imprenta y el público que le permitan cultivar la poesía y divulgarla. Prestigiosas academias poéticas, como la Academia Antártica, de Lima, no sólo estimulaban el ejercicio de ese arte, sino que establecían escuelas y orientaban los gustos. Siendo un esfuerzo específico de las sociedades ilustradas criollas, contó con el apoyo entusiasta de los ingenios peninsulares que celebraron a sus colegas americanos, los visitaron y los cantaron en sus propias composiciones. La imitación era parte del juego literario de entonces; también la imitación de la imitación, lo que explica la superabundancia de sus productos.

Esto mismo plantea un problema bastante espinoso para el historiador y el crítico: separar la paja del grano en un conjunto enorme. Es fácil, en cambio, usar una ironía benevolente o rechazar todo en bloque como manifestaciones triviales, sin ningún valor ni originalidad. Sería un error hacerlo, precisamente porque la cuestión de la originalidad o la sinceridad no pesaba entonces como entre nosotros y, en verdad, era casi desdeñable como valor estético; lo que importaba era imitar e imitar bien, dejando a la vista los modelos y el gesto tributario. Hay que leer estas expresiones literarias con un criterio contextual. E histórico, es decir, anterior a la interpretación de la creación hecha por el romanticismo. Los poetas del siglo XVI y los siguientes crean como miembros de una comunidad, que comparte un conjunto de valores estéticos, un repertorio retórico de metáforas y motivos bien establecidos.

Crear no era tanto inventar, como tomar algo de la tradición literaria y, de alguna manera, reelaborarlo. El valor no estaba, pues, donde nosotros ahora lo ponemos, sino en la habilidad del poeta imitador para interpretar coherentemente eso que imitaba, provocando un diálogo entre ambos textos; haciéndolo dialogar con el suyo, el seguidor reanimaba al modelo y lo hacía suyo, ganándose el aplauso del público comprensivo. Delicado balance el de reconocer cuándo este fenómeno se produce, pero es el que trataremos de mantener aquí, destacando lo que alcanza ese objetivo y dejando de lado lo que es mera grafomanía ociosa, la que no produce el efecto justificador y, en cierto modo, innovador de la imitación.

En México, los poetas peninsulares Gutierre de Cetina, Juan de la Cueva y Eugenio de Salazar y Alarcón vivieron en México por un tiempo y animaron su ambiente literario; en el Perú, poetas españoles menores pero bien establecidos entonces, como Diego Mexía de Fernangil y Diego Dávalos y Figueroa, y el portugués Enrique Garcés, que tradujo hermosamente a Petrarca, se asimilaron a los cenáculos y salones limeños (aunque Dávalos había escrito e influido desde el Alto Perú, donde se dedicaba a la minería), llegando a crear toda una escuela petrarquista cuya fama irradió desde esa capital hasta España.

Son bien sabidos los homenajes y préstamos americanos que los miembros y adherentes a estas cortes poéticas merecieron de sus colegas peninsulares, y que aparecen en las obras de Cervantes, Lope y Tirso; recuérdese solamente el elogio al poeta mexicano Francisco de Terrazas que encontramos en el hiperbólico “Canto de Calíope” de Cervantes (en La Galatea):

Francisco el uno de Terrazas tiene

el nombre acá y allá tan conocido

cuya vena caudal nueva Hipocrece

ha dado al patrio venturoso nido. (Cuaron Garza, 1996, p. 429)

El trato con las musas indianas era, pues, intenso y venía a coronar, en los numerosos certámenes y torneos poéticos, la grandeza que habían ganado las hazañas bélicas; en realidad, armas y letras eran las dos fases de un mismo empeño: alcanzar fama y gloria. La competencia académica convertía a cada capital o ciudad grande en la sede misma del Parnaso; en esa afirmación local se asentó el orgullo parroquiano que luego dio origen a la exaltación sistemática de los poetas y las tradiciones nacionales. No las seguiremos aquí, pues el riesgo es nublar con un catálogo de nombres y títulos el panorama de lo que realmente puede interesar al lector de hoy. El mismo monto de los cultores del verso nos permite ser selectivos.

En 1577 apareció en la capital mexicana Flores de baria poesía, una recopilación antológica de poetas novohispanos aliado de muestras de sus colegas y contemporáneos españoles, en un esfuerzo por demostrar que sus émulos indianos no les iban a la zaga. Entre los poetas locales, entresacamos dos nombres de considerable importancia: el de Francisco de Terrazas y el de Fernán González de Eslava, a quien ya vimos antes como autor teatral. Se considera a Terrazas el primer poeta mexicano. Gran parte de su obra se ha perdido: lo que se conserva es poco: nueve sonetos, 10 décimas, una epístola y fragmentos de un poema épico. Pese a estar traspasado por la tradición italianizante y por ecos de Camoes y Herrera, revela tener auténtica inspiración y finura verbal; este soneto titulado “A una dama que despabiló una vela con los dedos” demuestra además su ingenio y su don de observación:

El que es de algún peligro escarmentado,

suele temerle más que quien lo ignora;

por eso temí el fuego en vos, señora,

cuando de vuestros dedos fue tocado.

Mas ¿vistes qué temor, tan excusado

del daño que os hará la vela agora?

Si no os ofende el vivo que en mí mora,

¿cómo os podrá ofender fuego pintado?

Prodigio es de mi daño, Dios me guarde,

ver el pábilo en fuego consumido,

y acudirle al remedio vos tan tarde:

Señal de no esperar ser socorrido

el mísero que en fuego por vos arde,

hasta que esté en ceniza convertido.

El caso de González de Eslava, de cuyo origen y vida se sabe poco, presenta un caso singular de escritor que cultivó el teatro y la poesía, la vertiente culta y la popular, la lírica religiosa y la burlesca. Llegó a Nueva España hacia 1558; hacia 1575 se ordenó de sacerdote. Fue amigo del poeta Terrazas, con quien sostuvo un debate poético en décimas (el insólito tema era Sobre si la lei de Moisén es buena o no) y con quien sufrió proceso judicial. En una época dominada por el petrarquismo y el general influjo italianizante, Eslava, sin renunciar del todo a él, cultiva una veta poética más cercana a la tradición castellana, siguiendo el modelo del cancionero: un lenguaje (lírico, satírico o dramático) más simple, más espontáneo y popular, aunque no menos riguroso y formalizado. El autor lo usa con especial destreza en sus composiciones de tema religioso o devoto que son graciosos razonamientos sobre los misterios y hechos milagrosos de la tradición judeocristiana. En una “Canción a Nuestra Señora” celebra a una Virgen morena con estos versos de fresco sabor popular:

Al Sol, morena, anduvistes,

tanto, que en vos se encerró:

el Sol de vos se vistió

y vos del Sol os vestistes;

y por vos, linda morena,

rindiéndose a vuestro amor,

el tiempo abrevió el Señor

de nuestra gloria y su pena. (Cuaron Garza, 1996, p. 441)

Pero abundan en su obra las composiciones que tienen un grado mucho más alto de elaboración conceptual y retórica, que permiten ver a Eslava como un precursor del conceptismo del siguiente siglo. Esta canción “a lo divino” inspirada o “contrahecha” a partir de otra, da un buen ejemplo de esa vena:

-¿Cómo, siendo por quien vivo,

yendo en vos, me quedo acá?

Libre quedáis de captivo,

y atado en mi yugo allá.

-Pues, ¿por qué así me apremiáis,

si premiarme pretendéis»

-Porque suelto no perdías

lo que preso ganaréis. (Oviedo, 1995, p. 154)

Algunos de sus sonetos y liras aparecieron por primera vez en Flores de varia poesía, pero la edición póstuma de sus obras, Coloquios espirituales y sacramentales y canciones divinas, recoge, aparte de sus piezas teatrales, más de 150 composiciones poéticas. Al leer la poesía de Eslava hay que tener en cuenta que es, en su mayor parte, poesía de circunstancia, escrita bajo exigencias del santoral católico, y que era complemento de la música sacra. Al sacerdote erasmista Lázaro Bejarano hay que recordarlo sobre todo como introductor en México de los metros italianos y activo miembro del círculo de Cecina. Su Diálogo apologético, en el que mostró su independencia frente a la escolástica, se ha perdido.

Ya nos hemos referido al pasar a Enrique Garcés. Hay que agregar ahora que su traducción de los Sonetos y canciones de Petrarca, realizada mientras vivía en el Perú, fue también celebrada por Cervantes en su “Canto de Calíope”, como uno de los más notables intentos por difundir al poeta italiano en América; ese mismo año publicó su versión de Los Lusíadas de su compatriota Camoes. Dejando de lado el ditirambo cervantino, hay que decir que las traducciones petrarquianas de Garcés, siendo inspiradas, son menos fieles de lo que se cree y son a veces paráfrasis o versiones libres de motivos y fórmulas en los que ambos de veras sintonizaban. Al margen de la fidelidad textual, podía lograr resultados tan finos como éste:

Valle que de mis llantos eres lleno,

río, que dellos tomas más aumento,

peces, aves y fieras, que el asiento

en tal lugar tenéis, y tan ameno.

