El Mito de Don Juan En Jose Zorilla

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PRIMER CAPITULO

BIOGRAFIA DEL AUTOR

Trayectoria biográfica hasta 1868

José Maximiliano Zorrilla del Moral, nació el 21 de Febrero de 1817 en Valladolid, la imperial y “austriaca” ciudad donde nacieran Felipe II y Felipe IV, capital de España hasta 1559, y de nuevo entre 1600 a 1606 con Felipe III. Hijo de José Zorrilla Caballero y de doña Nicomedes del Moral (tenía el mismo nombre que el poeta y ministro gallego Nicomedes Pastor Diez, prologuista de Obras). El padre del poeta era palentino, relator (especie de secretario) de la Cancillería de Valladolid y comisario especial de vigilancia pública. Declarado acérrimo absolutista y partidario de Felipe VII, contrario a los constitucionalistas de 1812, los sucesivos cambios políticos le causaron destierro, primero a Lerma (Burgos) y más tarde un largo exilio en Burdeos por el abrazo de Vergara. Tras la ligera apertura de un Gobierno liberal, el padre de Zorrilla, regresa al solar palentino de Torquemada donde tenía hacienda, hasta que llego la muerte.

La juventud del poeta estuvo ligada a los distintos destinos de su padre: Sevilla, Madrid (Real Seminario de Nobles regentado por jesuitas) donde ingresó con nueve años de edad y donde permaneció tres años; Arroyo de Muñó (Burgos); Lerma, lugar de confinamiento del padre. Estudió leyes en la Universidad de Toledo y en la de Valladolid, pero su bajo rendimiento en el Derecho y su vida bohemia en la ciudad, obligan al poeta a regresar a Lerma llamado por su padre. Pero el poeta no llegará nunca a su destino, en Torquemada decide volver a Valladolid y desde ésta a Madrid. Abandona la potestad del padre y la protección familiar, es aventurero y pendenciero. Hecho que marcaría la vida y obra literaria del poeta “¡Desventurado aquel cuyo primer delito es una rebelión contra la autoridad paterna!”, frase recogida en su libro: Recuerdos… (1844), el mismo año en que aparece su famoso y eterno Don Juan Tenorio, sobre el tema del burlador de Tirso, y antes el infamador de Juan de la Cueva (1581) o El Hércules de Ocaña, Vélez de Guevara.

El padre fue indiferente a la obra de su hijo, según la versión contada por el propio Zorrilla que nos ofrece su propia versión: “He perdido todo lo hecho: mi padre, el único por quien todo lo hice, es el único que en nada lo estima”. Es lógico, que padre pensara en mejores carreras, como la de Leyes, para su hijo, y no la de un poeta y dramaturgo, puesto que en aquella época, la vida de artistas, escritores y actores, no tenían buen crédito.

Tras la muerte de Fernando VII (1833) y regencia de la cuarta esposa María Cristina, reina gobernadora, durante la minoría de edad de Isabel II, se inicia un periodo política liberal de transición. El poeta abandonó del Seminario de Nobles en Madrid, y volvió a Lerma, “retirado ya el padre de los cargos públicos… el padre y el hijo estaban en desacuerdo”. Ello ocasionó que su padre le enviara a Toledo, bajo la tutela de un “prebendado pariente” (un tío sacerdote). Tras finalizar el curso volvió a Lerma, y el padre lo recibió con desagrado, era mal estudiante, fue enviado a Valladolid para que siguiera la carrera de leyes, bajo la vigilancia cercana de “personas de categoría”. Con una “yegua de su primo” viaja a la villa Madrid.

El 13 de Febrero de 1837, Fígaro (Mariano Larra) se suicida en Madrid por el abandono de su amante Dolores Armijo, en su funeral celebrados en la tarde del día 15, en el que parece, asistió el todo Madrid literario e intelectual, entre otros el poeta y crítico Gil y Carrasco, Nicomedes Pastos, y un desconocido, Sr. Roca de Togores, Juan Eugenio Hartzenbush y García de Quevedo, Zorrilla, lee unos versos que “entusiasmaron a la concurrencia” según el biógrafo, poeta y Ildefonso de Ovejas, de este luctuoso hecho arranca la fortuna literaria del poeta vallisoletano.

Más tarde, este poema iniciativo se incluyó en sucesivas publicaciones de poesía con el título “A la memoria desgraciada del joven literato don Mariano José Larra”. No recojo la primera por ser muy conocido. La última estrofa dice así:

Poeta, si en el no ser
Hay un recuerdo de ayer,
Una vida como aquí
Detrás de ese firmamento….
Como el que tengo de ti.

Según Mesonero Romano, en un café El Parnasillo, “situado en la planta baja de la casita contigua al Teatro del Príncipe, se reunía Espronceda, Vega, Escosusa, Larra, Hartzenbuch, Gil y Carrasco, Zorrilla, García de Quevedo. En ese café se debieron conocer, aunque no debieron tener una estrecha amistad, Larra era famoso y de carácter era poco agradable, y Zorrilla un desconocido, por entonces, que se esforzaba por hacer amistades, por Larra no lo mencionó en sus artículos de costumbres. Hecho doloroso que aprovechó Zorrilla para darse a conocer públicamente, aunque ingrato verso cantar a un suicida. Al año siguiente vino la amistad con Espronceda del que se deja influir. En aquellos años la vida en “la coronada villa” refiriéndose a Madrid, Ildefonso de Ovejas en la biografía a la edición de 1847, cuenta que era un “sumidero de desventuras, seno de pobreza, abrigo de ilusiones y acreditada escuela donde cursa mejor el desengaño la enseñanza del mundo”.

Resistió diez meses en Madrid sin volver a la casa paterna, se dejó crecer la barba, la melena y usaba anteojos, se emancipó aunque iba y venía a la casa paterna. En agosto de 1839 se casó con Florentina O´Reilly, doce años mayor que él, tuvieron una hija, Plácida, que murió al año siguiente de nacer. En 1843 recibe la Cruz de Carlos III. El 28 de marzo de 1844 estrena Don Juan Tenorio, con “un éxito satisfactorio, no brillante”.