Aire con mis suspiros más sereno,

senda dulce, que amarga ahora siento,

collado que otro tiempo gran contento

me dabas, con quien tanto ahora peno:

En vosotros conozco lo pasado,

mas en mí no, que de una dulce vista

albergue soy tornado de amargura.

De aquí vía yo mi bien, de donde es ida

desnuda al cielo en paso apresurado,

dejando acá su linda vestidura. (Oviedo, 1995, p. 155)

La actividad de este portugués dentro de la Academia Antártica, al lado de Dávalos y Figueroa y otros ingenios limeños, fue decisiva en la formación de la escuela poética local.

2.3. La poesía satírica: Rosas de Oquendo

Junto a esta línea poética, generalmente envarada y desligada del acontecer profundo de la sociedad, corría otra, más vibrante, animada y espontánea: la sátira, expresión que llegará a ser una robusta tradición en nuestra literatura, viva todavía hasta bien avanzado el siglo XIX.

En verdad, la sátira es la forma favorita en la que se manifestaba el espíritu crítico de la época y es por eso un testimonio de considerable importancia para conocer el funcionamiento real de la sociedad americana y la conducta concreta de sus individuos: nos permite ver, entre violentas burlas e insinuaciones festivas, la distancia que frecuentemente se abría entre las doradas expectativas de venir a “hacer la América” y las miserias de la vida cotidiana, entre la pomposa retórica del mundo oficial y la terquedad con la que la negaban los hechos menudos.

Las Indias era un semillero de grandes ilusiones y un purgatorio de desencantados y rencorosos, los estímulos ideales para generar una literatura que podía hablar, con pugnacidad y gracia, a veces con malos modales, desde los márgenes mismos de lo aceptable; una literatura de protesta disimulada en la alusión risueña pero envenenada y radicalmente escéptica. Es también interesante observar que la sátira era una forma muy versátil, que nada arrimada a la vertiente de la poesía popular, pero que podía prestarse también recursos propios de la lírica culta. Además, la sátira liga las viejas tradiciones del verso español con el incipiente espíritu criollo, algo levantisco y desconfiado de las normas socioculturales impuestas por la península.

Ejemplo de ello es un poeta vinculado tanto a Lima como a México: Mateo Rosas de Oquendo, cuyo talento es definidamente satírico. No se sabe mucho de él, aparte de lo que él mismo incluye en su obra:

Digo que salí de España

en el verdor de mis años

y el abril de mi esperanza,

cuando Fenis, mi enemiga,

tan hermosa como ingrata

quiso pagar a mi fe

la cuenta en que se hallaba …

(“Respuesta de una carta … “)

Se presume que era andaluz, soldado, aventurero y encomendero de indios en el Río de la Plata. Estuvo en América desde 1585, vivió en Lima hacia 1594 y en 1598 pasó a residir en México, donde estuvo hasta su muerte. Lo más conocido y celebrado de él es su largo romance (más de 2 mil versos) titulado Sátira hecha por. .. a las cosas que pasan en el Pirú, año de 1598, uno de los primeros grandes ejemplos de su género en América. Es una diatriba tan feroz como divertida de las costumbres y vicios del mundillo limeño, desde los poderosos de la corte hasta los vagabundos de la calle.

Oquendo conocía bien los mejores ejemplos de la poesía festiva, sus técnicas demoledoras del ridículo y el vejamen despiadado. Su poema es una verdadera catarata de injurias y bromas contra todo y contra todos, pero especialmente contra las mujeres (cuyas costumbres sexuales fustiga con verdadero furor), la pretensión social, la codicia de comerciantes y aventureros, y el relajamiento y frivolidad general de las gentes. Entrando y saliendo de la escena, el autor hace desfilar ante nosotros una verdadera galería de tipos y figuras que no valen tanto (sobre todo ahora) por su alusión a realidades concretas o verdaderas, sino por su vigor retórico y la energía verbal con los que se les retrata. Véase aquí cómo el recurso anafórico refuerza esa impresión:

¡Qué de rostros amarillos,

qué de purgas y jarabes,

cuántas por no poder más

dan billetes y mensajes

y otorgan sus escrituras

para el día que se casen!

Qué pocas ejecuciones,

qué pocas costas les hacen,

qué quejosos los maridos,

qué contentos los galanes,

qué de ladrones en rueda,

qué de justos en la cárcel;

qué de aguas van a la plaza,

que aunque claras y suaves,

no las beberá un enfermo

si viese los manantiales! (vv. 203-218).

En la tradición satírica peruana, Oquendo inicia una línea que seguirá con Caviedes y se prolongará en muchos otros escritores festivos coloniales y republicanos.

CAPÍTULO III

Del Clasicismo al Manierismo y el Barroco

3.1. La lírica manierista: las poetisas anónimas

Pese a la bien conocida postergación social de la mujer en los tiempos de la colonia, que la mantenía relegada en su hogar y le brindaba pocas ocasiones para alcanzar una educación esmerada, hubo mujeres que tuvieron una destacada figuración intelectual y demostraron un dominio del arte literario, especialmente poético, que nada tenía que envidiar al de los varones. Si la universidad les estaba vedada, al menos el convento, la corte y las academias literarias les permitían acercarse al mundo de los libros y la vida intelectual. En el «Discurso en loor de la poesía», la anónima autora nos informa:

y aun yo conozco en el Pirú tres damas

que han dado en la poesía heroicas muestras (vv. 458-459).

(Medrano, 2001, p. 168)

Algunos sospecharon que una de ellas era la “Amarilis” que escribió posiblemente hacia 1615 la “Epístola a Belardo”, inflamada de pasión ideal por Lope, quien la publicó como parte de su poema La Filomena. Esa hipótesis y la de que ambos poemas anónimos son de la misma autora, pueden desecharse como totalmente infundados. Pero el misterio de quién fue esta “Amarilis” ha inquietado a los críticos, quienes, siguiendo las pistas deslizadas en el texto, sospecharon que era María de Alvarado, descendiente de Gómez de Alvarado, fundador de la ciudad de Huánuco, en las sierras orientales del Perú; o María Tello de Lara y de Arévalo, emparentada con los hombres que combatieron la rebelión de Hernández Girón. Y no faltó quien sugiriera que la tal “Amarilis indiana” era una simple superchería tramada por los enemigos de Lope para burlarse de él, suposición absurda porque en diversas comedias y obras en prosa del gran ingenio español se encuentran ecos y reminiscencias de la epístola anónima.

Sólo muy recientemente el historiador Lohmann Villena ha examinado documentalmente las conjeturas que otros hicieron antes que él y establecido que la verdadera autora es, con toda probabilidad, María de Rojas y Garay, dama también nacida en Huánuco y de ilustre familia, cuyos antecesores habían llegado con los conquistadores del Perú y fundado ésa y otras ciudades. Ella misma da varios indicios de su origen, estado y ambiente, aunque envueltos en claves sugerentes y enigmáticas. Esto se añade a la atmósfera encantadora del poema y las delicadas coqueterías de una voz que quería ventilar lo que sentía sin que dejase de ser secreto. Es de presumir que, habiéndolo escrito a temprana edad, poco antes de casarse y de morir prematuramente, éste sea el único texto que nos queda de ella, lo cual hace más esquivo y curioso el asunto.

Escrito en elegantes silvas, sus 335 versos son, a la vez, una exaltación del amor platónico y una hiperbólica alabanza de Lope. El comienzo, con sus delicados hipérbatos y sutiles razonamientos amatorios, da bien el tono de la epístola:

Tanto como la vista la noticia

de grandes cosas suele las más veces

al alma tiernamente aficionada;

que no hace el amor siempre justicia,

ni los ojos a veces son jüeces

del valor de la cosa para amarla … (Lohmann, 1993)

Después de confesar que “nunca tuvo por dichoso estado/ amar bienes posibles) sino aquellos que son más imposibles”, revela discretamente que escribe desde Lima; que los conquistadores y fundadores de “la ciudad de León” son sus abuelos; que tiene una hermana Belisa (en verdad, Isabel), monja y también poeta; y que ella misma vive “en limpio celibato”, entregada al amor de la poesía y de Dios. Todo esto es mero pretexto para poner a Lope por los cielos, donde ella realmente cree que pertenece, y ofrecerle estos “Versos cansados” como rendido tributo de “un alma que sin alas vuela”.

En el vasto conjunto de poesía circunstancial y cortesana de la época, esta epístola tiene méritos muy singulares: es artificiosa pero inspirada, amanerada en el juego de conceptos pero a la vez intensa e indudablemente sincera en su pasión. Y además es una inteligente argucia para tocar, aunque sea de lejos, el nombre de Lope y arroparse en el resplandor que irradiaba todo lo que tenía que ver con él. En cualquier selección de la lírica virreina!, esta pieza no puede faltar: es una de las mejores de su tiempo.