En 1845 tras la caída de Espartero, el padre del poeta regresa del exilio de Burdeos. Este año visita Granada y queda enamorado de la ciudad, tanto es así que empezó su largo e inacabado poema Granada, y se aficiona a escribir cortos los orientales, poemas que sigue la tradición del género morisco. Siguiendo la tradición de El Abencerraje, y el romancero, el poeta viajará a Francia donde “proyecta escribir su poema Granada y supervisará la edición de sus obras en Baudry, París”, en dos tomos que saldrían en 1847, edición que el autor no reconocerán por aparecer un dedicado Himno a Isabel II, con música del maestro Iradier. En Octubre de 1849 muere su padre en Torquemada (Palencia).

En 1852 viajará a La Habana, Veracruz y México, el periodo bélico de guerra civil no le es favorables, que acabará con la victoria del ejército francés y con la instauración de una monarquía, la del archiduque de Austria, Fernando Maximiliano, de quien será gran amigo.

En 1850 regresa a París donde permanece varios años. En 1852 sale a la segunda edición de Obras de Zorrilla al que se le añadió un tercer tomo, y al que se le ha suprimido el Himno a Isabel II. Sostiene relaciones con Emilia Serrano, escritora bajo el seudónimo de baronesa Wilson. En diciembre de 1854 abandona París y viaja a México, donde llegó a ser Director del Teatro Nacional, lector del Emperador Maximiliano. En junio de 1866 regresa a España con un recibimiento “apoteósico” propio de un divo. En 1868 la revolución “La Gloriosa” donde Prim y Topete destituyen a la reina Isabel II que se exilió en Francia.

Por aquel tiempo Francia era el centro del mundo cultural, si no se había estado en París de nada servía demostrar tus méritos, además lo español estaba de moda, debido sobre todo a que Napoleón III, se había casado con la granadina Eugenia de Montijo, emperatriz de entre 1853 y 1870. Pudiera ser que el origen andaluz de la emperatriz, animaran al poeta a terminar su largo poema “Granada”.

La historia intemporal de Zorilla

El contenido político de la creación literaria de José Zorrilla parece indudable. Por ello, un especialista en el romanticismo español como Robert Marrast calificó su forma de entender la creación como «nacionalromanticismo», haciendo referencia a la construcción de un conjunto de elementos simbólicos que remitían a una forma de entender la identidad española que presenta evidentes paralelismos con categorías posteriores. Sin embargo, Zorrilla siempre aludió a sí mismo como alguien ajeno a los manejos de la política de su tiempo. Definió su personalidad como la de un vate que simplemente se dedicaba a reflejar los sentimientos del pueblo español, a dibujar sus rasgos principales, a rescatar su personalidad intrínseca de la confusión de la modernidad, que había infiltrado el ser español de extranjerismos. Esta actitud de querer situarse por encima de los partidismos, de convertirse en la voz del ser patrio, resulta, obvio es decirlo, una postura claramente política. Más aún si prestamos atención a su deseo de pretender definir los atributos de la identidad nacional en un momento que el poeta consideraba especialmente importante, al sentir que tal identidad se hallaba frente a unas supuestas agresiones que podían acabar diluyéndola en la nada. De hecho, en el prólogo a su obra Cada cual con su razón (1839) afirmaba: «Pero indignado al ver nuestra escena nacional invadida por los monstruosos abortos de la elegante corte de Francia, [he] buscado en Calderón, en Lope y en Tirso de Molina recursos y personajes que en nada recuerdan a Hernani y Lucrecia Borgia».

Zorrilla cultivó (consciente o inconscientemente) la imagen de poeta desinteresado y se recreó en la figura del artista-mensajero, que tan propia es del romanticismo. La idea de misión está muy presente en su obra, lo que otorga a sus versos un carácter de expresión de la conciencia colectiva que, a su vez, le permitió alcanzar un grado mayor de credibilidad ante el público. Él mismo se postuló como el portavoz del pueblo y expresión de la creatividad popular. En El alcalde Ronquillo escribió: «El pueblo me la contó / y yo al pueblo se la cuento», al igual que hizo en El capitán Montoya: «El pueblo me lo contó / sin notas ni aclaraciones: / con sus mismas expresiones / se lo cuento al pueblo yo».

Por otra parte, Zorrilla siempre fue pobre, no obtuvo cargos en la administración ni prebendas especiales, por lo que nadie pudo decir jamás que sus creaciones tuvieran el objetivo del medro personal. Él mismo escribirá en sus Recuerdos de un tiempo viejo: «Pero a pesar de que del teatro y del Liceo habían salido todos mis compañeros a diputados, gobernadores, ministros plenipotenciarios, y los más modestos a bibliotecarios cuando menos, yo me había quedado poeta a secas, esquivo a la sociedad, extraño a la política y su influencia con los gobiernos». La forma en que tales justificaciones son esgrimidas incide aún más en el carácter político de sus ideas y es una de las claves que explica la enorme proyección social de su obra. Es necesario hacer notar, sin embargo, que el propio Zorrilla señaló en repetidas ocasiones que su deseo fue tanto agradar al público como hacer gratos a los oídos de su padre sus composiciones poéticas. Zorrilla mantuvo una problemática relación con su progenitor. El padre del artista fue José Zorrilla Caballero, que desempeñó el cargo de superintendente de policía de Fernando VII y fue un ferviente defensor de las ideas del absolutismo. Sin dudar del componente psicológico del conservadurismo de las composiciones de Zorrilla, los especialistas han coincidido en señalar el escaso peso que hay que otorgar a tales afirmaciones pues, como se verá a lo largo de estas páginas, el conservadurismo del poeta parece más que sincero.