El “Discurso en loor de la poesía” aparece en la primera parte del Parnaso Antártico de Diego Mexía, como texto anónimo. El enigma de su autor o autora ha desvelado a la crítica, que ha intentado varias hipótesis, atribuyéndole, sin mayor fundamento, el nombre literario de “Clarinda” o el de personajes femeninos reales (como el de Francisca de Briviesca, la ilustrada esposa de Dávalos y Fígueroa); considerándola una superchería detrás de la cual se oculta un hombre, probablemente algún miembro de la Academia Antártica que quería congraciarse con Diego Mexía, tan alabado en el texto; o tal vez la misma “Amarilis”. Siendo a estas altura es imposible de establecer con certeza la autoría del “Discurso”, por lo menos hay acuerdo de que se trata ciertamente de una mujer: el texto está escrito desde una perspectiva indudablemente femenina, que ofrece un ilustrativo paralelo con la Defensa de damas, de Dávalos y Figueroa. Sabemos, por lo que informa el título, que se trata de una “Señora principal de este Reino” y que es “muy versada en la lengua toscana y portuguesa”. En varias partes, alude a su propia condición femenina, lo que hace su empeño más atrevido, pues es como poner un monte “sobre hombros de mujer, que son de araña” (v. 54).

Su tema no es ni amoroso ni estrictamente religioso, sino estético: discurre sobre la naturaleza de la poesía, exalta sus altas virtudes estético-morales, y destaca los méritos de los grandes poetas, entre los que coloca a Diego Mexía. Un interés lateral del texto es que sus menciones a ése y otros poetas permite identificar a varios miembros de la Academia Antártica.

En la devota visión de la anónima, la poesía es un don divino que expresa lo mejor del hombre y lo acerca a su creador: la suya es una concepción de armonía y mística elevación espiritual a través del acto poético. Sus fuentes son clásicas (Aristóteles, Cicerón, Horacio), pero se advierte que la autora ha frecuentado también algunos preceptistas y autores castellanos, como el Marqués de Santillana, Juan del Encina y López Pincíano, además de la patrística. Es la actitud de puro ejercicio intelectual, más que la forma, lo que lo acerca a los moldes manieristas. El poema está escrito en tercetos dantescos, con un total de 808 versos que, sin ser un ejemplo de la más alta intensidad poética (pues su intención es claramente expositiva), son sin embargo finos y de considerable pulcritud formal:

El verso con que Homero eternizaba

lo que del fuerte Aquiles escrebía,

y aquella vena con que lo dictaba

Quisiera que alcanzaras Musa mía,

para que en grave y sublimado verso,

cantaras en loor de la Poesía (vv. 13-18).

De todos los textos que conservamos de la Academia Antártica, éste es sin duda el de mayor interés literario. Y a través de él podemos saber cuáles eran los gustos y la orientación filosófica de la Academia limeña, que fue determinante en los de la poesía peruana entre la última década del XVI y primera del XVII.

3.2. Las paradojas del barroco

La expresión barroco (y no menos el barroco americano o barroco de Indias) designa un complejo fenómeno que ha sido intensamente estudiado y discutido por los especialistas a lo largo de la historia; igualmente debatidos han sido conceptos análogos como culteranismo o gongorismo, pero éstos se aplican (o deberían aplicarse) sólo a la literatura, mientras que el concepto barroco designó primero un fenómeno propio de la arquitectura y las artes visuales, luego la música y finalmente las letras. Uno de los problemas que se han planteado es d de establecer las diferencias del barroco americano con el español (y europeo en general), sus rasgos propios, su cronología, su importancia estética, sus limitaciones. En las páginas que siguen intentaremos, ya que no resolver el espinoso asunto, por lo menos esclarecer algunos de sus principales aspectos.

Después de haber tenido un sentido más bien despectivo, el término fue revaluado por la crítica a fines del XIX, alcanzó gran difusión en el xx y empezó a usarse, no sólo para un momento histórico específico, sino para toda manifestación que se le pareciese, por su dificultad, ornamentación o artificio. En ese sentido metafórico, muchas cosas que no son “barrocas” pueden resultar barrocas, desde las estelas mayas hasta el lenguaje sobrecargado y opulento de Carpentier o Lezama Lima, en nuestro siglo. Esto ha permitido que algunos viesen en la cultura americana una innata predisposición barroca, lo que explicaría el entusiasmo, casi febril, con que fue cultivado en la América del XVII y XVIII.

En realidad, las grandes tendencias estéticas de la historia (clasicismo, barroco, romanticismo, realismo, expresionismo) son condensaciones de actitudes humanas permanentes, que a veces perviven en estado de latencia, y en otras saltan al primer plano y caracterizan una época. Lo que nos interesa aquí es establecer cómo ocurre eso en América con el barroco, por qué en esas notas y por qué con tanta fuerza.

Habría que comenzar señalando que, aunque lo contradice y desplaza, el barroco comparte algunos rasgos con el clasicismo renacentista: en ambos tenemos una semejante aspiración por la belleza y gracia ideales, por los modelos antiguos y la mitología grecolatina, por el concepto individual del gesto estético y aun por ciertos motivos, formas y metros. Eso quiere decir que el barroco es la fase final del Renacimiento; no su directa negación precisamente, sino su des-composición, su metamorfosis por exageración. Esa metamorfosis incorpora la sustancia o núcleo central del espíritu renacentista, pero termina minando sus conceptos claves de equilibrio, armonía y claridad de líneas; así, aparece como si fuese su contrarío al exaltar la curva, la tensión, el contraste y el claroscuro.

La transición estética se basa seguramente en un desplazamiento del valor o sentido dados a ciertas cuestiones de fondo. Por un lado, se produce un redescubrimiento o reinterpretación de la Poética de Aristóteles, que provoca un alejamiento del idealismo platónico y un acercamiento a lo real tal como es. Por otro, se percibe una decidida vuelta a la naturaleza, a la infinita variedad y novedad que ofrece a la imaginación, pues es un reflejo del alma humana.

Hay un movimiento general hacia un intenso vitalismo que exprese, no la vida, sino el vivir en su confusa totalidad, con sus cimas y sus abismos. El interés por lo raro y excepcional extrapola el concepto de belleza y despierta la curiosidad barroca por lo desmesurado, lo discordante, lo monstruoso. (Carilla, 1972)

El barroco reconoce que el hombre es un foco de violentos impulsos contradictorios, que es el teatro de un drama constante y sin solución. En el horizonte espiritual del barroco encontramos un fenómeno religioso de gran trascendencia: la Contrarreforma. Aun si no queremos aceptar necesariamente que, como se ha dicho, “el barroco es el arte de la Contrarreforma,” hay que reconocer que no se puede hablar del uno sin pensar en el otro. Esto es particularmente cierto en España, que encarnó el espíritu contra reformista de la Europa católica.

Abreviando mucho, bastará decir aquí que el Concilio de Trento que, a mediados del XVI, redefinió la función de la religiosidad moderna y le dio un sentido militante, marcó el inicio de una nueva cultura y una nueva vida intelectual, sometida a muy rígidos principios, pero al mismo tiempo conciente de la extraordinaria complejidad y sutileza del mundo interior del hombre moderno. Hay un concepto agónico en el barroco que tiene sus raíces en la espiritualidad postridentina, impuesta sobre una circunstancia histórica caracterizada por el abismo que se abría entre el reino ideal y el de la realidad concreta. El barroco es un estilo que a la vez habla de una suprema grandeza y de una honda crisis espiritual. En España, ninguna obra del período expresa mejor ese dilema que el Quijote.

Así resulta que, en medio del misticismo y la severa ortodoxia propagados por la Iglesia y el Estado español, floreció un arte – el barroco – que era la apoteosis de la sensualidad, el deleite y el desborde colindante con la sinrazón. Gran paradoja barroca: el arte que se supo nía debía afirmar la fe, fue intensamente escéptico. La “locura barroca” es la consecuencia de esa distorsión o escisión que el hombre empezaba a vivir en lo más profundo. Esa inseguridad no podía sentirse de modo más vivo que en América, con su sociedad formada por la precaria convivencia de españoles, criollos, mestizos e indios; con una cultura cada vez más desarrollada pero obligadamente tributaria de la distante metrópoli; con una Iglesia que había evangelizado y convertido a millares pero sin hacer desaparecer del todo las viejas creencias indígenas, que se habían enquistado bajo formas mestizas; y con un régimen colonial que detentaba un poder incontestable, pero plagado de problemas, contradicciones e incapacidades.

Para los españoles, haber conquistado América había sido la realización de la gran utopía del imperio ecuménico, pero era para todos evidente que ese sueño se había cumplido en medio de abusos y violencias, que negaban los más altos principios que la regían: convertir el imperio español en el imperio de Dios. En algunos aspectos, el sueño se parecía más a una pesadilla. Y para los americanos que, en su propia tierra, encontraban sus aspiraciones constantemente limitadas por el injusto sistema de castas y privilegios, el Nuevo Mundo parecía repetir los ciclos del Viejo y desperdiciar sus propias potencialidades en el laberinto burocrático y los menudos intereses: el lugar donde la imaginación había colocado el paraíso, podía ser más bien el largo purgatorio de la resignación.

El barroco no hace sino reflejar esos agudos vaivenes y contradicciones que agitan a los hombres del XVII: es un arte cabalmente moderno, lleno de graves conflictos y perplejidades. Espectacular y reconcentrado, jubiloso y escéptico, expresa como pocos las plurales apetencias y pulsiones del espíritu de la época. Recorrido por dilemas, el barroco nos interroga y se interroga a sí mismo: ¿por qué andamos siempre insatisfechos y deseosos de algo más, por qué vamos de un extremo al otro? Misticismo y pasión hedonista, ansia de infinito y conciencia de caducidad, rigor y exceso, alta estilización y crudo grotesco, requiebro y carcajada: entre esos polos buscaba algo que, secretamente sabía que no iba a alcanzar. Su elaborada capa ornamental no logra encubrir el tono de desengaño y pesadumbre que lo agobia. Así lo vemos por igual en las sutiles proposiciones de la lírica y en las trabajadas volutas de la prosa doctrinal, las fachadas de las iglesias criollas, en la pintura religiosa mestiza, en la orfebrería y el arte mobiliario, en el lujo de los impresos y en la pomposa gestualidad de las ceremonias.

No es posible hablar del barroco sin referirse, siquiera de pasada, al conceptismo, que es una de sus fases y que también se manifestó en América gracias sobre todo a la fama de Quevedo y Calderón. Se distingue por trasladar al campo del pensamiento el acento que el barroco pone en las formas o, más bien, por el esfuerzo mental con el que lo elabora; por eso insiste en los mecanismos ingeniosos, artificiosos y sutiles que deben seguirse para desentrañar una verdad que no es evidente y que encierra siempre algo sorprendente o extremado. La palabra clave en el vocabulario conceptista es agudeza, la virtud para hallar una relación insólita entre dos o más realidades o mostrar lo conocido bajo una luz inesperada. Es un esfuerzo por hacer que las palabras digan más de lo que usualmente dicen, exprimiendo de ellas sentidos ocultos, olvidados o nuevos. El conceptismo es un barroco al revés: trabajando con rigor desde dentro de la lengua, alcanza una forma peculiar de exuberancia y brillo mentales. En la obra de Espinosa Medrana podremos ver cómo estas cualidades llegarán a servir como vehículos ideales de un autor que quería afirmar su condición americana.

Pero es necesario definir mejor, en términos literarios, el proceso del barroco que llega de España y el que se forja en América. Góngora, la figura máxima del barroco español, vive entre 1561 y 1627. Aunque ya era reconocido y celebrado hacia 1580, su obra mayor, la más reconocible por su barroquismo y la que lo hará realmente famoso, corresponde a la segunda década del XVII: las Soledades y Fábula de Polifemo y Galatea, ambas de 1613. Hay que tener presente que estos textos y el resto de su obra poética se conocieron entonces en forma manuscrita: la primera edición de sus Obras apareció póstumamente en 1627. Pese a ello, los ecos de su celebridad llegaron, primero de manera aislada, a América.

En Grandeza mexicana de Balbuena y en otras obras de esas fechas, hay rastros barroquizantes que flotaban en el ambiente literario de las colonias, gracias no sólo a Góngora, sino a las comedias de Lope y a la llegada de autores como Mateo Alemán a México y de Tirso de Malina a Santo Domingo. Pero lo cierto es que la nueva estética sólo alcanza su auge en la segunda mitad del XVII y primera parte del XVIII, mientras en España ya languidecía hacia 1680. Ese desfase histórico explica, al menos en parte, las diferencias que se perciben en el barroco tal como se desarrolló a uno y otro lado del Atlántico.

En el trasvase a un contexto cultural distinto, algunos cambios tuvieron que producirse. Ciertos rasgos esenciales se mantuvieron: el dinamismo de las formas que impulsa sus acrobacias, vuelos, curvas y parábolas, todos en contrapunto con la austera línea renacentista; la monumentalidad, el gusto por las grandes construcciones macizas y abigarradas; la plasticidad escenográfica y dramática de sus composiciones, en las que dominan los efectos visuales y la sensación de espacio; la actitud aristocratizante y latinizan te, que hacía de la literatura el privilegio de unos cuantos enterados, etc. Pero el barroco, cuando se aclimató en estas tierras y se volvió mestizo, lo hizo acentuando los aspectos más exteriores de estas notas y perdiendo el sentido original de la revolución estética iniciada por Góngora. Los discípulos hicieron una imitación extremosa de sus maestros, pero sin saber siempre por qué imitaban. Copiaron el gesto, perdieron de vista el espíritu.

Hubo cientos de poetas y autores barrocos en América: de todos sólo nos queda un puñado: Sor Juana, Sigüenza y Góngora, Caviedes, Espinosa Medrano y apenas alguien más. El resto no hizo sino convertir el barroco en un pretexto para cultivar un arte ceremonial, convencional y académico (la misma Sor Juana lo hizo), precisamente lo que había querido combatir el poeta de las Soledades. Entre nosotros la moda culterana cundió con fuerza· extraordinaria, pues era un fácil atajo para disfrutar del prestigio que las letras tenían en la capa ilustrada de la sociedad; sirvió para los usos áulicos que los poderes (monarquía, Iglesia, autoridad colonial) requerían de sus súbditos, fieles o clientelas.

La existencia de academias, certámenes y festividades no hacía sino facilitar esa tendencia cortesana y su correspondiente hojarasca literaria, cuyo hermetismo banal nos parece hoy tan extravagante. La literatura, y especialmente la poesía, pasó a ser muchas veces un puro juego, un torneo de hueca ingeniosidad y gimnasia silábica. En los círculos académicos, se proponían temas y formas fijas, elevando cada vez el grado de dificultad; el resultado de esas competencias poéticas que premiaban la industriosidad y la paciencia, no la inspiración, era previsible: poemas laberínticos y peregrinos; textos que podían leerse tanto hacia abajo como hacia arriba; acertijos, acrósticos, palindromas, anagramas, palimpsestos bilingües.

A cambio de eso, el barroco abrió en América algunas vías que no habían sido del todo exploradas hasta entonces. El lado “realista” del barroco, que se interesaba por la más humilde realidad cotidiana, orienta a sus seguidores en el Nuevo Mundo a buscar inspiración en motivos indígenas y populares; en el pasado, éstos habían aparecido como meros toques de color o con una clara intención doctrinal, como en el teatro misionero.

Los poetas y dramaturgos culteranos se acercan a beber, con renovado interés, en la fuente de las tradiciones, creencias e imágenes sobrevivientes de las antiguas culturas; incluso llegan a usar sus lenguas, integrándolas con el español, creando así un auténtico estilo criollo, mestizo. El barroco, como estética de lo extremo y lo extraño, formulaba un sincretismo que bien se avenía con el sello particular de la cultura hispanoamericana. Esto se ve muy claro en la pintura y la arquitectura, especialmente en su imaginería religiosa, que celebran vírgenes con rasgos indígenas o santos mulatos, y funden los códigos del arte europeo con los primores del arte popular. Hay una interpretación americana del llamado estilo “churrigueresco”, que rebrota aquí con fuerza. Así tendremos ángeles emplumados, mártires del santoral cristiano rodeados de símbolos prehispánicos, natividades con materiales de origen local y con figuras que apenas ocultan su origen pagano. Oro y barro, finos brocados y toscas mantas de lana, divinos Pastores y simples pastores: el barroco americano vistió esos ropajes, combinó curiosas fórmulas y dio su propia versión de lo que había recibido.

Por otro lado, el barroco estimuló la aparición de un modelo intelectual de la época: el sabio criollo, el individuo que aspiraba a saberlo todo y lo hacía con gracia y profundidad; el enciclopedismo del XVIII se basa en la presencia de estos individuos que son, ellos mismos, resúmenes del saber de su tiempo. Hubo siempre erudición y ansia de conocimiento en las letras americanas; pero en esta época se produce una suerte de condensación de esa actitud intelectual que la convierte en otra cosa: un saber creativo, que asimila los más heterogéneos influjos y los devuelve cambiados; una inflexión docta, pero animada por una idea de goce y abierta a los olores y colores locales. La clase ilustrada criolla, que siempre se sintió rezagada en el acceso al bienestar y al trato justo, pudo sentir, en estos años, que su talento natural, su fuerza creativa y su habilidad para aprender y enseñar, había alcanzado un punto que le permitía competir en un pie de igualdad con la metrópoli. La lengua literaria castellana hablaba ya, con parejo vigor y calidad, desde las dos orillas. No hay ejemplo más grande de eso que la obra genial de Sor Juana Inés de la Cruz.