Zorrilla esta conocido como el poeta de las leyendas, el literato que recuperó las anécdotas y cuentos del pasado para ofrecérselos a sus compatriotas como fragmentos rescatados del pasado. En esa tarea no estuvo solo, pues otros autores de la época le siguieron por la misma vía. Tal vez el duque de Rivas sea el que primero venga a la mente. Sin embargo, Saavedra, amante, más que de lo espiritual, de la batalla o de los conflictos políticos, no llegó a tener la capacidad de penetración en el acervo popular que Zorrilla, no llegó a cumplir el fin social que Pastor Díaz había atribuido al poeta de Valladolid. Saavedra era un grande de España, político y diplomático, mientras que Zorrilla era tan sólo eso: un poeta. Recordemos siempre cómo su existencia «sacrificada» al arte y su enorme capacidad de fabulación le sirvió siempre como escudo ante posibles suspicacias. De ahí que el uso que hace de la historia parezca siempre genuino, tenga una apariencia de verdad de la que carecen otros autores. De él llegaría a escribir Juan Valera: «Esta imaginación suya, no obstante, o bien porque coincide con la del pueblo en el momento en que el poeta poetiza, o bien por el mágico poder de sugestión que en ella hay y que al pueblo se impone, hicieron de Zorrilla en su tiempo un popularísimo y original poeta, que arrebata al vulgo en pos de sí y le obliga a entrar y a deleitarse en el mundo fantástico que para él ha creado sin otra mira ni propósito que la de su solaz y esparcimiento».

Zorrilla habla de una historia intemporal, una especie de pasado mitificado, origen de la esencia de lo español, una época suspendida en el tiempo. Sin embargo, ese tiempo histórico al que remiten las obras de Zorrilla es siempre el mismo: la Edad Media y, en algunos casos, los inicios de la Edad Moderna. El artificio tiene su explicación: al desechar otros momentos fundacionales de la identidad patria, el poeta se ve libre de elementos perturbadores del conjunto de rasgos que caracterizan su visión de lo español, especialmente los no cristianos. De este modo, lo español se cuajaría en el crisol de la Edad Media, pero atención, de la Edad Media cristiana. Se forjaría en el tiempo de los godos y presentaría sus más excelsos rasgos en la lucha contra los musulmanes. La española sería una identidad que, aunque visto el proceso desde fuera, podría parecer que se fragua a la contra de los musulmanes, en realidad lo que hace es desvelarse en esa lucha porque tal identidad ha existido y existe de forma intemporal.

Como es fácilmente perceptible, la racionalidad de este discurso es dudosa, sin embargo, no hemos de ir a buscar lógicas científicas de pensamiento en un poeta romántico. «El genio no raciocina», que decía Pastor Díaz. También resulta curioso un hecho que, por otra parte, es bastante común a los contemporáneos de Zorrilla: se está hablando de la esencia de lo español en un momento en que no existe España, en una época histórica en que no se ha constituido la nación española en el sentido en que los autores del XIX la están entendiendo. Este asunto ha sido analizado con detenimiento por Álvarez Junco en su libro Mater dolorosa, en el que ha atribuido tales estrategias a la invención de la tradición de la que hablaba Hobsbawm.

Por lo tanto, al describir su versión de lo español, Zorrilla está descartando otros momentos, otros siglos y otros protagonistas, a los que evaluará por el contraste que ofrecen en su contraste con el cliché. Esto es especialmente interesante en relación a los comentarios que de su obra hicieron algunos de sus contemporáneos, como Nicomedes Pastor Díaz, que prologó sus Poesías publicadas entre 1837 y 1840. Pastor Díaz apreciaba en el poeta el haber sido consciente del valor regenerador de la tradición, que permite a los pueblos purificarse en la búsqueda de su esencia ante los embates de lo exterior. Díaz estaba pensando en su propio siglo y en la capacidad del poeta para no dejarse deslumbrar por los progresos materiales y haber sido consciente de la degeneración de los principios morales que el siglo XIX había traído consigo. Sobre esto se hablará posteriormente. Sólo cabría hacer mención a la observación de Derek Flitter al respecto cuando afirma que esta tendencia a buscar la regeneración nacional por el retorno a la médula de la identidad esencial se halla plenamente relacionada con las ideas propias del romanticismo alemán y, en particular, de Herder.

En este uso interesado de la historia, Zorrilla no tiene grandes reparos en caer en anacronismos más o menos notorios. Hay que insistir de nuevo en ello: su naturaleza como poeta le dispensaba de rendir cuentas a la veracidad cientí- fica que por entonces se empezaba a reclamar a la historiografía. Por otra parte, su faceta de poeta-heraldo a lo Victor Hugo le obligaba a criticar lo que de peligroso había en su tiempo sirviéndose de los artificios necesarios. Por eso no es infrecuente leer en su obra un lenguaje que recuerda más al de sus censurados progresistas que al del siglo XIV cuando hace pronunciarse a los enemigos de Pedro el Cruel en El zapatero y el rey, obra, por lo demás, de máximo interés para estudiar su pensamiento político.

Llegado es momento de definir cómo entiende Zorrilla la identidad española. Son muchos los ejemplos que se podrían dar. Veamos uno de ellos:

¿Qué hice? Nací español, nací cristiano
sobre el pecho una cruz llevaba ufano,
y dentro de él un corazón entero;
fui leal a mi fe de caballero;
cumplí con mi deber de castellano.

Estos versos resumen con claridad y contundencia la esencia de lo español para Zorrilla. El español es sobre todas las cosas cristiano, caballero y castellano. La condición religiosa queda igualada a la condición nacional por cuanto para autores como el que aquí nos ocupa decir España y decir cristianismo era una misma cosa. En repetidas obras Zorrilla insiste en este tema en versos tan conocidos como «Cristiano y español, con fe y sin miedo, / canto mi religión, mi patria canto». Junto a esto, vemos que la igualación entre la condición religiosa y la condición nacional se entremezcla con la condición moral: la caballerosidad. Esta característica se pone especialmente de manifiesto cuando el poeta contrasta al español con otras nacionalidades y religiones, como se verá en un apartado posterior.