3.3. Obra de Sor Juana

La única figura de la lírica barroca americana que no empalidece si puesta al lado de Góngora, es la mexicana Sor Juana Inés de la Cruz; y aún puede decirse que ésta lo supera por la variedad de géneros que cultivó: poesía (profana, sacra, filosófica), villancicos, teatro, prosa, etc. Era, además de una gran creadora, una mujer de pensamiento, un espíritu brillante y encantador, una personalidad transparente y enigmática.

Su obra es abundante y variada: ocupa cuatro gruesos tomos en la moderna edición completa según Méndez Plancarte. Aparte de eso se le han atribuido dos obras teatrales: desde hace tiempo, el curioso juego astrológico titulado El oráculo de los preguntones; y, muy recientemente, la revisión y conclusión de La Segunda Celestina, obra del comediógrafo español Agustín de Salazar y Torres, atribución que ha sido de inmediato discutida y que resulta algo dudosa.

Lo mejor de su lírica personal puede hallarse entre sus romances, redondillas, liras y sonetos y en la que es su obra maestra, Primero sueño. Los temas u ocasiones que la inspiran son también muy diversos, pero pueden subdividirse en cuatro categorías que, en orden creciente de importancia, son: poemas religiosos; de circunstancias; “de amor y discreción” y filosófico-morales.

En la primera categoría lo más destacado son algunos de sus romances; los sonetos religiosos (a Cristo, San José, la Virgen de Guadalupe, etc.) son bastante alambicados y convencionales. En los romances, los misterios y dogmas de la religión son cuestiones que desafían su entendimiento y estimulan su reflexión, aunque sabe que su esfuerzo no alcanzará la meta: es tratar de comprender lo incomprensible.

En el “Romance a la Encarnación” ofrece una ingeniosa proposición:

Que hoy bajó Dios a la tierra

es cierto, pero más cierto

es, que bajando a María,

bajó Dios a mejor Cielo. (Plancarte, Obras completas)

A veces el esfuerzo demostrativo adopta una deliberada forma popular, que lo hace más accesible; hablando de San José usa un tono coloquial:

Escuchen qué cosa y cosa

tan maravillosa, aquésta:

un Marido sin mujer

y una casada Doncella. (Plancarte, Obras completas)

Pero el más notable de todos es, sin duda, el romance 56, “que expresa los efectos del Amor divino» en estos términos tan delicados:

Traigo conmigo un cuidado,

y tan esquivo, que creo

que, aunque sé sentirlo tanto,

aun yo mismo no lo siento.

Es amor; pero es amor

que faltándole lo ciego,

los ojos que tiene, son

para darle más tormento.

El poema define el amor divino en oposición al humano: aquél es “calidad sin opuestos”, pero aun ese afecto tan elevado es, por sentirlo un humano, objeto de dilemas y angustias:

Muero, ¿quién lo creerá?, a manos

de la cosa que más quiero,

y el motivo de matarme

es el amor que le tengo.

Las composiciones de circunstancias reflejan la persistencia de esa veta cortesana que ya señalamos antes, que era además parte de las costumbres conventuales de la época. Las series de romances, redondillas, décimas y sonetos dedicados a los condes de Paredes, los marqueses de la Laguna (a la marquesa específicamente), a la condesa de Galve y a otros dignatarios o ingenios, contienen piezas que son de lo mejor de Sor Juana: no es poco mérito introducir en el lenguaje esclerosado de este tipo de tributos, una nota de originalidad y novedad.

Algunos, claro, no superan la trivialidad de la ocasión y sucumben bajo el peso de la mera adulación hiperbólica: saludos por Pascua, cumpleaños o para acompañar un presente. Apenas sirven para documentar la tendencia de la autora a prodigarse tratando cualquier asunto, así como sus veleidades astrológicas y sus conocimientos científicos y mitológicos: si el virrey es el Sol, la virreina es la Luna; cada año cumplido y celebrado inscribe en el orbe “círculos de rayos”; el influjo de los astros o sus «humores» inspiran el amor que siente por ellos, etc.

Pero otras composiciones son realmente notables en su tipo. Por ejemplo, aquel romance en el que toma como pretexto la forzada ausencia de la marquesa por la Cuaresma, para presentar una atrevida rivalidad entre el amor divino y el humano:

Y así, no quise escribirte,

porque no quise atrevida

quitar a Dios este obsequio,

ni a ti quitarte esa dicha;

que los humanos objetos,

cuando está el alma encendida,

si no divierten, no ayudan,

si no embarazan, no avivan. (18)

Más audaces todavía son las confesiones eróticas que hace en el romance 19, cargado de imágenes violentas y agresivas para expresar lo febril de su pasión:

Yo, pues, mi adorada Filis,

que tu deidad reverencio,

que tu desdén idolatro

y que tu rigor venero:

bien así, como la simple

amante que, en tornos ciegos.

es despojo de la llama

por tocar el lucimiento;

como el niño que, inocente,

aplica incauto los dedos

a la cuchilla, engañado

del resplandor del acero …

Y poco más adelante agrega esta desafiante declaración amorosa que, en su intensidad, supera las barreras del sexo y la necesidad de la presencia:

Ser mujer, ni estar ausente,

no es de amarte impedimento;

pues sabes tú, que las almas

distancia ignoran y sexo.

El efecto es ambiguo: por un lado el amor aparece descarnado; por otro, es una pasión irresistible; el título mismo lo dice: “Puro amor, que ausente y sin deseo de indecencias, puede sentir lo que el más profano.” A veces, el tono de estos romances se vuelve más dulce, más liviano, y muestra el ingenio y la ironía de la monja: en uno, dirigido al arzobispo de México, dice que tanto lo llama “mío” en su celda

que al eco de repetirlo,

tengo ya de los ratones

el Convento todo limpio.

En el 20 alude con gracia a la costumbre femenina de quitarse la edad, pero observa que el caso de la condesa de Paredes es una excepción porque “no impera en las deidades / el imperio de los siglos”. Los sonetos de homenaje a sus mencionados protectores, sobre todo los escritos como homenaje fúnebre a la marquesa de Mancera, a los que ya nos hemos referido, son, por su tono severo y su rigurosa geometría conceptual, una prueba de que en esa forma clásica alcanzó la monja una excepcional maestría.

Esto queda confirmado con los sonetos pertenecientes a la categoría llamada “de amor y discreción”, que están entre los más brillantes que escribió. La forma del soneto se adaptaba admirablemente a la visión de Sor Juana: una forma cerrada y estricta que plantea una cuestión y trata de esclarecerla o resolverla mostrando que sus contradicciones son extremas, quizá insalvables. La veintena de sonetos que caben dentro de esta categoría son, casi todos, de una inigualable perfección; todos los recuerdan por la simple mención de sus primeros versos: “Esta tarde, mí bien, cuando te hablaba”, “Detente, sombra de mi bien esquivo”, “Que me quiera Fabio, al verse amado”, “Feliciano me adora y le aborrezco”, “Amor empieza por desasosiego.” Son, en esencia, un catálogo de las arduas cuestiones que el amor presenta a la mente desazonada y confusa, que quiere saber por qué siente o, mejor, por qué no sabe lo que siente.

Cada soneto es un acertijo, una razonada reflexión sobre un tema ardiente; el efecto que producen es el de ser una paradoja viviente entre rigor formal y sinceridad, imitación de un lenguaje codificado y libertad imaginativa, tensión espiritual y fruicción carnal, veladura e impudor, cielo y tierra, fuego y hielo. Algo importante: el proceso analítico al que el poema somete al sentimiento amoroso lo transfigura en otra cosa, lo traslada al plano de la pura elucubración o imaginación. El cuerpo queda escamoteado y la sensualidad (y aun la sexualidad) centrada en la cabeza, que aparece como el verdadero foco del erotismo, tal como hoy lo entendemos.

La ausencia del amante es, por eso, mero accidente que la fantasía subsana; usar la poesía para alcanzar el corazón del amado es también una transposición, un sucedáneo del contacto físico. En el exquisito soneto 164, que escribe para satisfacer “un recelo con la retórica del llanto,” las lágrimas que vierte son “mi corazón deshecho entre tus manos;” en otro, que se presta un juego de palabras de Quevedo (“diamante”-

“de amante”), logra convertir el drama mental en puro dinamismo verbal, en una delicadísima música hecha de contrastes, paralelismos, ecos y reflejos:

Al que ingrato me deja, busco amante;

al que amante me busca, dejo ingrata;

constante adoro a quien mi amor maltrata;

maltrato a quien mi amor busca constante.

Al que trato de amor, hallo diamante,

y soy diamante al que de amor me trata;

triunfante quiero ver al que me mata,

y mato al que me quiere ver triunfante.

Si a éste pago, padece mi deseo;

si ruego a aquél, mi pundonor enojo:

de entrambos modos infeliz me veo.