El español es noble de espíritu porque está inspirado en la religión que lo ampara. A esta caballerosidad que domina el carácter español se le pueden permitir algunos fallos pues, al fin y al cabo, hay que tener en cuenta la debilidad humana. En Zorrilla es más que frecuente que el defecto perdonable en sus caballeros sea la afición a las mujeres. Así representa a Pedro el Cruel o a don Rodrigo, aunque a nadie se le escapa que el personaje paradigmático de este tipo de comportamientos es don Juan (quien, por otra parte, parece poco caballeroso). Resulta curioso observar cómo Zorrilla, tan aficionado a los temas medievales, no recoja apenas la tradición del amor cortés y la mitificación de la mujer que es perceptible a finales de la Edad Media. La mujer exaltada en la obra de Zorrilla es la monja o la madre, pero no la amada. En esto demuestra que era un hombre muy propio del siglo XIX.

Precisamente en relación a este tema de la mujer, habría que resaltar otra apreciación. Hay un verso del poeta que resume bien su concepción de la nación: «Amé a mi patria como amé a mi madre» (del poema La ignorancia). La patria es madre, es lo más íntimo, lo que le da al hombre el ser y, por lo tanto, resulta inconcebible que el hombre no ame a su patria, pues al fin y al cabo es su «madre social». Se trata de la feminización de la nación cuando se hace referencia a ella como lo que constituye la esencia de cada uno, el último refugio que, junto con la fe, jamás abandonará a los hombres, pese a que éstos se alejen de ella. La patria nunca le falla al hombre, parece decir Zorrilla. Pues bien, la feminización de la patria contrasta fuertemente con la masculinización de los valores de los patriotas: caballerosidad, valor, entrega, lucha. Valores esencialmente viriles que constituyen la identidad del español.

Al lado de esta concepción de la patria como madre, aparece la de la patria como la nostalgia del recuerdo y en concreto de los recuerdos de la infancia. La nostalgia por todo aquello que le ha ido acompañando en la vida al hombre constituye también su patria. Es, como el mismo poeta escribe, un mundo invisible que forma parte del individuo desde su infancia y que precisamente por estar ahí desde la infancia conforma la esencia del hombre. En Cuentos de un loco. Episodios de mi vida, texto que empezó a publicar en el Semanario Pintoresco Español en 1853, hay un fragmento poético especialmente revelador al respecto. Después de explayarse en alabanzas a la patria, Zorrilla se vuelve sobre sí mismo y dice:

Ese mundo invisible que le cerca,
Esas quimeras mil que le acompañan
Siempre y por doquier, en sueño y vigilia,
¿qué son? Amigos que a su lado viajan
de la existencia por la senda, gotas
que de la fuente del recuerdo manan,
ecos que trae al templo de la mente
desde el vergel de la niñez el aura.

Hay que hacer notar que Zorrilla no usa de forma indistinta las palabras patria y nación. La primera es mucho más frecuente que la segunda y siempre está asociada a lo irracional, mítico e íntimo: «que aunque la patria tan abstracta, cosa / que a gozarla jamás ninguno llega». Nación suele apelar al presente. El significado moderno de nación tiene en el siglo XIX unas connotaciones, si no completamente revolucionarias, sí al menos lo bastante progresistas como para que el poeta sea cuidadoso con su utilización. En ocasiones, la nación aparece como la plasmación actual, institucional y/o política de la patria, como en este texto en prosa: «…vimos que la nación se administraba y se gobernaba sin que las constituciones se hubieran tragado a la sociedad…». En la poesía, donde su uso es más restringido, se habla de ella en sentido general: «Señor, que veáis, justo es / que las naciones enteras / tremolarán sus banderas /contra vos». En cualquier caso, la frecuencia en el empleo de «patria» es mucho mayor que la de nación. A veces, el poeta prefiere hablar simplemente de España (a la que se dirige directamente en algunas composiciones) o del pueblo español. Por último, y en este breve repaso lingüístico, habría que reflejar el hecho de que el término «país» es aún menos habitual que el de nación.

La identificación de España con Castilla es el tercer elemento clave de la identidad nacional entendida por Zorrilla. En Castilla se condensan los valores espa- ñoles como en un crisol del resto del país, tanto en sus nobles como en el pueblo. En un fragmento de El zapatero y el rey, se puede leer: «Mas olvidasteis señores / que en el pueblo castellano / nunca faltará un villano / para llamaros traidores», palabras que son gritadas por un seguidor de Pedro el Cruel a Enrique IV y los franceses que luchan con él. Del mismo modo, en Un testigo de bronce escribe:

Así fueron los nobles castellanos
De nuestra edad pasada,
Y, aunque en sangre tal vez tintas sus manos,
Por su Dios y su rey desenvainada
Ciñeron siempre con honor la espada;
Y en el campo a la par como en el templo,
De piedad y valor fueron ejemplo.

De Castilla aprecia Zorrilla no sólo el valor de sus gentes, sino la hermosura de su paisaje, lo que la hace especialmente atractiva para los pueblos invasores. Pese a todo, Zorrilla no abandona otros entornos geográficos pues su comprensión de España subsume a todos sus habitantes, de ahí que recurra también a los mitos y leyendas de los antiguos reinos de la Corona de Aragón que configuran el mosaico que es España. Buen ejemplo de ello es la leyenda en verso La azucena silvestre, que narra la peregrinación del conde de Barcelona, Wifredo, a Montserrat con su hija María y la fundación del monasterio. Por supuesto, en la leyenda no hay la menor alusión política porque no cabe en la mente del poeta ninguna idea acerca de la disgregación de España.

SEGUNDO CAPITULO

EL DONJUANISMO EN UN SIGLO: ESTADO DE LA CUESTIÓN

El personaje de Don Juan

Hoy nadie duda de que Don Juan es un personaje con una entidad mítica ciertamente consolidada, pero ¿en qué momento dejó de ser un simple personaje de tragedias y comedias para trascender y superar las barreras temporales y espaciales?, y más aún ¿qué extraño poder de atracción posee Don Juan que le hace tan literario y tan atractivo para las obras de tantos y tantos autores desde hace más de cuatro siglos? Dudo mucho que el autor de El burlador de Sevilla y convidado de piedra fuera consciente de que su pluma estaba delineando los caracteres esenciales de un personaje a la postre mítico, incluso místico me atrevería a señalar, un personaje que acabaría protagonizando tantas y tantas páginas de la literatura española y europea, un personaje con entidad propia y realidad singular que pasaría a formar parte del imaginario colectivo hasta nuestros días.

Bien es cierto que con anterioridad al Burlador podemos rastrear una muy sutil huella estudiada por Farinelli en el siglo XX, aunque no es tan cierto el hecho de que esa huella constituya el nacimiento del personaje, hablando de una paternidad italiana y alemana en detrimento de la española. Leontio es un personaje descreído y provocador, siendo castigado por ello, pero en ningún caso vemos a un galán presuntuoso; más aún, si únicamente tuviéramos en cuenta la invitación de un difunto a cenar por parte de un personaje carente de escrúpulos, tendríamos que retroceder hasta la Edad Media tardía con toda una serie de ejemplos empeladas por predicadores y que serían muy apreciadas en los ambientes jesuíticos alemanes (no ya españoles).

Pero en la leyenda donjuanesca había mucho más en juego, y para refutar la extranjería que para Don Juan reclamaban los críticos del norte de Europa, saltaría a la palestra en 1906 el francés Gendarme de Bévotte con La leyenda de Don Juan. Su evolución en la literatura desde los orígenes al Romanticismo, desmontando muchos de los postulados de Farinelli y alegando que la leyenda la acabarían de conformar diferentes elementos. Lo cierto es que, lejos de acercar posturas, los estudios y críticos de uno y otro servirían para mantener viva la inextinguible llama donjuanesca, volviendo a apasionar a público, crítica y autores. Desde entonces, serían varios los defensores a ultranza de un Don Juan más español que nunca; y digo español porque considero que aquellos que intentaron reivindicar un supuesto origen real del personaje más allá del literario (sevillano, madrileño, gallego) acabaron por dejar a un lado el aspecto puramente ficticio para indagar en cuestiones, al fin y al cabo, intrascendentes: Don Juan está vivo porque nuestra imaginación permite que no desaparezca, y perdura no cómo el primer autor nos lo dio a conocer, sino como nosotros mismos lo imaginamos. En palabras del propio Ortega y Gasset:

Por un sentido universal, no por un acento sevillano o español, ha merecido esta leyenda que le crezcan alas gigantes, y ha atravesado todas las literaturas y se ha posado en cimas tan altas como Mozart y Byron.

Nacía, así, un personaje con entidad propia y razón de ser, símbolo de rebelión contra el orden establecido, arquetipo de seductor, de alma impía y amoral, todo un transgresor trágico, incrédulo, fanfarrón, embustero, egoísta, lisonjero, vividor… y toda una serie de calificativos negativos pueden, y deben, engrosar la lista de esta primera elaboración “tirsiana”. Pero, a partir de ahí, el personaje empezará a cobrar vida propia siendo sometido a una constante y continua reelaboración (sin perder de vista los elementos esenciales de la leyenda: engaño de mujeres, muerte del comendador, desafío al muerto y doble invitación a cenar) tanto dentro como fuera de nuestras fronteras, pasando por el teatro, la poesía, la ópera, el ensayo.

Todos los géneros literarios tuvieron (y tienen) el beneplácito de disfrutar del controvertido personaje, todos los lectores/espectadores conocieron (y conocen) en mayor o menor medida sus tropelías, y la mayoría de autores pensaron (y piensan) en él a la hora de dar vida a alguno de sus seres (no solo como recreaciones sino también como degradaciones), e incluso no se olvidaron de él filósofos, médicos y ensayistas. Todos querían (y quieren) dejar su impronta donjuanesca. Desde Tirso, Alonso de Córdoba, Antonio de Zamora o Zorrilla, a Molière, Da Ponte, Mozart, Goldoni, Liszt, Lord Byron, Dumas, Mahler, Apollinaire, Rostand, Hoffman, Baudelaire; y ya en España, Ortega Munilla, Echegaray, Dicenta, Menéndez Pelayo, Octavio Picón, Jacinto Grau, Los Quintero, Azorín, Luca de Tena, Valle Inclán, Pérez de Ayala, Los hermanos Machado, Unamuno, Jardiel Poncela, Muñoz Seca, Carlos Fuentes, Torrente Ballester, Molina Foix, Salvador de Madariaga sin olvidar a Gregorio Marañón y Ortega y Gasset. Se habla de más de quinientas obras con Don Juan o donjuanes como protagonista entre todos estos autores reconocidos y otros tantos que hoy ya han sido olvidados pero que, igualmente, se dejaron seducir por la figura mítica.

El siglo XX y Don Juan

Empezando la historia por el final de los tiempos (dado que es el que me interesa exponer a modo de contextualización antes de profundizar en el tema del trabajo) lo cierto es que Don Juan permanece asociado a la faceta erótica; es decir, el personaje se nos vislumbra como un tipo gallardo, apuesto y vigoroso que se mueve en función de sus impulsos más primarios, sin comprometerse con nada ni nadie. No pensamos ni en castigo, ni amoralidad, ni libertinaje ni tan si quiera miedo, pero ello no desmerece la consideración de mito puesto que lo interesante es que, tras cuatro siglos, todos somos sabedores de la existencia del personaje, con mayor o menor trasfondo social, psicológico y moral. Por tanto, parece que hemos olvidado su raíz básica, de dónde proviene, pero no tanto a dónde va; y es precisamente ese conocimiento multitudinario lo que convierte la leyenda en mito. Sin embargo, en los últimos tiempos se ha venido a insistir en una inminente desaparición del mito dado el rumbo seguido por la sociedad donde el amor es víctima de la banalidad y la moral y ética son compañeras del olvido, quedándose el héroe sin dos alas esenciales: las seducciones y la condena final.