Pero yo, por mejor partido, escojo,

de quien no quiero, ser violento empleo,

que de quien no me quiere, vil despojo. (168)

Sonetos como éste no desmerecen al lado de los de Lope, Góngora o el propio Quevedo; tampoco comparados con los de Cavalcanti, Shakespeare o Donne: son cumbres del lenguaje poético cuya estatura es análoga. Lo mismo puede decirse del puñado de sonetos filosófico-morales que Sor Juana nos dejó. Símbolos y motivos frecuentadísimos de la literatura clásica y retomada por el barroco, aparecen en ellos frescos y renovados por las variantes originales que introducen.

Pero en la categoría de poemas propiamente filosóficos no hay poema de mayor vuelo, densidad y trascendencia en toda su obra que el Primero sueño: es la culminación de su obra y uno de los grandes poemas de nuestra lengua y de su tiempo. Imposible examinar aquí el texto en toda su complejidad; nos limitaremos a hacer una rápida descripción y a apuntar sus características más notables. Pero, primero, la cuestión de su título: pareciendo simple, Primero sueño es un título que plantea varias interrogantes. Una de ellas es que no parece haber sido puesto por la autora, que se refiere a él sencillamente como El sueño, el único poema o «papelillo» suyo que dice haber escrito “por mi gusto”, lo que también es dudoso. Tal vez lo de Primero indicaría que era la parte inicial de una composición más extensa, o de una serie, de lo que nada sabemos; en su título extenso, se aclara que la autora lo escribió “imitando a Góngora”, quizá teniendo en mente también las dos partes de las Soledades. Por otro lado, sueño es una palabra cuya polisemia puede orientar la lectura del texto en muy distintas direcciones: sueño como actividad onírica o subconciente; sueño como estado de somnolencia opuesto a viglia; sueño como “ensoñación” con los ojos abiertos y, en ese sentido, semejante a “imaginación, fantasía, reverie.” En el texto leemos:

El sueño todo, en fin, lo poseía;

todo, en fin, el silencio lo ocupaba:

aun el ladrón dormía;

aun el amante no se desvelaba. (vv. 147-150)

Pero si esto podría ser una clara indicación de que el asunto del poema es la actividad psíquica del cuerpo dormido, el sueño que el poema describe no sugiere, ni eri estilo ni en sustancia, nada subconsciente. Al contrario, éste es un poema notable por su lucidez y el afán de la mente por estar despierta, por vencer las sombras que la rodean amenazantes. Podría pensarse en una forma especial de sueño, el “sueño metafísico”, en el que el alma liberada de las ataduras del cuerpo vaga libre y contempla las puras esencias; una tarea de proporciones desmesuradas por esclarecer, de noche, lo que no podemos saber de día. Se parece al “trance” místico que describe Santa Teresa en sus Moradas, y también a la muerte, con la diferencia de que es un estado transitorio, del cual despertamos para volver al mundo que quisimos abandonar. Por eso, ninguno de los significados de la palabra “sueño” queda necesariamente excluido, lo que se añade a la dificultad del texto.

Aunque de estilo barroco, hay que señalar que todo el lado sensual y decorativo de esa estética está notoriamente ausente: el texto tiene un tono lúgubre, de lenta gravedad y de sombría pesadumbre: el paisaje que pinta este Sueño más bien nos abruma y sobrecoge como una negra pesadilla. Las líneas iniciales establecen el ritmo opresivo del resto:

Piramidal, funesta, de la tierra

nacida sombra, al Cielo encaminaba

de vanos obeliscos punta altiva,

escalar pretendiendo las Estrellas … (216)

Es una meditación en la que los sentidos casi no participan: la visión a la que nos referimos es interior: los ojos están cerrados o en blanco y el alma intenta comprender por sí misma. Los colores que predominan son precisamente el negro, el blanco y el gris de una tierra baldía.

El Sueño persigue lo que puede considerarse el máximo ideal poético de Sor Juana: describir el mundo sólo a través de conceptos y figuras mentales. Todo viaje se realiza en un espacio, real o imaginario; el de la monja es un viaje por los intersticios que se abren entre este mundo y el más allá: un vuelo que se parece a una caída en el vacío de lo que la mente no puede comprender y del que Dios parece haberse ausentado. Soledad absoluta y abismal, hueco negro de lo que no podemos pensar y que sin embargo estamos forzados a pensar. El poema está ligado a una larguísima tradición literaria y filosófica, que viene de la antigüedad, pasa por el medioevo, recoge ideas del hermetismo y las utopías renacentistas y llega a la edad barroca fascinada por la idea de la vida como sueño.

CAPÍTUOLO IV

Entre Neoclasicismo y Romanticismo

4.1. La poesía cívica de Olmedo

La literatura ecuatoriana y la peruana reclaman a José Joaquín de Olmedo como suyo. La cuestión es un poco fútil, pues cuando nació ninguna de las dos naciones existía y si nació en Guayaquil, su familia tenía raíces peruanas; además, participó en la redacción de sus respectivas constituciones y su obra poética está estimulada por acontecimientos históricos asociados al surgimiento de ambas naciones. Llamarlo “bolivariano” sería más apropiado, porque la figura del Libertador constituye la presencia dominante en su vida y obra. Su formación era sólidamente neoclásica: latín, gramática, derecho romano, ciencias. Conoció por cierto a los autores clásicos (Horado, Virgilio, Ovidio, Píndaro), pero también a los ingleses (Pope y Richardson) y a los españoles (Meléndez Valdés, Quintana); a varios de los primeros los menciona él mismo en su poema “Mi retrato” de 1803. Tradujo también una oda de Horado, tres de las cuatro epístolas del poema Essay on Man de Pope y un fragmento del Anti-Lucrecio, poema en latín de Melchior de Polignac. Abandonó su carrera de abogado y de profesor universitario para dedicarse a la vida pública.

De cualquier modo, hacia 1820 ya está militando en las filas patriotas de Guayaquil. La anexión de esta provincia a la Gran Colombia lo enfrenta primero a Bolívar (supra), pero luego de entrevistarse con él y obtener su apoyo militar contra los realistas, se convierte en uno de sus más entusiastas aliados. A partir de 1825 y durante tres años fue Ministro plenipotenciario de Bolívar en Londres, donde encuentra a Bello y colabora con él.

Esa adhesión emocional e ideológica con el Libertador convierte a Olmedo en el más importante poeta cívico de su tiempo. Aunque su obra poética es extensa y cubre diversas venas, su nombre ha quedado fijado como autor de la oda “Canto de Junín” (conocida también como “Canto a Bolívar”) y, en menor grado, a otra oda, “Al general Flores, vencedor de Miñarica;” la primera data de 1825 y la segunda de 1835. El “Canto de Junín” es, por cierto, una directa reacción poética al triunfo de Bolívar en la batalla del mismo nombre (junio 1824), pues Olmedo lo escribió cuando el General Sucre ya había obtenido la victoria en la batalla de Ayacucho; las dos contiendas sellaron el fin del imperio español en América y es fácil entender el grado de exaltación patriótica que embargaba el ánimo del poeta.

Comparadas con el resto de su obra, dominada por versos sentimentales, didácticos, moralizantes y de ocasión, que poco mérito exhiben, estas dos silvas destacan nítidamente; la cuestión es saber si, por esa razón, sus valores literarios han sido generosamente exagerados por la crítica. Hay que decir, en primer término, que estas odas tienen la rara virtud de nacer de un impulso auténtico y sincero: celebrar acontecimientos decisivos para la causa americana, para Olmedo y los hombres de su generación.

Otra virtud es que el poeta encaró la redacción de las composiciones, especialmente la primera, con un especial cuidado: concibió el proyecto, estudió sus posibilidades, diseñó un plan, se informó, consultó. Lo sabemos por las cartas que intercambió con Bolívar sobre el asunto, pues el Libertador le había hecho conocer sus objeciones a ciertos aspectos del poema que entonces redactaba.

Leer esas objeciones y la defensa que hace Olmedo es muy ilustrativo para entender lo que estaba pasando en la sensibilidad literaria de la época. Bolívar aparece como un defensor del modo clásico de la oda, siguiendo a Boileau; Olmedo como un poeta deseoso de seguir ante todo los vuelos y caprichos de su fantasía, lo que él llama “el bello desorden” de los sentimientos. Aunque el tema de su poema era histórico, quería escribir con ·un exaltado “impulso pindárico” y la libertad de un poeta lírico.

Otra cosa es su estricto valor literario. La crítica ha señalado la majestuosidad y grandiosidad del poema a Junín, su sonoridad, su intenso sentimiento del paisaje, su sostenido aliento épico, el dinamismo de su escenografía bélica. Sin negar todas esas virtudes, hay que decir que la mayoría son efectos creados de una manera un poco mecánica; producen una gran agitación retórica, pero escasa emoción poética. Baste leer estos versos para darse cuenta:

Ya el formidable estruendo

del atambor en uno y otro bando

y el son de las trompetas clamoroso,

y el relinchar del alazán fogoso,

que erguida la cerviz y el ojo ardiendo

en bélico furor, salta impaciente

do más se encrudece la pelea …

Como poeta, Olmedo era desabrido de inspiración, aparatoso pero más bien vacío; su invención verbal excedía la fuerza de su visión y muchas veces la sofocaba. Tendía por naturaleza a la hipérbole, pero era monótono y reseco.