En el siglo XX, Don Juan está más vivo que nunca, aunque bien es cierto que se trata de un seductor muy distinto, alejado del modelo primitivo tirsiano. La sombra del Tenorio (título de una obra teatral de Alonso de Santos) continúa dando juego entre nuestros intelectuales, sometiendo al protagonista a novedosas e incluso a veces disparatadas reelaboraciones. Lo cierto es que si hemos de aplicar algún calificativo definitorio del donjuanismo en este siglo, éste será el de degradante/degradado; no ha de verse en sentido peyorativo, pues no lo es, simplemente, los nuevos modelos ofrecidos estarían en concordancia con un nueva sociedad. Valores como la honra, la castidad, el respeto o la fidelidad se sentían ya muy alejados tanto de los postulados románticos como de los barrocos, interesando ahora más las perspectivas naturalistas, modernistas, noventayochistas, decadentistas, psicológicas, sociológica. De este modo, Don Juan va a renacer como degradación del mito tirsiano. Bien es cierto que con anterioridad al siglo XX-finales del XIX, vamos a vislumbrar ya algunas muestras de patetismo ridículo en el personaje que conllevarán a la posterior degeneración, como en el caso de las comedias de figurón, pero será en este periodo cuando este carácter se acentúe hasta los extremos de esperpentizarse. Ignacio Javier López señala:

El donjuanismo, por tanto, ha de ser entendido inicialmente en el contexto de ataque al convencionalismo, de la novela postromántica: aparecido en la novela de 1880, el donjuanismo parodia la tendencia mítica (…) Posteriormente, sobre la base de esta parodia se desarrolla como reflexión novelesca sobre el convencionalismo de los demás géneros, reflexión de la que surge la ironía que habrá de caracterizar a la presentación del donjuán en la novela.

De este modo, Don Juan va a ser un producto de su tiempo, yendo más allá del plano meramente literario, va a convertirse en una forma ficcional de entender la realidad en base a una reflexión que se extiende más allá de la aportada por el narrador-autor. Por eso podemos hablar de una degradación social que va a abrir el camino para nuevas reelaboraciones, sin que esto signifique la obtención de un personaje totalmente nuevo; de ahí mi desacuerdo con Javier-López pues señala:

Resultando de la operación destructiva y a la vez generadora que caracteriza el funcionamiento de la parodia, el donjuán no es una degradación de Don Juan, simplemente porque es otro personaje diferente de aquél; o, en otras palabras, porque es otro objeto, una representación diferente.

El hecho de que Don Juan haya cambiado botas por zapatillas como apuntó en su día Galdós en su obra Tristana, no significa que se haya quedado descalzo podríamos añadir, dado que la esencia del personaje continúa estando implícita, solo es cuestión de darse cuenta. ¿Acaso Don Álvaro Mesía, El Marqués de Bradomín o el viejo Don Juan de Azorín no tienen como referencia, en su esencia, al viejo Don Juan tirsiano, zamorano o zorrillesco? ¿No es cierto, como escribió Torrente Ballester, que es nuestro, y muchas veces, es parte de nosotros? Del mismo modo que la historia cambia y el tiempo pasa, Don Juan renace de sus cenizas cual ave fénix, se reinventa, se reelabora, se rehace, pero nunca nace porque su nacimiento solo se contempla en tiempo de los Cervantes y los Lopes. Larga vida a Don Juan.

No hay que pasar por alto que este siglo XX sería, sin duda, la Edad de Plata en cuanto al donjuanismo se refiere, sobre todo el primer tercio; de ahí en adelante, no resulta extraña su supervivencia dada la capacidad que tienen los mitos para actualizarse y los escritores para reinventarse, apareciendo toda suerte de Don Juanes dramáticos. En el panorama hispánico, quizá, los primeros frutos recogidos de la productiva cosecha imperecedera procedente de los siglos anteriores sea Las noblezas de Don Juan de Enrique Menéndez Pelayo, estrenada en Madrid en marzo de 1900, una comedia de estilo moratiniano pero con un Don Juan demasiado primerizo, carente de experiencia en el mundo amatorio, más charlatán que sentimental, más burlón que burlador.

Con Jacinto Grau aumentamos el ratio de un autor-una obra donjuanesca, hablándose incluso de “los dos Don Juanes de Jacinto Grau”: Don Juan de Carillana de 1913, maduro, presuntuoso y con menos dotes seductoras que sus precursores, un romántico venido a menos en tiempos modernos que resulta castigado por su creador mostrándole las consecuencias de sus devastadores actos de juventud; y El Burlador que no se burla, acabada en 1927 y nunca representada, teniendo como fuente principal los postulados orteguianos los cuales harán de este Don Juan un símbolo caduco de toda la humanidad deseosa de alcanzar el ideal, donde la reflexión se supedita al placer de seducción y a la misma realización práctica de la obra.

A diferencia de la anterior, Las canas de Don Juan de Luca de Tena sí se estrenó en Madrid en 1925, poniéndose en escena un burlador empedernido, carente de escrúpulos, preocupado por las habladurías y que, en ciertas ocasiones, resultará víctima del juego seductor hasta el punto de estar al borde de claudicar por completo entregándose al matrimonio; pero, sin duda alguna, lo más llamativo de este Don Juan es su capacidad evolutiva hasta llegar a erigirse defensor acérrimo de la estructura familiar al más puro tradicionalismo, vertiendo sobre su hijos sus deseos frustrados.

Curiosa es la obra de Muñoz Seca, La plasmatoria de 1935 por ser una de las pocas obras en cuyo título no hay alusión alguna ni a Don Juan ni a ningún otro personaje reconocido de la leyenda. Pese a todo, Muñoz Seca va a rendir al mito su homenaje particular como mejor sabía hacerlo: parodiándolo. La ventaja de presentar en 1935 una parodia del Don Juan (de Zorrilla en este caso) no era otra que contar con la inestimable colaboración del público, pues raro era aquel que no se supiera el texto prácticamente de memoria; y aún más, las teorías de Gregorio Marañón hacían correr ríos de tinta entre la opinión pública. Solo de este modo puede entenderse el éxito conseguido ante un Don Juan tan poco convencional, un Don Juan con fisionomía del siglo XX pero con psicología del XVII que le hace ser más sombra que nunca, un Don Juan anacrónico que representa los valores perdidos de antaño en plena modernidad por lo que no le quedará otra que regresar a su mundo.

Con estos ejemplos dramáticos, y tantos otros que podríamos dar (sobre todo en la primera mitad de siglo) como la costumbrista Don Juan, buena persona, (1918) de los Hermanos Quintero, la esperpéntica Las galas del difunto (1926) de Valle-Inclán, el poético Juan de Mañara (1927) de los hermanos Machado, o el existencialista Hermano Juan o El mundo es teatro (1929) de Unamuno, el lector puede ir haciéndose una idea de lo que debió significar el personaje en la cultura española del momento. Sin embargo, el mapa introspectivo no quedaría completo si se pasara por alto otros dos géneros fundamentales para la supervivencia del mito: la narrativa y el ensayo.

En el caso de Don Juanes narrativos cabe destacar la que Javier López considera como “culminación del donjuanismo” en la novela dada la importante estilización y armonía de motivos que se aprecian, y no es otra que Tigre Juan-El curandero de su honra (1926) de Pérez de Ayala, con la que el autor retoma el binomio amor-honor áureo, y especialmente, calderoniano, pero entendible solo desde la óptica del modernismo. Al margen de mayores o menores influencias galdosianas, clarinianas u orteguianas, Ayala se vale de la comicidad y la burla para presentarnos un personaje literario de antaño pasado por el tamiz de la modernidad, con sentimientos del hoy pero con reminiscencias del ayer, aunando presente y pasado.

Unos años antes, Azorín había publicado Don Juan (1922), una novela corta cuyo personaje, lejos de ser un canalla sino más bien un ser piadoso, nada ridículo ni despreciable, resulta ser víctima de la historia. Lo que hace Martínez Ruiz es, precisamente, invertir la historia de modo que, al final, vemos a un fraile franciscano en lugar de un burlador infranqueable. De este modo, son dos los planos que se nos ofrecen: el de la perfección ideal frente a la degradación social, mostrándosenos a cara descubierta al pecador arrepentido. Ana Sofía Pérez-Bustamante dice:

Azorín va a colocar a Don Juan en el centro de la España profunda para que “vea” su realidad: historia, cultura, literatura y vida a partes iguales. Somete al personaje, pues, a sus mismas experiencias, que podemos condensar en parejas contradictorias: belleza y dolor, maldad y virtud, pasado y presente, historia y mito.

Frente a estas dos obras en cuyo título sigue prevaleciendo la figura masculina, vamos a encontrar dos obras que no lo hacen. La primera de ellas es Juanita Tenorio. Novela galante de los años diez (1910) de Jacinto Octavio Picón, novela antidonjuanesca donde el mito viene presentado de la mano de una mujer un tanto exigente más que cortesana, que en lugar de decantarse por una vida placentera y sosegada ejerciendo como esposa y madre, opta por sumirse en toda una serie de devaneos amorosos hasta encontrar el amor verdadero y conseguir, así, evitar su ruina vital. La segunda a la que me quiero referir es Doña Inés. Una historia de amor (1925) de Azorín, cuyo protagonista deducible aunque no evidente, será el tiempo, el paso del tiempo del que Doña Inés va a ser víctima. Azorín, haciendo de nuevo gala de su ingenio para mostrarnos nuevas y novedosas reinterpretaciones del mito, elabora a una criatura romántica aunque también sexual, sedienta de amor, soñadora , frustrada y, finalmente, abandonada; y, mientras tanto, el tiempo pasa, lento, muy lento, nada sucede, y Doña Inés queda a la espera de otro Don Juan.

Pero, sin lugar a dudas, el pódium de honor en lo que a Donjuanes novelescos se refiere corresponde al Don Juan (1963) de Torrente Ballester, gracias al cual Don Juan va a recuperar su estela mítica. Nacido a la sazón de “un empacho de realismo” como él mismo puntualiza en el prólogo, aquí no hay delincuentes, psicópatas, casanovas ni viejos ridículos sino la justificación del “modus operandi” del personaje. Dos son los planos que se superponen a modo de enfrentamiento entre realidad y ficción a lo largo de cinco capítulos que concluyen con la muerte de Don Juan en una representación teatral (magistral el guiño a Cervantes al hacer teatro dentro de teatro, literatura dentro de literatura). Aunque son innumerables los aciertos introducidos, estoy de acuerdo con una parte de la crítica que opina que el mayor acierto de Ballester está en la introducción de la primera persona, Yo, para narrar la historia de Don Juan, relacionándolo con el sentimiento mítico que del personaje se tiene: Don Juan es tan individual como colectivo, tan personal como social, y nada mejor que valerse de la primera persona para sentirnos más afines e identificados con él en la búsqueda de su-nuestra propia identidad.

No fueron éstas las únicas obras que abordaron el mito desde diferentes perspectivas narrativas, aunque sí las considero muy representativas en cuanto a la originalidad de sus planteamientos, encontrando otros ejemplos como Las sonatas (1902-1905) de Valle Inclán o Las hijas de Don Juan (1907) de Blanca de los Ríos, de la que me ocuparé en profundidad con posterioridad. Sin embargo, no menos llamativos e interesantes van a ser los ensayos dedicados a Don Juan, captando la atención no solo de Ortega, Menéndez Pidal o Marañón, sino también de Américo Castro con Don Juan en la literatura española (1924), Ramiro de Maeztu en Don Quijote, Don Juan y la Celestina. Ensayos en simpatía (1926) o Albert Camus con El mito de Sísifo (1942) – capítulo dedicado a "El donjuanismo"-. Genuino género del siglo XX (aunque considerando la abundante literatura prologal sobre todo de los Siglos de Oro), su cultivo y desarrollo no hará sino fortalecer la supervivencia del mito, allanando el camino para nuevos quehaceres.