4.2. La resistencia neoclásica

En la primera mitad del siglo hay un grupo de escritores que merecen mención en una historia, no porque sean muy grandes sus méritos, sino porque representan diversos grados de resistencia neoclásica al molde romántico imperante por esos años, o una asimilación muy moderada. En el área mexicana, José Joaquín Pesado es uno de los espíritus más fieles a la norma neoclásica ya introducido el romanticismo. No era, por cierto, un poeta inspirado, sino culto, diestro y fríamente disciplinado. De todo su registro, poesía amorosa, sacra, descriptiva, filosófica, lo mejor quizá sean los poemas tardíamente recogidos en Las aztecas, pulcra recreación o paráfrasis de Nezahualcóyotl y de otras “poesías tomadas de los antiguos cantares mexicanos” (de allí el título), que refleja su interés por los temas de raíz indígena. Dos venezolanos: Rafael María Baralt es, en el momento en que abundaban los liberales románticos, un caso curioso de poeta con ideología liberal y formas neoclásicas, que nos dejó, aparte de su modesta obra poética, una contribución entonces valiosa para el conocimiento de la historia de su país; y Fermín Toro, autor de una “Oda a la zona tórrida” – que en poco se parece a la silva de Bello y del inconcluso poema “Hecatonfonía”, inspirado en los misterios de las ruinas mayas.

También hay que recordarlo por Los mártires, quizá nuestra primera novela en tratar el tema de la explotación obrera, aunque no en América, sino en la Inglaterra industrializada.

El costumbrismo y la sátira se renovaron en el siglo XIX con formas y actitudes que estaban asociadas con la tradición neoclásica y a veces con el gusto romántico por lo típico y pintoresco. En el Perú, Felipe Pardo y Aliaga y Manuel Ascensio Segura representan respectivamente esos extremos en sus versos festivos y en su teatro. El primero era un ultraconservador, un enemigo visceral de la república. Su risa amarga y resentida refleja el desencanto de ciertas clases ante la anarquía y el crudo caudillismo de los años que siguieron a la independencia. Nacido en el seno de una familia aristocrática, criado en la España despótica de Fernando VII y discípulo de Lista, detestó siempre la prédica liberal de los republicanos, que hacía más notorias las tristes realidades de la política criolla y provocaba su nostalgia retrógrada por la vida colonial. Con fría agudeza, comentó los acontecimientos sociales de su patria en cuidadas “letrillas”, en bien observados cuadros costumbristas y en comedias de intención didáctica y fuerte sabor neoclásico. Pero al hacerlo se empapó de realidades criollas, de tipos, ambientes y ritos populares que retratan bien una época y conservan cierto valor todavía hoy. En su poema “Constitución Política” dejó muy claro su pensamiento antidemocrático, pero también su innegable humor. Fue un buen costumbrista, como lo prueban “Un viaje”, “El paseo de Amancaes” y “El espejo de mi tierra”. Como autor teatral dejó cuadros sociales animados por un humor cáustico, pero con tramas demasiado edificantes, como Frutos de la educación (1829) y Una huérfana en Chorrillos. En la primera reitera la idea lizardiana de que los mayores vicios sociales son el fruto de una mala formación.

Segura fue sin duda el comediógrafo más popular en Lima durante el siglo XIX, aparte de poeta satírico. De hecho, puede decirse que su sostenido éxito en la escena limeña señala la incapacidad del teatro romántico para calar muy hondo en los gustos de ese público; más aún: sirvió para contener su difusión. Él era consciente de que su criollismo lo llevaba por un camino literario equidistante de las escuelas entonces en pugna; precisamente en “La Pelimuertada” lo señala con claridad:

Y o que ni al clásico sigo

ni al romántico tampoco,

unas veces me desboco

y otras pienso lo que digo.

Social e intelectualmente, Segura representa el polo opuesto de Pardo: era un mestizo de clase media pobre, con vocación democrática y una profunda afinidad con lo popular y con los valores del «medio pelo», ese creciente grupo plebeyo que buscaba ubicación en el cuadro social. Se le considera, con razón, el padre del teatro republicano en el Perú. Lo hizo gracias a una visión comprensiva de lo bueno y lo malo, lo ridículo y lo tierno, lo pintoresco y lo permanente de la vida peruana inmediata. Su mirada no es muy penetrante, pero capta lo necesario para retratarnos, entretenemos y hacemos reír. Su fórmula de comediógrafo era simple pero eficaz: un enredo amoroso, prejuicios sociales e intrigas políticas como contexto y las gotas de color local que brindaban las corridas de toros o las festividades religiosas. Repitió la fórmula con variantes en unas quince comedias, de las cuales se deben mencionar El Sargento Canuto, Ña Catita, Un juguete y Las tres viudas. La mejor de todas es Ña Catita, que crea una versión limeña del modelo clásico español establecido en La Celestina: la tercera que teje y desteje amoríos. Segura no sabía crear personajes individuales: creaba tipos, pero en este caso logra uno convincente y cabal. El sabor criollo de sus versos festivos y su facilidad para usarlos en la escena fueron estimulantes para muchos otros autores, entre los cuales el más notable es Ricardo Palma.

4.3. La poesía de Pérez Bonalde, Caro y Pombo

En Venezuela y Colombia, que, hasta 1830, habían compartido un solo territorio llamado la Gran Colombia, el romanticismo contribuyó naturalmente a la afirmación nacionalista en la que se empeñaron cada uno de los nuevos países. Se escribió tanto entonces que, aun separando el grano de la paja, lo que queda parece mucho. Como en otras partes, hubo intenso aleteo lírico, evocaciones legendarias, tremebundos dramas y novelas, que hoy están bien sepultados: expresaron la época y murieron con ella. De toda la poesía romántica venezolana cabe rescatar un par de nombres. Uno es José Antonio Maitín, poeta de la naturaleza, inevitablemente cantor de Bolívar y autor de versos lacrimosos, entre los que tal vez sólo pueda paladearse su «Canto fúnebre» dedicado a la muerte de su esposa, que no ha perdido del todo su intensidad y sinceridad.

El otro es un poeta de ciertos perfiles propios que representa la fase avanzada del romanticismo venezolano: Juan Antonio Pérez Bonalde. Tan avanzada, en verdad, que ya parece asomarse a la fase siguiente, la modernista, de la que algunos lo consideran un olvidado precursor. Pero es más exacto verlo como un romántico ya depurado de todos los excesos comunes en la época de su nacimiento.

Sus libros de poesía, Estrofas y Ritmos son sus llanos títulos, que aparecen cuando el romanticismo estaba ya disolviéndose en varios países, tienen un tono desvaído, nostálgico y enrarecido que ha sido comparado por algunos con las sugerencias “nórdicas” en la poesía de Bécquer. Leyó y tradujo directamente del alemán todo Das Buch der Lieder de Heine y, del inglés, The Raven de Poe, uno de los «raros» que descubriría más tarde Darío. Fue también un cantor de la patria ausente, del hogar lejano y del paisaje; ejemplo de lo primero es su «Vuelta a la patria». Que se considera su mejor pieza, y de lo último el “Poema del Niágara” que bien puede compararse con la famosa oda de Heredia y que fue celebrada por Martí en un prólogo fundamental para los inicios del modernismo.

Colombia nunca ha estado carente de poetas y la época romántica no fue la excepción. Quedémonos sólo con dos. El primero es José Eusebio Caro, que alcanza una talla considerable en el romanticismo colombiano, sobre todo porque tuvo un sentido riguroso de la forma en una época que tendía a lo contrario. En su breve vida hizo periodismo e intervino activamente en la política, pero su verdadera pasión fue la poesía, que descubrió y aprendió a amar gracias a sus tempranas lecturas de Byron. Era un poeta de sólida formación, que conocía a fondo los aspectos técnicos y lingüísticos de su arte.

Para el autor, la poesía era una disciplina que encaraba con la mayor seriedad y disciplina, bien aprendidas en sus lecturas de los clásicos y los mejores románticos, especialmente los ingleses y franceses. Lo más interesante de su quehacer poético es que permite vislumbrar, no sólo el mundo de sus emociones, sino el de sus ideas y su perfil intelectual: era un auténtico pensador en verso. Un ejemplo de 1839, en el que hallamos unas gotas de González Prada y Rubén Darío:

Mientras tenemos despreciamos,

sentimos después de perder;

y entonces aquel bien lloramos

que se nos fue para no volver. (“Estar contigo”)

Y, por cierto, pensaba también en prosa, como lo demuestran las páginas de su revelador Diario y su Epistolario, publicado éste el año de su muerte. La evolución intelectual de Caro parece un resumen de las ideas corrientes entre fines del XVIII y mediados del XIX: enciclopedismo, racionalismo, liberalismo, laicismo, catolicismo, positivismo. En esas doctrinas buscaba sobre todo una pauta moral, una creencia que pudiese defender sin sentirse incómodo.