Sorprendente, por cuanto trascendió el plano literario, fue la ardua disputa mantenida por Marañón y Ortega y Gasset, paradigma de la homosexualidad por un lado, y del casticismo por otro. Marañón va a significar el mayor punto de inflexión en lo que a la desmitificación de la figura de Don Juan se refiere, ocupando parte de sus escritos durante más de cuarenta años. Defendiendo siempre la tecnificación y el cientificismo, el endocrinólogo va a ver en Don Juan el envés de todo patriotismo “primero por ser mito, es decir, por ser mentira; pero, además, es la justificación glorificada de una poligamia estéril y con detrimento del trabajo creador” tal y como señala en su ensayo “Educación sexual y diferenciación sexual” (1926), y por tanto, antítesis de toda virilidad. Le irrita la actitud que manifiestan las mujeres ante su presencia, defiende la figura de Otelo por encima de la donjuaniana y se opone taxativamente a tendencia de reivindicar la paternidad española por encima de la Italiana porque Don Juan es, ante todo y sobre todo, símbolo de una sociedad decadente, enferma y corrupta. Bien es cierto que esta actitud combatiente se iría rebajando con el tiempo, mirándolo con mayor benevolencia porque su rastro ya no resulta letal. En definitiva, Marañón hará cobrar vida a un personaje literario abordándolo a partir de una triple partición que le hace parecer todo un ser enigmático.

De este modo, cada cual iba apropiándose del mito para hacer de él síntesis y proyección de sus ideas; pero, en el más profundo abismo de todas las reflexiones, latía un sentimiento, una preocupación, que traspasaba lo literario: la modernidad y sus “consecuencias”, acentuándose sobre todo la idea de que Don Juan no daba ya cuentas a Dios sino a la mujer. De este modo, si para Marañón Don Juan significaba la decadencia más absoluta, Ortega reivindicará su atención poniendo en paralelo, como siempre haría, la realidad con el arte. Si para Maeztu Don Juan no era otra cosa que un hombre sin ideales, Ortega no duda en afirmar que su figura supone “uno de los máximos dones que ha hecho al mundo nuestra raza”, sintiéndose orgulloso de la filiación de la figura con nuestro país.

Para el filósofo madrileño no hay nada más placentero que escuchar los versos del “Tenorio” e interiorizarlos para lograr, así, descubrir la esencia de nuestro ser. Tan apasionada es la defensa que hace del personaje que en “La estrangulación de Don Juan” lo superpone a las figuras lopescas, de las que dice que nadie guarda recuerdo alguno en su memoria, y aún más, “Lope no existe en la vida española, no colabora con ella, no es un tema, un incitamento, un ingrediente de realidad alguna española, desde su muerte a la fecha”. Sin embargo, bajo mi punto de vista, lo más destacado de los ensayos orteguianos es que da con la clave (para muchos no tan obvia) de la pervivencia del mito:

La norma según la cual ha de hacerse progresar un tema como del de Don Juan no es difícil de descubrir. Cada nueva época significa la conquista que el hombre hace de una noción más complicada y exacta de lo que las cosas con y de lo que deben ser, de la realidad y del ideal. Pues bien, el tema tradicional deberá ser sometido a las exigencias de ese nuevo y más rigoroso conocimiento. Sólo así tendrá para esa época sentido, y esto -tender sentido- es lo que diferencia a un símbolo, a una creación ideológica o estética, de los hechos vulgares que traman la existencia y se yuxtaponen los unos a los otros simplemente porque han acontecido unos tras otros (…) Por esto no debe extrañar que la fidelidad misma obligue en ocasiones a eliminar de la tradición rasgos perturbadores y, a veces, a volver trozos de ella del revés.

Es decir, en Don Juan se condensan el paso del tiempo, el sentir de cada autor y las expectativas de una sociedad en constante ebullición, por lo que ya no es solo Don Juan sino Don Juan y sus circunstancias. Claro está que los modelos surgidos se alejan del inicial tirsiano, simplemente porque el cambio de valores establecidos de una sociedad a otra así lo imponen; pero ello no debe entenderse ni como una muerte ni como una degradación del personaje, sino tan solo como una más que comprensible y aceptada evolución en armonía y sintonía con la sociedad imperante.

Don Juan es un producto social, y como tal, la acción va a quedar relegada y supeditada a unos sentimientos interiores que hacen del personaje un ser de mayor complejidad, pero alejado de la inocencia que muchos aluden. Todas y cada unas de las versiones donjuanescas elaboradas en los diferentes géneros nos proporcionan visiones nuevas del personaje (al margen de su calidad literaria), haciendo evolucionar a la par el personaje y el mito: ya no vemos sólo a un “langosta de mujeres” y “garañón de España” como queda definido en el siglo XVII, ni como un “monstruo de liviandad” que en apenas cinco días enamora, consigue, abandona y sustituye a las mujeres como hacía el de Zorrilla, sino que el burlador y seductor va a convertirse en un ser vil, violador, miserable o calavera en unos casos, lenguaraz, infamador en otros, presuntuoso, embustero, jugador, sacrílego, pero también intelectual, piadoso, arrepentido, amador, sosegado, temeroso, soñador, filósof. Mientras perduren modelos donjuanescos en el panorama literario, Don Juan seguirá junto a nosotros. Lo que está claro es que, sobre Don Juan, aún no se ha dicho la última palabra.

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CONTENIDO

INTRODUCCION

PRIMER CAPITULO. BIOGRAFIA DEL AUTOR

Trayectoria biográfica hasta 1868

La historia intemporal de Zorrilla

SEGUNDO CAPITULO. EL DONJUANISMO EN UN SIGLO: ESTADO DE LA CUESTION

El personaje de Don Juan

El siglo XX y Don Juan

Un nuevo estimulo: la parodia

Las mujeres y Don Juan

TERCER CAPITULO. DON JUAN TENORIO

Presentación de la obra

Temas y estructuras

Análisis de los personajes central y los personajes secundarios

Género literario y características del movimiento literario dentro de la obra

CUARTO CAPITULO. LA INFLUENCIA DE DON JUAN EN LA LITERATURA ESPANOLA

Tirso de Molina: la creación del mito

Desde El burlador de Sevilla a Don Juan Tenorio

Jose Zorrila: la consagración del mito

CONCLUSION

BIOGRAFIA

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