El otro poeta es Rafael Pombo que pertenece a la segunda generación romántica colombiana y que es sin duda el mejor de su grupo. En su larga vida tuvo tiempo de escribir mucho, demasiado, y en varios géneros además de la lírica: de hecho, mientras vivió fue más conocido por sus fábulas, “verdades” y cuentos infantiles en prosa y verso, que reunió en 1893. Fue activo en el mundo del periodismo, la política y la diplomacia; la última le permitió vivir por casi veinte años, a partir de 1855, en Estados Unidos, donde alcanzó su plenitud de escritor, antes de volver definitivamente a su patria en 1873. En su etapa norteamericana conoce, lee y traduce a Emerson, Longfellow y Bryant, quienes ejercerán un poderoso influjo sobre él. En este punto su caso no sólo se parece al de Caro, sino al del propio Marti: los tres encontrarán en Estados Unidos estímulos intelectuales que los llevarán a la madurez.

Pombo no se preocupó por publicar su lírica en un libro. y la dejó dispersa en revistas y antologías. Sólo fue suficientemente conocida y leída gracias a ediciones póstumas, la primera de las cuales se titula simplemente Poesías, que es parte de una edición oficial de sus obras poéticas, fábulas, cuentos y traducciones. Estas últimas merecerían leerse como un complemento o correspondencia con su producción personal, y como una de las más importantes contribuciones en su siglo al conocimiento de la poesía anglosajona, francesa, italiana. portuguesa, alemana y latina. En esa línea lo seguiría más tarde otro colombiano: Guillermo Valencia. En el vasto corpus poético del autor caben casi todos los modos, asuntos y formas: poesía patriótica. política, satírica, descriptiva, amorosa, filosófica, religiosa, didáctica. De su primera etapa de producción, anterior a su experiencia norteamericana, cabe destacar el poema “Edda”, que es una ardiente y rapsódica confesión erótica que atribuyó a «una joven bogotana». Las exaltaciones y urgencias sensuales de la apócrifa autora causaron gran escándalo en la púdica capital cuando apareció en una colección de poesía y costumbrismo colombianos, La Guirnalda, preparada por José Joaquín Ortiz, también antólogo de José Eusebio Caro. Se vieron en el poema rastros sáficos, que en verdad no existen, pues el destinatario es un hombre; en “Leyendo a Edda”, éste toma la palabra y llama al amor nada menos que «¡Telégrafo de fuego entre las almas!». Posteriormente el poeta desentrañó su propia superchería.

El amor es un tema constante en él, pero es importante destacar la evolución que ese tema sufre entre el primer y segundo período de su producción, que lo lleva de una expresión más bien convencional (“Edda” es la excepción) del sentimiento amoroso, a una honda meditación sobre el desengaño, la soledad y la angustia que ese sentimiento provoca en el alma. Desasosiego y franca rebeldía ante el destino humano y su imperfección, son las notas más significativas de Pombo como poeta, y lo que mantiene su interés actual. El extenso poema <<La hora de tinieblas», por ejemplo, refleja la profunda inquietud de un hombre que se pregunta por su lugar dentro del orden del cosmos y no halla respuesta; algunos versos de esta composición parecen directos anuncios del modernismo dariano:

¿Por qué estoy en donde estoy

con esta vida que tengo

sin saber de dónde vengo,

sin saber a dónde voy? (VII)

Es curioso ver cómo este hombre vuelve, en su final fase colombiana, al redil de la fe y la esperanza católicas, que le inspiran versos de gran unción religiosa, mientras la forma se hace más concisa y rigurosa, lo que explica su preferencia por el soneto; algunos criticas ven en esta etapa la huella de los poetas parnasianos que tradujo. Un nuevo tema surge entonces: el de la vejez, con su progresivo abandono del mundo y la serenidad de integrarse a los ritmos de un orden superior.

CONCLUSIÓN

El primer rasgo de la poesía resultante tras la conquista española es la de una total dependencia literaria. América imita las modas que le llegan de la metrópoli, aun con cierto retraso, incluso después de la independencia. No sería hasta el Modernismo cuando Hispanoamérica toma la delantera y una personalidad literaria original.

  Tal es así, que no se puede hablar de "poesía americana" en los siglos XVI, XVII y XVIII como un estilo aparte. Los escritores de la época no tenían, manifiestamente, una conciencia de lo americano. A ello contribuye el clasicismo italianizante del Renacimiento. Los poemas se refieren a espacios bucólicos y perfectos, o a la imitación de poetas latinos. Existen, bajo esta moda, numerosísimos poetas que cultivan una poesía artificiosa. Frente a la poesía latinizante existe la corriente tradicional de romances, letrillas y canciones. Ambas corrientes son coetáneas e, incluso, presentes en un mismo autor.

  Sin embargo, esta dependencia y "europeísmo" de la poesía no está libre de rasgos especiales. El principal de ellos es la convivencia de varias corrientes e incluso su yuxtaposición. Por otro lado, existe un anacrónico retraso frente a España. Los gustos renacentistas llegan al XVII y el barroco al siglo XVIII.

Si hablamos de la poesía Renacentista, no se debe entenderse por "renacentista", en este caso, un renacimiento ortodoxo, sino el resultado colonial heredero de este periodo cultural europeo. En el siglo XVI predominó la épica y la crónica de las grandes hazañas conquistadoras. Así pues, la mejor etapa para la lírica fue el siglo XVII. En el siglo XVI pronto se distingue la poesía popular de romances y canciones que llegan de boca de los soldados, de la poesía de corte académico, latinizante y artificioso.

Los romances y coplas eran amorosos, religiosos, profanos, satíricos, eruditos… Tal vez los satíricos sean los más abundantes con poetas como Mateo Rosas de Oquendo y Juan del Valle Caviedes. Fueron los romances los primeros poemas escritos en castellano ya en América. Su influencia se extiende a la poesía gauchesca. Además de romances, se cultivaron glosas, coplas y décimas. Otra figura que que intercala piezas populares es Hernán González de Eslava.

  Coetánea fue la predominante poesía petrarquista y horaciana, la llamada corriente culta. Esta tradición literaria se propició con la llegada de letrados españoles como Gutierre de Cetina. De la corriente petrarquista de Boscán y Garcilaso, se establecen en suelo americano Enrique Garcés, Luis de Belmonte Bermúdez o Juan Bautista Cervera. De la corriente latinizante, fue pieza clave traducciones como la llevada a cabo en Perú de Ovidio por parte de Mexía. La introducción del humanismo y neoplatonismo en Perú es obra de, oriundo de Écija, Diego Dávalos y Figueroa. Prende en Perú esta corriente que pronto trata temas autóctonos como leyendas indígenas y la dignificación del pasado precolombino. Así, destacan en Perú, americanos o peninsulares, el Inca Garcilaso de Vega, Juan de Miramonte y Zuazola, Diego de Mexía de Fernangil y Miguel Cabello de Balboa. En la actual México, en el virreinato de Nueva España, se establecen, además de Cetina, Juan de la Cueva y Eugenio de Salazar y Alarcón. Nacido en suelo americano ya, el gran poeta de Nueva España es Francisco de Terrazas, al gusto garcilasiano. El introducctor del manierismo fue de esta región, Bernardo de Balbuena.

  La poesía épica, también culta, canta la heroica conquista. Muchos épicos participaron en las batallas. La obra cumbre es La Araucana del español Alonso de Ercilla. Aun narrada desde la visión española, Ercilla canta las excelencias de los araucanos, habitantes de Chile. Por tanto, si el poeta es español, se puede decir que La Araucana es plenamente americana. A la corriente épica pertenecen Juan de Castellanos, Pedro de Oña y Martín del Barco Centenera.

Al igual que el renacentismo, el manierismo americano es una catalogación aproximativa. Efectivamente las formas se complican en conceptos e imágenes, anticipando el Barroco. Por ejemplo, de línea manierista se puede llamar a la poesía épica del cubano Silvestre de Balboa. Continuando la línea religiosa, se destaca el sevillano-peruano Diego de Hojeda además de los citados Bernardo de Balbuena y Pedro de Oña.

  Las obras manieristas por excelencia se deben a dos poetisas. Sus identidades no han sido aún confirmadas. Se conocen sus pseudónimos. Son las poetisas Amarilis y Clarinda.

  Si el barroco se identifica perfectamente con España y su religiosidad, también arraigó fuertemente en la "barroca" América. El espíritu arrebatado y de contrastes del barroco casa perfectamente con lo iberoamericano. Tal vez el barroco americano vaya aún más allá, exagerando la desmesura española, especialmente en México. La poesía tiende a ser conceptista y compleja, muy ingeniosa e incluso artificial. Esta poesía difícil es contrarreformista y elitista, y propia de las "justas poéticas" y entornos universitarios. Destacan Carlos Sigüenza y Góngora, Jacinto de Evia, Antonio Bastidas y Domínguez Camargo.

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